La aventura de la holandesa

Sheva y Miguel están solos en el chalet de la madre de él. En el despacho, en la piscina privada y hasta en la caseta del jardinero, la holandesa explorará el cuerpo de su amigo de la adolescencia.

Miguel era un contorno de oscuridad dulce y profundamente seductora, como un agujero negro que hubiera cobrado la forma humana más bella. El viejo cuco del reloj suizo salió de su casetilla alpina y dio las seis de la tarde en el gran salón del chalet de la madre de Miguel, en Z, un pueblo colgado en las faldas de la Sierra de Madrid. Todo el silencio sepulcral de la casa se rompía por un intrigante lap-lap-lap-lap-lap-lap que resonaba nítido, pertinaz y repetitivo en el centro exacto del despacho de Doña María José. En ese escenario solitario, el joven madrileño, practicante de tantos deportes, estaba arrodillado y convertido en una estatua de luz que lamía y lamía, desde hacía ya más de diez minutos, la raja completamente limpia y reluciente de una adolescente holandesa, la nueva amiga suya para los veranos en Z y para todas las misteriosas aventuras sexuales que cada año les traían a los chicos y chicas los meses estivales en la sierra. Sobre todo, desde que el grupo de la pandilla se iniciara en la adolescencia. Así que, el lap-lap-lap se seguía escuchando por toda la casa y no paraba.

El ídolo deportivo, no solo de la urbanización de Mataespesa sino de casi todo Z, después de tirarse más de un cuarto de hora de rodillas ante aquel tulipán totalmente despelotado, y estando él protegido del sol ardiente de julio por la propia sombra voluminosa y llena de curvas que proyectaba el imponente cuerpo de Sheva de Róterdam (se recomienda leer la primera parte de este relato, para conocer el origen del nombre de la adolescente y otros detalles de la trama), le dio un último y largo lametazo al pubis rasurado de ella.

El alto y prieto corte vertical, brillante de sudor, se convulsionó con algunos espasmos de puro gusto, cuando Miguel pasó por última vez su lengua por los bordes que sellaban la entrada de la hasta aquel instante (la mitad del verano de 1991) todavía virgen vagina de Sheva de Róterdam. La adolescente había aguantado como había podido las decenas de lametazos seguidos de Miguel en su triángulo depilado, maravillada por la entrega y la inocencia que tenía lamiendo aquel espontáneo adorador de su raja.

Miguel tenía la lengua ya blanquecina y áspera como un estropajo de restregarla contra la piel desnuda de la entrepierna de Sheva. Así que, separó su cara de las dos interminables ingles de ella. El ajedrecista, nadador y atleta más competitivo de todo el pueblo y de sus urbanizaciones, la miró a los ojos con sinceridad desde su posición arrodillada y le dio, como he dicho al principio de este párrafo, una última pasada sumisa y entregada a la larga raja, para terminar de dejarla reluciente como a un extraño ídolo de oro, listo para ser adorado por sus súbditos.

Fue en esa última lamida de la lengua de Miguel cuando a Sheva le vino un descontrolado orgasmo, se le nubló la vista, se le doblaron las piernas y se agarró con fuerza al pelo y a toda la cabeza de Miguel para no caerse, como una marioneta sin cuerdas, contra las tablas duras hechas de roble claro del suelo del despacho. Sintiendo una debilidad incontenible y un placer profundo y desconocido para ella, la adolescente holandesa gimió primero varias veces, diciendo algo que no se entendió bien pero que fue muy gracioso. Al menos, así le pareció a Miguel, que se rió divertida y despreocupadamente entre los claroscuros de la estancia. Después, Sheva bufó, entre soplidos de su nariz y muy expresivamente, un nombre, de forma casi ininteligible pero que desde ahora significaría muchísimo para ella: ¡¡¡¡Miguel!!!!

E inmediatamente la chica holandesa se puso en cuclillas y se hizo pis del gusto, en medio del despacho de la madre de su amigo, dejando un gran charco amarillo sobre los listones del parquet de madera americana.

