La aupair - Parte 6

Inicios de una aupair en el mundo de la dominación

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La primera semana pasó volando, sin apenas respiro. El ajetreo con los niños volvía sus jornadas intensas y sin descanso, dejándola totalmente agotada al finalizar la jornada. A pesar de que Ian pasaba la mayor parte del día en la escuela y después encadenaba con actividades extraescolares, el encargarse del Brian la absorbía de tal manera que no tenía tiempo para ella. Pensó en quejarse a Beth, ya que no era lo que habían acordado, pero siempre la encontraba ocupada y nunca tenía tiempo para abordarlo, y cuando lo tenía, se echaba para atrás, por lo que, poco a poco, fue cediendo concesiones a todo lo que le iban encargando. Levantarlos, vestirlos, acompañar al mayor al colegio, pasear con el pequeño, volver a recoger al mayor, darle de comer al pequeño, bañarlos, hacer los deberes con el mayor, jugar con el pequeño…

La actitud en casa también había cambiado. Eran pequeñas cosas que poco a poco empezó también a asumir. Las sonrisas de Alan desaparecieron volviéndose en palabras hoscas y en simples sí o no a sus preguntas, por lo que llego un punto en el que, simplemente, era como si para él no existiera. Tampoco Beth estaba por la labor, y más de una vez, dos y tres, lloró por alguna que otra bronca que le había echado relacionada con los niños. Cualquier excusa era buena. Acababa exhausta y casi siempre limpiándose la cara y retocándosela con una pincelada de maquillaje antes de hablar con sus padres por Scape y contarles, con una sonrisa que había acabado por perfilar, que todo iba bien. La primera semana no cobró su sueldo porque no hubo manera de que le diera de cenar a Brian. Lo acepto a regañadientes, bajo la dura mirada de Alan y las palabras seseantes de una Beth que después, a solas, le recriminó que tenía que madurar y mucho. Aquel día acabó llorando de impotencia en su habitación.

Se acostumbró a vestir con leggins y camisetas. Salir a la calle con los niños se había vuelto ya habitual en ella. La urbanización distaba unos dos kilómetros del pueblo y, gracias a los días de gym, sus piernas se volvieron duras por el ejercicio. Más de una vez se calzaba las bambas y volvía corriendo del colegio a la casa, donde pasaba las mañanas con el pequeño y empezaba a hacer las faenas de la casa. Primero empezó con la limpieza de la cocina, después el barrer todo el piso y fregarlo, las ventanas, las camas, hasta que, a las dos semanas, ya hacía todos los trabajos duros de la casa sin rechistar. Lo asumió todo, hasta las broncas que Beth le montaba cada vez que encontraba una mota de polvo o una cama mal hecha, pero, en vez de replicar, bajaba la vista y contestaba que no volvería a ocurrir.

La primera bofetada la pilló desprevenida. Era la tercera semana que no cobraba, y tras pensarlo mucho, se decidió a reclamarlo. Era su “día libre”, o un decir. Ese sábado los niños se habían ido con los abuelos a pasar el fin de semana y, Mire, tras limpiar la casa se fue a su habitación a descansar. Sus padres se habían ido dos semanas de vacaciones y ella quería irse en autobús a la ciudad a pasar el día, pero no tenía dinero. Le estuvo dando muchas vueltas al asunto, puesto que no se atrevía a enfrentarse a Beth. En la última discusión le había insinuado el volver a casa si no estaba contenta, pero sabía que no podía regresar y enfrentarse a sus padres.

Se sentó en la cama, nerviosa, frotándose las manos, barruntando en su cabeza como planteárselo a Beth. Sabía que era el momento ya que Alan estaba en la oficina y no volvería hasta después de comer como muy pronto. Se levantó y se mordió el labio inferior volviéndose a sentar en la cama. El corazón le iba a mil, pero ¡qué coño! era su dinero y aunque había cometido errores tontos, no era como para no cobrar lo que habían acordado si hasta hacía más de lo que habían acordado en su día. Así pues, se levantó, abrió la puerta de la habitación y bajo al piso de abajo en busca de Beth.

