La auditoría

Una auditoría desatará acontecimientos incontrolables para Ana, una hermosa y sensual abogada. Ella será manipulada y también manipulará sin piedad con el objetivo de mantener su trabajo y su estatus social. Todo a espaldas de su marido y su entorno familiar.

La auditoria

Jorge

Mientras observaba la ciudad por el cristal del ascensor, sentí un escalofrío subir por la espalda. Le eche la culpa a la ventilación del aparato, pero el motivo era otro. Era lunes, y los lunes siempre habían traído mala suerte en mi vida. El elevador se detuvo en el sexto piso y las puertas se abrieron. Isabel Kuss, la nueva jefa del departamento de personal, apareció frente a mí. La mujer entró con parsimonia. Llevaba el cabello, plateado y liso, recogido tras las orejas pequeñas. Tenía el rostro macilento, donde las arrugas empezaban a asomarse alrededor de los ojos verdes de depredadora. Al verme, Isabel sonrió con estudiada cordialidad.

— Buenos días, Jorge —dijo. En su voz detecté algo. Quizás ella sabía algo que el directorio del bufete no me había comunicado.

— Buenos días, Isabel —le respondí, estudiando su expresión facial.

— ¿Cómo va la auditoría del departamento? —me preguntó.

La muy zorra lo sabe, pensé con paranoia.

— La auditoría va muy bien supongo —dije—. En el departamento de fideicomisos hemos hecho las cosas de acuerdo al reglamento. Estoy muy tranquilo.

— Estupendo —dijo con tono jovial, pero noté en su voz algo sospechoso.

Tal vez todo el mundo ya lo sabía, pensé. Se abrió la puerta metálica del ascensor y nos quedamos mirándonos.

— Este es tu piso, Jorge. El onceavo ¿no? —dijo ella, arrugando el rostro.

— Es cierto —dije, avergonzado.

Me bajé del ascensor, tratando de simular el bochorno. Maldita mujer, murmuré ya en mi oficina. Debía retomar el control de mi mismo o la torre que había construido se caería a pedazos.

Ana

Pinte mis labios. Miré la camisa de seda: blanca, ajustada y de mangas cortas. Alisé la falda marrón, mirando con meticulosidad las medias oscuras y mi calzado de taco alto. Me observé al espejo. Todo parecía perfecto: la ropa, el maquillaje y mi postura relajada. Sin embargo, bajo la máscara y la aparente tranquilidad, me sentía insegura.

Hacía tiempo que no me sentía tan vulnerable. Los nervios y el estrés del trabajo se sumaban a mis problemas maritales. Tenía que concentrarme para aparentar ser la mujer segura y dueña de sí misma que todos conocían. Necesitaba actuar como si todo estuviera fabuloso, aunque todo estuviera mal. En mi vida el caos parecía ser mi normalidad. Y eso no era todo. Muy a mi pesar, en mi interior, ese caos provocaba una parte oscura de mi ser.

Me mordí el labio como cuando era una niña y sabía que mi padre me podía castigar por alguna travesura. Pensé en mis opciones para sobrevivir a mis temores, a la culpa y a ese deseo que me desbordaba a veces. Pensé: Debo superar todo lo que se opone a mi felicidad y lograr mis objetivos. Tenía que sobrevivir otro día para alcanzar el éxito profesional, personal y social .

— Ana Bauman. Tú no serás jamás como la gente común —me dije, mirándome al espejo—. En mi vida habrá siempre grandeza, amor y riqueza.

A pesar de mis palabras, de toda mi automotivación, aún sentía esa mezcla de nerviosismo y excitación. Ni siquiera la tranquilidad que me daba el dinero o el estatus social me permitía calmarme. Si sólo Tomás Matías estuviera en casa. Pero no era así. Mi guapo esposo estaba otra vez de viaje… ¿Tendrá una amante?, me pregunté. Aquella idea me volvía loca. Quería gritar. Quería que fuera de noche de nuevo. No soportaba las largas horas de espera. Cuatro días. Cuatro días para su regreso.

— ¿Qué debo hacer? —le pregunte a la hermosa mujer del espejo.

