La aventura del servicio de caballeros
Cuando una mujer irrumpió en el servicio de caballeros, Mateo, el hombre de la limpieza, pensó que se había equivocado, pero... ¿estaba en lo cierto?
Mateo desempeñaba un trabajo de mierda. Y era totalmente consciente de ello. Tenía que recoger mucha mierda, literalmente. En los lavabos del centro comercial la gente dejaba toda clase de obsequios de diversos tamaños y textura pero repugnantes en unanimidad. Enfundado en su mono de trabajo, armado con una fregona y unos guantes de látex, Mateo lidiaba diariamente con las heces y fluidos de gente anónima. Fregaba los suelos, limpiaba las tazas, repasaba grifos… todo por unos miserables euros que apenas le daban para llegar a fin de mes, para establecer una vida social, salir, conocer gente. Los únicos conocidos que tenía eran los asiduos a los urinarios masculinos, que veía día sí, día no; tendrían problemas de próstata, especulaba Mateo. Aquel lunes, tan duro, gris y rancio como todos los comienzos de semana no se distinguía de otros: tuvo que limpiar a conciencia después de una visita de un grupo de críos, advertir a un individuo que no debía fumar en el reservado y ayudar a un anciano a incorporarse del retrete. Algo que su fuero interno se oponía a admitir que aquello era un trabajo digno y decoroso. Pero aquella jornada llegaba a su fin, rozando ya las once de la noche, Mateo abandonaría aquella estancia maldita para recogerse en su estudio de cincuenta metros donde racionaba su intimidad por centímetros. Eran tiempos duros. Mateo lo sabía.
Estaba repasando el suelo por última vez, con el detergente más fuerte más el añadido de unas gotas de lejía, cuando alguien entró. A Mateo le fastidiaba en grado máximo que le pisaran el fregado y más a aquellas horas vespertinas. Lo primero que lo descolocó fue la visión de unos zapatos de tacón que pisaban la superficie reflectante de las baldosas del piso. Al alzar la vista fue cuando pudo verla de cuerpo entero: ante él estaba una morenaza de ojos claros, vestida con una minifalda que dejaba lucir sus pantorrillas y muslos, a juego con una chaquetilla celeste y con una camisa a rayas, los tres botones superiores desabrochados que insinuaban un provechoso y cargado escote. Ella le observó con mirada expectante.
-Señorita-repuso él-, se ha equivocado, tiene que ir al lavabo de al lado, este es para los varones.
-Tengo un pequeño problema. Déjeme por favor pasar a un retrete, solo será un minuto.
Mateo chasqueó la lengua, en desagrado de transgredir las normas básicas pero aquella mujer tenía algo especial, atrayente, una presencia, estaba muy buena y su perfume, que inundó toda la estancia, era sugerente y estilizado.
-Bueno… pase, pero solo por esta vez-Mateo se mostró permisivo pero dejó una impronta de compasión hacia ella para hacer notar quien mandaba allí.
La mujer se internó en un retrete y cerró la puerta. Tras varios sonidos de cremalleras y ropas que se desprenden, Mateo escuchó como un chorro de líquido chapoteaba en el agua del wáter. Era un sonido continuado, familiar, como cuando él orinaba en la soledad de su estudio. La curiosidad hizo que dejara a un lado la fregona, se internara en el wáter contiguo, se subiera en él, asomara su cabeza sobre el tabique y espiara a aquella misteriosa dama. Lo único que pudo distinguir fue cuando ella alzaba sus prendas de nuevo sobre su cuerpo y se disponía a salir. Pero antes de eso, instintivamente, alzó la vista y le descubrió. De forma mecánica, Mateo ocultó su cabeza y aterrizó en el piso. Se sintió un poco avergonzado y esperaba unas palabras de rechazo cuando ella saliera del habitáculo. Pero eso no ocurrió. La puerta no se abrió. Transcurrieron unos minutos en silencio donde parecía no pasar nada. El tiempo se congeló y no hubo reacción alguna. Era como si, de repente, Mateo se encontrara solo en la sala y aquella enigmática dama se hubiese evaporado. Empezó a dudar, a pensar que, tal vez, se hubiese marchado espantada ante semejante hombre de la limpieza mirón y descarado. A lo peor expondría una queja que sería el motivo de su despido. Ante tamaña desazón y desconcierto, Mateo vio justificada su siguiente acción: abrió la puerta del retrete y se metió dentro.