-¡Qué cochina! –le dijo Miguel, que se había incorporado en ese momento y contempló, desde detrás, a Sheva y a su culo. Mientras, ella seguía en cuclillas, recuperándose.

Y él vio cómo, entre las dos imponentes nalgotas blancas de la adolescente, brillaba, bajo la incidencia de la luz intensa del sol veraniego, un considerable charco dorado.

-Nos vamos a la pisci, si quieres, Sheva. Pero primero limpias bien todo tu pis con una fregona y, por supuesto, lo haces antes de que llegue mi madre. No sea que vaya a confundir tus meadas enormes con las de nuestro inocente Toby, y le eche la culpa a él, injustamente. Que creo que nuestro viejo pointer anda a su aire, como siempre, por el jardín de los rododendros y no tiene nada que ver con tus pises descontrolados en cualquier sitio.


Sheva fue recogiendo su abundante pis con una fregona y un cubo con escurridor que había encontrado en el piso de abajo de Chimney Rock, en el cuarto de la limpieza, oculto en el hueco de la escalera. Todavía completamente desnuda, fregó también todo el resto del suelo de parquet del despacho de trabajo de la madre de Miguel, como si fuera una improvisada criada.

Entretanto, Miguel había cogido un cómic de ciencia ficción erótico, de una colección que le gustaba mucho a su madre y que, de hecho, era de ella, y se lo estaba leyendo tumbado en el chaise-longue de la rinconera color mostaza que Doña María José tenía bajo un amplio tragaluz. Allí, era dónde ella solía relajarse leyendo las aventuras de viajes espaciales con algún tinte o escena sexual que salían en los comics. Y si la madura y experta ejecutiva bancaria se excitaba con la historieta, acudía al exiguo pero muy luminoso aseo, al que se accedía por la puerta norte de su inmenso despacho. Allí, en el completo silencio del piso de arriba del chalet, la economista se tocaba el coño, sentada en el retrete, hasta correrse ruidosamente. Un despacho donde la madre de Miguel desarrollaba, o más bien completaba y terminaba, lo que hacía en la oficina. Un trabajo muy estresante pero con el que ganaba bastante dinero y que la motivaba mucho; Miguel había heredado, sin duda, el carácter competitivo y ambicioso de su madre.

-Quiero premiarte, Miguel. Por tus alucinantes éxitos en las competiciones del pueblo contra los otros chicos y por haberme chupado tanto rato y con tantas ganas mi rajita –le dijo su amiga, la holandesa-. ¿Me puedo sentar aquí?

Sheva le señaló el gran tablero rojo, hecho de madera maciza de caoba, de la mesa de operaciones bursátiles de su madre.

-Sí, pero ten cuidado dónde posas el culo, no arrugues ningún papel.

-Vale -dijo la chica, de nuevo sonriente.

-Y no te mees otra vez, Sheva –le dijo Miguel desde el sofá, sin levantar la vista del cómic.

-¡Jajá, muy gracioso! Pues que sepas que yo no voy por ahí haciéndome pis delante de la gente –se quejó dolida la adolescente-. Es que, esta vez, no sé qué me ha pasado que no he podido contenerme, me ha dado tanto placer que me chupases así el chichi, que...

La adolescente procedente del suroeste de Holanda no pudo terminar lo que iba a decir, no le salieron más palabras y solamente balanceó un poco sus torneadas y morenas piernas, que le colgaban sentada en la gran mesa, la cual presidía el despacho abuhardillado; con su culo posado sobre lo que parecía un enorme pliego de papel verjurado y de color ceniza, respiraba fuertemente, mientras sus nalgotas se dilataban aplanándose en su enorme base de carne contra la madera fría del tablero de caoba. Miguel había dejado el cómic sobre un brazo del sofá y se había acercado a ella, con la polla fuera. Se paró frente a Sheva, que le golpeaba levemente con las puntas de sus pies en los muslos tapados casi hasta las rodillas por unos shorts negros medio rotos (una extraña moda que había empezado el verano anterior). Su pene, algo largo, asomaba empinado entre la cremallera descorrida de los shorts.

