La balada de Mario y Samuel

Un chico de Universidad empieza a sentir una atracción indecorosa hacia su mejor amigo y no puede evitar pensar en él. ¿Cómo terminará su relación?

Samuel llevaba varios días dándole vueltas al mismo asunto. Mario se sentaba a su lado. Es su mejor compañero dentro de la universidad, aquel con el que había entablado una buena amistad a principios de ese año, el primero para ambos en esa nueva etapa de su vida, y con el que sabía que podía contar sin importar el reto que los profesores les pudiesen plantear. Él no sabía nada de lo que se gestaba en la cabeza de Samuel, una duda creciente y en ocasiones rechinante que no se atrevía a lanzar, pero que tampoco se podía quitar de la cabeza. Y es que Samuel se había pasado la última semana pensando en su amigo, día y noche, mañana y tarde, con un fervor apasionado. Le daba tanta vergüenza…

Cada vez que lo miraba a la cara, veía más allá del pelo oscuro, largo y rizado de su amigo y de su actitud seria e incluso desinteresada acerca de la vida y todo lo que le rodeaba. La voz del profesor sonaba como un susurro de brisa otoñal de fondo mientras Samuel le contemplaba con una lujuria discreta e inusitada, retirando una a una las piezas que componían de su vestuario, disfrutando de cada una de ellas como se disfruta de cada lametón de un helado de tu sabor favorito. Primero la chaqueta, dejando al aire unos brazos fuertes y robustos que podrían levantarlo como si fuese una hoja de papel. Luego la camiseta, revelando su torso, terso y poderoso, la envidia de una estatua de mármol griega. A continuación los…

-Samuel, te he hecho una pregunta.

Alguna neurona de su cerebro respondió al familiar sonido de su nombre. En un fugaz segundo se había convertido en el centro de atención de todas las miradas, incluida la de Mario. ¿Se le estaba cayendo la baba? Esperaba que no, que nadie pudiese siquiera intuir en lo más mínimo los secretos tan oscuros por los que nadaba su mente. Notó un escalofrío recorrer su cuerpo como una corriente eléctrica, a pesar de que la calefacción estaba encendida y dentro del aula hacía una temperatura más que agradable. A pesar del calor que sentía en su pecho y que ruborizaba sus mejillas.

-Lo siento, no estaba prestando atención-confesó, compungido.

-Deberías estar más atento. Esto podría caer en el examen.

-Lo siento-musitó.

La explicación volvió a retomar su cauce, algo que su pensamiento no fue capaz de hacer. Sólo podía pensar en la vergüenza de una llamada de atención de ese calibre. Tras un rato muy breve, el efecto se había disipado, al menos en el aula, momento que aprovechó Mario para dirigirse a su camarada en susurros.

-Tío, ¿qué te pasa? Estás muy raro últimamente.

-Es que…

¿En serio iba a ser capaz de decirlo, enfrente de toda la clase? No, nadie podía oírles. Pero, ¿y si tal vez sí podían? Las chicas de detrás podían captar alguna palabra comprometedora, o tal vez el chaval solitario que estaba tres asientos más allá. ¿Y cómo podía soltárselo a Mario, así de sopetón? Era demasiado embarazoso. No podía decírselo.

-Es igual… Olvídalo…

-Bueno, como quieras.

