La base F (1). Historia lesbiana algo masoquista
En una base secreta en una isla antártica, 40 mujeres aisladas trabajan, conviven y mantienen entre ellas unas relaciones en las que el sexo, con episodios de dolor y placer, juegan un papel importante.
[ No sabía si colocar este relato, en lesbicos o sadomasoquismo. No se parece mucho a otros que veo en estas categorías. La historia es fruto de mis fantasmas, en los que los juegos de dolor y placer en relaciones con otras mujeres han jugado un papel, sino esencial, al menos importante en ocasiones. Pero siempre han sido juegos muy alejados de la dominación, del escalvismo, de las palabras despectivas que no son lo que precisamente me excita a mi. Es más bien una historia de amor entre mujerees, donde las “caricias” pueden ser muy extremas, pero que al mismo tiempo que estremecen un cuerpo de dolor, generan unas endorfinas que le aumentan el placer sexual. Y por parte de quien provoca el dolor, hay en primer lugar a amistad y el respeto, un juego donde los límites de la otra se respetan en todo momento.
De momento he escrito un primer capítulo introductorio. Lo sé, quizás es demasiado largo, pero por una serie de motivos, no sé escribir relatos cortos y concisos, me gusta demasiado dar explicacionas para hacer algo coherente, una historia que parte de una fantasía muy extrema e increible.
Finalmente me quiero excusar por el nivel de mi redacción, no es el español mi lengua materna, y siempre me han dicho que se me nota mucho que uso una lengua tipo “escolar” más que el idioma de la calle. ]
La Base F, capítulo primero.
El miedo es siempre fruto de la ignorancia, de la inseguridad, es afrontar un futuro desconocido e incontrolable. Y en aquellos momentos tenía mucho miedo.
¿Me juzgarían por agresión? ¿Podría realmente defenderme? ¿A qué me podrían condenar? ¿Y después, que haría, de qué viviría, como podría completar mis estudios?
En la soledad del calabozo, cualquier cambio de la rutina era alarmante.
¿Por qué venía ahora el supervisor flanqueado por dos guardias?
—Olga Martens, sígame —chilló con voz impersonal sin mirarme a la cara, después de hacer abrir la puerta de la celda.
Me condujeron por pasillos y escaleras hasta el ala de administración, y me hicieron entrar en una habitación con una gran ventana, que por muebles sólo tenía dos sillones, uno de ellos ocupado. La puerta se cerró a mi espalda.
—Buenas tardes —me dijo una voz femenina— siéntate.
Deslumbrada, tardé unos segundos en poderla ver bien. Se trataba de una mujer de unos cuarenta y pocos, vestida de civil, pero con una insignia de coronel en la chaqueta. Mis ojos se quedaron clavados en la estrella hasta que la voz continuó:
—No te asustes, no soy militar, me llamo Alicia Torres, pertenezco al Servicio Civil, mi categoría corresponde a coronel, y cuando estoy en un local de ejército, uso la insignia para poder ejercer mi autoridad. Quiero proponerte un trato que nos beneficiará a las dos —continuó con una voz amistosa.
»Me he informado de tu caso, y creo que te mereces una salida. Estoy convencida que la agresión al capitán fue un montaje o una provocación. Sé perfectamente que la Academia General está dominada por un determinado tipo de militares y que, a ellos, algunas personas no les caemos bien.
»Digo caemos, porqué conozco los motivos profundos de tu problema. Por una parte, al Servicio Civil nos consideran inferiores, a pesar de que en general tenemos estudios; por otra parte, a las mujeres también nos consideran inferiores, por mucho que la legislación lo intente subsanar; y en tercer lugar existe la homofobia. Por muchas precauciones que hayas tomado para que no se sepa en la Academia, los del servicio secreto informaron a tus superiores que eras lesbiana y la noticia se propagó.
Enrojecí. Por muy en el siglo XXI que viviera, era todavía un tema tabú en algunos ambientes, desde que me di cuenta de mi condición, que había vivido en un dilema permanente entre mostrarlo abiertamente a la sociedad, u ocultarlo en un sitio en el que, en la práctica, no se toleraba. Para mí, sin familia ni recursos, ingresar en la Academia era una solución, había obtenido la puntuación necesaria en la escuela secundaria; ingresar en la Academia me permitiría seguir una carrera superior y probablemente, al acabar, obtener un empleo público. Ahora, después de cuatro años conviviendo y soportando a los militares, podía perderlo todo…
—Quiero proponerte un trato —continuó Alicia—, no por el hecho de ser yo también lesbiana, sino porqué dirijo un proyecto en el que necesitamos personas como tú.