Últimamente me gustaba hablar conmigo misma como si hablara con otra persona, como si pudiera conversar con otra Ana. Esa mujer era diferente a la Ana que todos conocían. Esa Ana con la que yo hablaba, mi alter ego, no se preocupaba de dios, de las opiniones de la gente, del trabajo, de los amigos y del estatus o las buenas costumbres. Era una Ana más libre y relajada. Sin embargo, esa Ana no existía. Al menos, no era la mujer que yo observaba en ese momento al espejo. Tenía tantos problemas y el principal, mi relación con mi marido, estaba lejos de solucionarse. Me sentí abrumada.

En ese momento, había una tormenta en mi mente y sólo había una respuesta para todo ese caos. Abrí mi cartera e hice lo único capaz de calmarme: aspiré cocaína.

Jorge

Ahí estaba. El hombre del cual dependía mi vida. El auditor. Era un hombre alto cubierto por un traje de oficina gris (de esos que usan los oficinistas y los vendedores de seguro). El cabello castaño lo tenía peinado de forma anticuada y tenía unas enormes ojeras, dándole a los ojos grises un aspecto tenebroso. Mi futuro, aquel que había construido con esmero y paciencia, se ría a la basura si ese hombre descubría lo que había hecho con las cuentas y los fondos reservados de mi departamento.

No sabía qué hacer, al menos no podía arreglar los números de las cuentas en un tiempo tan corto. Me había pillado muy mal esa auditoría. Casi estaba de brazos cruzados, esperando a ser crucificado.

Inmóvil y con el miedo apoderándose de mi ser, observé al auditor como un ratón que ve pasearse al gato frente al nido. Vicente Rojas, el auditor, caminó a la biblioteca con toda la documentación en las manos y el delgado laptop en un bolso de cuero. Le perdí de vista, pero en mi mente continuaba viéndole como si se tratara de un malvado fantasma que deambulaba por los pasillos de mi fortaleza.

Tenía las manos atadas. Me sentía impotente. Volví a escritorio y me encerré a trabajar. Estuvo horas frente a carpetas, mirando el monitor del computador. Sin embargo, no pude lograr una pizca de concentración. Estaba muerto de miedo por la auditoria. Tenía que solucionar aquel infierno. Tenía que existir una forma de salvar mi puesto y evitar un despido. Pero ¿Cómo?

Me levanté y salí de mi oficina. La actividad en el departamento de fideicomiso estaba en la etapa más alta. Había gente concentrada, algunos leyendo, otros intercambiando opiniones y unos pocos hablando por teléfono. Todos estaban realmente enfocados en lo suyo. Era un ambiente intenso, casi sagrado. Y a pesar de esa abstracción de mentes, de toda aquella concentración, todo pareció irse al diablo cuando Ana Bauman cruzó el pasillo principal como si fuera una pasarela de moda. La joven abogada parecía flotar. Los hombres levantaban la mirada, los ojos capturados por la silueta sensual de aquella mujer.

Yo, parado junto a la puerta de mi oficina, tampoco pude resistirme. Era inevitable no quedar atrapado en el deleite de aquel rostro de ángel, en la sutil elegancia y sensualidad de sus movimientos. Era ineludible, porque aunque no se apreciara su belleza natural, uno si podía disfrutar del bamboleo de los grandes y firmes senos o del magnífico espectáculo de aquel redondo culo y las femeninas piernas. Incluso noté las reacciones que producía Ana en las mujeres: admiración y envidia en la balanza.

Aquel cuerpazo era capaz de mover montañas, pensé. Yo que no hice y que no haría por ese cuerpo. Entonces, una idea iluminó mi mente. Con prisa, volví a mi oficina y cerré con llave. Debía planear cuidadosamente mi último y desesperado intento de salvar mi mundo.

Ana

Era casi la hora de marchar a casa y estaba en el baño ocultando un poco las ojeras y pintarme los labios. No solía maquillarme demasiado, pero a esas horas me sentía abatida. Quería sentirme linda a pesar de mis sentimientos personales. En el fondo de mi ser, en una parte oscura, deseaba aspirar un poco de cocaína; sin embargo, sabía no debía. Necesitaba controlarme. No quería transformarme en una adicta. Tenía que obligar a mi mente y a mi cuerpo a centrarse.