¡Quién fuera capaz de soportar una tortura semejante! Día y noche, imaginando a su amigo y a él, en su propia cama, la casa completamente vacía. Dos cuerpos desnudos, abrazados, unidos por una conexión física, profunda y profana. El sudor corriendo por su piel, brotando por cada poro de sus seres, gozando de la existencia más extática, rozando las estrellas en un ritual rítmico y apasionado. Un ritual que sólo podía satisfacer en silencio, en la privacidad de su habitación, derramándose entre la gloria de esa idea y el sufrimiento de no poder hacerla realidad. Porque, ¿y si Mario no era como él? ¿Y si se lo proponía y luego dejaba de ser su amigo, asqueado por la simple idea de consumar ese utópico deseo? ¿Sería capaz de soportar semejante golpe? Pero tal vez no fuese así, tal vez Mario sí lo fuese. Pero, en ese caso, podría abandonarle por su propia fealdad. Samuel no era, en absoluto, un hombre digno de las portadas de las revistas. Su estado físico era bastante pobre, algo relleno, y con una genética no muy agraciada que le había causado una crecida de pelo masiva tal durante la pubertad, que casi parecía haber heredado el cuerpo de un oso y de lo que no se sentía muy orgulloso. Tantas dudas y tan pocas certezas que no se atrevía a dar el paso, por miedo a lo que pensase Mario, sus padres y todos los que le rodeaban. Un mar, no, un océano de incógnitas que jamás podría ser drenado.

Tan pronto como pudo llegar a casa esa misma tarde y encerrarse en su habitación, se dejó llevar por la angustia y el ansia que su cuerpo anhelaba. Tras encender el ordenador para mayor disimulo, se lanzó sobre la cama y se desnudó de cintura para abajo. Levantando ambas piernas hacia el techo, cerrando los ojos y llevando sus manos a la entrepierna, un Mario imaginario se apareció ante él. Cuerpo esculpido por ángeles, miembro poderoso y enhiesto y mirada lujuriosa, la aparición se abalanzó hacia él, poseyéndole con un ímpetu que podría derribar un árbol, entrando por su retaguardia al tiempo que su dedo. Todo su cuerpo se empezó a mover al mismo tiempo que su Mario imaginario, como un péndulo que poco a poco iba incrementando su ritmo sin ninguna fuerza que fuese a actuar para detenerlo antes de que se rompiese por la creciente cadencia que amenazaba su frágil mecanismo. Sus dientes, los únicos conscientes de la realidad en la que se encontraba, mordían con fuerza su labio inferior, en un intento desesperado de cortar cualquier gemido que pudiese delatar el pecaminoso acto que ahí se estaba cometiendo, hasta el punto que pensaba que iba a sangrar de un momento a otro. El eco de los gruñidos de Mario, unido al incorpóreo sonido de su cadera chocando violentamente con sus nalgas, aumentó hasta que su miembro no pudo contenerse más y una fuente de semen salió disparada manchando su camiseta y su rostro. Samuel permaneció allí tirado durante unos instantes, sus miembros exhaustos y resbalando por los bordes de la cama, mientras aquel Mario imaginario se desvanecía una vez más, satisfecho por el trabajo cumplido. Mientras el pecho de Samuel luchaba con fiereza por recuperar el oxígeno perdido durante aquel rato, sus oídos captaban los sonidos de su hogar y de la ciudad que vivía al otro lado de la ventana, al tiempo que su cerebro se llenaba de una sensación de vacío, conocedor de que aquello no había sido para nada real.

El nuevo día se hizo de nuevo, y Samuel se volvía a encontrar con Mario esperándolo a la puerta de la universidad para marchar juntos a clase, mientras el resto de la gente marchaba a su lado, rodeándolo como quien rodea a un poste eléctrico para evitar chocar con él.

-Ey, ¿qué tal?-preguntó Mario, una vez se encontraron cara a cara.

-Bien-respondió Samuel, fingiendo total normalidad.

-¿Hiciste los deberes? Se pasaron un poco con ellos, yo creo.

-Sí, me costó un rato, pero creo que los tengo.