Me estremecí al saber su condición sexual, hacía casi un año que todo mi sexo había sido solitario. La miré intensamente, hasta aquel momento había ignorado su aspecto físico. Era más alta que yo, de complexión bastante atlética, con el cabello corto y negro, los ojos de un azul gris que parecían mirarme dulcemente. Cuando los crucé con los míos, sonrió levemente. Definitivamente, en lo físico, era atractiva para mí.
—Te ofrezco la oportunidad de incorporarte al proyecto. Lo de la presunta agresión quedaría sobreseido, podrías graduarte en tus estudios, y en un año, pasar a funcionaria del Servicio Civil…
—Qué clase de servicio? —osé interrumpirla.
—Los servicios especiales. Pueden ser muy variados, desde la gestión de catástrofes naturales, al soporte logístico de las bases científicas, pasando por servicios de inteligencia, defensa contra ataques informáticos del exterior… en palabras de nuestra presidenta, todo lo que requiere personas de acción y muy formadas, pero que es demasiado importante como para dejarlo en manos de militares. Yo dirijo la base F, en una isla antártica, un equipo de cuarenta personas, todas mujeres. Entre otros temas, es un experimento sociológico para ver las diferencias de comportamiento en un ambiente aislado, dependiendo del género de las personas implicadas. La misión oficial es científica, mantenemos diversos experimentos básicamente en el campo de la geofísica, la meteorología y la oceanografía.
»Hay una condición en mi oferta —prosiguió después de una pausa— me tengo que asegurar que eres lo suficientemente dura como para poder incorporarte al proyecto.
En aquel momento no me sentía nada dura, más bien temblaba como un flan.
—Sí, señora, creo que sí que soy dura.
—No me llames señora, que no soy militar, en la base me llaman por mi nombre de pila, Alicia, o más formalmente, doctora… porque soy doctora en ingeniería. Pues bien, a lo que íbamos, quiero que pases una prueba física de dolor.
El dolor físico es lo que menos me importaba en aquel momento.
—¿Lo sabría? —pensé— ¿Sabría que siempre me ha excitado que me produzcan dolor, dentro de unos límites, claro?
—No me importa, estoy dispuesta a sufrir cualquier prueba —dije sin vacilar.
Alicia abrió una gran cartea y sacó un instrumento. Enseguida vi lo que era, unos azotes con mango y unas ocho o diez tiras, al parecer, de plástico, de unos sesenta centímetros de largo.
—Olga ¿te han azotado alguna vez?
—Sí, pero hace tiempo.
—¿Te castigaban tus padres cuando vivían? ¿O quizás ha sido con alguna amiga para “jugar”?
—Las dos cosas, pero más veces la segunda
—¿Con algo parecido a esto?
—No, como esto no.
—¿Con qué te han azotado?
—Pues algunas veces con una correa, otras con una paleta o cepillo… Y alguna con una caña que es mucho peor.
—Esto duele tanto como una caña, pero no deja marcas tan duraderas. Va a ser duro, y no has de intentar esquivar-lo, ni poner las manos, ni chillar fuerte. ¿Estás dispuesta?
—Sí, señora.
—Ya te he dicho que no me llames señora, trátame de tú, y dime Alicia.
—Sí, Alicia… ¿Cuantos azotes tendré que soportar para pasar la pruebe?
—Mmmm… Cincuenta. Y si que quieres demostrar que eres muy dura, veinte más pero muy dolorosos.
No tenía miedo, estaba excitada, no podía evitar mirarla, especialmente sus pechos que su blusa insinuaba de manera irresistible. Al oír lo de muy dolorosos, un estremecimiento recorrió mi interior, desde los extremos del cuerpo al centro.
—De acuerdo, ¿cómo me tengo que poner?
—Desnúdate —ordenó.
Lo hice lentamente. Noté como su vista me recorría y no oculté aquello que sabía que quería ver. Notaba que ella también estaba excitada. Y sabía, por experiencia, que una persona excitada azota más fuerte, pero lo deseaba.
—Ponte de cara al sillón, con las rodillas tocándolo. Algo más separadas. Agárrate con las manos en los brazos, un poco inclinada hacia adelante…
—Cuenta en voz alta cada azote. Y no chilles, intentes esquivar los golpes, ni sueltes las manos.
El primer azote cayó sobre mis nalgas. Fuerte, más fuerte de lo que esperaba. Además, la cantidad de tiras cubría una gran superficie, pero no eran tantas como para estorbarse mutuamente y amortiguar el golpe. Me estremecí y gruñí.
—Uno.
