La auditoria, parte 2

En esta segunda parte, Ana se deja llevar por su oscura lujuria.

La auditoria, parte 2

(La primera parte puede ser encontrada en esta misma web: https://www.todorelatos.com/relato/138888/)

Vicente

Aquella mañana me sentía como si me hubieran clavado una aguja en mi cráneo. El dolor de cabeza golpeaba como un martillo contra la sien derecha. No quería pensar en abrir los ojos. El fin de semana mi esposa y yo habíamos enviado a nuestros hijos con los padres de Ariana. Mi mujer y yo aprovechamos esa breve libertad para retomar la adormecida pasión. Y vaya si lo hicimos. Incluso, el sábado por la noche, habíamos terminados haciendo el amor en un motel de mala muerte (como en los viejos tiempo). Fue un estupendo fin de semana. Pero ahora, al despertar, el dolor de cabeza me mataba.

— ¿Dónde dejaste los painkiller, big love? —me preguntó Ariana.

Mi mujer es traductora y profesora de inglés; adoraba meter alguna palabra anglosajona en medio de sus frases diarias. Le señalé la mesa, sin hablar pues mi voz hubiera resonado en mi cabeza como un trueno. Con pesar, abrí los ojos. Ariana se movía con tranquilidad en su traje de dos piezas. Había subido un par de kilos, pero aún tenía esas curvas en su metro sesenta y cinco que me mataban. Su cabello negro le caía hasta el cuello, alborotado a pesar de haberlo peinado con esmero. Mi mujer estaba de buen humor, parecía sonreír incluso el lunar bajo el ojo izquierdo.

Me fui a la ducha mirándole el culo a Ariana. Aquellas caderas y glúteos me produjeron una inesperada erección. Lo que se tradujo en más dolor de cabeza. Esa mañana tenía conectada la verga con el cerebro. Una tortura. Además, debía adelantar trabajo. No me sentía capaz de estar frente al computador. Esperaba que el agua fría de la ducha tuviera un efecto milagroso.

— Voy a buscar a las niñas donde mis papás, big love —dijo Ari desde la puerta del baño.

La escuché marcharse. No sabía cómo mi mujer podía aguantar la falta de sueño. Habíamos dormido unas tres horas y yo me sentía fatal, así que agradecí el silencio. Pensé en dormir otra media hora. Sin embargo, el trabajo me reclamaba. Me esperaban largas filas de números y cuentas que debía empezar a auditar. Tenía que terminar varios informes financieros para fin de mes. Además, debía leer los informes, contratos y balances de un estudio de abogados que facturaba varios millones de dólares al año.

— Feliz domingo —me dije y me puse manos a la obra.

Ana

Al despertar, después de pasar esa noche con mi jefe otra vez, me pregunté ¿Cómo había sido mi primera infidelidad? El recuerdo era claro como el agua. La primera vez que desperté con un hombre distinto a mi marido estaba aterrada. Era incapaz de reaccionar. Sólo acertaba a preguntarme cómo había terminado en aquella situación. Mi mente estaba en blanco, sin respuestas. En medio de la resaca y los malestares de los excesos, solo hubo temor. Recuerdo que deseaba desaparecer, pero justo en ese momento, como si me hubiera caído una montaña encima, era consciente de mis actos: de mi coquetería, del exceso de alcohol, de los bailes provocadores y de los juegos de seducción. Sin filtro ni delicadeza, advertía mi descarado: las carreras al baño a consumir cocaína, de los besos en las sombras con desconocidos; era consciente de los manoseos sobre mi cuerpo, de las felaciones y finalmente del sexo infiel. Nunca me había sentido más humillada y triste en mi vida. Así recuerdo mi primera infidelidad con Jorge, mi jefe.

Durante un tiempo mi vida había sido una locura. Pero creí que había rotamado la cordura. Pensé que nunca volvería a ser esa mujer infiel y descarada. Durante casi dos meses, había roto aquella vida de infidelidad, mentiras y descontrol. Pero hoy al despertar sabía que sería difícil volver atrás. Después de volver a ser infiel, después de disfrutar de aquel bendito caos y follar toda la noche con mi jefe, desperté con la seguridad de que me gustaba sentirme así, satisfecha.

Estaba mareada y cansada; me punzaban los senos y me ardía la vagina; un escozor palpitaba en mi ano. Todo el cuerpo había sido un campo de batalla. Y pese a todos los malestares, era una hembra completa. Ahora que volvía a ser infiel, estaba decidida a retomar de inmediato mis descaradas costumbres.

Me sentía consolada sexualmente. Pero mi bienestar no sólo venía de ese hecho. También me sentía compensada por todas las ausencias y el poco interés de mi marido. Tomás creía que podía dejarme tirada en casa. Él creía que podía irse a sus viajes de trabajo; dejarme insatisfecha. Creía que la adoración que tenía por él le aseguraba una esposa fiel; Tomás creía que su hermosa verga y su impecable físico le aseguraría que yo, su esposa, fuera leal a la promesa del altar. No, no era así. A una mujer como yo (hermosa, inteligente y sexy; una fémina hecha y derecha; deseada por muchos) había que conquistarla día a día. Tomás tendría que aprender esa lección de alguna forma. Al haber sido infiel, al encarnarme como una hembra plena en lo sexual, sentía también que cobraba venganza de Tomás.

En la cama, Jorge seguía durmiendo pesadamente. Debo decir que a esas horas tenía ganas de follar. Sin embargo, controlé mis bajos instintos. Debía ir a casa, cambiarme ropa e ir a la oficina. No podía dejar que en el bufete sospecharan que tenía sexo con el jefe. Era verdad que había algunas personas que sabían, y otras que sospechaban. No obstante, una cosa es el rumor y otro que el rumor sea confirmado, que haya pruebas. Fui al baño desnuda y me inspeccioné en el espejo. Busqué moretones y señales que delataran mi desliz. Sólo encontré un moretón sobre una cadera y otro sobre un seno. Qué torpes son los hombres, pensé. Mis labios vaginales estaban un poco enrojecidos y un pezón estaba irritado. Nada que una crema sanitaria y antinflamatoria no pudiera solucionar. Por suerte todo quedaría oculto bajo la ropa. Además, Tomás estaba fuera de la ciudad; no tendría que ocupar maquillaje para ocultar mi desliz.