Había tenido dos largas reuniones y tenía que confeccionar una minuta para el día siguiente. Si no fuera por una buena cantidad de agua, un tentempié, un par de pastillas de modafinilo y una buena dosis de cafeína, estaría muerta y en la tumba. Me sentía acabada, sin embargo, el día laboral estaba lejos de terminar.

Jorge Larraín me había que pasara a verlo a su despacho. Mientras caminaba a la oficina de mi jefe noté que casi todos se habían ido. El espacio compuesto por cubículos y escritorios era una mezcla de luces y sombras. Aquel lugar se parecía a mí ser: luz y oscuridad encarnadas, uno ocupando el espacio del otro. Al menos, esa tarde, había recibido el llamado de Tomás. Mi esposo volvería dentro de pocos días. Aquello, impensadamente, me alteró. Me sentí ansiosa y caliente. Quería follar. Quería que Tomás me hiciera suya. Aquel pensamiento tensó mi cuerpo. Debía detenerme. Aquel no era el momento para dejarse llevar.

Toqué la puerta y entré. Jorge estaba en su escritorio, aparentemente centrado en el monitor de su computador. Mientras mi jefe escribía algo, yo me dediqué a observar su despacho. Era amplio y moderno, con un escritorio de ébano, un par de sillones cómodos, una licorera y un sofá de cuero. Había dos cuadros, un espejo de cuerpo entero y fotografías en blanco y negro. La habitación tenía su propio baño privado. Mi oficina era la mitad de aquella. Me gustaría tener un despacho como el de Jorge, pensé.

— Disculpa, Ana —dijo mi jefe—. He tenido que terminar un par de cosas.

— No hay problema, Jorge —le dije, tomando asiento—. Espero que todo vaya bien.

Dije aquello por la auditoría. Mi instinto me decía que algo no iba tan bien como Jorge daba a entender en las reuniones de coordinación. Jorge me miró con fijeza. Su mirada era dura, sin embargo, sonrió luego de unos segundos.

— Bueno, Ana, sé que no estamos últimamente en los mejores términos —empezó a decir—. Desde que dejamos nuestro acuerdo las cosas están un poco espesas entre nosotros.

Tragué saliva y traté de mostrarme tan digna como era posible. Jorge y yo habíamos sido amantes durante meses. Yo amaba a mi esposo, pero me había dejado llevar por mi ambición y un libertinaje sin precedentes en mi vida. Me había convertido en la amante de Jorge a cambio de privilegios laborales y una asignación monetaria. Me había convertido en su puta. Una mujer casada que había gozado de una vida licenciosa. Después de un tiempo, me di cuenta que aquello no podía continuar. Yo amaba a mi esposo y si se descubría el asunto de mi jefe toda mi vida se convertiría en un calvario. Hablé con Jorge y le dije que todo había terminado. No me podía permitir ser esa mujer inmoral. Me sentía culpable, no me podía perdonar. Y sin embargo, a veces, me encontraba añorando aquellas noches de descontrol y sexo.

Jorge continuaba hablando:

— A pesar de nuestro quiebre, hemos podido continuar trabajando juntos. Han sido unos meses difíciles. No puedo negar lo que siento. Te echo de menos.

— Por favor, Jorge —le interrumpí—. Creo que te dije que necesitamos dejar esto en un plano profesional. Lo que pasó fue un error.

Jorge se quedó muy serio. Le costó volver a hablar y cuando lo hizo parecía molesto.

— Tenemos un problema, Ana –dijo Jorge, con voz afilada—. Quiero que me escuches con atención y luego tomes una decisión.

Jorge

Contarle a Ana como sería el fin de su carrera en el bufete fue una venganza dulce después del desprecio que me había mostrado en los últimos meses. Ver su cara mutar de la indiferencia a la preocupación, ver esas hermosas y delicadas facciones adquirir notas de espanto, me entregó la paz del desagravio. La mujer podía ser un tempano de hielo inquebrantable la mayoría del tiempo, pero cuando algo desestabilizaba aquella vida perfecta Ana Bauman se desarmaba.

Poco a poco, le fui contando cómo la auditoria podía cambiar su vida. Hice hincapié en cómo le afectaría a ella el destape del pequeño desfalco que yo había cometido.

— Yo no hice nada. Soy inocente —empezó a decir, pero de inmediato cerró la boca. Ana no era tonta.