Ella aun seguía allí. Estaba como esperándolo. En las reducidas distancias de aquel habitáculo, sus cuerpos casi se rozaban, separados por unos exiguos milímetros que absorbían el calor, aroma y pulsión del cuerpo que tenían justo al lado. Los soles marinos de sus ojos se clavaban en los suyos, como hipnotizándolos. Sus manos se rozaron levemente para después, poco a poco, con un gesto tímido al principio para después consolidarse en un apretón, los dedos se entrelazaron para cerrarse en las otras. Aquel contacto fue providencial. Mateo notó como su corazón aceleró el bombeo, como la piel de la palma de su mano se adaptaba a la de ella, como su lívido despertó en una explosión inicial, premonitoria de un alud descontrolado de sensaciones.
Ella apoyó sus manos en sus hombros, se acercó y le besó en los labios. El perfume era cada vez más embriagador e irresistible. Sus labios eran dulces y melosos. Su lengua, refrescante y pecaminosa, se enroscaba en la suya pidiendo acción. Sus manos ascendieron a su cuello y se enredaron en su mentón. Él la agarró de la parte posterior de los muslos y, con la otra mano, poseyó parte de su culo; ella arqueo la pierna y se entregó aun más a los besos y caricias. Se detuvieron por un instante y se miraron a los ojos. Un horizonte marino celeste se escondía tras ellos. Recuperaron el aliento, sintiendo los latidos de sus corazones, el uno contra el otro, la erección de él se clavaba en el vientre de ella, como una espada afilada a punto de ensartar al contrario. Ella reanudo los besos y él, ahora sí, agarró sus nalgas con las dos manos, amasando las mullidas protuberancias de carne, tan redondas y sublimes. Cada vez más, sus cuerpos se juntaban, se apretaban el uno contra el otro, compartían el calor, la pasión se trasmitía, se contagiaba y aumentaba. Los dedos de él se aventuraron a acariciar la piel de debajo de su falda, pero ella pronto los detuvo. Se agachó ante él y le bajo la bragueta. Con delicadeza, sus manos sacaron su miembro erecto, que irrumpió en la función desafiante, en alto, descarado y lascivo. Ella se lo metió en la boca.
Empezó a acariciarlo con la lengua. Le pegó un lúbrico repaso a su glande, que estaba a punto de estallar. Él se debatía entre un irrefrenable deseo y una vulnerable sensibilidad, que lo mantenía inquieto ante un arrebato de sensaciones. Le succionaba la punta con avidez y lujuria. Observarla desde lo alto era un espectáculo solo eclipsado por el placer que le provocaba cuando su boca recorría todo su miembro, desde el principio hasta el final sin olvidar un centímetro de piel. Mateo estaba cada vez más excitado, su miembro estaba durísimo dentro de la boca de aquella mujer, que no hacía más que entrar y salir, donde su lengua rodeaba la punta, una de sus manos agarraba la base y la otra le bajaba la cremallera del mono, descubriendo su torso desnudo, ávido de caricias.
Sus labios eran como una alianza que rodeaba su miembro y no se detenía en su frenético trayecto de entrada y salida que se entretenía en la piel hipersensible de su glande, hormigueando con su lengua, aprisionando de una forma leve con sus incisivos, mientras sus uñas curiosas pellizcaban uno de sus pezones, anegando de sensaciones su cerebro, obnubilando sus sentidos en un caudal de placer y éxtasis. Ella seguía afanada en la felación, sintiéndose poderosa al transformar como una roca su miembro, al atraparlo en su boca y someterlo al ritmo que ella imponía, atendiendo a sus pálpitos que retumbaban en su paladar, imprimiéndole más o menos ritmo, para estremecer a su eventual pareja.