Me duché con agua tibia, tratando de relajar mi cuerpo. Pensé en masturbarme bajo el agua pero de nuevo puse el control sobre la lujuria. Debía poner la mente a trabajar en el plan de Jorge. Suspiré con resignación mientras frotaba mis muslos. Lavé asépticamente mi vagina y mi ano, casi sin prestarle atención. No podía entretenerme.

Salí del baño con la piel expuesta, secándome la espalda. Jorge seguía durmiendo en la misma posición. Me vestí y le escribí una nota.

“Nos vemos pronto. Duerme como un angelito mientras yo empiezo a actuar como una diablesa”

Firme al final del papel: La puta del jefe.

Con una sonrisa picara y taconeando, salí del departamento.

Vicente

En la biblioteca del undécimo piso de un moderno edificio del centro, me sentía apesadumbrado. Había llegado temprano al departamento de fideicomisos de la prestigiosa firma que auditaba. El lugar era amplio, con oficinas de diferentes tamaños, cubículos, dos salas de espera, al menos tres salas de reuniones, baños y una biblioteca inmensa. Una secretaria de buena presencia me recibió y me informó que podía instalarme en la biblioteca. Me entregó un par de carpetas, un dispositivo de almacenamiento con datos financiero y un acceso temporal a la intranet del departamento. Todo muy ágil y con un trato profesional.

Me instalé en la biblioteca. Era un lugar bien iluminado con paneles de led, con dos sectores. El ala más amplia tenía una decena de estantes con libros y varios archivadores. La otra área, más pequeña, tenía dos largos mesones y una docena de sillas. Ahí, en una cabecera de mesa, me instalé y me puse a revisar números con desgana.

Pensar que tiempo atrás me había sentido fascinado por las cifras económicas y las finanzas. Había sido un tiempo en que creía que mi talento con las matemáticas y mis valores personales convergirían en un desarrollo integral de mi ser profesional. Tal vez ese cambio (del entusiasmo al tedio) se debía a mi aburrida y estresante situación laboral. Pero eso no era todo. También me afectaban mis responsabilidades como esposo y padre. Por ejemplo, al día siguiente tenía que ir a la presentación de mi hija menor y, muy a mi pesar, sentía que aquella celebración escolar me robaría tiempo de trabajo. Soy un mal padre, lo sé.

Estaba pensando en esos derroteros cuando entró a la biblioteca una mujer. Era joven, preciosa. Guapísima. Tenía un rostro muy bonito, de labios carnosos y ojos grandes y claros (azules o verdes). La miré, seguramente como un bobo, mientras ella se alejaba hasta uno de los numerosos estantes de la biblioteca. La seguí con la mirada. No sólo tenía un rostro perfecto, la muchacha tenía un cuerpazo. Bajo la camisa y la falda, ambas piezas ajustadas, uno podía adivinar unas piernas largas y torneadas; además de un buen culo contenido en la falda marrón. Todo realzado por unos tacos altos. Tenía una cinturita estrecha y unas tetas… dios mío, que tetas. Me di cuenta que la chica era bastante alta. Era como encontrarse con una de esas modelos de la televisión. Realmente era un bombón.

Desvié la vista para no parecer un pervertido. Ella continuó entre los estantes, buscando no sé qué. Traté de concentrarme en mi trabajo, en revisar las columnas y filas llenas de números. No obstante, mis ojos buscaban a la hermosa joven. Finalmente, ella encontró lo que buscaba y caminó indiferente hasta la mesa en que yo trabajaba.

— ¿Puedo sentarme en esta mesa? —me preguntó.

Me sorprendió que quisiera sentarse junto a mí, pues había otra mesa. Asentí (no me salió la voz) y ella se sentó a leer en silencio. Estaba a unos dos metros de mi posición. Ella pasaba hoja por hoja, una tras otra, con la delicadeza de unos dedos gráciles. De cerca la chica era la perfección encarnada. Debía rondar los veinte años; con un rostro de rasgos simétricos y bien definidos, unas pestañas largas y una bonita nariz. Sus labios (absolutamente carnosos y deseables) estaban pintados de rosa y sus ojos (que eran de color turquesa) tenían un brillo especial. Seguramente era una estudiante que hacía una pasantía en el estudio de abogados. Puede que suene repetitivo, pero es que en ese momento estaba muy pendiente de repasar una y otra vez esa magnífica anatomía.

Bajé la miraba sobre lo que debía realizar. Me recordé que tenía un deber que realizar. Resoplaba y me obligaba a mantener la vista en los informes. Pero no me podía concentrar. Tampoco ella estaba demasiado concentrada; a los veinte minutos de silencio dejó de lado lo que leía y  me habló, sorprendiéndome con su voz de cariz grave.

— El día no está para permanecer encerrado en una biblioteca ¿verdad? —dijo.

Su voz era profunda, con un tono particular.

— Si. Es un día para estar afuera, bajo el sol  —le respondí con un temblor en la voz.

— Me encantaría salir a la calle y dar un paseo. Pero debo revisar algunos antecedentes para un litigio —dijo la muchacha—. Mi nombre es Ana Bauman. Soy abogada del departamento de fideicomisos.

Aquello me sorprendió. Ana lucía muy juvenil para ser una abogada titulada. Pero no quise ser impertinente y preguntarle la edad.

— Soy Vicente Rojas —dije, más seguro—. Soy auditor.

— ¿Auditor? —preguntó Ana, mostrando cierta sorpresa—. ¿Están auditando el departamento?

Le sonreí y alcé los hombros. No podía hablar de mi trabajo con otras personas. Era un asunto delicado. No posía hablar de la auditoría, era contra las reglas.

— Disculpa —dijo Ana mientras asomaba una sonrisa que le favoreció aún más (si esto era posible, no sé cómo explicarlo)—. Siempre he sido demasiado curiosa.

— No se preocupe, señorita Ana —le dije.

