La asombrosa historia de la Thermo Mix

Nadie es dueño de su pasado, a no ser que... (Relato publicado en el XXIX Ejercicio de autores "Viajes en el Tiempo")

¡Eureka!, gritó, y salió corriendo desnudo a la calle dando brincos de alegría, como un cervatillo que escapa del zoo, ante el asombro de sus vecinos. Todo eso y más hubiera hecho para expresar su enorme entusiasmo si Bea no hubiera estado allí, pasando el aspirador por el laboratorio instalado en el garaje, haciendo más ruido del necesario y esparciendo la ceniza de su cigarro por encima de los carísimos instrumentos. Así que tuvo que limitarse a dejar escapar un “¡Sí!” entre dientes y golpearse el muslo derecho con el puño apretado. La prueba de su éxito estaba allí, ante sus ojos; el Premio “Nobel” del siguiente año asegurado y la gloria eterna en forma de página del ABC del día cinco de mayo de mil novecientos ochenta y cuatro.

—¿Qué miras? —preguntó ella detrás de él, exhalando el humo sobre la pantalla del ordenador con el único ánimo de molestar lo más posible.

Él no contestó. ¿Para qué? Ella ya estaba leyendo la noticia y sacando sus propias conclusiones ignorantes antes de que pudiera explicarle nada.

—¿Una serpiente suelta en “El Corte Inglés”? ¿Pero esto es del año “catapum”, no? —Se acercó más a él para leer la noticia, apoyando la barbilla sobre su hombro, y tras cerciorarse de que era algo que no le incumbía, volvió a soltar el humo sobre la pantalla y prosiguió haciendo todo el ruido posible con el aspirador—. En vez de estar perdiendo el tiempo leyendo periódicos de cuando mandaba Franco, podrías hacer algo de provecho y ganar algo de dinero. Mira Cosme, va a empezar a hacer un puente en Valdemorillo. ¡Claro, él es ingeniero, un oficio de verdad, no un físico! Ya me lo decía mi madre. “¿Físico, eso qué es? ¿De qué trabaja un físico?” Pues de nada, Mamá, ¡Dios te tenga en su gloria! ¡De nada trabaja un físico! Cuando dabas clases todavía vivíamos bien —siguió con su perorata matutina—, no como mi hermana y Cosme, pero bien, pero desde que lo dejaste para hacer la “Thermo Mix”, poco nos ha faltado para pasar hambre. ¡Menos mal que yo me administro bien, qué si no…! “¡He conseguido una beca de investigación y si funciona bien seremos más ricos que Bill Gates!”, me dijo el gran hombre. Y aquí estoy, quitándole el polvo a esta “Thermo Mix” gigante más de cinco años y sin dinero para echarme un tinte decente. —Se miró el pelo en el reflejo del condensador espacio-temporal—. Esto ya no son raíces, es un puto manglar.

»Los empleados de “El Corte Inglés” de la castellana, se desayunaron con un buen susto ayer por la mañana cuando, sin previo aviso, apareció en la sección “moda-baño” una enorme serpiente pitón de más de tres metros de longitud en un probador. Por suerte el animal parecía bien alimentado —se podía leer en la noticia— y se ha mostrado dócil en todo momento, sin hacer ademán de intentar atacar a nadie.

A las nueve de la mañana del día de ayer, una clienta, asombrosamente tranquila, alertaba a los empleados de la presencia del reptil en uno de los probadores de la conocida tienda madrileña. El hecho fue puesto en conocimiento de la Policía Local, que tras acordonar la zona para evitar algún suceso desagradable, se puso en contacto con personal del Zoológico para que se hicieran cargo del enorme bicho. No se ha podido explicar el motivo de la presencia del ofidio en el afamado centro comercial, pero se especula con que pudo tratarse de una broma de dudoso gusto. A la hora del cierre de esta redacción, según fuentes del propio centro comercial, aún se estaban revisando las cámaras de seguridad para intentar esclarecer la autoría, si la hubiera, de la introducción de la serpiente en la tienda.«

Una serie de fotos de la serpiente sujetada por los empleados del zoo, policías municipales y una chica con uniforme de la tienda y cara de asustada adornaban el final de la noticia. Desde luego, esa mañana se lo habían pasado bien.

—¿Te has fijado? Es igualita que Mandy —dijo Bea echando un último vistazo a las fotos que probaban el hecho científico más importante de la historia de la humanidad, sin llegar siquiera a imaginar lo que estaba ante sus ojos. Sacudió con la mano el hombro de él para limpiar la ceniza que había dejado su cigarro, recogió el aspirador y desapareció escaleras arriba alabando la figura de su cuñado Cosme, intercalándolo con alguna observación humillante sobre el nulo éxito de su marido.

