La beca

Por motivos que no vienen al caso. Tuve que eliminar mis antiguos relatos que ahora vuelvo a publicar para los que en aquellos años no los leyeron. Una universitaria consigue una beca para estudiar en el extranjero. Nunca se imaginó que aquello fuera a convertirse en una terrible pesadilla.

LA BECA

Les relato aquí otro caso real que ha llegado a mi conocimiento, cambiando cualquier dato que permita la identificación de la persona real.

Patricia tenía 22 años cuando consiguió algo que venía deseando hace mucho tiempo: una beca para perfeccionar sus estudios de historia en el extranjero.

Llevaba un par de años echando solicitudes para cursar unos meses de estudios en Moscú, lo cual era su ilusión. No había conseguido plaza allí pero sí en una ciudad de una de las repúblicas de la antigua URSS. La verdad es que cuando tuvo noticia de ello, ni siquiera le sonaba el nombre de esa ciudad, pero estaba contenta.

Enseguida empezó a buscar información sobre aquel país, aquella ciudad y aquel centro de estudios donde pasaría 6 meses perfeccionando sus estudios.

No era nada fácil. Aquel país aún no tenía embajada permanente en España y tan sólo pudo conseguir algo de documentación e información en las embajadas de otros países próximos y en la de Rusia.

Ahora sabía que iba a ir a un país donde la situación social era algo inestable, un país con problemas económicos, en medio de una transición política y mucha corrupción, donde los militares y  policías aún eran temidos por el resto de la población y con altos niveles de paro y sanidad precaria.

A pesar de todo ello, estaba llena de ilusión y no le importaban todas aquellas circunstancias. También había conocido que  existía allí un buen centro de investigación histórica y que contaban con documentos históricos únicos en el mundo. Era una oportunidad excepcional.

Es cierto que le hubiera  gustado haber tenido algún otro compañero o compañera de viaje que la acompañara en esta nueva experiencia, pero sólo había una plaza, y la había conseguido ella. Además, aunque sólo iba ella desde España, allí se encontraría con otros 3 becarios de otros países y seguro que enseguida entablarían buenas amistades.

En los 2 meses que tenía por delante, siguió acumulando información sobre todo aquello, se puso alguna que otra vacuna preventiva y compró nuevo vestuario de abrigo. No quería llevar mucho equipaje pero la ropa de abrigo era imprescindible.

El calendario avanzaba y enseguida llegó el día de la partida.

La familia se reunió en el aeropuerto para despedir a Patricia que seguía enormemente ilusionada con aquel proyecto. Su padre, su madre y su hermana estaban allí para desearle lo mejor. Sus padres  estaban algo preocupados. La veían demasiado joven, demasiado niña para salir sola a un sitio tan lejano, pero no podía ni querían truncar los planes de lo que su hija tanto deseaba.

Ella, aunque  era muy independiente, sabía que los iba a echar de menos. Su hermana Marta, que había vivido esa experiencia hacía 2 años la había hablado de la soledad que se siente y de cuanto les había echado de menos a todos y sobre todo al que era su novio y ahora es ya su marido.  Bueno, por lo menos yo no tengo novio, pensaba Patricia.

Con lágrimas en los ojos se despidieron todos y facturaron una gran maleta azul en la que Patricia había conseguido a duras penas introducir todo lo que se llevaba, en su mayor parte ropa, libros y productos de aseo y cosmética que sabía que allí le sería difícil conseguir.

El vuelo partió sin retraso de España y se dirigía a Berlín, donde Patricia debía coger un segundo vuelo que le llevaría hasta aquel país. En el avión entabló amistad con un chico andaluz que iba a Berlín también a estudiar y el viaje le resultó muy ameno.

Allí en Berlín se despidió de aquel chico y afortunadamente todos los enlaces salieron según lo previsto y en menos de una hora de espera se encontraba  a bordo del segundo avión. Aquí ya  no había españoles y en el vuelo iba junto a un señor mayor, suponía que alemán, que no le dirigió palabra alguna en todo el trayecto.

Unas pocas horas después, por fin el avión aterrizó. Había llegado a aquella república de sus sueños, aunque aún no había concluido su viaje. Ahora tenía que tomar un tren unos 150 kilómetros hasta su destino definitivo.

Ahora se encontraba con las dificultades de un país que no conocía y, aunque dominaba el inglés, no era fácil entenderse y hacerse entender con aquella gente. Por lo menos, su equipaje había llegado sin problemas, pasó el control de aduana y ahora trataba de preguntar como llegar hasta la estación de tren.

Ahí empezó a comprender que aquel país estaba a bastantes años de diferencia del nuestro en cultura, comunicaciones, infraestructuras, etc. Después de mucho preguntar, encontró un policía que a regañadientes se molestó en intentar comprenderla y la acompaño hasta una especie de taxi que siguiendo las indicaciones del policía la llevó hasta la estación de tren.

Después de mucho investigar, por fin sabía que tren debía coger y en unos minutos estaría dentro del mismo rumbo a su destino.

