La bailarina

Ella era una bailarina, yo soy escritor. Nos encontramos aunque la casualidad tuvo poco que ver con eso. Después lo supe aunque ya era demasiado tarde.

Ella era una bailarina en tanto en cuanto significa la perfecta definición de la palabra: delgada y espigada, no demasiado alta, con el pelo lacio y negro por debajo de los hombros. Era bailarina incluso en la definición de sus rasgos, los ojos grandes, la nariz algo aguileña y unos finos labios apenas sin color. Su piel era limpia y clara, sus curvas eran insuficientes y movía sus pies como si la gravedad fuese algo ajeno a sus leyes. No sé qué edad tenía, quizás veinte, puede que veinticinco. Que puedo saber yo, para mí, todas las personas que son más jóvenes que yo son simplemente eso: más jóvenes. ¿Cómo sé que era bailarina? Me lo confesó en la presentación de mi última novela, mientras firmaba algunos ejemplares y la lluvia parecía que iba a destruir a todo y a todos, más allá de la puerta de salida. “¿En serio eres bailarina?”, pregunté yo. “Claro, ¿Por qué iba a mentirte?” respondió ella, armada de una tímida sonrisa. Supongo que tenía razón, para apuntalar su afirmación me informó que dentro de dos días iba a protagonizar un espectáculo de danza en un teatro de la ciudad. Fui a verla, claro, aun desconozco el motivo por el que fui a verla, pero lo hice, incluso me pasé a saludarla al final del espectáculo. “Desde luego eres una bailarina maravillosa” le dije dándole un beso en la mejilla. “Gracias escritor”, contestó ella ruborizada nuevamente.

Decidimos que sería una buena idea ir cenar juntos, ella me admiraba y a mi ella me atraía por algún desconocido motivo que debía averiguar. Fuimos a un restaurante japonés y estuvimos charlando hasta que las puertas se cerraron. No recuerdo bien de que charlamos, aunque ninguna de las conversaciones fueron acerca de nosotros ni de lo que hacíamos. Creo que charlamos de la ciudad, puede que de política. Eso carece ya de toda importancia.

-Antes de despedirnos -dijo ella sonriendo- cuéntame un secreto tuyo.

  • ¿Tú me contarás entonces algún secreto tuyo? -repliqué yo.

-Claro…

-De acuerdo: me gusta dominar a las mujeres que quieren ser dominadas, someterlas, usarlas, doblegarlas… en el sentido mas amplio de la palabra

-Eres amo, entonces.

Hay dos tipos de reacciones ante una situación así. La mayoría de la gente pregunta si hago todo eso contra la voluntad de esas mujeres, si les hago daño o las engaño.

Otras personas, una maravillosa minoría, saben de qué hablo. Ese era el caso de la bailarina.

-Tu turno -dije.

  • ¿Me atarías?

  • ¿Ese es tu secreto?

-No claro, mi secreto es que me gusta lo que acabas de decir.

Menuda tramposa…

-Entonces claro que te ataría -dije yo-, pero eso sería solo el principio.

-Esta noche solo me atarás, nada más. No me quitarás la ropa, ni tan siquiera me besarás.

-Pensaba que el amo era yo.

  • ¿Trato hecho?

Por supuesto que sí, pero antes tenía que dejarle claro quien mandaba allí. De acuerdo, corría el riesgo de que se asustase, incluso de que saliese corriendo. Pero decidí: me acerqué todo lo que puede, hasta que mi nariz tocó la suya. Podía oler su aroma a una mezcla parecida a perfume, linimento y alcohol. Quizás era mi propio aliento. Que importaba eso, era agradable. El caso es que ella mantuvo su posición. Una de mis manos subió hasta su cuello y después la deslicé hasta su nuca que cogí con firmeza, apretando más de lo necesario, aunque tan solo durante unos segundos. Ella continuó sin moverse, aunque su cara se transformó en una suerte de expresión que yo había visto antes en muchas otras mujeres. Mujeres atadas, azotadas, sometidas, usadas, dominadas…

La acompañé a su piso, un modesto ático en la zona antigua, decorado como cualquier escritor escaso de imaginación habría descrito para una mujer como aquella. Muy bohemio todo.

La bailarina abrió un cajón de una vieja cómoda y me mostró unas cuerdas de algodón, parecidas a las de escalada. Más que suficiente. No pregunté porque las tenía, me limité a cogerlas y la rodeé con las cuerdas inmovilizándola por completo, ayudándome además de unos cuantos nudos de shibari. Algunos los apreté más de la cuenta, pero ella no se quejó, se limitaba a mantener la vista clavada en el suelo. No era su primera vez, de eso estaba yo seguro.