— ¿Señorita? Por favor, no me llames así —me corrigió (haciendo un gesto infantil de sus labios carnosos)—. Llámeme Ana, a secas, por favor. Yo te diré Vicente, si no te molesta.

— Claro, no me molesta.

Comenzamos una conversación. Algo trivial y breve. Nada que resolviera los enigmas que generaba esa joven mujer en mi mente. Luego de un rato, como era natural, nos pusimos a trabajar, cada uno en lo suyo. Gracias a aquella conversación, me sentía más cómodo y pude concentrarme un poco más. Así pude avanzar algo durante la siguiente hora.

Ana

Estuve leyendo sin desconcentrarme. De todas maneras debía leer aquello para hacer una minuta. Estaba atrasada, pero esperaba resolver el asunto aquel día. Sólo me tomaba algunos instantes para iniciar un sutil coqueteo. Más que conqueteo era un juego.

Era como tirar el anzuelo sin carnada. Un animal nunca caería en la trampa. Pero un hombre era otra cosa. Un hombre era capaz de tirarse sobre la trampa aún consciente del peligro. A veces era tan fácil para una hembra atrapar la mirada de un macho. Sentí deseos de sonreír, pero no lo hice. No lo hice porque cuando sonriera quería hacerlo con ganas. Quería reírme a carcajadas de la estupidez de los hombres.

Vicente

Al siguiente día, llegué a la misma hora y me instalé a trabajar en el mismo lugar. Poco después llegó Ana. Nos saludamos y tras una brevísima conversación cada uno se enfocó en lo que debía realizar. Esa mañana debía avanzar. No quería demorarme con aquella evaluación. Pese a todo, la presencia de Ana me distraía. Abrigaba en mí cuerpo la atracción que todo hombre sentiría cuando una mujer sensual y deseable estaba presente en las inmediaciones. La miraba (con disimulo, claro está). Mi vista se paseaba por el rostro y su privilegiado cuerpo. Por suerte, ella parecía absolutamente concentrada en la lectura. Se mordía el labio inferior, rojo y carnoso. Llevaba un lápiz a la boca y lo mordía como una muchachita que tiene dificultad con algún ejercicio de matemáticas. No sé cómo o por qué, pero de pronto mi pene empezó a endurecerse. Justo en ese momento, ella se puso de pie.

— Necesito un respiro. Voy por un tentempié —dijo con una sonrisa y jugueteando con el lápiz en la mano—. ¿Quieres algo, Vicente?

— Si no es molestia, un café —le pedí.

— Ok. Volveré pronto.

Mientras respondía el lápiz que sostenía en la mano cayó al suelo. Se inclinó a recogerlo, dándome la espalda. Su falda, blanca y entallada, marcó de forma asombrosa esos glúteos redondos y perfectos. El culo sobresalía de las cadenciosas caderas haciendo que mi erección se reafirmara. Sentí el calor subir por mi rostro. Ana se levantó, girándose  para mostrarme una sonrisa avergonzada.

— A veces soy una torpe —dijo, con esa entonación ronca al hablar.

El ronroneo de una gata, pensé (mis pensamientos corrompidos por mi excitación). Luego Ana se marchó, dejando los archivos que había estado leyendo sobre la mesa. Volverá, pensé. Mientras repasaba las hileras de números, sentí una alegría juvenil. Tal vez aquel día no sería tan aburrido. Tendría alguien con quien conversar, pensé, ignorando mi pene endurecido contra el pantalón.

Ana

Caminé por el pasillo, alejándome de la biblioteca. Aquel había sido el segundo encuentro con el auditor. Esperaba analizar bien a Vicente Rojas. Al menos, por el anillo de oro en la mano izquierda y cierta actitud defensiva en su actuar, sabía que era casado. Vicente era recatado y no presumía de su trabajo. Tal vez cuando lo conociera más mostraría otra cara. Pero intuía que debía ir con cuidado.

En el camino me interceptó Marcos, otro de los abogados de la oficina. Yo estaba apurada, pero él me siguió. Marcos me coqueteaba con cierto descaro.

— ¿Qué quieres, Marcos? —le dije, muy seria, tratando de colocarlo en su lugar.

Marcos y yo habíamos follado un par de veces en el pasado. Me gustaban sus halagos pero estábamos en la oficina y había gente que observaba.

— Ana, querida, ¿Te apetecería salir a almorzar? —me dijo—. ¿Tomemos un café ahora? ¿O vamos a cenar? Sé que tu esposo no está en casa, así que nadie te esperará con mala cara.

Lo miré con suspicacia. Cómo se había enterado de la ausencia de Tomás, me pregunté.

— Estoy ocupada —aseguré—. Tengo que hablar con Jorge.

— No seas aguafiestas, Ana.

Tenía que sacármelo de encima. Al menos de momento.

— ¿Me puedes conseguir un café y un bocadillo? —le pedí—. Si me haces ese favor pensaré en tu propuesta.

— Muy bien —dijo él, sonriente.

Marcos asintió y como un perro bien amaestrado se alejó a conseguir lo que le pedía. Sonreí. Después me dirigí a la oficina de mi jefe.

Jorge

Ana entró y cerró la puerta con llave. Al mirarme, sonrió. Era una expresión maliciosa.

— Ven aquí, guapa —le ordené.

Ella se acercó al escritorio. Yo me puse de pie y la abracé de la cintura. Ella llevó sus manos a mi nuca y me abrazó, acariciando mis cervicales. Comenzó un masaje en la nuca. Se sentía delicioso.

— ¿Cómo va el asunto del auditor? —le pregunté.

Ella sonrió con los ojos y las cejas.

— Lento, pero seguro —dijo Ana—. Esto es algo demasiado delicado para echarlo a perder, jefecito. No necesitamos ser impulsivos.

— Lo sé —respondí, llevando mis manos de su cintura a sus glúteos.

Ella miró mis manos, haciendo un gesto reprobatorio.

— Repito. No necesitamos ser impulsivos —volvió a decir.

No saqué mis manos de aquel hermoso trasero. Seguí acariciando con parsimonia esas atractivas y deseables curvas femeninas. Ana dejó el masaje sobre mi cuello y retiró mis manos de su culo.