Por fin estaba ya dentro de un destartalado tren, sentada en unos bancos de madera y sin perder de vista su maleta. El traqueteo de aquel tren nunca lo había visto antes. Era como si la vía tuviera baches. Sus compañeros de viaje eran hombres y mujeres de mediana edad, vestidos con ropas viejas, serios y que no paraban de mirarla como si fuera un bicho raro. La verdad es que no era normal que una chica joven extranjera viajara allí. Una mujer se le  acercó y sonriendo la ofreció una manzana que cogió y agradeció en inglés, aunque  ninguno de ellos la entendieron..

El recorrido era de poco más de 150 kilómetros, pero a la velocidad que aquel cacharro alcanzaba y las mil paradas en pequeños lugares que hacía, el viaje duraría unas cuantas horas. Regularmente cada cierto tiempo, una especie de revisor recorría el tren de punta a punta. La primera vez pidió a Patricia su billete y la documentación y posteriormente, en cada pasada, no dejaba de mirarla insistentemente de forma que le resultaba incómoda.

El tren había parado en otra pequeña aldea. Llevaba unos 5 minutos detenidos cuando apareció en el vagón el revisor acompañado de 2 policías o militares. Enseguida dirigieron sus miradas a Patricia y algo les dijo el revisor señalándola a ella y a su maleta. Entonces los policías se dirigieron a la chica en tono de pregunta pero ella no entendía nada. Todo el mundo miraba. A la vista de que no decía nada, elevaron el tono y amarrándola del brazo la pusieron de pie y la llevaron  al rincón donde estaba su maleta señalándola. Patricia, en inglés, intentó hacerles comprender que no les entendía, pero finalmente uno de ellos agarró la maleta y el otro tomó a la chica del brazo con fuerza y  bajaron del tren.

Una vez en el apeadero, el tren iba a proseguir el camino. Patricia estaba asustada y explicaba como podía a aquellos dos hombres que se iba su tren y que tenía que ir hasta su ciudad de destino.

Finalmente el tren se fue y los policías y la chica caminaron hasta a un caserón viejo y descuidado cerca de las vías donde había una especie de comisaría. Entraron dentro y los dos hombres, hablando en aquel idioma que ella no comprendía, se dirigieron a un tercer hombre que estaba sentado frente a una mesa y que parecía ser el jefe.

Patricia estaba allí de pie frente a él, junto a su maleta que había depositado a su lado. Aquel hombre se levantó de su silla y la miró detenidamente de arriba abajo, diciéndola algo que no entendió. Volvió a repetir aquellas frases a la vez que extendía su mano, así que la chica supuso que pedía documentación. Sacó un sobre que guardaba en el bolsillo de su anorak y donde llevaba todos los papeles y se acercó a la mesa, entregándoselo a aquel hombre.

Durante unos minutos, aquel policía examinó detenidamente cada papel que Patricia le había entregado, mientras los otros dos policías permanecían impasibles a unos metros de distancia. Cuando terminó, se dirigió a sus subordinados indicándoles una orden que la muchacha no comprendió.

Inmediatamente uno de los policías se acercó hasta ella y agarró su maleta, situándola sobre la mesa del jefe. Intentaron abrirla pero estaba cerrada con llave, por lo que dirigieron una frase en tono agrio hacia la chica que comprendió lo que querían, así que sacó de su bolsillo una pequeña llave que enseguida le fue arrebatada de las manos por uno de los policías. Patricia no comprendía el por qué de la situación pero evidentemente iban a registrar su equipaje.

Lentamente comenzaron a sacar sus pertenencias de la maleta, primero sus libros que examinaron como buscando algo entre sus páginas, luego un pequeño álbum de fotos familiares, parándose a observar una a una las mismas y comentándolas entre ellos en aquel lenguaje incomprensible para Patricia. Se pararon especialmente en una foto donde aparecía la muchacha y una amiga en la playa en bikini, mirando lascivamente a la chica y riendo entre ellos.

Patricia era una chica de cara aniñada y dulce, más bien bajita de unos 1,60 cm y con pelo moreno largo, un poco regordeta y pecho mediano, bastante atractiva a la vista y más ante la exposición en bikini que aquellos hombres acababan de contemplar.

Prosiguieron luego el registro con los productos cosméticos que había traído consigo, los cuales abrieron y les causaron también bastante hilaridad. No era habitual para ellos ver ese tipo de cosas por allí.

Por último pasaron a registrar sus ropas: jerséis, camisetas, calcetines, blusas... desdoblando todo concienzudamente y por ultimo, el jefe tomó de la maleta sus prendas íntimas, desdoblando también las mismas una por una y mostrándolas desdobladas a los otros dos policías prenda a prenda, riendo y mirando a la chica. Una por una, cada braguita, cada sujetador.

Patricia se sentía muy incómoda por la situación y miraba al suelo ruborizada.

Cuando hubo acabado el registro de su maleta, sin resultados positivos, acomodaron todo a duras penas dentro de la misma y presionaron con fuerza hasta cerrarla.

