La aupair - Parte 1

Inicios de una aupair en el mundo de la dominación

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Mire –diminutivo de Mireia– llevaba más de diez minutos en el lavabo del avión. Se sorbió los mocos con la manga del jersey y se miró al espejo. Los ojos color miel, rojos del llanto, observaron su fino rostro enmarcado en el cabello liso que le llegaba justo hasta encima de los hombros. El maquillaje se había corrido y decidió quitárselo del todo con una toallita que sacó del bolso. Mientras se limpiaba el rímel, intentó apaciguarse y relajar el labio que no paraba de sacudirse a cada sollozo que convulsionaba su menudo cuerpo.

El viaje de su vida. Para desconectar de sus problemas y aclararse con sus ideas y planificar su futuro, tal y como se lo habían vendido sus padres. A punto de cumplir los 18, se encontraba en un avión rumbo a un pueblo perdido en Escocia para trabajar de Au Pair. Obligada, sí. En cierta manera, empezaba a comprender que se lo había buscado ella. Había aprobado el bachillerato por los pelos y había suspendido estrepitosamente la selectividad. La falta de empatía, las fiestas con los varios grupos de amigos con los que salía y la simple y llana dejadez por todo, había ido colmando el coctel que, finalmente, había desembocado en la bronca monumental que se montó en su casa la noche de hacía exactamente una semana y que se prolongó hasta altas horas de la madrugada. Su padre con la cara morada por los gritos, su madre llorando y ella, aguantando el chaparrón hasta que se le hincharon los ovarios y empezó a buscar excusas que ahora comprendía inútiles y sin argumentos. Que qué pensaba hacer con su vida, que ni hablar de estar un año tocándose las narices, que se habían acabado las fiestas hasta altas horas de la madrugada…

Dos días de silencios y miradas furtivas. De “buenos días” y “buenas noches”. Ella encerrada en su habitación con un cabreo del quince, sus padres cuchicheando a sus espaldas. Fue después de la cena cuando le dijeron que querían hablar con ella. En el salón. Sus padres sentados en el sofá y ella en la butaca con sus piernas recogidas bajo su cuerpo. Se notaban que estaban cabreados, con sus palabras saliendo abruptamente de sus bocas, con los folletos en la mano de su madre –no se había percatado de donde habían salido–. Alucinó cuando empezó a oír la palabra Au Pair –cuidar de dos niños de 2 y 5 años– cuando ella lo más que había hecho era calentar la leche o restos de comida en el microondas. Pero más alucinó cuando dijeron el nombre de una población perdida ni más ni menos que en Escocia. Que si así practicaría el inglés, que si le serviría para empezar a responsabilizarse de las cosas, que así sabría lo que era ganarse un sueldo –150 miserables euros a la semana– y administrarse para llegar a final de mes. Su mundo se vino abajo en aquel momento. Sólo quería ponerse a llorar e irse de casa. Desconectó de la conversación. Total, la decisión ya la habían tomado y por lo que parecía ya llevaban bastante tiempo con ello pues en cinco días saldría para su nueva casa, como le dijeron con palabras firmes y duras. Les odió. Habían actuado a sus espaldas sin consultárselo y jamás se lo perdonaría.

Lo que más le dolió fue que le daban dos días para despedirse de sus amigos y preparar el equipaje para vivir su nueva aventura, como acabó su madre con una sonrisa de oreja a oreja. Sintió que se alegraban de alejarse de ella durante seis meses.

Los días pasaron rápidos hasta la partida. Para putearlos llegó lo más tarde que pudo de las despedidas, pero ninguna de las dos noches le dijeron nada, como si supieran que sólo tenían que aguantar un poco más para perderla de vista y que, casi todo, le estaba permitido.

La despedida en el aeropuerto fue al revés. Ella distante y fría y sus padres cariñosos y alentándola a que todo le iría fenomenal con “su nueva familia”. De hecho, ella había chateado por Skype las dos noches anteriores. La primera para conocerse –tuvo que poner su mejor sonrisa– y la segunda para que le indicaran como llegar ya les era imposible desplazarse hasta el aeropuerto para recogerla. Se les veía una pareja agradable. Los dos rondando los treinta y pico años. Ella pelirroja, con la cara pecosa y facciones suaves, delgada, y el con gafas y moreno, con el pelo ondulado y musculado por lo que pudo apreciar. Les encontró atractivos y agradables y al menos, lo agradeció a no estar con una familia Monster como llamaba ella a los padres de algunos conocidos suyos.

A Mire le gustaba el deporte. Con 1,68 de altura y 48 kg, practicaba running, elíptica y natación. No se consideraba una belleza, pero si resultona, con un culo firme que atraía las miradas de los chicos y unas piernas duras y estilizadas. Lo único con lo que no estaba contenta era con su pecho, apenas dos bultos en su torso que le obligaba a usar sujetadores con relleno. Aún se acordaba de la vergüenza que paso ese mismo verano cuando sus amigas decidieron hacer topless en la playa. Suerte que la tira de su tanga –su madre la habría matado si la hubiera visto así– realzaba su culo, el mejor de las tres según Cris. La foto de las tres enseñando la espalda desnuda a la cámara, con sus cachetes llenos de arena, colgaba de su otro perfil privado en Instagram.

Acabo de limpiarse el rímel y se lavó la cara. Los sollozos habían cesado y ya eran cosa del pasado. Se miró de nuevo en el espejo, mientras se secaba con pañuelos de papel el rostro, y se hizo una cola de caballo alta, estirándose lo más posible el pelo y dejando la frente despejada. Pensó en Cris y Azu, pero no con tristeza –aun recordaba el hartón de llorar que se habían pegado la noche de la despedida– y se hizo una foto con la lengua fuera y dos dedos de su mano izquierda haciendo una “V” y la colgó en el grupo de las tres, con un “Voy a disfrutarlo a tope” en el texto.

Cuando se sentó en su asiento –avisaban para indicar que los pasajeros se pusieran los cinturones de seguridad para iniciar el descenso y que procedieran a apagar los móviles y dispositivos electrónicos– ya tenía una treintena de “Me gusta” en su perfil.