— Debemos guardar las apariencias, Jorge —dijo Ana, algo más seria—. Además, debo volver a la biblioteca. Se paciente.

Mis manos volvieron a asir su culo, atrayéndola contra mí.

— No me gusta ser paciente —le respondí—. Me gusta tomar las cosas que deseo de inmediato.

Ana sonrió. Miró hacia la puerta y me regaló un beso fugaz en los labios. Después, con cara de pícara, acarició mi entrepierna.

— ¿Así que no te gusta esperar? —preguntó Ana.

— No —respondí, abandonado al agradable masaje sobre mi pene.

— ¿Te gusta tomar lo que deseas? —Ana volvio a preguntar.

— Si —respondí.

De pront, Ana tomó con fuerza mi pene. Apretó con violencia, causándome dolor. Comprendí que tenía que soltarla o tendría que sufrir su ira. Retrocedí hasta mi escritoria. Cuando volvía a enfrentarla, el rostro de Ana estaba adornado con una sonrisa de inocencia.

— Debe ser paciente, jefecito —dijo Ana—. Además, debemos separar el trabajo del placer. Por lo menos, por el momento.

Ana era una diablesa. Asentí de mala gana. La puerta se cerró y Ana se retiró poco después. Quedé confuso, con sentimientos encontrados. Quería tenerla, hacerle el amor. Pero también deseaba castigarla. Era increíble como Ana lograba llevarme de la gloria a la perdición, y viceversa. Ahora, tenía que esperar.

Al estrés habitual de dirigir parte del bufete se sumaba el asunto de la auditoría. Además, empezaba a tener celos. No deseaba compartir a Ana. La rabia me empezaba a desbordar. Maldije al auditor por enésima vez.

Ana

Marcos me esperaba en mi despacho. Cargaba el café y una caja con bocadillos. Lo observé mientras me acercaba a mi oficina. Él tenía unos treinta y cinco años. Era atlético e vestía de forma impecable. Esa tarde una camisa celeste que esculpía su musculoso torso varonil, un pantalón que remarcaba un buen culo y unos zapatos negros.

— Gracias por comprar el café, Marcos —dije a mi compañero con una sonrisa coqueta.

—Entonces… ¿Qué tal si salimos a tomar una copa? —me preguntó Marcos.

— Tal vez —le respondí y, antes de que insistiera, agregué—. Estoy con mucho trabajo, pero déjame pensarlo. Te llamo durante la tarde ¿Te parece?

Marcos se quedó pensativo.

— Muy bien, Ana. Esperaré tu llamada —dijo antes de darme un beso en la mejilla—. Me encantaría tener una cita contigo esta noche.

Le sonreí. Y mientras me alejaba de vuelta a la biblioteca pensé en el ofrecimiento de Marcos. ¿Una cita?, me pregunté mientras una sensación cálida crecía en mi bajo vientre. Una cita esa noche… ¿Por qué no?  Tal vez.

Vicente

Luego de un rato estaba muy concentrado en lo que hacía. Sentía que avanzaba. Debía darme prisa. Esa tarde era la presentación de mi hija en el colegio.

— Aquí está tu café —dijo alguien a mi lado.

Pegué un salto, asustado. Me encontraba demasiado concentrado, no había notado que Ana había vuelto a la biblioteca.

— ¿Por qué te asustas, Vicente? ¿Tan fea soy? —dijo Ana.

— Discúlpame, Ana —dije—. Estaba enfocado.

Miré a Ana. Ella esperaba algo. Lo hacía haciendo un gesto, estirando los labios.

— Aún no contestas —Ana me interrumpió—. ¿Soy fea? ¿Por eso te asusté? Mi perdón dependerá de tu respuesta.

Me descolocó su actitud vanidosa e infantil. La miré. Seguía con ese mohín de niña malcriada. Me demoré un poco en contestar.

— Claro que no eres fea —me apresuré a decir; y luego me atreví a decir—. Todo lo contrario.

— ¿Todo lo contrario? —me preguntó, mostrando en su rostro que no había entendido—. ¿A qué te refieres con todo lo contrario?

Tragué saliva, junté coraje y contesté:

— Eres bonita, Ana —dije, avergonzado—. Muy guapa… ¿Contenta?

Ella estiró su brazo y me ofreció el café. Tomé la taza; al hacerlo hubo un ligero roce de nuestras manos. Ella sonreía. Era como una niña que ha hecho una travesura y que le ha salido bien. Su sonrisa hizo latir mi corazón con fuerza. Entonces, miré la hora. La presentación de mi hija, pensé. Ya casi era la hora de marchar. Por alguna razón extraña quería quedarme en la biblioteca y seguir trabajando. Soy un mal padre, pensé. Al final, tomé una decisión. Trabajaría un poco más. Sólo diez minutos más. Luego, saldría a ver a mi hija.

Jorge

Salieron juntos de la biblioteca. Caminaron un trecho conversando, sonriendo. Los seguí desde lejos. Se detuvieron, hablaron brevemente y se despidieron. Vicente Rojas quedó de pie mientras Ana marchaba con ese andar de femme fatale que le caracterizaba. El auditor continuó de pie, observando el trasero prodigioso de Ana.

— Hijo de puta —susurré—. Ana es mía.

Sin embargo, mis palabras desaparecieron en el aire. No podía hacer nada. Nada salvo desear que Ana hiciera su trabajo con rapidez.

Vicente

De vuelta en casa, sentía que estaba montado en una montaña rusa. Mi ánimo subía y bajaba, del aburrimiento de mi trabajo hasta el deseo que había despertado Ana Bauman. Me sentía nervioso. Esperaba que Ariana no notara mi estado.

— Disculpa haber llegado tarde a la presentación de Mónica —le dije a mi esposa desde el baño.

— No te disculpes conmigo —dijo Ariana, salomónica—. Discúlpate con tu hija.

Tenía razón. Me quedé en silencio, sintiéndome culpable.

— ¿Qué tal el día, my love? —me preguntó Ariana.

Repasé los molares con el cepillo y aún con pasta de diente en mis labios le contesté:

— Como siempre —dije, esperando no sonar nervioso.