Entonces, tras una conversación entre los hombres, el jefe se acercó a la muchacha y le dijo algo. Patricia con gestos intentó explicarle que no entendía lo que le decía y el hombre, también con gestos, le indicó que quería su anorak. La chica se lo quitó y alargó el brazo con cierto respeto para hacérselo llegar.

El policía lo recogió y se dispuso a examinar palmo a palmo el mismo, introduciendo sus manos en cada uno de los varios bolsillos que la prenda tenía y mirando lo que iba encontrando: un pañuelo, un caramelo, el ticket del tren... nada especial.

Patricia no sabía que pasaba, por qué estaba allí y tampoco que era lo que buscaban aquellos hombres, pero estaba claro que aún no lo habían encontrado.

El jefe, dejando el anorak sobre una silla, se aproximó a la chica que permanecía  de pie en aquella sala. Dio varias vueltas a su alrededor mirándola y se detuvo detrás de ella,  colocando sus manos sobre la cabeza de Patricia y empezó a rebuscar entre sus cabellos con sus dedos, luego tomó uno de sus brazos y palmo a palmo chequeó con sus dos manos su brazo desde el hombro hasta su mano por encima de su blusa de manga larga.

Patricia, que en principio se había asustado al sentir como aquel hombre le ponía las manos en su cabeza,  comprendió que iba a registrarla y se quedó más tranquila. No sabía que buscaban aquellos tipos pero sabía que no llevaba nada ilegal consigo.

Aquel hombre que seguía detrás de ella, enseguida tomó su otro brazo y realizó el mismo procedimiento.

Luego agarró ambas manos de la chica y se las colocó sobre la cabeza, procediendo luego a pasar sus manos por los costados de Patricia, cacheando palmo a palmo sobre la blusa blanca en sentido descendente con sus dos manos, una en cada costado, hasta llegar a su pantalón vaquero.

Entonces aquel hombre se agachó y siguió chequeando las piernas de Patricia. Con un ligero golpe hizo que la chica abriera un poco sus piernas que mantenía juntas hasta ese momento y comenzó a palpar por encima de su vaquero desde el tobillo, esta vez en sentido ascendente, hasta llegar arriba, rozando un poco la entrepierna de la chica. Luego hizo lo mismo con la otra pierna y finalmente introdujo sus manos en los bolsillos de los pantalones, primero en los delanteros, luego en los traseros.

No había nada. Patricia continuaba allí de pie, con sus manos sobre la cabeza y un poco incómoda por la situación.

De pronto sintió como las manos de aquel hombre que tenía a su espalda se colocaron sobre su cuello y proseguían su registro. Aquellas manos siguieron bajando y sin mediar palabra alguna se colocaron sobre sus pechos, palpando los mismos por encima de su ropa. La muchacha no se atrevió a decir nada, ni siquiera a moverse y durante al menos 30 segundos aquellas manos manosearon sus pechos. Luego lentamente comenzó a descender y fueron palpando su tripa y espalda. Por último, llegaron hasta su trasero, palpando el rechoncho culete de Patricia con todo detalle. Finalmente, una mano desde atrás se metió entre sus piernas y palpó la entrepierna de la chica que dio un respingo.

Evidentemente no había encontrado nada.

Aquel hombre que la había estado manoseando se apartó de ella y fue junto a sus dos subordinados que, a unos metros y en silencio, había presenciado todo el registro. Comenzaron a hablar en aquel lenguaje indescifrable para la chica y parecían confusos y enfadados.

Tras unos minutos de discusión entre ellos, volvió donde la chica y en tono elevado le dirigió unas frases que por supuesto no entendió. Patricia con cara de incomprensión le miraba asustada. Aquel hombre, con muestras evidentes de enfado, volvió a repetir la frase a la vez que con dos de sus dedos agarraba la tela de la blusa de la chica y la batía.

Patricia seguía inmóvil y entonces...  ¡zas!, recibió un fuerte cachete de improviso que la hizo tambalearse. Seguidamente volvió a repetir aquella frase a la vez que, esta vez, agarraba la blusa y tiraba de ella hacia arriba violentamente, sacándola parcialmente de dentro del vaquero por la mantenía sujeta por la parte de abajo y dirigiendo sus manos luego a los botones.

Entonces, comenzando a llorar y dolorida aún por aquel bofetón, comprendió que aquel hombre quería que se despojara de su blusa.

El jefe de los policías siguió gritándola y ante el amago de un nuevo cachete, Patricia comenzó lentamente a desabrocharse los botones de la blusa,  sacándosela y sosteniéndola en una de sus manos. Entonces el hombre avanzó de nuevo hasta ella, tomando la blusa y volviendo a colocar las manos de la chica sobre la cabeza y volviendo a colocarse a sus espaldas.