Mateo no podía más que sentir admiración, asombro y respeto, todo a la vez, ante las artes amatorias de aquella mujer. Nunca nadie le había proporcionado una felación como la que estaba recibiendo, hasta el punto de perder el control, sintiéndose embargado por el poderoso gusto, la cúspide de la satisfacción, al no saber si podría retener el orgasmo y la eyaculación ante la maestría de aquella desconocida. Le hacía suspirar, ponerse tenso, mirar hacia arriba y cerrar los ojos. Lo estaba pasando en grande y se sentía incapaz de resistirse ante esto.
Ella le agarró el miembro con una mano mientras seguía el repaso con la lengua. Posaba su pulgar en la punta y procedía a lamerle como un gustoso helado de carne que nunca se derretía. En un fugaz momento, alzó la vista y vio la cara de Mateo, trasfigurada por el gozo, como suplicante, no acostumbrado a recibir aquel regalo, inútil permanecer indiferente y totalmente subyugado a ella y el deleite que le estaba proporcionando. La mirada que ella le dedicó era traviesa, serena, segura de lo que estaba haciendo, sabedora de lo que le estaba trasmitiendo. Le dedicó más caricias a su torso desnudo, recorrió su piel con la yema de sus dedos y volvió a pellizcarle los pezones, y Mateo no pudo reprimir un leve jadeo. Esto solo es el principio, nene, pensó ella. Le asió de la parte posterior de la rodilla, para engullirla toda. A Mateo le pareció que le llegaba a la campanilla. La succionó enterita para repetir el movimiento varias veces implacable, sin piedad, toda lujuria y regocijo. Mateo intentó moderar su respiración sin éxito; aquella mujer le estaba matando de placer, mientras ella, calmosa, vigilaba la evolución de su compañero que se deshacía delante de ella. Recogió su escroto con una mano, y le obsequió con un beso en la punta que después se convirtió en mamada cuando los labios voraces se volvieron a abrir para atraparle de nuevo y agitarle en un frenético movimiento.
Mateo no podía más. Si seguía así, iba a correrse. Agarró su miembro y lo sacó de su boca. Ella entendió el enroque y cambió de tercio. Aun arrodillada ante él, con su miembro tieso a pocos centímetros de su cara, comenzó a desabrocharse la camisa de una forma pausada pero armoniosa: ahora un botón, después el otro. Con calma, sin prisas ni desespero, dejando traslucir su sostén conjuntado que embutía su generoso y copioso busto. Pero mientras lo hacía, el pene le rozó las mejillas y lo atrapó con las dos manos y comenzó a comérselo con apetito voraz, abría su boca para que todo quedara dentro, succionaba con presión de vacío, como si fuera la última vez. Mateo se sentía irremediablemente precipitado a la recta final. Con una mueca de complacencia irresistible tuvo que reconocer que aquella mujer le llevaba al éxtasis y él no podía contenerse, indefenso ante aquella fémina que esgrimía su pene, que lo manejaba como propio y lo sometía a una lascivia irreprimible. Y justo cuando creía que ya no había marcha atrás, cuando estaba preparado para correrse, el movimiento se detuvo. Entre resuellos, Mateo trato de recuperar el aliento y cuando abrió los ojos, se la encontró erguida, frente a él, mirándole fijamente, preparada para su siguiente acción. ¿Estaría preparado él?
Sus pechos embutidos en el sujetador, luchaban inquietos por mantenerse dentro. Eran grandes y redondos. Mateo los rodeo con las manos y los notó duros y poderosos. Los estrujó con fuerza y sintió dureza y resistencia. Con un aspaviento, arrancó el sostén para dejarlos al descubierto: coronados por dos puntiagudos pezones, desafiaban la gravedad manteniéndose inhiestos y atrevidos. Se inclinó sobre ellos y les rindió pleitesía comiéndolos, devorándolos, succionando los pezones, mordiéndolos, agarrando las tetas e intentando meterlas por completo dentro de su boca renunciando ante el gran tamaño y poderío que lucían procaces. Ella posaba las manos en su nuca, le acariciaba el pelo, agradecida ante la elogiosa demostración de pasión irresistible que Mateo entregado no inhibía. Su lengua revoltosa se dedicó a un pezón, lo punteaba, le sacaba brillo, se desvivía de lujuria por él, por eso, ella sujetó su enorme pecho y lo apretó a su boca; él continuó desesperado, hipnotizado, sometido, lamiéndolo con frenesí.