Hubo un largo silencio que no interrumpí. Quería que todos los miedos que ella podía imaginar permearan su mente. Quería que sufriera. Yo la había deseado. Le había dado mucho a cambio de lo que había logrado como abogada del bufete. Ana había progresado gracias a mí. Ella a cambio sería mi amante. Sin embargo, Ana había roto el acuerdo. Yo la seguía deseando con vehemencia y ahora sólo recibía indiferencia de su parte. Por ese motivo debía sufrir. Por ese motivo debía convertirla en la puta que yo sabía que era.

— Así es –continué relatando—. Todas las asignaciones fantasmas a tu nombre, los viajes injustificados que realizamos al extranjero, los viáticos para financiar las fiestas y los regalos ¿De dónde crees que vino el dinero?

— Yo… —empezó a decir, pero de nuevo calló.

— Sé que no sabías nada de esto. Pero lo intuías —le hice reconocer—. Sabías que todo ese dinero que manejaba no era mío. Al menos, sabías que los viáticos y las asignaciones de fin de mes, aquellas que te ganabas esforzadamente en la cama, follando, provenían del dinero del departamento. Tal vez yo caiga con esta auditoría. Pero tú… tú, querida mía, caerás conmigo.

Ana permaneció con la mirada perdida.

  • Tú, al igual que yo, estás metida hasta el cuello. Si el auditor revela las malversaciones de las finanzas de “nuestro” departamento estaremos perdidos. Deberás olvidarte de este empleo de alto nivel o de cualquier otro. Este antecedente que te relaciona al desfalco de un bufete de abogados arruinará tu carrera profesional.

Ana continuó en estado de shock. Seguramente le costaba creer lo que estaba sucediendo. Pero en el fondo, Ana sabía que estábamos a punto de caer al abismo. Se puso de pie y caminó a la licorera. Se sirvió una copa generosa de whiskie y bebió sin pausa hasta terminarla. Luego, se sirvió otra copa y una tercera. Tuve que pararme y detenerla. No quería que se intoxicara.

— Suéltame —Ana elevó la voz.

— Detente, Ana —le ordené—. No puedes beberte toda la botella de whiskie.

— Claro que puedo —me dijo. Trató de servirse otra copa. Pero no la inmovilicé. La sujeté de las muñecas, confrontándola. La violencia y su cuerpo, pegado al mío, me excitaba. Sus labios carnosos y rojo-brillantes invitaban a ser besados. Pero no podía hacerlo. Sabía que en ese momento me rechazaría… No soportaría otro rechazo… y ella resistiría cualquier aproximamiento de índole sexual… A menos que…

La solté y caminé a mi escritorio. Ana empezó a servirse otra copa de licor. Con tranquilidad, abrí un cajón y saqué una cajita. Con una pequeña llave la abrí y del interior saqué un espejo pequeño, un tubo de metal.

— Ana —alcé la voz para que me prestara atención—. Debemos conversar.

Alcé una bolsa con polvo blanco. La cocaína llamó su atención. Quedó con el vaso de licor en la mano, paralizada. Ana bajó la botella a la licorera y caminó al escritorio como hipnotizada.

— Dame eso —exigió Ana, fuera de sí.

Mantuve la cocaína lejos de su alcance.

— Siéntate en el sofá —ordené—. Quiero que te quedes tranquila y no bebas una gota más. Prepararé la cocaína.

Ana se sentó, pero no dejó de beber de su copa. Al menos no continuó bebiendo desaforadamente. Iba tomando sorbitos, tal vez más consciente de que había bebido una gran cantidad de alcohol en poco tiempo. En el escritorio, preparé las líneas de coca sobre el espejo pequeño. Calculé mentalmente las dosis, reservando unas cuantas para después. Si conocía bien a Ana cuando se descontrolaba, ella iría demandando más. Sería como un animal que va comiendo carnada y acercándose a la trampa. Yo era el cazador y debía actuar con cuidado. No quería que Ana escapará. La necesitaba.