Entonces, los temores de Patricia se hicieron reales. Sintió como aquel hombre volvía a colocar sus manos en sus pechos, ahora solo cubiertos por su sujetador blanco y empezó a tantear su prenda. El policía buscaba algo entre sus pechos y su prenda, así que enseguida introdujo sus manos dentro. La muchacha sentía como aquellas manos pasaban una y otra vez por sus pequeños pero firmes pechos y tanteaban sus pezones. De pronto retiró las manos de dentro y continuó explorando el sostén, pasando sus dedos por cada uno de los tirantes de la prenda desde adelante hasta su espalda, llegando hasta el broche que, para desesperación de Patricia, abrió con torpeza desabrochándolo y sacándoselo, recorriendo con sus tirantes el camino hasta las manos de la chica que continuaban sobre su cabeza. Una vez allí el sujetador,  aquel policía apartó las manos de Patricia de la cabeza para sacar la prenda de sus brazos, momento que la muchacha aprovechó para llevar sus manos a sus pechos y taparlos sobre todo de las miradas de los otros dos policías que se había colocado frente a ella y tenían fijos sus ojos en ellos.

El jefe mientras tanto continuaba un minucioso estudio del sujetador que ahora tenía entre sus manos, hasta que desesperado y enfadado lo lanzó contra la pared.

Entonces, situándose de nuevo tras Patricia, tomó con fuerza las manos de la chica que cubrían su pecho y con violencia las volvió a situar sobre la cabeza de la muchacha, para regocijo de los otros dos policías que volvían a mirar babeantes aquellos pechos de tez muy blanca y pezón oscuro.

Enseguida notó como aquellas grandes manos que venían desde atrás se volvían a situar sobre sus pechos, ahora desnudos y los amasaban sin saber muy bien a que venía ahora aquello. Evidentemente aquel manoseo era totalmente innecesario para el registro al que la estaban sometiendo, pero el policía se dejó llevar y durante unos segundos abusó de su posición de superioridad. Acto seguido, bajó sus manos recorriendo el vientre de Patricia hasta llegar hasta el botón de sus pantalones vaqueros y, sin demora, desabrochó el primer botón.

Patricia se estremeció y emitió un audible suspiro, pero no se atrevió a moverse ni mover las manos de encima de su cabeza, quizás recordando la bofetada que muy recientemente había recibido.

Sin dilación, aquel hombre fue desabrochando el segundo botón, y el tercero y el cuarto, quedando ya a la vista sus braguitas blancas que, al contraste con el azul intenso de su vaquero, hacían las delicias de los otros dos policías que se habían situado frente a ella.

Estaba claro que el jefe la iba a despojar sus pantalones y Patricia lo sabía, por lo que algunas lágrimas volvieron a asomar en sus brillantes ojos negros, lo que no se esperaba la muchacha es que fuera tan inminente. El hombre agarró el pantalón con ambas manos por los laterales y tiró con fuerza hacia abajo, de forma que en un segundo estaban a la altura de las rodillas de la chica.

Dado lo prietos que estaban los pantalones, producto de aquel tirón, las braguitas de Patricia se habían bajado levemente, aunque sin descubrir nada de sus intimidades, pero la muchacha ahora si que rápidamente había bajado las manos hasta su braguita a fin de colocarla de nuevo en su lugar, subiéndolas los pocos centímetros que había sido desplazadas y colocando después sus manos cubriendo de nuevo sus pechos.

Aquel movimiento le iba a costar caro porque el policía que continuaba a sus espaldas hasta ese momento, avanzó y se sitió frente a ella, la miró fijamente a los ojos, y otro tremendo bofetón salió de su mano derecha impactando en la cara de Patricia.

Producto del golpe, la chica se movió desplazada y dado que tenía sus pantalones bajados, no pudo mantener el equilibrio y cayó al suelo, comenzando a llorar sonoramente.

No habían pasado ni cinco segundos, cuando el policía se agachó y situándose junto a la muchacha que estaba en el suelo, agarró una de sus zapatillas deportivas y comenzó a desliar los cordones, descalzándola de su pequeño pie y examinando el zapato concienzudamente, tanto por fuera como por dentro. Luego hizo lo mismo con la otra zapatilla y a continuación, despojó a la chica de sus calcetines blancos de tenis.

Acto seguido, agarró los pantalones que Patricia aún tenía bajados pero puestos y los sacó por sus piernas.

Luego, amarrándola del pelo y chillándola en aquel extraño idioma, la puso en pie en el lugar de la habitación donde estaba antes y colocó de nuevo las manos de la chica sobre su cabeza.

La humillación que sentía Patricia crecía cada vez más. Ahora estaba allí de pie, con sus pechos al descubierto y la única prenda que conservaba puesta eran sus blancas braguitas de algodón, todo bajo la lasciva mirada de aquellos hombres, que seguían sin moverse pero sin perderse un solo detalle de aquella exploración a la que estaba siendo sometida en busca de algo que desconocía.

Entonces notó como aquel hombre, que se había situado de nuevo tras ella, empezaba a meter una mano entre sus muslos, obligándola a separar un poco sus juntas piernas y enseguida esa mano se hallaba en su entrepierna, palpando sus partes íntimas por encima de su ropa interior. Luego, aquella mano intimidatoria se introdujo dentro de su braguita y prosiguió su búsqueda moviendo sus dedos entre su vello púbico. Las lagrimas caían por las mejillas de Patricia, la cual apretó con rabia sus dientes cuando notó como un dedo recorría ásperamente su rajita desde su ano hasta su clítoris.