-Uuuuuf, no se le ven los testículos. ¡Qué pena! Pero su rabo duro ya es mucho -pensó ella, sin dejar de golpearle, rítmicamente, en los muslos al chico.

-¡Joder! –se maravilló Miguel-. Al final, tiene razón Jorge, el canario. Tu cuerpo desnudo se la levantaría hasta a un regimiento de elefantes, si te viesen así, con todo al aire.

-¿Puedo? -preguntó Sheva.

Y antes de que él respondiese, llevó su mano al pene hinchado y tocándolo con dos dedos, le bajó la piel del prepucio con decisión, de un tirón seco; con lo que el glande rosa de Miguel quedó todo al aire. Pese a su corta edad, la holandesa era una experta pajillera. Había practicado mucho en su barrio de Madrid con un primo suyo español, un poco mayor que ella y que, además, vivía en su bloque de la Carretera de Canillas. El suertudo primo que recibía, habitualmente, las pajas de Sheva se llamaba Santos y, por lo visto, a Santos, Sheva no le tocaba nunca los testículos, porque tenía un escroto muy largo y áspero y le daba mucho asco su tacto tan blando y como gelatinoso. A su primo le cascaba las gayolas siempre con dos dedos: con el pulgar y con el corazón, pillándole por la punta de la polla. E igual hizo aquella tarde, en la que ya empezaba a caer el sol en todo Chimney Rock, con Miguel. Después de unos minutos de jadeos, el adolescente más competitivo de Z, que llevaba situado de pie entre los muslos voluminosos y separados de ella todo el pajote, se agarró por detrás al cuello de Sheva, entrelazando sus dedos en la nuca de la fémina y la eyaculó en las manos, que, previamente, ella había colocado justo frente a la ranura rosa de su glande. Bajo la atenta mirada de él, la holandesa, a la que el semen la quemaba los dedos y las palmas de las manos, lo limpió todo con su boquita.

-Me ha dicho mi madre al mediodía por teléfono que le había surgido un asunto y que hoy no llegaba a Z hasta las once u once y media -le comentó Miguel a Sheva, cuando esta acabó de chuparse los dedos como si fuera una salsa apetitosa lo que tuviera en ellos-. Todavía queda luz. Si quieres, vamos a la piscina a bañarnos un buen rato en pelotas.


El agua estaba helada y con muchas acículas de pino, caídas de las copas de la parte de detrás de Chimney Rock a la superficie turquesa de la piscina. No importó mucho. Sheva y Miguel se bañaron en pelota picada durante más de media hora, jugando, salpicándose y tirándose desde el borde de la piscina al agua, ya casi oscura e intimidante. En un momento dado, a la holandesa le pareció ver un brillo desde la lejana y alta torre del castillo de Mataespesa, como si alguien les observara con unos prismáticos desde allí, desde uno de los puntos más elevados de todo Z.

Sheva no dejaba de mirar el físico desnudo del adolescente madrileño, bastante atlético y escultural. Mientras, él se esforzaba por disimular sus momentos de detenida observación del cuerpo de la nacida en Róterdam, que no era sino una bomba curvilínea; Miguel no paraba de pensar que esa chica estaba como un auténtico queso Gouda holandés, de buena.

Cuando el disco solar cayó del todo y se ocultó detrás de las siluetas amenazadoras de las montañas negras e inmensas, los dos salieron del agua tiritando, cogieron las toallas que habían dejado sobre los restos de un gran cactus seco y corrieron por el césped irregular hasta meterse en la caseta del jardinero, cerrando su puerta verde desvencijada detrás de ellos y encajándola en el marco de aquel cobertizo, para guarecerse del viento frío que comenzaba a bajar, directamente, desde las cumbres muy cercanas de la Sierra de Guadarrama.