Entraron por las puertas comentando las clases, las noticias más recientes y algún hecho destacable que hubiese sucedido en sus vidas, pero Samuel, aunque parecía disfrutar de la charla, hubiera preferido otra cosa. Hubiera preferido hablar sobre ese magistral polvo de ayer por la tarde. Oh, cómo se hubiera sorprendido si Mario hubiese mencionado ese tema de repente, sin venir a cuento. Samuel era consciente de que no había sido real, de que sólo había sido un pedazo de su idílico e ilusorio mundo, pero deseaba fervientemente que, por algún azar del destino o magia oculta, aquel Mario imaginario hubiese contactado con el real y ambos hubiesen sido conscientes de aquel instante de placer, si no de manera física, al menos de manera psíquica.

Samuel no volvió a fantasear durante esa mañana tal y como lo hiciese ayer, reciente como estaba el bochorno que sufrió ayer. Aplicado a los discursos de los profesores, bebió de sus conocimientos tomando notas de cada palabra y contenido nuevos, hasta que uno de ellos presentó una tarea importante.

-Como deberes para dentro de unas semanas, tendréis que realizar un proyecto en casa. Para ello, debéis poneros por parejas. No quiero ningún proyecto individual.

-Creo que ya sabemos cómo vamos a emparejarnos, ¿no?-dijo Mario.

Pregunta retórica. La respuesta era obvia.

-No sé, yo había pensado en ponerme con otra persona-bromeó él en respuesta.

Mario contuvo una carcajada, tal vez porque era inapropiada en medio de clase o tal vez por otra razón, pero a Samuel poco le importaba. La decisión era clara y unánime.

-Podríamos empezar a hacerlo esta misma tarde.

-Por mí estupendo. Yo tengo toda la tarde libre.

-Oye, ¿podríamos hacerlo en tu casa? En la mía va un poco mal el Internet últimamente. Estamos esperando a ver si lo arreglan pronto, pero hasta entonces va a ser un inconveniente.

Samuel enmudeció. ¿Mario iba a estar en su casa? No era la primera vez que pasaba por allí, pero entonces las cosas habían sido diferentes. Tampoco es que tuviese nada comprometedor a simple vista que pudiese delatar su secreto más celoso, pero es que…

-No te importa, ¿no?

-No, por supuesto que no-respondió, con total normalidad-. Así estaremos más cómodos.

-Genial.

“Más cómodos”. ¿En qué momento se le ocurrió decir eso? Para Mario no había nada de especial en esa frase, pero para él sonaba como la indirecta más directa que nadie hubiera podido lanzar jamás. Decidió dejar de pensar en ello; era una frase normal y corriente, nada de segundas intenciones ni nada por el estilo. Mario vendría, harían todo lo que pudiesen del trabajo y se irían. No iba a suceder nada más. Nada más.

Una hora después de comer sonaba la puerta de la vivienda de Samuel. Portátil en mano y mochila a la espalda, Mario aparecía en el umbral mientras la madre de Samuel abría la puerta. Él ya le había anticipado la visita de su amigo para trabajar, así que le recibió de manera efusiva y con una sonrisa marcando su rostro, indicándole la dirección hacia el cuarto de su hijo, a pesar de que él ya conocía el camino. Mario se dirigió hacia allí, dando un par de toques en la puerta antes de entrar. Samuel se encontraba sentado a su escritorio, con la pantalla mostrando algunos materiales que les iban a ser de utilidad.

-Hola, Mario. Pasa, toma asiento.

Al lado de Samuel ya había una banqueta dispuesta para el invitado. No era el asiento más ideal, pero el mejor que podía ofrecer y que no implicaba un viaje aparatoso desde el comedor. Se pusieron con el trabajo de inmediato, dispuestos a terminarlo cuanto antes para disponer del resto de días libres hasta la fecha final de entrega.