Me senté a su lado y le ofrecí la droga. Ana tomó el tubo de metal y aspiró dos cortas y blancas líneas de cocaína. Su cuerpo se tensó, estiró el cuello estilizado para luego relajarse sobre el sofá. Aprovechando aquella vulnerabilidad, mi mirada recorrió la silueta de sus magnos senos, del vientre plano bajo la camisa; admiré las cadenciosas caderas y las largas piernas. La camisa y la falda entalladas ocultaban su piel, pero no limitaban la sensualidad de Ana. Sin ser descarada, Ana era provocativa. Ella había aprendido en este último tiempo, especialmente mientras fuimos amantes, a realzar sus formas femeninas; a mezclar elegancia con coquetería. Era un talento natural en ella. De hecho, el hecho de estar ahí, tan cerca, pero todavía inalcanzable, me excitaba.

— Sé que no quieres perder lo que tanto te ha costado —le dije—. Yo tampoco lo deseo…

Mi mano se apoyó en su hombro. La sentí temblar. La sentí exaltada. Pero no hubo rechazo.

— Hemos llegado tan lejos, tú y yo… Sé que no quieres que las cosas cambien —seguí hablando, arrimándome a su cuerpo. Podía percibir su delicado perfume —. Hemos logrado tantas proezas, tú y yo, juntos. Como cuando ganamos la licitación minera o esa vez que conseguimos la administración de ese fideicomiso ciego ¿lo recuerdas?

— La licitación del litio la conseguí yo —dijo Ana, elevando poco a poco la voz.

Ana levantó el rostro y me miró de frente. La mirada de esos ojos de color turquesa tenía un brillo desafiante e intenso, casi febril. No sabía si era rabia u odio; o tal vez, sólo era otra cosa… algo que no había visto en un par de meses: descontrol, excitación. Aquella actitud me dio a entender que había dos posibilidades, o todo se iba a la mierda o todo resultaba según mis planes. Debía arriesgarme.

— Es verdad, Ana —confesé—. Aquel triunfo fue tuyo. Usaste tus armas para vencer y yo me limité a motivarte.

— ¿Motivarme? Me saturaste de drogas y alcohol… me transformaste en una puta… yo no debí hacer lo que hice. Aquello fue un error.

— Te equivocas —la atajé para que no continuara con aquel razonamiento—. No fue un error. De un error no te vanaglorias como lo hiciste tú en esta oficina. De un error no llegan halagos; un error no te consigue invitaciones a eventos como los que tú conseguiste en esa época. De una equivocación no te acerca a la gente con poder, no te hace poderosos amigos. No, Ana, aquel no fue un error. Ese triunfo te consiguió tu estatus actual. Incluso te permitió independizarte y alejarte de mí. Fue ese error, como tú lo llamas, lo que te dio proyección en este bufete a pesar de tu juventud. O crees que a los veinticinco años una mujer como tú puede conseguir todo lo que has conseguido sin sacrificar algo a cambio.

Estaba molesto por su acusación pero continué calmado. Necesitaba seguir calmado.

— No te pongas la venda, Ana… ya hemos hablado de esto muchas otras veces. Este mundo es de los lobos, jamás de las ovejas.

— Yo ya no quiero serle infiel a mi esposo… no quiero más problemas —dijo Ana.

— Esto no se trata de ser fiel o infiel. Te lo he dicho muchas veces. Esto se trata de ser astuto, de evitar ser descubierto y de tomar todo lo que queramos en el camino.

Posé mi mano sobre la de Ana. Entrelacé los dedos sobre los de ella, acariciando su suave piel.

— Debemos ser astutos, Ana. Debemos evitar que esta auditoría nos destruya. Debemos prevalecer y conservar nuestro poder… Quieres mantener tu estilo de vida, Ana ¿no?

— Claro que quiero —dijo ella—. No soportaría la pobreza. No soportaría ser menos de lo que soy, ser menos de lo que me merezco.

La atraje con mi brazo desde la cintura.

— Claro, Ana… eso es porque naciste para grandes cosas —continué—. Naciste para dar rienda suelta a tu libertad.

Solté su mano y tomé su rostro desde el mentón. Lo hice con delicadeza, acariciando su rostro y haciendo que su mirada se centrara por completo en mí.

— Debemos actuar… no hay espacio para dudas —fui bajando la voz, haciendo que tuviera que acercarse para escuchar mis palabras—. Es el momento de estar unidos otra vez.