— ¿As always? —repitió Ariana en inglés—. ¿Qué quieres decir?

Escupí la espuma dental al lavamanos y le repetí la misma frase. Ella hizo un gesto trivial y sonrió.

— Los niños ya están en sus camas —dijo mi esposa con expresión lasciva en el rostro redondo—. ¿Por qué no vienes a la cama?

Me limpié la boca y saqué un condón de uno de los cajones. Fui directo a la cama. Mientras Ariana se despojaba del sostén, dejando ver sus grandes senos, mi pene estaba listo para la acción (mucho antes de lo habitual). Fue una noche fogosa. Los dos, pero sobretodo yo, deseábamos tener sexo. Estábamos muy calientes.

Ana

Llamé a Marcos y fuimos juntos a un bar cercano a la oficina. Ahí bebimos un par de copas. Conversamos cosas triviales. Mientras platicábamos, yo pensaba en la noche anterior con mi jefe. Pensé que si quería podía tener sexo con otro hombre. La verdad es que estaba caliente, mucho.

Miré a Marcos. Era un hombre tan locuaz y atractivo. En el pasado, Marcos y yo habíamos sido amantes. Incluso, habíamos hecho un trío con Carolina, otra abogada del bufete. Aquel fue una noche fabulosa. Me había dejado llevar y había gozado de verdad.

En aquel tiempo, recordé, Carolina y yo éramos como hermanas. Hacíamos un montón de cosas juntas: trabajar, divertirnos y cubrirnos las espaldas. Las dos éramos casadas y necesitábamos confiar en alguien. Sin embargo, Carolina no había aguantado. Un año después de conocernos, se había marchado del bufete. Ella me aconsejó que hiciera lo mismo. Carolina creía que Jorge era una mala influencia; ella creía que yo terminaría siendo una cocainómana y que, si seguía en aquella oficina, acabaría con mi matrimonio. Ella estaba equivocada. Le he demostrado a Carolina y a muchos otros que puedo ser muy fuerte y astuta. He prevalecido.

Ahora, volvía a ser una cazadora. Se lo había demostrado a Jorge el día anterior. Pero yo podía tomar todo lo que quisiera. Frente a mí, Marcos creía que era quien seducía. Pero el seducido era él.

— ¿Vamos a mi departamento por una última copa? —Marcos preguntó, muy cerca de mi rostro, con esa forma varonil de conversar y mirar.

Yo sonreí. Bebí mi Martini seco. Dejé pasar unos segundos antes de contestar.

— Te propongo algo mejor —le hablé claro, acercándome a su oído derecho—. ¿Por qué no vamos mejor a mi casa... y follamos?

Retrocedí para verle el rostro. Él había abierto mucho los ojos.

— Creo que tienes razón, Ana. Me gusta más tu plan.

Terminé rápidamente mi copa y luego asentí con una sonrisa.

Marcos

El último tramo, Ana me hizo entrar al exclusivo condominio en que vivía con su esposo en el maletero. Aquello sí que era una locura. Pero me dejé llevar. Si ella quería aparentar que era una "mosquita muerta", bien por mí. Yo sólo quería follarla, disfrutar de aquel cuerpazo y ver esos labios gruesos de puta chupando mi verga. Y si para eso tenía que esconderme un rato, que así fuera.

Estaba deseando ver ese rostro de niña buena, esos ojitos claros, frente a mi verga dura. Quería escuchar su ronroneo mientras le daba duro. Mi imaginación volaba en el maletero. Había mil formas de disfrutar a una mujer como Ana.

El automóvil se detuvo. Esperé en la oscuridad. Sentí los pasos de Ana y luego el silencio. Fueron largos segundos hasta que la luz volvió. Cuando volví a abrir los ojos, Ana estaba de pie. Salí del portamaletas y entramos a su casa.

El observador

Los sensores de movimiento dieron la alerta. Alguien había entrado a la casa. El observador encendió el teléfono móvil y accedió a la aplicación. A través de cámaras espías instaladas en la casa del matrimonio Moro-Bauman, el observador podía examinar cualquier habitación y desde diferentes ángulos. Había más de medio centenar de cámaras y un número idéntico de micrófonos. Había una docena de cámaras de visón nocturna y sensores de movimiento en el hogar. Ésto era algo que ana Baumana ignoraba. El observador había gastado una fortuna en equipo espía, todo para poder ser testigo de todo lo que pasaba en esa casa.

En una rápida inspección y gracias a uno de los sensores, el observador supo que cámara seleccionar. Hecho eso, encendió su laptop y el televisor de la habitación. Volvió a su móvil y recorrió la sala de estar. Estaba todo a oscuras. Con una mano cambió a otra cámara y luego a otro; con la mano libre conectó un dispositivo de streaming en el puerto HDMI del televisor. Su teléfono móvil tenía una de las pantallas más amplias del mercado, pero prefería las sesenta pulgadas del smart-tv. Gracias al dispositivo de streaming, duplicó la imagen del móvil en el televisor. Mucho mejor, pensó el observador.

Había una amplia sombra a la entrada de la puerta. Ahí, algo se movía. El observador encendió la cámara con visión nocturna. La imagen destelló y luego pudo observar dos siluetas contra una pared. Un hombre y una mujer. Era Ana Bauman y un hombre. Se besaban apasionadamente, el cuerpo de ella estaba apoyado contra la pared; el varón la estrechaba, haciendo que sus cuerpos se frotaran.

El observador dejó un momento el móvil en la cama y se sentó. Sentía que el cuerpo le temblaba. Sintió que un calor abrazador subía desde el pecho. A pesar de aquel mareo, el observador respiró profundo para retomar el control de sí mismo y transformar el fuego interior en hielo glacial.

Tomo el móvil e hizo un acercamiento a la pareja. Seguían besándose, las manos de él acariciando la cintura de la mujer. Pese a sus anhelos, el observador era incapaz de negar la evidencia. La imagen del televisor continuaba ahí, desarrollándose en su propio tiempo. Ana besa a ese hombre con pasión. Ella le entrega su lengua y él aprovecha para abarcar con sus manos el carnoso y firme culo. Los micrófonos espías no están lo suficientemente cerca para captar sus voces, pero el observador imagina la respiración de los amantes, los gemidos roncos de ella.