Cuando más humillada se sentía, un decidido tirón situó sus bragas a la mitad de sus muslos y unos empujones la hicieron avanzar tres cortos pasos hasta la mesa que tenía frente a sí. Allí, entre los 3 hombres la levantaron en volandas y la situaron boca arriba sobre aquella vieja mesa de despacho, sintiendo la muchacha un intenso frío sobre su espalda y trasero desnudos que contactaban con aquella dura superficie.

Intentó incorporarse a la vez que forcejeaba pero enseguida uno de los hombres había tomado sus manos sujetándolas sobre la mesa a la altura de sus orejas, mientras que el jefe y otro de los hombres habían tomado cada uno de sus pies, inmovilizándolos y desplazando torpemente sus braguitas a lo largo de sus piernas hasta sacárselas completamente.

Ahora estaba completamente desnuda, tumbada boca arriba sobre aquella mesa e inmovilizada por aquellos rudos hombres que, al parecer, cumplían con su obligación pero también en sus ojos se percibía placer. Sin demora, los dos hombres que la mantenían sujeta por sus pies, comenzaron a doblarla por la cintura, echando sus piernas hacía atrás, hasta situar  las rodillas de la chica junto a sus orejas. Allí cambiaron sus posiciones y uno de los policías agarró la mano derecha y el tobillo derecho de la muchacha, manteniéndolos juntos y unidos sobre la mesa,  mientras el otro policía hacía lo mismo con sus miembros izquierdos.

Patricia se encontraba ahora completamente inmovilizada por los dos policías, en aquella extraña y forzada postura en que aquellas fuertes manos la mantenían y con sus partes íntimas totalmente expuestas a la vista del jefe, el cual, una vez liberado de su función de sujetarla,  enseguida colocó una mano sobre su abundante vello púbico, jugueteando con él entre sus dedos.

La chica lloraba y suplicaba que la dejasen. No entendía como estaba siendo objeto de aquello que consideraba un abuso. En aquel país, este tipo de acciones no eran tan extrañas por parte de policías y militares que, cumpliendo con su deber, pasaban por encima de cualquier derecho de las personas. Aunque no era habitual registrar a mujeres, cuando había que hacerlo, eran hombres los que lo hacían, dado que no existían miembros femeninos en los cuerpos armados.

Patricia se sentía terriblemente avergonzada, a la vez que con mucho miedo. A pesar de su edad, no había mantenido aún relaciones sexuales completas y aquello era muy humillante para ella.

Muy pronto sintió como sus labios vaginales eran abiertos y el dedo índice de aquel hombre se abría camino bruscamente en su vagina. En cuanto el primero de los dedos había conseguido introducirse en su agujero, un segundo dedo de la misma mano buscaba también su posición dentro de la chica.

Dada la falta de lubricación y la tensión que Patricia mantenía, aquella penetración le estaba resultando físicamente bastante dolorosa, aunque quizás el dolor físico era lo que menos estaba sintiendo.

Los otros dos policías que la sujetaban, inclinaban sus cabezas hacía adelante a fin de no perderse detalle de aquel tacto vaginal al que su jefe estaba sometiendo a la muchacha. Con sus dos dedos dentro y sin guante alguno, aquel hombre giraba y giraba los mismos palpando con ellos las paredes de la vagina de Patricia, intentando encontrar algo en su interior.

Tras un par de minutos de registro y de sufrimiento, en los que la chica no paró de emitir lastimeros quejidos y después de una búsqueda infructuosa, el jefe de policía sacó sus dedos del interior de la muchacha, resultando para ella un intenso alivio,  pero poco duró su descanso. No habían pasado cinco segundos cuando notó que algo la presionaba ahora en su otro agujero. De nuevo aquel hombre estaba ahora intentando introducir su dedo en el ano de Patricia, sin conseguirlo en un primer momento y mientras Patricia mantenía su esfínter cerrado cuanto podía.

En un segundo intento, más violento que el primero, el policía logró introducir la primera falange de su dedo en el agujero de la muchacha y acto seguido, de un fuerte movimiento, lo introdujo entero, a la vez que arrancaba un sonoro alarido de la chica que, sin poder moverse, mostraba evidentes gestos de dolor en su cara.

Sin demora, un segundo dedo presionó la estrechita entrada del culete de la chica hasta abrirse también camino en su interior. Entre agudos chillidos de Patricia, el hombre realizó otro tacto, ahora rectal, continuando con su registro en el interior de la chica, el cual resultó también negativo.

El hombre sacó sus dedos del interior del agujero y con una señal indicó a sus dos subordinados que soltaran a la muchacha. Patricia, en un gesto defensivo, se hizo un ovillo sobre la mesa en que seguía, entrelazando con sus manos sus piernas y sin dejar de llorar de dolor, rabia y humillación.

Tras una corta charla entre los 3 hombres, un de ellos abrió un cajón y sacó una ropas azul oscuro que ofreció a la muchacha, mientras el otro policía recogía del suelo todas las ropas que Patricia llevaba puestas minutos antes y las introducía en una bolsa grande de plástico negro.