— Pero no quiero… siento que estoy destruyendo mi matrimonio —confesó Ana.

— No destruirás tu matrimonio, como yo tampoco destruiré el mío —aseguré—. Sólo debemos ser más astutos que nuestros enemigos. Ana, tú eres hermosa pero también inteligente. Puedes ser sagaz y maliciosa cuando quieres. Yo te conozco. Tu esposo jamás lo sabrá.

Ella quería replicar, pero no la dejé. Puse dos dedos sobre sus labios carnosos.

— Te prometo que no destruirás tu matrimonio y que también salvarás tu empleo —volví a asegurar—. Te lo prometo. Será así, como lo digo… Sólo debemos unir nuestras fuerzas en este tiempo de malos augurios. Juntos… juntos, tu y yo, podemos lograr muchas cosas. Cuando la auditoría haya demostrado nuestra inocencia y podamos seguir nuestras vidas con tranquilidad, nos separaremos. Volveremos a ser dos trabajadores de la misma empresa, dos compañeros sin ninguna relación salvo compartir este espacio vital.

— ¿Sólo un tiempo?

Mis manos acariciaron sus mejillas. Ana permaneció cercana, cada vez más dócil.

— Si… Sólo un par de semanas. Lo que dure la auditoria —afirmé.

— ¿Qué quieres que haga, Jorge? —me preguntó.

Acaricié el perfecto y terso rostro de Ana. Inspeccioné sus largas pestañas, sus pómulos, su nariz recta, casi aristocrática. Estuve a punto de perderme en sus ojos turquesas y en sus labios pulposos. ¿Qué era lo que quería?, repetí. La respuesta asomó en mi mente.

— Quiero que vuelvas a ser tú. Necesito —le dije con vehemencia— que estés dispuesta a aceptar tu verdadero yo. Necesito que seas una loba y dejes de ser una estúpida oveja.

Ana reflexionó un instante. Cuando habló, su voz era segura. Había tomado una decisión.

— ¿Quieres que hablemos ahora o después de follar?

No pude evitar sonreír.

Ana

Ya no me doy excusas a mí misma. No había sido ni el alcohol ni las drogas. Me monté en el auto de Jorge, mi jefe, porque quería tener sexo. La otra Ana, aquella mujer que amaba el descontrol y el sexo, había ganado la lucha. Los meses de fidelidad, de evitar los excesos, habían terminado. En menos de media hora me encontraba borracha, drogada y a punto de serle infiel a mí esposo. Iba a follar con otro hombre y en lo único que pensaba era que tal vez debería usar condones.

— ¿Tienes condones? —le pregunté a Jorge.

— Creo que tengo algunos en la guantera.

Por suerte había media docena. Suficientes para esa noche. Aquello desató las últimas oposiciones en mi mente. Después de meses comportándome, después de semanas sin sexo marital, de represión de toda mi sexualidad, iba a dejarme arrastrar por ese torrente de sensaciones. Quería follar y ponerle unos cuernos relucientes a mi ausente esposo. Subí mi falda y mostré primero mis piernas. Jorge me observó de reojo mientras manejaba. Luego, con lentitud estudiada, enseñé el pequeño calzón de color rojo que cubría mi sexo. Era un culote de encaje, lleno de flores. Jorge aprovechó un semáforo en rojo para contemplar. No se aguantó y su mano acarició mis muslos. La caricia me excitó, deseaba provocarlo.

— ¿Te gusta, jefecito? —le pregunté.

— Claro que me gusta —respondió—. Me encanta así… bien hembra… bien puta.

Ya quería llegar a su departamento. Pero en el intertanto, me incliné sobre su pantalón y besé la entrepierna de mi jefe. Necesitaba avivar su lujuria y la mía. Quería echar todo la leña a este fuego que sentía. Quería sentirme como una hembra completa.