El observador sabe que ha visto más que suficiente. Con esas imágenes bastan para probar la infidelidad de Ana. Aquel video, junto con otros archivos reunidos, es evidencia más que suficiente para hacer de la situación de Ana Bauman un asunto indefendible. El observador piensa en terminar aquel martirio, apagar la televisión. Quiere desconectarse de lo que se sucede en aquella casa. Debe apagar el laptop y dejar el teléfono inteligente a un lado, sin conexión. Pero lejos de hacer lo que la cordura le indica, el vigilante ingresa la clave al computador portátil y entra a la misma aplicación espía.

Mientras Ana conduce a su amante hasta el corazón de su hogar, el observador descubre que tiene tres vistas de la sala de estar. Él sabe lo que ella hará con aquel hombre. Sabe que verlo será peligroso e hiriente. Sin embargo, mientras Ana y su amante se comen a besos al lado del sofá, el observador permanece frente a la televisión. No sé mueve, sigue observando. Y casi sin darse cuenta, comienza a grabar la lasciva escena que comienza a desarrollarse.

Ana

Marcos y yo nos besamos en medio del salón. Siento sus manos en mi espalda y sobre mi trasero. No puede dejarlas tranquilas y eso me excita. De pronto, se aleja y me empuja al sofá. Caigo entre cojines. No me hago daño. Me molesta que haya hecho eso, pero estoy excitada. Mi respiración se ha acelerado y siento que mi sexo domina mi cuerpo. En el sillón, estoy paralizada, expectante. Observo con devoción como Marcos comienza a desabrocharse el pantalón.

Con torpeza, se descalza y deja los pantalones en el suelo. Ahora, se saca los calcetines. Me gusta ese detalle. No hay nada más matapasiones que un hombre que se deja los calcetines para hacer el amor. Me gusta que los hombres cumplan mis expectativas. Marcos me mira, se endereza para que lo vea empezar a sacarse la camisa. Puedo ver su bóxer negro, ajustado y sin costuras visibles; la prenda le marca la respetable forma de la entrepierna. Al dejar a un lado la camisa, puedo ver el varonil torso de Marcos. Es musculoso, bronceado y con poco bello. Mejor de lo que recordaba.

Sin delicadeza, Marcos se desnuda del todo. Frente a mi cara se expone un pene a “medio gas”. Es una verga de color plomiza, con una mata de pelos que parece un arbusto solitario en medio de un desierto. Aquel miembro se mueve como una serpiente recién nacida, necesita una ayuda para estar plena. Me tomo el tiempo para sacarme la chaqueta antes de tomar la cálida verga en la mano. Tengo mis manos frías y pienso que todo el calor de mi cuerpo se me ha ido a mi coño. Mi mirada se encuentra con la de Marcos. Él no dice nada, pero su mirada parece decirlo todo: “Bueno, empieza a hacer lo tuyo. Has tu trabajo, puta”.

Y yo, aún sentada en el sofá, tomo su pene. Recorro con mis dedos cada centímetro, lentamente. Empiezo a mover mi mano sobre aquella verga. Tomo sus huevos, los pongo en mi palma. Los acaricio, con suavidad. Vuelvo al pene, levantándolo. Lo tomó con mayor firmeza desde la base, aprieto y comienzo a masturbarlo. De arriba abajo, exponiendo su glande, acariciando la punta de aquel pene con mis dedos. Marcos empieza a mover suavemente el mentón de su cabeza al ritmo de mi caricia, cierra los ojos. Él está disfrutando mi masaje en sus testículos.

— ¿Te gusta? —le pregunto a Marcos.

— Si, Ana… sigue… —Responde él, desnudo y aún de pie—. Ahora… Quiero que rodees mi verga con esos labios gruesos. Esos labios de puta.

— ¿Quieres que te la chupe, Marcos?  —le pregunto, masturbando con parsimonia su verga.

— Si… quiero que me comas la verga… chúpamelo, Ana —dice Marcos—. Pon esos labios a trabajar.

Me arrodillo frente a Marcos. Continúo moviendo la verga de Marcos. Me muerdo el carnoso labio inferior. Hago un puchero. Dejo que Marcos se impaciente un poco. Lo miro a los ojos, y sonrío maliciosamente. Él se desespera y me toma la cabeza. me empuja la cabeza hacia su verga. Es lo que espero. La señal. Con voracidad, abro la boca y con la mano guío la verga erecta. Sin metérmela en la boca, repaso el largo miembro con mis labios, quisiera  pintar con el carmín del lápiz labial la piel de aquel pene. Le doy tres besos sobre el tronco y la punta. Bajo para besar aquellos testículos cargados de esperma. Saco la lengua y ensalivo de arriba a abajo el miembro de Marcos. Sin embargo, aún no me meto la verga en la boca. Quiero que se desespere.

Marcos reacciona como espero. Me toma del cabello y me obliga a realizarle una mamada.

— Vamos, puta —dice Marcos, alzando la voz—. Te dije que quiero que me lo chupes... Chúpalo, Ana… haz lo que te ordeno, puta.

Empiezo a mamarle la verga a Ana. Lo hago metiéndome el miembro lo más que pueda, en penetraciones rápidas. Trato de tomar una larga respiración, no quiero quedarme sin aire. Pero tampoco quiero dejar de succionar aquel glande, de lamer y volver a meterme el pene a la boca. Sólo quiero que esa verga esté bien dura. Marcos empieza a desabrocharme la blusa y a exponer mis senos en el sujetador blanco. Lo deja acariciarme los senos, lo dejo manosearlos con bravura. Dejo que Marcos me tome la cara para besarme. Quiero que tenga el contro. Le permito cierta violencia. Me excita aquel trato. Necesito sentirme dominada, necesito llegar al éxtasis sexual.

— Dios… cómo la chupas, puta —dice Marcos.

— ¿Te gusta? —pregunto, sabiendo la respuesta de antemano.

— Eres una mamadora de vergas profesional, Ana —responde Marcos—. La mejor que conozco.