La chica se apresuró a ponerse aquella ropa de varias tallas superiores a la suya. Una amplia camisa de botones y un pantalón elástico en su cintura y que arrastraba muchos centímetros por sus pies. Se agachó y dobló el bajo del pantalón  de forma que los deditos de sus pequeños pies quedaban a la vista.

Aquella ropa no era lo más adecuado pero por primera vez desde hace varios minutos se sentía aliviada cubriendo su cuerpo de aquellos hombres.

Los hombres siguieron dialogando entre ellos y rellenaron algún papel. Había caído ya la noche y uno de los policías se puso su abrigo y despidiéndose del jefe y de su compañero, salió a la calle rumbo a su casa. Había acabado la jornada.

Entonces el jefe también se vistió un grueso abrigo gris, pero antes de salir, tomó a Patricia del brazo y la hizo caminar a su lado. Caminaron hacía el interior de aquella estancia, traspasando una puerta que hasta ahora había permanecido cerrada.

Allí, a la vista de la muchacha apareció una pequeña habitación, de unos dos metros cuadrados, sin ventanas, con una pequeña bombilla como única luz, con un colchón en el suelo y un artefacto a modo de retrete.

Comprendió que la iban a encerrar allí y aterrada intentó retroceder y escapar, pero el policía, agarrándola fuertemente y de un violento empujón la lanzo dentro de aquel habitáculo, cayendo en el colchón.

Antes que se hubiera levantado, la puerta se cerró por fuera, dejándola allí encerrada, mientras oía como el jefe que tanto sufrimiento ha había causado, se despedía del otro hombre y sonaba el portazo de la puerta de salida.

La primera reacción de Patricia fue aporrear la puerta cerrada que impedía su salida. Era una puerta de hierro gris oscuro, lisa, fría y con una pequeña ventana también de hierro a la altura de la cabeza que también permanecía cerrada.

Tras un rato de esfuerzos baldíos, se sentó sobre el colchón sin dejar de llorar. Ahí fue cuando por primera vez empezó a sentir los efectos de las penetraciones que había sido objeto. Sentía un fuerte escozor en su vagina y también en su ano y, al tocarlos con su mano, notó como había sangrado ligeramente por sus dos orificios. En su vagina muy probablemente a causa de la rotura al menos parcial de su himen, hasta ese momento intacto y en su ano, la presión le había provocado un pequeño desgarro.

Habían pasado unas 2 horas cuando oyó un ruido. Era la pequeña ventanilla de la puerta que se abría y vio como el policía que había quedado de guardia en ese cuartelillo, asomaba su cabeza para verla, la miró un par de segundos y sonrió, cerrando de nuevo la ventana, a la vez que desde el exterior apagaba la pequeña luz que mantenía iluminada la celda.

Ello hizo de nuevo caer en el pánico a Patricia que de nuevo chilló y suplicó que le permitiera salir y que encendiera la luz, sin obtener respuesta alguna. Tras varios minutos de inútil esfuerzo, a tientas y tocando la pared volvió a echarse en el colchón agotada.

Pero a pesar del cansancio, la tensión y el miedo le impedían caer dormida.

Había pasado otra hora más cuando sintió otro ruido. Sin duda era la puerta de la calle que se abría ya que su ruido era inconfundible, aunque no oyó voz alguna por lo que pensó que probablemente su guardián había abandonado también el cuartelillo hasta el día siguiente.

Pero no habían pasado dos minutos cuando de nuevo se encendió la luz y sonaba la puerta de la celda que se abría. Patricia, acostumbrada a la oscuridad, apenas acertaba ahora a ver lo que ocurría, pero pudo distinguir a duras penas que los dos hombres que entraban eran los dos policías que habían estado con ella la tarde anterior. Rápidamente y sin dejar capacidad de reacción a la muchacha, se acercaron a ella y agarrándola del pelo, la pusieron en pie, comenzando a manosearla.

Patricia suplicaba e intentaba zafarse de aquellas manos que la tocaban por todo su cuerpo, pero era inútil. Aquellos dos hombres que la habían contemplado desnuda hace unas horas sin poder ponerle la mano encima, estaban ahora deseosos de tocar todo aquello que habían visto. Sin poder evitarlo, uno de los hombres, colocando una mano en la nuca de la muchacha, atrajo hacia sí su cabeza, besándola con violencia en la boca. Mientras Patricia intentaba con sus manos alejarse de aquel hombre y terminar con ese beso forzado, el otro hombre había tomado sus pantalones por su elástico y había tirado de ellos hacia abajo hasta situarlos en sus tobillos, dejando a la chica desnuda de cintura para abajo y enseguida unas manos tocaban y pellizcaban sus nalgas y se perdían entre su vello púbico y acariciaban la parte interna de sus muslos.

Evidentemente aquello no era ya un registro como el que había sufrido la tarde anterior. Esto era otra cosa y Patricia volvía a llorar desesperada y gritaba y suplicaba, pero nadie la podía oír y a aquellos hombres poco les importaban las súplicas y quejas de la muchacha que, por otro lado, no entendían.