Jorge

Llegamos a mi departamento de soltero en menos de cinco minutos. Había corrido por las calles de la ciudad. Todo para ver a Ana empezar a desnudarse. Primero la falda, que cayó al piso de la sala de estar, después la camisa que quedó en el pasillo. Su sujetador aterrizó al lado de la cama. Ella me esperó ahí, aún de pie sobre sus zapatos de taco y su sensual culote de encaje. Ella no apartaba los ojos de mí. Era provocadora y hermosa. Ojos grandes, pómulos altos. Su cabello del color del trigo caía enmarcando su rostro juvenil. Tenía una figura espigada, con los senos grandes y de pezones parados de color rosado. La cintura era estrecha y daba paso a las caderas generosas, a un culo de ensueño (redondo y carnoso) que continuaba en unas largas piernas. Quería dominarla, que fuera mía como ya lo había sido en el pasado.

— Mastúrbate de pie, Ana —le ordené a mi subordinada—. Quiero ver cómo te das placer.

De pie, junto a la amplia cama de sabanas púrpuras, Ana acarició sus senos, los apretó. Llevó un par de dedos a la boca, los humedeció bien con saliva. Me miraba y pasaba la lengua sobre esos dedos, impregnándolos bien.

— Muy bien —le dije, excitado pero dominador—. Lleva esos dedos mojados a tu coño.

Ana sacó bien la lengua y lamió los dedos de abajo a arriba por última vez. La mano ensalivada descendió, la otra levantó el calzón. Ana estaba decidida a obedecerme. Introdujo los dedos bajo el calzón y empezó a acariciar superficialmente su clítoris y sus labios vaginales. Su otra mano ahora jugueteaba con un pezón y luego con el otro. Su mirada de ojos claros iba y volvía. Seguía lo que sus manos hacían sobre su cuerpo y luego volvía a mí, retándome a continuar con el juego.

— Más rápido… — mandé —. Dale brillo a ese bonito clítoris.

Ana empezó a mover con vitalidad los dedos. El clítoris seguramente estaba mojadito. Sus senos también recibían masajes y apretones. Ana empezaba a gemir muy bajito. Realmente estaba muy caliente. Por mi parte, me moría de ganas por follarla. Era una estupidez seguir así. Me desnudé con menos vergüenza que otras veces. No estaba en forma ni era un ser deseable como el de Ana. Pero yo tenía algo que ella quería en ese momento.

— Vamos, a la cama —le dije.

Caímos entre las sábanas púrpuras. Asalté su cuerpo con mis labios. Besé su boca y probé su lengua. Hice que ella probara mi lengua. Mis manos recorrían su cuerpo. Mis dedos sobre sus senos, apretando los pezones; luego sobre su culo, asiéndolo como si fuera lo único firme del mundo. Continué explorando aquel paisaje conocido, masajeando su espalda, besando sus pies, dedo por dedo. Le acaricié el coño depilado, imprimiendo fuertes masajes en su clítoris. Arrancándole las primeras palabras de pasión.

— Si… así… —decía Ana y luego buscaba mi boca para besarme.

La besaba con pasión y ella devolvía con fogosidad cada una de mis caricias. Ella tomó mi pene y lo meneó mientras nos morreábamos. Ana bajó besando mi cuello, mi pecho, mi descuidado abdomen y mi entrepierna. Ana besó el glande y con prisa se metió el pene en su boca. Yo estaba con una erección casi completa, pero ella hacía milagros. Mi pene se tensó, poniéndose duro como una viga de acero. Mientras lo hacía, yo jugaba con esas impresionantes y firmes tetas. Siempre me había parecido inverosímil que fueran naturales. Pero lo inverosímil no era eso, sino que una mujer irreal como Ana Bauman estuviera follando con alguien como yo. Sin embargo, era la realidad. Mi realidad. El dinero y el poder eran capaces de traer el cielo hasta el infierno y llenarlo de mierda.

— Sácate el calzón, Ana… Muévete… sobre la cama —le dije, apartándola—.  Ponte en cuatro.

Ana giró, dejando expuesto su ano arriba (un circulito pequeño con un aurea rosada) y su simétrico y depilado coño más abajo (líneas que bajaban encontrándose, prometiendo un tesoro divino). Era un monumento esa mujer. Perfecta hasta el mínimo detalle.

Apunté mi pene erecto al coño. Repasé los labios vaginales, acariciando de arriba a abajo, haciendo círculos contra el clítoris. Pasé fugazmente por el ano, pero no me detuve ahí. Necesitaba calentarla más para que me entregara el culo después. Pero esa noche sería mío, estaba seguro. La tomé de las caderas, dejando mi pene a la entrada de su coño. Ana no tardó en moverse. Ella quería sentirlo. Quería tenerlo adentro. Pero yo quería que su humillación, su sumisión, fuera total.