La charla era animada y rápida, una auténtica tormenta de ideas que se visualizaba prometedora y digna de un sobresaliente, o a lo sumo de un notable. Y aunque los estallidos de creatividad eran un caldo de cultivo para grandes conceptos, era inevitable que alguna oveja negra aflorase en algún momento, y eso fue lo que sucedió en el cerebro de Samuel en aquel momento cuando la indecorosa e incómoda pregunta de Samuel hacia Mario volvió a salir a flote. Aunque consiguió evitar que la pregunta llegase a su boca, sí consiguió enumerar una buena serie de razones por las que no era el momento adecuado para lanzarla, entre ellos la presencia de su madre, que podía irrumpir en su cuarto en cualquier momento, y la necesidad de concentrarse en sus estudios, que suponían un hito clave en su futuro que no podían descuidar. Varios minutos después, la tormenta de ideas había acabado y el proyecto empezaba a fraguarse en forma de un pequeño esbozo inicial cuando, casi de improviso, un par de toques sonaron en la puerta de la habitación y la madre de Samuel hizo acto de presencia:

-Samuel, cariño, me tengo que ir a trabajar.

-Creía que hoy tenías la tarde libre-respondió su hijo, extrañado.

-Lo sé, cielo, pero me acaban de llamar y me necesitan. Os quedáis solos. En la nevera hay fiambre, por si queréis prepararos unos bocatas más tarde. ¡Adiós!

-Adiós, mamá.

El episodio no obtuvo ninguna réplica entre ellos una vez su madre se marchó y, algunos segundos después, el eco de la puerta principal cerrándose rebotó por el pasillo hasta sus oídos.

Samuel no era un chaval religioso, ni mucho menos. Las historias sobre un Dios todopoderoso que había creado el cielo y la tierra no habían calado en su alma, y por tanto tampoco lo había hecho nada de lo que estuviese asociado con la Biblia. Pero hubiera jurado que en aquel preciso instante en que su madre se marchaba un demonio de forma confusa y que sólo él podía percibir se había acercado por su espalda y había empezado a susurrarle al oído: “Hazlo”. Intentaba convencerle de que estaban solos, nadie más iba a saberlo si Mario le poseía allí mismo, en la cama en la que había recibido tantos embates imaginarios de su lustroso cuerpo. Y si Mario le rechazaba, no había nada que pudiese hacer para marcharse de allí, ya que el trabajo y el deber serían más fuertes que cualquier posible fuerza cinegética que lo empujase fuera de esas cuatro paredes. Samuel era consciente de todo, incluso de que, en caso de que este último supuesto se hiciese realidad, aquella iba a ser una tarde muy larga e incómoda para ambos. Pero el demonio tenía razón en que la soledad y la privacidad significaban una oportunidad muy seductora, y la tentación iba creciendo en su pecho a medida que se extendía como un tumor hacia otras regiones más meridionales de su cuerpo. Finalmente, el cosquilleo de la pregunta dominó su garganta y, sin siquiera pensar un solo microsegundo más, disparó su lengua sin dar oportunidad a Mario de esquivar la bala.

-Oye, Mario, tengo una duda.  ¿A ti qué te gustan más, los hombres o las mujeres?

Diana. Su compañero le miró a los ojos con un gesto confuso.

-¿Por qué me haces esa pregunta ahora?

-Es que verás, yo…

No podía permitirse dudar. Era ahora o nunca.

-Me gustas.

La bala le había atravesado por completo y había dejado un agujero de salida por su espalda. No podría salvarse, por mucho que luchase por su vida.

-¿Te gusto? ¿En qué sentido?

-Últimamente no puedo dejar de pensar en ti. De manera sexual. Me imagino a ti y a mí, en mi cama, haciéndolo, y… Y me encantaría hacer ese sueño realidad.

La situación no podía ser más embarazosa para ambos. Los dos se estaban ruborizando, a pesar de que Mario todavía intentaba procesar la increíble revelación con una mirada huidiza. Samuel no obtenía ninguna respuesta por su parte y la impaciencia empezaba a hacer mella en él.

-Dímelo, por favor. ¿Hombres o mujeres?

-.La verdad…-balbució-. La verdad es que ambos. Pero hay un problema.

Alerta.

-¿Cuál?