Cuando hube acabado la dejé de pie en aquel comedor mientras yo tomaba asiento en un sofá que había en una esquina. La bailarina se mantuvo en pie, atada de aquella manera, más de una hora. Demasiado tiempo para la paciencia y el aguante de cualquiera, aunque imaginé que eso era debido a su entrenamiento diario en el baile. La disciplina la hacía mejor sumisa de lo que podría haber imaginado.

-Ya es suficiente -dije yo.

Entonces la liberé de todas sus ataduras. La piel por donde habían pasado las cuerdas estaban ahora rojizos rugosos. La bailarina aun llevaba la ropa puesta y sonreía.

  • ¿Por qué sonríes? -pregunté.

-Cualquiera se habría aprovechado de mi situación, estando atada.

-Un amo nunca haría eso.

-Hay muchos que dicen ser amos, pero pocos lo son. ¿Lo eres tu entonces? Si es así, vuelve mañana.

-Pensaba que el amo era yo -repetí una vez más.

No esperé ninguna respuesta esta vez. En vez de eso cogí con fuerza la parte interior de su vestido y se lo saqué por la cabeza. No llevaba ropa interior. Su cuerpo desnudo se presentaba ante mi fibrado y perfecto, su pubis completamente depilado, su estómago musculado y sus pechos breves. Una maravilla hecha carne que iba a ser completamente mía. Aunque no hoy.

-Mañana volveré a las diez en punto de la noche -dije dándole un beso en la mejilla y dejándola allí, completamente desnuda.

Volvía al día siguiente, por supuesto que lo hice. Ella me esperaba ataviada con el mismo vestido de la noche anterior. La cogí del pelo con fuerza y la hice ponerse a cuatro patas. Entonces comencé a golpear con la mano abierta en sus nalgas, cada vez más fuerte. Azotándola en progresión pero sin compasión. Ella no protestó en ningún momento. Subí el vestido y continúe golpeándola en su culo desnudo. No dijo nada. Entonces me bajé los pantalones e introduje de golpe mi pene en su vagina. Ella soltó un pequeño grito, pero no dijo más. Puede que aquella no fuese la actitud propia de un amo, pero me apetecía follármela, que diablos. Y a fe mía que lo hice, en todos y cada uno de sus agujeros. La bailarina nunca protestó, sabedora de su condición de instrumento para mi placer. No protestó ni tan siquiera cuando puse la punta de mi pene en la entrada de su culo y empujé con fuerza clavándosela hasta el fondo. En realidad, aguantó todo, ese día y los siguientes, armada de una férrea voluntad de servir en silencio. Dispuesta a todo. Nada de lo que le hiciese parecía incomodarla.

En la novena noche, decidí que esa noche no iba a dominaría. Simplemente le ordené que se sentase a mi lado en el sofá y le pregunté sobre los motivos por los que había decidido entregarse a alguien como yo.

No contestó, simplemente se agacho sobre mi pene y se lo metió en la boca comenzando a chupar hasta que me corrí. Ella tragó hasta la última gota, después se limpió la comisura de los labios y continuó arrodillada.

Entonces lo entendí todo. La sumisa me pertenecía, la bailarina nunca me pertenecería.

-Solo quieres ser dominada por mí, nada más. ¿Es eso? -pregunté.

-Deberías haberte dado cuenta mucho antes.

-Imaginé que me admirabas como escritor, pensaba que había algún otro tipo de atracción más allá del BDSM.

-Nunca dije que te admirase. Me gustó un pasaje que leí en una de tus novelas sobre la dominación e imaginé que solamente alguien que hubiese vivido algo así podría haber escrito algo así. Imaginé también que, como escritor, tienes la imaginación suficiente para hacer de las sesiones algo diferente y original. Pero solo me interesa el amo que hay en ti. He pasado antes por esto, todos se enamoran de mí, la dulce bailarina. Pero la dulce bailarina no quiere enamorarse de nada que no sea el baile. La dulce bailarina solo quiere ser una perra servil. Por eso solo necesito que me domines, nada más.

Ella tenía razón: me había enamorado de aquel delicioso y delicado animal que era la bailarina. ¿Y ahora qué?

Aquella fue la última vez que la vi en mi vida. Bueno, no exactamente. En realidad, fue la última vez que hablé con ella, aunque he de confesar que alguna que otra vez he ido a ver uno de sus espectáculos. Escondido bajo unas gafas y una barba falsa.

Y cada vez que la veo bailar, me doy cuenta que sigo enamorado de ella.