— ¿Qué quieres, Ana? —le pregunté, acariciando uno de sus senos y piñizcando el pezón.

— Quiero que me folles, jefecito —dijo Ana, tirando el culo hacia atrás—. Quiero que me folles, Jorge.

Me hubiera gustado hacerla suplicar más, pero yo también estaba caliente. Se la metí lento, disfrutando la penetración mientras ella gemía y empezaba a hablar dominada por la calentura.

— Así, jefecito… mételo… bien adentro… si… muévelo… así, si… que rico follas, jefecito… hace tanto tiempo que no me lo metías.

— ¿Me extrañaste, puta…? —le pregunté, agarrándola firme de las caderas—. Extrañaste ponerle los cuernos a Tomás.

— Si… te extrañé, jefecito… extrañé tu verga en mi coño… quería follar con mi marido, pero el hijo de puta se pasa trabajando y viajando… me deja solita y sin verga, jefecito…

— Y tu eres una puta adicta a la verga… ¿no es así, Ana?

— Si… me encanta follar… dame más duro, Jorge… fóllame… más… más…

Empecé a meter duro sobre el apretado coño de Ana. Ella movía el culo y las caderas de forma deliciosa. Cuando yo iba adelante, ella iba atrás. A veces, en el salvajismo de nuestros movimientos, perdíamos la coordinación y mi pene salía. Ana entonces giraba, le daba un par de lametones, me besaba y volvíamos a follar. Mis manos recorrían su cuerpo, descansando en sus caderas o en sus senos. El corazón me saltaba en el pecho, pero no quería un descanso. Quería seguir penetrando una y otra vez ese coño húmedo.

Cambiamos de posición. Ana se entregó en misionero. Aproveché de besarla, de comerle su lengua. Ella abría los ojos turquesas bien grandes y sacaba la lengua mientras con sus manos me tomaba por el culo para marcar el ritmo de la cogida.

— Quiero tu leche —clamó Ana de improviso—. Quiero que me llenes de semen. Que me dejes preñada.

Metí mi lengua en la boca de Ana y le mordí un pezón antes de decirle:

— Si quieres mi leche tendrás que ordeñarla tú misma, puta.

Saqué mi pene de su coño y me tiré boca arriba sobre la cama. Ana se apresuró a montarse como una amazona sobre mí pelvis. Con una mano guió mi verga en su coño y se sentó sobre mí. Ana empezó a moverse, llevaba sus caderas al frente y luego retrocedía. Iba de un lado a otro y luego en círculo. Decir que gozaba como nunca, que me sentía en el cielo, era poco. Esa mujer me llevaba a experimentar el éxtasis puro.

Agarré sus senos y le dijo lo que iba a suceder:

— Me voy a correr.

— Córrete, jefecito… dame toda tu leche. Dame tu leche, campeón… dámeelaaaaahhhhaaaahhhaaahahhhaaaa…

Ana empezó a correrse. Sentí que su coño exprimía mi verga. Aquel coño me succionaba entero y mis sentidos se amplificaban en ese vórtice maravilloso que era el cuerpo de Ana. Con una sensación de puro deleite, me corrí. A mi lado, Ana seguía gimiendo.

Ana y Jorge

Durmieron en aquel departamento casi una hora. Despertaron para reconocerse y acariciarse. Follaron un rato en silencio; luego volvieron a dormitar. Se despertaban, se duchaban y volvían a follar. Se prepararon un trago, un bocadillo y unas líneas de cocaína antes de seguir follando. Ana le entregó el culo a Jorge poco después. Él se corrió en su Ano, le llenó las grandes tetas de semen. Se detuvieron a descansar y hablaron un rato de la auditoría. Jorge le contó su plan a Ana y ella escuchó atenta. Ana, ahora comprometida con aquel plan, también aportó algunas ideas.

Sin querer, Ana volvía a ser cómplice de Jorge. Sin querer, Ana se convertía de nuevo en su amante. Jorge simplemente dejaba que las cosas pasaran. El destino de la auditoría y de su obsesión por Ana Bauman ya no dependía de él.