-Nunca me he interesado de verdad por entablar una relación. Nunca he estado con nadie. Soy virgen.

¿Eso era todo?

-No importa. Yo también lo soy. Aunque he practicado un poco para una ocasión como esta.

Samuel sonrió un poco con una broma tan infantil para aliviar la tensión del ambiente. Mario no le rió la gracia, pero tampoco le disgustó.

-Entonces, ¿cómo empieza tu sueño?

Samuel no respondió. Simplemente se lanzó a sus labios, fundiéndose en un cálido y placentero beso con él. Tras la sorpresa inicial, Mario le siguió el juego, y las lenguas de ambos empezaron a moverse en un baile patoso y errático, fruto de la inexperiencia, que llenó sus labios y parte de sus mejillas de saliva, hasta que se entrelazaron en un nudo húmedo que marcó el comienzo de su primera conexión carnal. Sólo cuando Samuel estuvo satisfecho, retiró los labios de los de su compañero y se arrodilló ante él, separando sus piernas para hacerse un hueco entre ellas. Con mucha lentitud, disfrutando de cada segundo que pasaba, desabrochó su cinturón, luego el botón de sus vaqueros, bajando la bragueta y retirando el tejido de su ropa interior, revelando el ansiado tesoro que había debajo. Allí, entre un estallido de vello oscuro como una noche sin luces, germinaba el precioso falo de Mario, jamás tocado por mano ajena, que empezaba a experimentar los primeros signos de la erección. Samuel se lo llevó a la  boca, paladeando aquel nuevo sabor mientras seguía creciendo y llenando todo el interior de la boca y Mario dejaba escapar un gemido por la nueva sensación, húmeda y cálida. Samuel lo tenía a su merced, explorando con la lengua cada detalle de tan suculento manjar: el glande expuesto que rozaba la parte final de su paladar, el conducto interior que se dilataba dejando su marca en la piel exterior, el prepucio que había casi desaparecido… Mientras, su pene, envidioso de lo que sucedía allí arriba, se agitaba entre sus pantalones, en una lucha frenética e inútil por salir al exterior.

Cuando Samuel estuvo satisfecho, se retiró un poco para mirar a los ojos a Mario, que jadeaba, acuciado por el intenso calor que se había adueñado de su cuerpo.

-Hace calor, ¿verdad?

Él asintió.

-Vamos a quitarnos la ropa.

Ambos se pusieron en pie, uno frente al otro, retirando sus asientos para disponer de más espacio. El pantalón y el calzoncillo de Mario, exentos de toda sujeción, se cayeron por su propio peso, revelando las piernas peludas y el miembro que Samuel pudo contemplar en toda su extensión. No era tan grande como lo había visualizado en sus sueños, pero era un buen ejemplar sin lugar a dudas. Cuando se quitó la camiseta, Samuel también descubrió que no tenía un cuerpo de Adonis, férreo, musculado y lustroso. Mario no estaba delgado, aunque tampoco estaba gordo, y estaba surcado por un vello grueso y oscuro, no tan espeso como el de Samuel, pero igualmente abundante. Ambos se contemplaron por unos instantes, plenos y puros sin nada que les ocultase, como un Adán que contempla por primera vez a su Eva. Una vez más juntaron sus labios,  juntando sus cuerpos para sentir cada centímetro de piel del otro que pudiesen, sus corazones latiendo frenéticamente al unísono, mientras sus falos, calientes y enhiestos, quedaban atrapados entre sus estómagos. Mientras sus labios danzaban una vez más entre sus bocas, sus manos sirvieron como sus ojos, acariciando los brazos y los hombros, pasando hacia los pezones duros, firmes y sensibles, luego bajando hacia el estómago, acercándose tanto como podían al ombligo, ahora inaccesible, y de allí bajando lentamente a las caderas hasta finalizar en las nalgas rígidas y redondeadas, como esculpidas por un escultor experimentado.