Continuó azotàndome lentamente, quizás diez segundos entre golpe y golpe. Al llegar a cinco, cambió de posición y emezó a azotarme des del otro lado. Dolía, dolía muchísimo, pero también producía una sensación que ya conocía. Apreté las nalgas y los muslos. La piel ardía, pero dentro de mí había otra clase de calor. Rememoré alguna vez que me había masturbado hasta el orgasmo mientras una amiga me azotaba…
—Diez.
Ahora me empezó a azotar en los muslos. Era peor que en las nalgas, la excitación que sentía se iba volviendo más difícil cada vez. A los quince cambió nuevamente de lado, azotando ahora las puntas mi muslo izquierdo. Temblaba y me agarraba muy fuerte al sillón, pero apretaba, contaba y no chillaba.
—Veinte.
El siguiente azote cayó en mi espalda. Me trajo recuerdos muy lejanos de un castigo realmente muy merecido que había rememorado muchas veces pero nunca vuelto a sufrir. A cada azote se me contraían los músculos, pero luego al relajarlos, volvía a sentir aquel calor interior.
—Treinta.
—Date la vuelta.
Uff, no sabía donde me azotaría ahora…
Abre un poco más las piernas, que no quiero apuntar mal.
Lo hice, y el azote cayó en la parte delantera de mis muslos. Mucho peor que por atrás, pero curiosamente mi excitación aumentaba. Cuando las puntas caían en la parte interna de los muslos era dolorosísimo, casi me suelto del sillón, pero no. Empecé a llorar en silencio, las lágrimas me nublaban la vista. Continué contando.
—Cuarenta.
—Ponte otra vez como al principio, te voy a dar en el culo, pero ahora dolerá más, que está sensibilizado.
Lo hizo. Continué llorando en silencio, o al menos esto pensaba, el dolor más fuerte, pero de alguna manera estaba ya algo inmunizada. Dicen que el cerebro genera endorfinas para atenuar el dolor, y que estas afectan mucho a los centros de placer y de excitación sexual.
Finalmente llegó al cincuenta. Los brazos de Alicia me abrazaron por el cuello, y enseguida me ofreció un pañuelo.
—Muy bien, has superado la prueba. Descansamos un ratito.
Me senté en el sillón, afortunadamente la tapicería era muy suave y no fue lo malo que pensaba. Alicia, en el otro sillón, mirándome. Me excitaba que me viera desnuda…
—Bien ¿quieres demostrar ahora que eres muy dura?
—¿Qué me harías para que lo demostrara?
—Veinte azotes más, los primeros diez, ahí —dijo mirándome los pechos—. ¿Alguna vez lo has probado?
—No —azotes no los había probado, pero me excitaba muchísimo la idea, sí que había probado dejarme poner pinzas en los pezones, y me había excitado muchísimo, en especial una metálicas, de aguantar papeles, que en una ocasión me puso una amiga…
—¿Y los últimos diez? —me pregunté, pero no llegué a preguntarlo en voz alta, viendo donde me estaba mirando Alicia. Me estremecí, unas pinzas allí eran mucho más dolorosas que el los pezones, lo había probado un par de veces. El juego de miradas le indicó a Alicia que había comprendido.
—Sí, no sé de ninguna chica que le guste que le azoten ahí, es realmente doloroso y demostrará lo dura que eres. Si no quieres, ya has superado la prueba, esto solo es para “nota”. Si quieres te puedes poner un pañuelo en la boca para no gritar…
—Bien , adelante.
Me hizo poner en pie con las manos en la nuca. Ella, en pie delante mío blandiendo los azotes y mirándome los ojos. Si no fuera por el pañuelo hubiera chillado y no habría podido contener el llanto. Esta vez contaba ella. Yo estaba como mareada, tanto que casi no soy consciente de aquel rato fuera del deseo de aguantar y aguantar.
—Bien, siéntate en el sillón, muy adelante… Ahora sube las piernas y agárratelas con los brazos… Más abiertas, así.
Yo solo apretaba y apretaba, hasta el límite. El dolor a cada azote era inmenso, y más cuando algún extremo de las tiras impactaba en el clítoris o en los labios menores. Dejé mi mente en blanco, sólo había dolor, pero por otra parte una gran excitación sexual.
—Ya está, eres la más valiente que he probado nunca…
Me tomó por los hombros, me puso en pié y me abrazó. Entonces me quité el pañuelo de la boca pero ya no tenía fuerzas para llorar. No sé cuanto rato estuvimos así, supongo que hasta que notó que estaba algo recuperada.
—Vamos, pasa al baño que hay en esta puerta, lávate y vístete, que tenemos qué hacer.
Alicia pulsó un timbre. Al cano de unos instantes se abrió la puerta y dos guardias nos escoltaron hasta el despacho del director. Alicia me ordenó que esperara fuera.