Casi ahogado, sin aliento, mareado, Mateo decidió parar para darse un respiro y allí la tenía delante, firme, sosegada, dispuesta. Desalojó el habitáculo y se sentó encima de un lavabo, con las piernas semiabiertas, indicando con su dedo índice a su amante que se acercara. Mateo obedeció, no podía hacer otra cosa, no había opción.
La agarró de las caderas y la besó en la boca apasionadamente. Sus manos descendieron a sus muslos mientras ella le abrazaba denodadamente. Sus mojadas lenguas seguían manteniendo el pulso mientras ella recorría su cuello, acariciaba su tez y amasaba su pelo. La correspondió rodeándola con sus brazos, sintiendo sus dos desnudos senos de granito presionar contra la piel de su pecho, atenazando sus pulmones, encogiéndolos y privándole de aire. Ella, sin piedad, aprovechó la proximidad de su cabeza para comerle la oreja. Mateo tuvo que marcar distancias para recuperar oxigeno pero ella no despegaba su boca de la suya, no dando tregua con su lengua. Volvió a inclinarse sobre sus pechos, los que antes lo habían amenazado, capitulando ante su fuerza y vigor. Los besó, lamió y comió, como un súbdito genuflexo ante su señor. Después, se desprendió completamente del mono y, desnudo, se arrodilló para indagar en la entrepierna de ella, rebuscando entre las prendas, desprendiendo telas hasta acertar a ver una sugerente y tupida franja de vello púbico. Antes de destapar el deseado tesoro, recorrió sus muslos con su lengua, olió la fragancia de lo que ocultaban sus braguitas para después lamer sobre la tela. Notó algo desigual, algo nuevo. Su lengua había moldeado una sólida protuberancia, un bulto latente, oculto. Debido a su estado de excitación que lo sometía y lo empujaba hacia un arrebato de pasión y sexo, ni siquiera se planteo que significaba aquello. Se dejó arrastrar, lanzándose al difuminado vacio de la lujuria. Hacía rato que había traspasado el punto de no retorno, sus movimientos estaban controlados con los cordeles de una marioneta que ella manejaba con destreza sin igual. Se sentía supeditado y, en cierto modo domado, una sensación extraña por novedosa pero que le emocionaba y le gustaba. ¡Le encantaba verse así!
Le bajó las braguitas y empezó a comérsela con fricción. La notó caliente dentro de su boca, como iba armándose y creciendo en su interior, imponiendo su dureza en su paladar. Aquella nueva sensación le embargó. No podía dejar de mamarla y succionarla. Como un niño ante un chupete, no dejaba de lamerla sin titubeos, de una forma irreductible y avariciosa. Quería absorber su tamaño, sentirla dura en su boca, atraparla toda ella y no soltarla. En una ocasión, la comió tan profunda que se atragantó, dejándola a un lado para toser y escupir. Su tamaño era intimidante pero la quería enterita para él. Empezó a lamerla, con lengüetazos intermitentes y suplicantes que pedían calmar su apetito. Ella apoyó una pierna en su hombro y con el pie en su espalda, la atrajo al pilón para que continuara saciándose engullendo aquella tamaña porción de carne que nunca se consumía, al contrario, se hinchaba y crecía más.