Dentro del estrecho cobertizo, donde Hassan guardaba todas sus herramientas de jardinería, de poda, tala y de cortacésped, así como su ropa de trabajo, Miguel encendió una linterna. Al ver la luz, Sheva se giró con brusquedad y le rozó varias veces en los testículos con sus nalgotas, ahora pétreas y congeladas. A Miguel, que ya no quería, se le hinchó de nuevo la polla a reventar, marcándosele hasta alguna arteria en su largo tubo cavernoso.

-¿Puedo? -preguntó ella.

Y antes de que él respondiese, ya le había agarrado el pene con toda la mano.

Además y para regocijo de Sheva, los testículos de Miguel estaban ahora plenamente expuestos; enchufándolos con otra linterna, la adolescente vio que estaban muy recogidos en el saco escrotal del chico y casi sin ningún pelo; a ella le recordaron a los huevos de un mandril macho que había visto en algún documental de la segunda cadena. Así, sintió unas ganas abrumadoras de cogerlos con la otra mano. Cuando lo hizo y al tenerlos sobre su palma sonrosada, notó que eran muy suaves y supuso que Miguel se daba bodymilk en el escroto todos los días, al salir de la ducha o cuando fuera.

La de Róterdam comenzó a hacerle otra paja; esta vez con el aftersun que había traído en su bolsa de la piscina, facilitando la crema solar el ris-ras, ris-ras, ris-ras de la entrenada y habilísima mano derecha de la adolescente en la polla de él. Era la segunda paja que le cascaba aquella tarde noche en Chimney Rock. El viento aullaba fuera como si el jardín oscuro del chalet estuviera poblado de fantasmas, duendes o trasgos. Dentro del cobertizo solitario, Miguel jadeaba como un caballo desbocado y Sheva le miraba muy divertida a sus ojos vidriosos y entregados, acelerando. Hasta que el adolescente deportista ya no pudo más.

-Voy a eyacular -anunció.

-Pues échamelo absolutamente todo en el culo -le ordenó ella.

Y según lo dijo, le soltó la polla y los testículos bruscamente, se giró de golpe y con mucha torpeza le golpeó de nuevo en el tubo de su pene con la carne firme de sus nalgotas. Sheva le situó a Miguel su tremendo culo, con sus nalgas blancas y rotundas como dos lunas llenas gemelas, pegado a la punta de su polla, igual que una diana para tirar dardos en la que era imposible fallar. Él se apoyó en la espalda arqueada de ella y en el mango de un rastrillo, y le eyaculó enteramente en el trasero a la holandesa. Sus numerosos chorros, rápidos y potentes, fueron llenando de líneas blancas las nalgotas de Sheva. Cuando su amigo acabó, Sheva de Róterdam era la mujer más feliz del mundo, apartó su culo de la boca de la polla de Miguel y se giró decidida a besarle. Entonces, ocurrió algo insólito y difícilmente creíble (incluso Miguel dudaría más de una vez,al final de ese verano del 91, de la veracidad de todo ello. Como si todo hubiese sido un cómic dibujado a media luz por Hugo Pratt o, mucho más turbadoramente, por Milo Manara):

Sus testículos exhaustos y temblorosos se contrajeron una vez más, en un titánico esfuerzo (solo explicable por la motivación extrema que el culete de la adolescente ejercía sobre el cerebro del anfitrión de la piscina), y su glande expulsó un último chorro abundantísimo, que ya no fue a trazar una nueva raya blanca en la piel marfileña y extensa, como si fuera un gran mapa geográfico, del culo de Sheva, sino que fue a manchar unos gayumbos usados que Hassan, el jardinero marroquí, había dejado olvidados en una balda entre los botes de fertilizantes y unos cactus en tiestos pequeños; hasta dejar esos gayumbos pestilentes llenos de gotas y goterones de una densa lefa que se movía, oscilaba y bailaba por la superficie acartonada de su tejido amarillento y con algunos ocres.