Sonrío. Tomo su verga, la envuelvo entre los sensuales labios y vuelvo a la carga.

Marcos

Ya no sé si puedo sostenerme en pié. Tampoco sé si podré resistir mucho tiempo esa deliciosa mamada. Mientras disfruto de la apasionada felación, me pregunto si debo correrme de inmediato o apartar la verga de los labios expertos de Ana. Es una difícil decisión. Me gustaría correrme y olvidarme del asunto. Pero aquello sería como matar a la gallina de los huevos de oro.

Necesito un respiro o me correré.

— Ana… déjame comerte el coño —le digo a la hermosa mujer.

Además, conozco a Ana. Si la decepciono, no volvere a follarla. Ella no me dará otra oportunidad. Un par de amantes de Ana habían cometido el error de no satisfacerla. Yo sabía que Ana podía entregarse completamente a un hombre y hacerlo gozar. Pero ella buscaba su propio goce. Si al final de la noche, un galán dejaba a Ana insatisfecha, yo estaba seguro que ese amante sería descartado. Yo no quería caer en esa categoría. El problema era que estaba a punto de correrme y Ana seguía con la felación.

— Ana… por favor… Para… —le pedí a Ana, fuera de sí—. Por dios… para, mujer… Es tu turno de disfrutar.

Sin embargo, Ana no estaba dispuesta a parar de chupar aquella verga. Con pesar, tuve que alejarme. Quitarle la verga a Ana de las manos.

— Abre las piernas, Ana —le ordené—. Déjame ver ese coño.

Ana, con la respiración agitada, me miró con aire ofendido. Sin embargo, unos segundos después,  abría su ajustada blusa. Se la quita, quedando sus hermosas tetas en su sensual sujetador. Es una bonita vitrina aquel sujetador blanco, pensé. Le ayudo a sentarse en el sofá. Ana se acomoda, subiéndose la falda blanca. Mostrando un tanga del mismo color. Ana hace a un lado la tela y muestra su depilado y simétrico coño.

— ¿Quieres chupar tu también, Marquitos? —pregunta Ana, seria y desafiante—. Pues chupa… quiero tú lengua bien profundo, cabrón.

Sé que he forzado las cosas. Ana ya no es la sumisa de unos instantes atrás. Ahora, Ana Bauman es una depredadora.

El observador

Puede ver como Ana se desparrama en el sofá. Aún la mujer no está denuda del todo. Tiene la falda, el sujetador, la tanga echada a una lado y los zapatos de tacón crema (uno apoyado sobre el piso y el otro sobre el sofá). Sin embargo, Ana está exponiendo su entrepierna como una prostituta y el amante le empieza a lamer los muslos.

El observador es testigo como aquel hombre, que ahora reconoce como Marcos, uno de los compañeros de oficina de Ana, sube dando besos por las largas y femeninas piernas de Ana Bauman, como sus manos acarician los glúteos de la mujer.

El observador, paralizado en el tiempo y en la habitación, puede escuchar las palabras gracias a los micrófonos. Ha escuchado todos los diálogos de los amantes; ahora escucha los gemidos de ella. Puede ver como ese hombre se acerca al coño de ella.

El observador quiere dejar de ver. Pero no puede.

Ana

Siento los labios de Marcos en mi entrepierna, en los labios vaginales. No puedo evitar gemir cuando mi coño es succionado, cuando la lengua del hombre se apodera de mi clítoris. Dejo que Marcos sea por un instante el dueño de mi ser. Debo poner las reglas. No debo dejarme violar como una puta. Y sin embargo, permito que las sensaciones me dominen.

Sin embargo, una voz me susurra que retenga una pizca de control. Marcos interrumpió mi juego de sumisión. Yo quería que Marcos se corriera en mi cara, pero él no se atrevió. Ahora tendría que aguantar todo lo que venía, incluso una humillación. Me abandoné un instante al placer de los besos sobre mi clítoris, pero no abandonó una idea recurrente en su mente. Una venganza.

Marcos

Continué. Tomé un labio vaginal entre mis labios, lo soltaba para lamerlo. Subía hasta el clítoris de Ana y lo ensalivaba por completo. Penetraba el coño de Ana con la lengua. Mientras más jugaba en aquel lugar, sentía esa fragancia tan femenina. El olor del coño de una mujer me atiborraba los sentidos. Mi saliva se mezclaba con los fluidos de Ana.

— Estás mojada, putita —le dije.

Ana me tomó la cabeza y me condujo de nuevo al coño.

— Deja de hablar y sigue comiéndome el coño, cabrón —ordenó Ana.

Así lo hice. Lamí el coño, centímetro a centímetro. Con mi mano, me masturbaba. No quería perder la erección. La necesitaría pronto.

— Así… muy bien… méteme un par de dedos, Marcos —pidió Ana.

La penetré con dos dedos mientras le chupaba el clítoris. Entraba y salía. Mis dedos estaban cubiertos de los fluidos y el perfume de su sexo. Ya era hora, pensé. Saqué el tanga a Ana, que quedó colgando en un tobillo. me incorporé con la verga presta a la acción.

— ¿Vas a follarme? —preguntó Ana, acomodándose en el sillón.

— Si… te voy a follar, puta —respondí muy seguro.

Los ojos turquesas de Ana me observan. Ella está muy sería. Tiene la boca entreabierta. Sus grandes senos suben y bajan al ritmo de su agitada respiración. El abdomen plano está cubierto de gotitas de sudor y sus largas piernas están muy quietas.

— Si me vas a follar… hazlo de una puta vez, cabrón —dice Ana.

Hija de puta, pienso. O tal vez lo digo en voz alta.

Me echo encima de Ana, me acomodo y la penetro.

Ana

Siento la presión de una verga en todo su cérvix. Marcos se abre paso a mi interior. Que placer siento. Las sensaciones suben desde mi vientre hasta todo el cuerpo. Marcos empieza a follarme a un ritmo intenso, sin ser demasiado apresurado.