Pasados unos minutos me llamaron. El director ni me miró. Me hicieron firmar unos papeles de salida del estabecimiento, y a continuación, salimos.
El coche de Alicia estaba en el aparcamiento reservado, subí y imediatamente abandonamos el centro de detención.
—Ponte esto, me dijo dándome una insignia como la suya —Tenía los galones del grado de teniente—. La plaza que te ofezco te asigna un grado en el Servicio Civil, equivalente al de teniente. Cuando firmes el contrato —quiero que te lo leas bien, letra pequeña incluida—, tendrás este grado desde hoy con efectos retroactivos. Ahora vamos a la Academia, a recoger tus cosas.
En la Academia, después de hacerme esperar un buen rato en el patio mientras hacía gestiones en la administración, nos dirigimos a los alojamientos escoltadas por un sargento mayor y un soldado con una carretilla. Las caras de los pocos de mis ex-compañeros y compañeras presentes en aquel momento, al verme con una insignia de oficial, fueron todo un poema. Nadie osó decirme nada a la cara. Sin más preámbulos, fuimos a mi antigua habitación y cargamos todo el contenido del armario en la carretilla. Cinco minutos más tarde volvíamos a estar en el coche.
No pregunté a donde íbamos, era igual, la sensación de libaración que sentía era infinita, y aunque notaba en mi piel los azotes, casi casi era una sensación agradable, y más cada vez que giraba mi cabeza y veía a Alicia conduciendo.
—¿Era realmente necesario que me azotaras? —le dije de improviso.
—No, pero con lo que sabía de ti, era una buena manera de conocerte en una situación límite. Quizás soy sádica, pero establezco siempre un lazo especial con las personas que he azotado.
—¿Y en la base F, cuantas chicas dices que hay?
—Cuarenta y una, contigo cuarenta y dos.
—¿Y has azotado a muchas de ellas?
—Yo, a algunas. Pero nunca a ninguna que no sienta una cierta atracción por ello.
—O sea ¿a las que somos masoquistas?
—Esto no es una característica absoluta, dependiendo de las circunstancias, todas lo somos en algún porcentaje.
—¿Tú también?
—Yo soy más del otro bando, pero alguna vez me lo dejo hacer, y me relaja mucho… ¿Y tú, has llegado a azotar a alguna de tus amigas?
—A un par de ellas sí, “jugàbamos” en los dos sentidos, aunque siempre era yo quien recibía más. Oye, ¿y cuantas lesbianas hay en la base?
—Jajaja, sabía que lo preguntarías. Pues todas somos lesbianas, bisexuales o al menos heterosexuales que aceptan que durante los once meses que dura el aislamiento, no van a poder tener relaciones con ningún hombre. Es una de las cosas que miramos antes de pedir nuevos miembros para el personal de la base.
—¿Y cuantas tienen sexo entre ellas?
—¿Tienen? no hables en tercera persona. Casi todas tenemos, incluso alguna que al principio no le atraía, acaba haciéndolo, aunque probablemente cuando esté en otro ambiente lo dejará de hacer.
—¿Se establecen muchas parejas?
—Fijas pocas, y es importante evitar que sean cerradas y se generen celos. En general hay más sexo abierto, cada una con sus preferencias. Y no hace falta que me lo preguntes, yo soy de las que he tenido sexo con la mayoría.
Nos detuvimos delante de un hotel. Me contó que permaneceríamos allí tres días antes de partir para la base, que teníamos que ir a buscar a otra chica, y hacer algunas compras y encargos.
Cuatro estrellas, en mi vida no había estado nunca en ninguno ni tan siquiera de tres. Pasamos primero por el restaurante, hacia muchísimo que no comía tan bien. Luego una habitación preciosa, con balcón sobre el campo.
Por una parte estaba cansada, pero tenía un deseo que superaba cualquier cansancio.
Pasamos unos minutos en silencio, como cortadas, mientras ordenábamos las cosas. Luego pasamos por el baño, primero yo y luego ella. Hubiera deseado que entrara cuando me estaba duchando, pero esperó a que saliera.
Cuando ella entró, fui yo quien no se atrevió a entrar mientras oía como caía el agua sobre ella. Me quede de pie un rato que me pareció larguísimo, mirando fijamente la puerta cerrada del baño.
Finalmente, la puerta se abrió y apareció Alicia envuelta en el albornoz del hotel.
—Quiero hacer el amor contigo —le dije súbitamente y sin vacilar pero temblando por dentro.
—Claro que sí —contestó dejando caer el albornoz al suelo— desde que te he visto que lo he estado deseando…
—Y yo —repliqué, mientras mi albornoz también caía al suelo.