Fue en ese instante, cuando la joven del norte de Europa, electrizada por toda la tarde de tensión sexual y seducida hasta la médula por el cuerpo del que era su nuevo amigo íntimo, cogió los calzoncillos sucios del viejo magrebí con las manos y llevándoselos a la boca, los lamió enteros, de arriba abajo y pasando sus labios gruesos por todas las costuras de la espantosa prenda, tragándose, delante de los ojos del adolescente, todo el semen inmaculado de Miguel.

NOTA ÚLTIMA

(Que cuenta lo sucedido en la mañana del sábado 27 de julio de 1991, en Z, (Madrid). Concretamente, en el despacho de la bancaria María José Rodríguez, ubicado en el piso superior de su chalet, bautizado como Chimney Rock):

-Joder. Dos días después de que "la queso Gouda" me cascara dos pajotes desbocados, respectivamente, en el despacho de mi madre y en la caseta del jardín de Hassan, me cita ahora mi madre en el despacho suyo para enseñarme algo que no está en regla y que me toca rectificar. No sé, cómo no sea que a la cortita de "la queso Gouda" se le cayese un tampón donde la mesa de mi madre, no se diese ni cuenta y mi madre lo haya visto ahora. En fin, otra de la pandilla que no supera el límite de las dos neuronas, esto parece ya una maldición... -reflexionaba Miguel, mientras subía por las escaleras empinadas de Chimney Rock, dirigiéndose al despacho luminoso de su madre, donde ella le esperaba desde hacía un pequeño rato, adelantando algo de trabajo con la gestión de las acciones del banco-. Aunque, también puede ser que después de mearse, Sheva, del gusto en medio del despacho, haya quedado algo de olor o la mancha del reborde del charco sobre las tablas. Porque la verdad es que fue una meada enorme, además, estuvo bastante tiempo el pis amarillento de "la queso Gouda" en contacto con la madera de roble americano y olía muy fuerte ese pis.

Miguel iba inmerso en estas suposiciones, cuando entró en el despacho de Doña María José. Vio que, sobre la rojiza caoba de la mesa, había un gran mapa que parecía antiguo.

-Miguel, voy a ir al grano - le dijo su madre-. ¿Te has vuelto a traer a alguna de tus amigas, las pajilleras, a casa para que te haga dos o tres pajillas? Esta última que ha venido, además, ha debido ser especialmente maleducada y grosera.

-¿Por? -se atrevió a decir Miguel, dándose perfecta cuenta de que le había pillado de lleno.

-No, por nada. Es solo que se ha sentado en algún momento sobre el tablero de mi mesa, porque ha dejado la marca del contorno de su culo gordo que, por cierto, debía tener empapado y no se secó, en este mapa antiguo de las Islas Malvinas. El que me compré hace unos años en París, como inversión, no sé si te acuerdas, y que tenía encima del resto de los papeles -ironizó, pero con gravísima seriedad, la madre de Miguel-. La muy cerda ha dejado hasta la marca del agujero de su ojete; solo le ha faltado haberse echado un poco para adelante y marcarme en mi mapa también sus labios vaginales...

Miguel se acercó a la mesa y miró el valioso mapa; en él se apreciaba, claramente, el contorno redondo y descomunal de las nalgotas de Sheva de Róterdam y hasta dónde había llegado la línea de su sudor en el papel alcalino del viejo mapa austral.

-¿Y cómo sabes que no he sido yo, sin darme cuenta? —le sugirió a su madre, buscando una salida para la situación y para Sheva de Róterdam; que a Miguel le había gustado a rabiar y, desde luego, quería que volviera a Chimney Rock.

-Imposible. Este culo tiene un tamaño que será de dos o tres veces el tuyo. Fue un verdadero culo gordo el que se cargó y tiró al váter, sin piedad, mi inversión -se quejó enfadada la madre de Miguel, lanzándole una mirada penetrante e insostenible, que pulverizó al adolescente-. Menos mal que este solo es un facsímil del mapa que hizo Andrés de San Martín en 1520, el primero, por cierto, en toda la Historia, de las Malvinas, y que el auténtico lo tengo enrollado dentro de un tubo opaco de aluminio en la caja fuerte de mi habitación. El facsímil me costó 800€. Así que, con que cortes el césped del jardín este fin de semana y durante todo agosto, como castigo constructivo, es suficiente. Así, ayudas a Hassan, que ya está mayor, y compensas, por lo menos, un poco a tu madre por el destrozo ocasionado por el culazo de tu amiga, que ya supongo que a ti te encantará. Pero a la dueña de ese trasero tan grosero, personalmente, y solo si me das tu permiso, yo la voy a llamar, de aquí en adelante y sin ánimo de ser exagerada: "la Puerca".