Ahora, mientras intentaba con sus manos zafarse de los toqueteos que estaba sufriendo en su entrepierna, el hombre que la estaba besando había empezado a desabrochar su blusa que, rápidamente se encontraba completamente desabrochada y sus pechos, desnudos y a la vista de aquellos hombres, empezaron también a ser manoseados.

En un abrir y cerrar de ojos, los dos policías quitaron las ropas a la chica y completamente desnuda la empujaron sobre el colchón.

Patricia aprovechó el momento para colocarse sobre el colchón haciéndose un ovillo intentando protegerse y taparse con sus manos y piernas cuanto podía. Mientras tanto, aquellos hombres se habían despojado de sus ropas y ahora estaban desnudos.

Se volvieron a acercar a la chica y agachándose junto a ella en el colchón, comenzaron de nuevo a manosearla.

Patricia lloraba, ahora no sólo por sentirse humillada y por la vergüenza de estar desnuda. Ahora la iban a violar y no podía hacer nada.

Las manos de aquellos policías se posaban sobre sus piernas, sobre sus muslos, sobre sus pechos, pellizcaban sus pezones... aquellos dedos tiraban de su vello púbico, tocaban su vagina, presionaban la entrada de su ano... y así una y otra vez durante unos interminables minutos, mientras ella no acertaba a zafarse de cuatro manos que, ansiosas, no dejaban de tocarla.

Sin descanso, unos de los hombres se había colocado entre las piernas abiertas de la chica y con la punta de su erecto pene estaba tanteando su entrada vaginal. Patricia le miró aterrorizada mientras el otro hombre sujetaba sus manos.

Aquel policía abrió con sus manos los labios vaginales de la chica y colocó su miembro a la entrada del pequeño agujero y, de una fuerte embestida, aquel hombre introdujo la mitad de su pene dentro de la muchacha. Los negros y brillantes ojos de Patricia se salían de sus órbitas y emitió un aterrador chillido que, lejos de intimidar a su violador, le animó a dar otra fuerte acometida introduciéndole por completo su verga.

Patricia sentía como si se fuera a partir en dos. Ya no solo era la humillación sino el enorme dolor que aquella penetración le estaba produciendo en su hasta ahora virgen sexo. El hombre entraba y salía violentamente del orificio de la chica y ésta acompañaba cada penetración con lastimeros quejidos desesperados. Mientras tanto, el otro hombre se limitaba a tocarle los pechos con una de sus manos y asir fuertemente las muñecas de la chica con la otra, a la vez que disfrutaba con la violenta escena que estaba contemplando.

Aquel mete-saca continuó durante unos cuantos minutos, hasta que Patricia sintió una inyección de calor en sus entrañas. Aquel hombre se había corrido dentro de su cuerpo, y mientras sacaba el pene de su interior, la cara del policía mostraba evidentes gestos de placer.

Pero poco duró el descanso para la muchacha, enseguida el otro hombre se colocó entre sus piernas y con sus dedos tanteaba su entrepierna. Iba a ser violada por segunda vez y ahora ya apenas tenía fuerzas, ni físicas ni morales, para oponer resistencia.

Notaba como unos dedos recorrían su rajita de arriba abajo, empezando en su vello púbico y terminando cerca de su ano y volvían a manosear su maltratada vagina, empezando otra vez el mismo camino. En ocasiones, llegaban a introducirse algo en su irritado orificio, continuando después su recorrido por sus partes íntimas. Durante unos minutos, aquello era lo que la chica estaba siendo obligada a soportar hasta que en una de las ocasiones, aquellos dedos bajaron más de lo que lo habían hecho hasta ahora.

Aterrada, Patricia notó como uno de aquellos rudos dedos estaba presionando en la entrada de su ano e intentaba abrirse camino. Aunque unas horas antes había vivido la misma sensación, la situación de ahora era tremendamente más humillante.

Sin titubear, el hombre presionó fuertemente hasta introducir un dedo por su cerrado orificio anal y de inmediato abrió camino con fuerza para que meter un segundo dedo. Enseguida la sangre volvía a brotar del ano de Patricia, debido sin duda a  los recientes desgarros que la muchacha había sufrido en el registro que el jefe de aquellos hombres le había realizado la tarde anterior. Los lamentos, lloros y súplicas de la chica se repetían lastimeramente, sin ningún resultado y se incrementaron aún más cuando notó como el pene de aquel otro hombre estaba tanteando su entrada trasera.

Sin embargo, la difícil posición en la que estaban y los último esfuerzos de la chica pataleando, lograron impedir aquella penetración anal, y el policía desplazó con su mano su verga hasta la entrada de la vagina y de un certero y violento movimiento, la introdujo dentro de Patricia.

Con más fuerza aun que su compañero, aquel hombre entraba y salía de la destrozada vagina de la muchacha que, al igual que hace unos minutos, acompasaba cada embestida con lastimeros gritos de dolor. Su anterior violador la sujetaba ahora sus manos, riendo y animando a su compañero que la estaba penetrando.

Tras unos minutos interminables de tortura, otra corriente de calor inundó sus entrañas mientras el policía descargaba su abundante semen dentro de la pobre chica, retirándose después.