Ella lo escrutaba desde lo alto, acompañando su compas con la mano en su cabeza, acariciándole el cabello, reteniéndolo segundos cuando la tenía por completo en su interior, para luego reanudar el movimiento. Él, a veces se resistía un poco, para imprimir un ritmo más lento pero era imposible resistirse y la engullía de nuevo sin remedio, desnudo, arrodillado y sometido como estaba ante su maestra. Complacida, se dejaba llevar por el recreo que le proporcionaba su alumno, que había reaccionado estupendamente ante la sorpresa, como les ocurría a todos, que no podían soportar oponerse ante su monolítico miembro. Él estaba cada más ensimismado en su labor y ella se dejaba llevar por los placeres que le brindaba su víctima. Él estaba cada vez más rendido a sus encantos y, mientras le comía el miembro, la agarró de las piernas que le rodeaban, inclinando su cabeza más cerca.
Era un alumno aplicado que se dedicaba con tesón y, alguna vez hacía brotar un gemido de su garganta pero otras, ella tenía que retomar su cabeza con la mano para reconducir la dirección y ritmo. Con su experiencia, podría hacer de él un gran chupón, aunque, por ahora, inexperto, no podía reprimir las arcadas cuando su miembro entraba en tromba en su garganta. Él se resarcía como podía, para continuar con su empresa abarcando con su boca cada centímetro de piel de su miembro. Por un momento se detuvo, con ella en su boca, para poder saborear su sapidez, su dureza llenando sus carrillos, delectarse con su robustez y holgura toda para él mientras ella aprovechó para poner los pies en el suelo y erguirse ante él con los pechos al aire, arrodillado, desnudo, entregado y con su miembro en la boca.
Hechizado como estaba, no cesaba de mamar, untando todo el pene con su saliva, lubricándolo en su totalidad, con los ojos cerrados, sintiendo intensamente como iba y venía, como goloso chupeteaba su glande, como alzaba la cabeza para coronar con su lengua aquel pene erecto, postrado ante ella, con las rodillas hincadas en el suelo que hacía poco había fregado, mientras ella lo observaba con condescendencia.
Con un gesto, tirando de su oreja hacía arriba, él dejó de chupar y se levantó. Ella se desprendió de las prendas que aun vestían su cuerpo, igualándose los dos en exultante desnudez. Se fundieron en un abrazo, piel sobre piel, calientes como estaban, Mateo volvió a notar sus pechos, sus brazos rodeándole, sus vientres pegados y sus penes duros y a punto de reventar sometidos al angosto cajón de sus anatomías. Se fundieron en besos lascivos y apasionados, donde sus labios se enfrentaban y sus dos lenguas se fundían en una y sus cuerpos los imitaban. Mientas él estrechaba sus nalgas con las dos manos, entre las piernas de Mateo se hizo hueco el cañón de ella.
La dama tomó la iniciativa y comenzó a comerle los pezones, cambiando la intensidad de los mordisquitos, ora fuerte ora liviano sujetando su miembro con una mano, agarrándolo con fuerza para luego liberarlo levemente. Después se agachó y lo aprisiono entre sus duros pechos. Apretaban tanto que Mateo pensó que le iba a aplastar. Ante tamaña presión, se escapó doblando las rodillas, poniéndose a la altura de ellos, para volver a comerlos sin remedio y, agazapándose más, otra vez repasar con su lengua aquella efigie de carne. Ella apaciguó su ímpetu de animalito atrapado en sus redes y volvió a cambiar el juego.