La encontró en el salón, echada en el sofá, comiendo una tostada mientras veía un canal de reformas de casas. A Mire le recordó a su propia madre viendo ensimismada el mismo programa y barruntando reformas en casas bajo la mirada aterradora de su padre.

-          Beth, ¿tienes un momento por favor?

Aún tardo un par de minutos en contestar mientras se acababa la tostada y bajaba el volumen del televisor.

-          Estas de suerte. Es un programa repetido. Tú dirás.

El tono, después de la última discusión por no haber conseguido ponerle a Ian un jersey que su madre se había empeñado en que se pusiera, no se había suavizado. Mire se puso nerviosa, pero sabía que no podía demorar más el asunto.

-          Perdona que te moleste. Verás, quería disculparme por lo de esta mañana y… la verdad, es que no sé cómo empezar. Te quería comentar lo de la paga… veras, llevo ya tres semanas y por una cosa u otra aún no he cobrado nada y… bueno…

-          ¿Y tú crees que te lo mereces?

-          Pero…

-          Te acabo de preguntar una cosa y es de fácil respuesta. No veo que tengas razón ninguna para reclamar algo que creo... no creemos, tanto Alan como yo que no te mereces.

El corazón de Mire empezó a latirle con fuerza. Sus piernas empezaron a temblar y sus puños se cerraron por la impotencia, pero también una sensación de rabia empezaba a aflorar en su interior.

-          Perdona, pero no creo que tengas razón. Y sí, lo podemos hablar con Alan y discutirlo.

Beth se levantó como un resorte y se puso a un palmo de Mire, quien se echó dos pasos atrás involuntariamente.

-          Mira. Aquí mandamos nosotros y no te permito que me hables de esta manera. ¿Estamos? Desde que has llegado sólo has ido acumulando errores y Alan está a esto de…

-          La verdad es que prefiero hablar con Alan sobre el tema y…

El estallido de dolor en su mejilla derecha le dolió más en su orgullo que el hecho en sí. Fue tal la torta que su cabeza se giró y sus ojos empezaron a escocerle por las lágrimas que pugnaban por salir.

Se llevó atónita su mano a la mejilla que empezaba a quemarle, mirando sin creerse lo que acaba de ocurrir a Beth, quien la miraba con el rostro enrojecido, gritándole y escupiendo saliva.

-          ¡Nunca! ¿me oyes niñata? ¡Nunca más te atrevas a contradecirme! ¿Lo has entendido? No tengo porque soportar que me digas a mí lo que tengo o no tengo que hacer ni con quien tienes o no que hablar cuando yo ya te he dado mi opinión.

El labio inferior de Mire temblaba sin cesar, dos lágrimas resbalaban por su mejilla. Aún tenía la mano apretada y sus ojos no sostuvieron la fiera mirada de una Beth que la observaba enfurecida.

-          Mira. ¿Sabes qué? Recoge tus cosas y deja las maletas preparadas. En cuanto venga Alan le diré que busque un avión y te vuelves a tu casa. ¡Estoy harta!

Era lo último que se esperaba Mire. No podía volver a casa con el rabo entre las piernas. Sus padres ya no sabrían que hacer con ella. Empezó a mover la cabeza de un lado a otro y a balbucear.

-          No, no, no, por favor.

Intentó coger las manos de Beth, pero se apartó.

-          No puedo volver, por favor. Mis padres me matarían. Hare lo que sea, lo que haga falta. Lo prometo.

-          Vete a tu habitación. Ya hablaremos.

Sólo con el tono de voz con el que le habló, frío, sin sentimiento, fue suficiente para que Mire reculara y subiera poco a poco las escaleras, gimoteando en silencio, con el corazón el puño, hasta que una vez ya en su habitación, echada encima de su cama, dio rienda suelta a los lloros.