Mientras los dos hombres hablaban y reían,  Patricia exhausta se giró sobre si misma y lloraba tumbada boca abajo sobre el colchón, en el cual habían quedado manchas de sangre producto de la cruel tortura a que la chica había sido sometida.

No contentos aún, uno de los hombres volvió junto a la chica y comenzó a acariciar sus nalgas a la vez que le propinaba suaves azotes.

El culo regordete de Patricia se hacía apetecible para acariciar su suave piel y el policía no perdía la oportunidad. Toqueteaba y pellizcaba una y otra vez aquel trasero mientras la chica tumbada boca abajo permanecía inmóvil.

De improviso, la muchacha notó como las manos de aquel hombre separaban sus nalguitas y algo presionaba su ano. Aquel hombre, de nuevo con su pene erecto, estaba intentando penetrarla por su parte de atrás. Patricia intentó moverse e incorporarse, pero un certero puñetazo en su espalda la hizo caer de nuevo sobre el colchón con serias dificultades para respirar por el tremendo impacto.

Aprovechando la ausencia de resistencia de la muchacha que ahora solo se afanaba en poder respirar, el hombre apoyó la punta de su miembro en el orificio trasero de Patricia y comenzó a presionar. Con dificultad estaba consiguiendo introducir la punta de su verga mientras la chica solo atinaba a dar algún manotazo hacía atrás sin fuerza ni dirección, mientras seguía faltándole la respiración.

Una vez introducido el inicio de su miembro, de dos certeros y rápidos empujones violentos, aquel hombre logró meter todo su pene en el culo de Patricia, la cual emitió un tremendo alarido de dolor que sonó entrecortado en su garganta que seguía luchando por coger aire suficiente y perdió el conocimiento.

A pesar de la inconsciencia de la muchacha, el policía siguió entrando y saliendo violentamente de aquel cuerpo inerte, destrozando aquel estrecho culo. Mientras tanto, el otro policía había ido por una vasija de agua que derramó sobre la cabeza de Patricia, haciéndola recobrar el conocimiento.

Aquel fue el peor despertar de la muchacha, que seguía teniendo sobre sus espaldas  a aquel hombre que la seguía penetrando una y otra vez por su parte de atrás. Volvieron a oírse terribles gritos y llantos desconsolados al ritmo de las acometidas que el policía marcaba en aquel violento mete-saca, hasta que por fin, eyaculó en su recto.

Sin mucha más demora, la chica fue levantada en volandas por los dos policías que la sacaron de la celda y la introdujeron en una sucia y vieja bañera. Allí, con agua terriblemente fría, limpiaron a Patricia todo su cuerpo, en especial sus partes íntimas y sus muslos por los que chorreaba sangre y semen. Después de un largo aseo, la vistieron con la misma ropa azul que una hora antes le habían arrebatado y la volvieron a encerrar en la celda.

Allí pasó el resto de la noche y por la mañana la puerta se abrió para entregarle leche y una especie de galletas que la chica no pudo tomar. Patricia ya no lloraba, parecía no estar presente y como si su mente hubiera abandonado su cuerpo.

A primera hora de la tarde regresó a la oficina el oficial jefe que el día anterior la había examinado. Tras una charla con sus subordinados y algún papeleo, entró en la celda de la chica y diciéndole una palabras, le entregó la bolsa con sus ropas del día anterior, dejando la puerta abierta.

Sin decir palabra ni gesto alguno, la chica se vistió con su ropa y espero a aquel hombre que volvió a entrar en la celda a buscarla. El jefe de policía encontraba extraña a la chica y su comportamiento tan sumiso pero no sospechaba nada de lo ocurrido, sino más bien lo achacaba a la soledad de la prisión.

Sin entender ni palabra de lo que la decía, la chica fue llevada de nuevo a la estación de tren con su maleta. Allí el tren que 24 horas antes se había detenido, volvió a parar y el policía subió a hablar con el revisor. Al momento, volvió a apearse e indicó a la chica que subiera mientras el revisor tomaba su maleta.

Con un día de retraso volvía a su destino.

Las lagunas de memoria de Patricia son grandes en este momento. No sabe cómo ni cuando llegó a la residencia de estudiantes donde había de hospedarse. Una vez allí, al día siguiente y a la vista del estado emocional de la muchacha, fue conducida por uno de los tutores al servicio médico y a su vez fue conducida a una oficina diplomática española. En ese lugar y por fin en español, le explicaron que la policía había cometido un error de identificación y la confundieron con una turista que estaban siguiendo por tráfico de drogas. Pedían disculpas por ello, pero Patricia solo pedía una cosa: quería regresar a su casa cuanto antes.

Nada contó allí de lo que había sucedido, tenía aún muchísimo miedo y solo quería volver con su familia. Fue a su llegada a España y con su familia cuando se derrumbó en una tremenda crisis de nervios les contó todo y tuvo que ser ingresada en un hospital donde la atendieron de sus secuelas físicas y poco a poco se fue restableciendo de aquel terrible trauma que la marcará para siempre.

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