Una vez más fue Samuel el que cortó el beso. Zafándose con suavidad del abrazo de su amigo, se subió a su cama y se puso a cuatro patas, mostrando su retaguardia e invitándole a que pasase. No hicieron falta palabras, y Mario se arrodilló encima de la cama, detrás de él, y dirigió su miembro ansioso al agujero en forma de estrella que, si bien no se veía, se podía intuir con facilidad.

-¡Ah!-exclamó Samuel, sintiendo el primer y doloroso intento de introducirse en él.

-¿Te he hecho daño?

-No. Sólo ve más despacio. Poco a poco.

Mario hizo lo que le pedía y fue entrando con lentitud, sintiendo cómo los músculos se contraían al contacto para permitir el paso. Conquistó el espacio centímetro a centímetro, hasta que todo él estuvo dentro y nalgas y caderas hicieron el primer contacto.

-Vale, ya está. Ya puedes empezar.

Mario podía ser un novato, pero algo en su subconsciente le decía qué es lo que debía hacer, y empezó a mover su cintura de atrás hacia delante, en una cadencia lenta al principio que aumentaba su ritmo y su frecuencia cada vez que chocaba con el dichoso tope de sus cuerpos. Samuel se aferró con fuerza a las sábanas, sintiendo cada embate que amenazaba con empujarlo hacia delante hasta que su cabeza diese con la pared mientras aquel miembro duro y fuerte le penetraba, una y otra vez, como un taladro que rompe la tierra. La experiencia no duró demasiado, desacostumbrado como estaba Mario a aguantar y, pocos minutos después, Samuel notaba la eyaculación de su amigo derramarse por sus entrañas. Los embates cesaron al instante mientras Mario intentaba recuperar el aliento, pero no se retiró de su posición.

-¿Te ha gustado?-preguntó Samuel entre jadeos.

-S… Sí…-respondió él, sin aire.

-Quiero repetir.

Mario no creía que pudiese aguantar una vez más, pero su cuerpo, aunque exhausto y sudoroso, daba muestras de que podría hacer eso unas cien veces más si así lo quería él. Pidió a Mario que se retirase un momento y, con libertad de movimientos, rodó hasta tumbarse sobre su espalda y colocar sus nalgas al borde de la cama, tal y como hiciese el día anterior. Mario comprendió, y mirándole desde su posición alta, más privilegiada, se introdujo una vez más, esta vez sin nada que opusiese resistencia. El ritual comenzó una vez más, al principio suave, luego más violentamente, golpeando con fuerza las nalgas de Samuel. Mario le miraba a los ojos y, sin previo aviso, introdujo una vez más la lengua en su boca, sin detener sus agresivas acometidas, aunque intentando aguantar un poco más allí dentro sin correrse. Mientras, la mano de Samuel agitaba su propio falo, queriendo exprimir hasta la última gota de ese placer que tantas veces había ansiado, y los gemidos de ambos se ahogaban entre sus bocas unidas como lapas que parecía que nunca jamás se podrían separar.

El ritmo frenético y violento se detuvo una vez más cuando ambos eyacularon al mismo tiempo, Mario dentro de Samuel y Samuel entre los pechos de ambos, dejando manchas blancas que se adhirieron a los pelos de los dos compañeros. Mario estaba cansado, sus piernas no le podían sostener más y se derrumbó sobre la cama, al lado de su amigo. Ambos se miraron a los ojos, los pechos subiendo y bajando con un esfuerzo inusitado, sus penes palpitantes y enrojecidos por el tremendo esfuerzo que jamás habían experimentado. El sudor les empapaba y el cansancio les impedía levantarse. Sólo sus ojos parecían mostrar signos de consciencia, mirando al contrario y agradecidos por tan sublime y deliciosa experiencia. Ambos estaban contentos y, aunque por hoy ya era suficiente, estaban seguros de que otro día lo iban a repetir. Más y mejor.