De esta forma, tan sumamente ácida e irónica, concluyó su reprimenda Doña María José, que siempre machacaba con su genuina crítica, fina pero despiadada, y que solía ir en una intensidad creciente, a los ligues y las amigas más íntimas de su hijo. Cuando Miguel salió del despacho, a pesar de la tarea impuesta por su madre y de la chapa que le había echado, sonrió muy divertido con todo lo que había pasado desde el martes en el chalet; casi daba para escribir una novela corta de aventuras pasionales y de otros bajos instintos humanos. Todavía, se acordaba de la expresión y el rostro concentrado de Sheva de Róterdam lamiendo los calzoncillos del jardinero como una yorkshire.

Calibrando la posibilidad de volver a invitar a Sheva a su piscina, para darla a lamer más cosas (como las tapas de un libro de misterio, el sostén de una tía-abuela de Miguel, una manta del maletero del citroën de su madre, una raqueta de tenis, etc.), el joven deportista de Z se dirigió al cobertizo del jardín, enchufó y encendió la cortacésped eléctrica y aquella mañana soleada del último sábado de julio la dedicó, íntegramente, a cortar la hierba irregular de los montículos de Chimney Rock. De la cara del tulipán holandés limpiándolo todo en la penumbra de la caseta, probablemente, ya no se olvidaría nunca.

COLOFÓN

Cuando aquella tarde noche de sábado, quedaron de nuevo todos los de la pandilla, Sheva y Miguel se reencontraron otra vez, pero ahora fuera la atmósfera cargada de arrolladora y envolvente sexualidad en la que estuvieron inmersos hasta los huesos la abrasadora tarde noche del martes de esa misma semana, desde la hora de la siesta, cuando ella llegó al chalet y no sabía lo que la esperaba, hasta la puesta de sol, pasadas las diez y media de la noche, con todas las calles de Z ya oscurecidas, y los jardines de los parques y de los chalets intimidando e inspirando miedo con su negrura.

Cenaron con los demás de la panda del pueblo en una pizzería de la nueva zona de bares de Z, junto a la urbanización de adosados del Horreo V. Jugaron juntos de pareja al billar americano y ganaron varias partidas. Luego, en la oscuridad del pub Montblanc, la holandesa y el madrileño se besaron, varias veces y profundamente. Cuando, ya de madrugada, volvían cada uno a la urbanización de pisos de La Cerca de los Pinos y a la villa de Chimney Rock, cruzaron la pasarela metálica y muy aérea sobre la vía del tren Madrid-Cercedilla. Gustavo, uno de los más graciosos del grupo de adolescentes, les dijo que pusieran un candado en la pasarela, lo cerraran juntos y tiraran la llave, un día que pudieran, al Sena, que ahí estaría la prueba de su amor eterno. Pero ni Miguel ni Sheva de Róterdam lo hicieron porque, para ellos, su verdadero candado lo habían puesto ya la polla y los testículos de él y el culo magnífico de la holandesa en el cierre de la puerta verde del cobertizo esquinado en el corazón del jardín oscuro y plagado de rododendros que circundaba el silencioso chalet, silencioso como si estuviese muerto, de Chimney Rock. Y el sexo había cerrado aquel candado para siempre con una desconocida y brutal fuerza.

(Este relato es la segunda parte de la inicial

“En manos de Sheva de Róterdam I”

, con el que el autor abría la presente aventura sexual, que aquí termina. Esta segunda y definitiva parte está dedicada a Ana R.)