— Vamos, Marcos —mando con exasperación—. No seas un niño y dame duro…

Marcos empieza a penetrarme con fuerza. Una mano se aferra a un seno y lo aprieta. Irradia el dolor desde la mama y gimo. Pero no me quejo demasiado. Yo misma aprieto el culo de Marcos en venganza. Le muestro lo profundo que quiero ser penetrada. Necesito esa verga más adentro del coño. Gozo pero no es suficiente. Una parte de mi empieza a hacer comparaciones. Primero, con mi jefe, luego con otros amantes. Finalmente, la comparación es con mi esposo. Tomás Matías folla mucho mejor, es verdad. Mi esposo es un semental. Pero él no está aquí. En este momento, mi esposo sólo me sirve para hacerlo cornudo.

— Vamos… cabrón… más profundo… más —le pido a Marcos.

Me encuentro más excitada. Pensar en mi marido me excita. Me pone cachonda ponerle los cuernos a mi guapo y bien dotado esposo. Me pone recaliente. Lo único que me importa en ese minuto es gozar. Quiero follar hasta el último aliento.

— Más —continúo pidiendo—. Dame más duro… cógeme, cabrón… quiero tu verga bien adentro.

Marcos hace lo que le digo y lo recompenso con un largo beso. Nos morreamos largo rato. Dejo que me chupe las tetas, dejo que me llame puta.

— Vamos date vuelta, en el suelo

—ordena Marcos.

Cambia de posición. En cuatro, sobre el suelo, Marcos empieza a darme duro sobre el coño. Miro bajo de mi cuerpo, entre mis tetas. Su pene aparece y desaparece del coño como si fuera un pistón de una máquina.

— Si… así… asiiiíiii… —verbalizo mi excitación.

Siento que los músculos de mi cérvix se contraen, que una cálida y explosiva emoción hace un corto circuito en mi cerebro. Mi respiración se hace entrecortada, casi no puedo respirar. Escucho mi voz, lanzo un largo gemido.

— Así, cabrón… así —Sin aire, logro decir en medio de un corto orgasmo.

Marcos

No puedo hablar. Tengo la respiración agitada. Lanzo ruidos. Parezco una bestia. La mente ha llegado a mi límite. Creo que Ana ha llegado a un orgasmo. No estoy seguro, pero no puedo resistir más. Cuando empiezo a cruzar el umbral de mi propia excitación, alcanzo a lanzar una advertencia.

— Me voy a correr. Quiero llenarte las tetas de mi esperma.

Salgo del coño. Ana se saca el sujetador tan rápido como puede. Sin pensar, he empezado a masturbarme sobre ella. Estoy de pie y Ana está arrodillada sobre el suelo, aún masturbándose con una mano y con el tronco admirable presto a recibir mi corrida.

No dejo de mirarle esas fabulosas mamas. Me hubiera gustado una cubana, meter mi pene entre esos senos fantásticos. Pero se me ha acabado el tiempo. Ha llegado la hora.

— Me corro —digo.

Apunto bien y eyaculo. El primer chorro de semen cae sobre el seno derecho y escurre rápidamente por el pezón y luego cae al muslo de Ana. El segundo chorreo salta al cuello y un tercero al canalillo entre las tetas. Un último goteo cae sobre el seno izquierdo y se queda ahí. Ana, aún de rodillas, me sonríe. Se desparrama los restos de esperma sobre su piel. Luego se lleva un poquito a la boca, probando mi esencia. Esta mujer me vuelve loco, pienso, me excita. Ana toma otro resto de semen y frota el líquido contra su clítoris.

— Tírate en el piso —me dice Ana—. Hazlo sobre tu camisa.

Estoy cansado, acabado después de la corrida. tal vez por eso hago lo que me pide sin pensar.

Ana

Estoy caliente y molesta. Las dos cosas a la vez. Marcos está en el suelo, boca arriba. Me colocosobre el torso de Marcos. Cuidando de quedar sobre la camisa. Me saco la falda, el sujetador. Todo a excepción de mis zapatos de taco alto. Ahí, empiezo a masturbarme. Que ganas de poder grabar lo que voy a hacer. De pronto, me detengo. He tenido una idea.

Busco en mi cartera. Saco el celular. Luego vuelvo a ponerme de pie, sobre Marcos. En todo ese rato el no se ha movido y yo no he dejado de masturbarme. Necesito darme placer. Quiero correrme de nuevo. Ahí, con las piernas abiertas, sobre el tórax masculino, con un zapato de taco a cada lado de Marcos, sigo masturbándome. Mientras lo hago comienza a grabar mi mano moviéndose en mi coño y más abajo el pecho de Marcos.

— Ay… Agg… —los gemidos salen sin restricciones de mi boca—. No te muevas de ahí, Marcos. Sólo un poco más.

Continuo masturbándome. Marcos continúa en el suelo, sus manos acarician mis talones y mis pantorrillas. estoy muy excitada. Pero también siento rabia. De pronto, alcanzo un largo orgasmo. Es delicioso. Mi espalda se curva y cierro los ojos. Trato de seguir apuntando con la cámara del teléfono a mi coño. Me libero. Trato de captar el momento preciso en que la orina empieza a salir de mi coño y a caer sobre un sorprendido Marcos.

— Que gusto.

El observador

No podía más. El observador logró avanzar hacia el televisor y apagar la televisión. Luego cerró el computador y la aplicación.

Se sentó sobre la cama. Su mente no podía dejar de repetir la imagen en que Ana Bauman se orinaba sobre su amante. Era algo que no había esperado. Al menos no era algo que hubiera esperado de la inocente y seria Ana que conocía.

— ¿Quién eres? —preguntó, alzando la voz—. ¿Quién eres?

Pero nadie respondió. Esa mujer tampoco podía responder. Tomás Matías Moro, el observador, el esposo de Ana Bauman, tampoco podía responder.

No sabía qué hacer. No sabía cómo reaccionar. No quería mover su cuerpo. Quería volver al pasado, cuando Ana y él habían sido felices. Cuando su matrimonio sólo auguraba felicidad.

Quería extinguir el dolor que sentía. Quería hacer desaparecer todo lo que sentía en ese momento. Tomás estaba confundido. Con aprensión, bajó la vista y miró su pantalón. Como bien sabía, su pene estaba en erección. Sin saber qué hacer, caminó abatido a la ducha.