Se levantaron y ella le giró, encarando su espalda. Apoyó su duro miembro sobre sus costados, mientras Mateo lo miraba de reojo, a la par temeroso y ansioso. Ella no pudo reprimir una sonrisa, ante la inocente inexperiencia de su amante. Sabía que al principio le iba a doler pero después le gustaría. A medida que la iba metiendo, el cuerpo de Mateo se iba doblando. El agujero de su culo se iba ensanchando para albergar todo el tamaño y grosor del pene de su amante. Escocía un poco pero sentir como se introducía aquel obús le hacía sentirse pequeño, sometido y contento. Cuando estaba por completo dentro hasta el fondo, Mateo estaba postrado contra una pica, cayendo las gotas de sudor dentro y desapareciendo por el desagüe. Ella la sacó para volver a penetrarle otra vez. Su culo peludo de hombre se abría para dar la bienvenida al poderoso miembro de aquella prodigiosa dama. Se la clavó hasta que sus testículos chocaron con su perineo. Cuanto más dura la notaba en su interior, más sangre bombeaba su corazón hacia el pene de Mateo. Ella se tendió sobre el cuerpo de él y alcanzó su miembro, durísimo como estaba. Mateo gemía de placer. Sus pechos sobre su espalda, su pie sobre el de la pierna que tenía abierta apoyada sobre otro lavabo de la hilera de la sala. En esta posición, la penetración era mucho más profunda, hundiéndose en su colapsado culo. Empezó a dotar ritmo a sus penetraciones, más rápidas y hondas, haciendo temblar el pene y los testículos de Mateo. Él aferraba fuerte sus manos a la pica hasta que los nudillos se le quedaron blancos. Su erección era cada vez más exagerada incluso, cuando se tensaba, un poco dolorosa. El empuje lo amorró a centímetros del desagüe. Sus manos resbalaron y consiguió aferrarse fuertemente al grifo. Ella arremetía contra él cada vez más fuerte, ahora de nuevo erguida agarrándole de los hombros para penetrarlo hasta las cachas. Doblado como estaba, espatarrado, violado por aquella mujer, sometido como estaba, dio rienda suelta a su lívido y no reprimió ningún gemido ni sollozo, al compás de las arremetidas de su amante, aumentando el sonido de las improvisadas octavas que acabaron trasnformándose en alaridos de puro placer. Ella seguía meneándosela con fuerza, conjugando la sensación de un onanismo con acento griego y poderosa, lo embestía orgullosa de su potencia, agarrando el cuerpo de su sometido amante de sonora reverencia. A cada penetración, Mateo se arqueaba, sollozaba, cerraba los ojos, acogía el caudal de carne apretando el culo. Ella lo penetraba seria, con dedicación y oficio, sin freno, implacable. Su rictus era serio y concentrado, dedicada a darlo todo a su amante, imponiéndose a base de empitonadas. Tenso su pene en su interior e hizo que él se enderezara, emitiendo un aullido de libidinosidad. Con una mano le sujetó la espalda y con otra le separó una nalga para ensartarlo mejor. Él no paraba de moverse pero ella se dedicaba con profesionalidad y sobrio entusiasmo. Hasta que Mateo eyaculó un chorro de semen sobre el suelo antes impoluto, envuelto en un aullido que se fue apagando a medida que dejaba de correrse. Agotado, cayó al suelo sobre su corrida.
Ella le cogió de los pelos y arrimó su boca a su miembro aun duro. Él entendió que debía de hacer un último esfuerzo para otorgarle, que menos, el orgasmo a su diosa, que mantenía imponente su figura en las alturas, cuando la miraba desde abajo. Su vientre plano, sus pechos erguidos, su bello rostro. Se afanó comiéndosela cada vez más rápido y obediente, dispuesto a mamarla hasta el infinito. De un manotazo, lo apartó de su miembro y empezó a masturbarse. Él seguía rindiendo culto a su diosa comiéndole los testículos, atento para cuando ella llegara al final. Cuando ella se corrió, él acogió su semen caliente con la boca completamente abierta, que abarcó un chorro que inundó su rostro, desde su frente hasta su barbilla. Completamente extasiado, se tumbó, sintiendo como las espesas gotas blancas chorreaban por su cara. Se relamió degustando salobre aquel fenomenal manjar. Se sentía cansado, exhausto, con el trasero dolorido, pero satisfecho. Parecía que hacía años que vio entrar a aquella mujer a los servicios equivocados y tener la fugaz fantasía de follársela, pero tal vez no se había equivocado de lugar y fue ella la que acabó follándoselo a él. Aquella misteriosa mujer que no había visto nunca, de extraordinarias artes amatorias, de la cual desconocía hasta su nombre.
Abrió los ojos y, sorprendido se vio acompañado únicamente de la soledad de los servicios masculinos de aquel centro comercial de extrarradio. Mateo suspiró. A partir de aquel día, aquel trabajo dejaría ser de penoso, y afrontaría las sucesivas jornadas con ilusión cada vez que recordara a aquella mujer y anhelara una nueva visita suya.