»La serpiente pitón que en el día de ayer causó gran revuelo en el centro comercial de “El Corte Inglés” de La Castellana, ha desaparecido del terrario del zoológico, según informan fuentes del mismo. Los responsables del cuidado de los reptiles no aciertan a explicar cómo pudo escapar de la urna de cristal donde fue depositada en la tarde del día cinco de mayo, ya que ésta se encontraba cerrada, tal y como se dejó por la noche al cierre de las instalaciones. Se especula con que pudo ser sustraída por alguien, pero de nuevo las cámaras instaladas en el recinto no muestran presencia humana alguna durante las horas en que se produjo la desaparición. Se alerta a la población de que el ofidio puede andar suelto por las inmediaciones del zoológico, aunque el riesgo es bajo, ya que no es venenosa y raramente ataca a los seres humanos.«

El diario del día seis de mayo confirmaba el viaje de Mandy. Catorce segundos en la “Thermo Mix”, como Bea llamaba al condensador espacio-temporal, al menos durante doce horas permaneció cuarenta años atrás en el tiempo. Justo en las coordenadas donde él la envió. Justo a la hora que él decidió, las nueve de la mañana. Y el regreso, aunque no podía comprobarlo, muy probablemente a las nueve de la noche, la hora que él programó. Éxito total. Comprobado empíricamente. En la edición anterior del periódico no aparecía la noticia de la serpiente, pero sí en la que ahora estaba ante sus ojos.

Programó de nuevo el condensador, día cinco de mayo de 1984, hora de llegada 22.00,hora de regreso 8.00, e introdujo las coordenadas de la plaza del Carmen de Madrid, a un tiro de piedra de la “Sala El sol”, cuna de la movida madrileña, donde esta vez no sería Mandy quién viajara. Si alguien se merecía el honor de ser el primer viajero en el tiempo era su inventor. El día se le haría largo. Aunque el viaje duraba sólo catorce segundos exactos en la línea temporal actual, tenía intención de hacerlo durante la noche. Los grandes momentos se merecen saborearlos con antelación. Se acercó al terrario donde Mandy se encontraba, enroscada sobre sí misma, tan inexpresiva como siempre, tras haber sido el primer ser vivo que había viajado al pasado. Apagó la luz del laboratorio y salió a comprar algunas cosas que necesitaría para su viaje, ropa de la época y pesetas, fundamentalmente. “Dos mil duros”. Suficiente para una buena “fiestuki” en el año ochenta y cuatro. Pasó el resto de la tarde intentando recordar frases usuales entonces, canciones… podría verse en un aprieto si mencionaba alguna canción que aún no hubiera salido o alguna “peli” sin estrenar. Iba a ser la noche más decisiva de su vida. Para alguien como él, un científico de prestigio, el científico más importante de todos los tiempos una vez que diera a conocer su descubrimiento, equivocarse en algo tan trivial no era una opción. Había cometido errores en el pasado. Errores que marcaron su vida, pero él iba a ser el primer hombre de la historia que podía subsanarlos. Una ocasión así no podía echarse al traste por una mención inapropiada sobre algo que aún no hubiera sucedido en mil novecientos ochenta y cuatro.

El tiempo siguió su paso inexorable y al hombre que había conseguido dominarlo le llegó la noche. Una luz apagada se filtraba por la ventana del dormitorio e iluminaba la espalda de Bea. La espalda de Bea era casi como el último capítulo de una novela, una metáfora que explicaba la historia de su matrimonio. Hacía años que vivían de espaldas el uno al otro. Recordó otras noches, en otro tiempo, en esa misma cama y casi a la misma hora. Se vio a sí mismo mirándola dormir. Observando su rostro sereno, joven, bello, cuando aún no se daban la espalda al acostarse. Se tumbaban mirándose, de frente, y de frente despertaban. ¿Qué pasó? O mejor, ¿qué no pasó? El hijo que no llegó, las expectativas que no se cumplieron, el hastío, el amor, cada vez con letras más pequeñas hasta quedar reducido a minúsculas. La falta de interés en él por otra cosa que no fuera la máquina, el poco interés que puso ella en reconstruir un edificio que, o bien se caía a pedazos, o bien era ya un montón de escombros desde su construcción. Hasta que se llega a la espalda. Y de la espalda ya no se vuelve.

Deseos antiguos, que creía olvidados despertaron en él. Toda una vida reprimiéndolos no hizo que desaparecieran. Se descubrió a sí mismo, casi sorprendido, cómo si no lo hubiera sabido siempre, fantaseando con otros cuerpos. “Soñando hombres desnudos entre sábanas desnudas”, como cantó Sabina, robándole horas al condensador para contemplar atractivos cuerpos con pinta de adolescentes haciendo lo que él nunca se atrevió. Demasiado tarde para el Doctor Fonseca. Salir del armario a buscar jovencitos a sus casi sesenta años no era una opción factible, pero él tenía a su disposición algo que nadie nunca antes tuvo. Una máquina del tiempo. Y esta noche pensaba utilizarla. A las dos en punto de la mañana se levantó del lecho conyugal, bajó al sótano, se puso un pantalón vaquero y una camisa “hawaiana”, guardó en una riñonera los elementos que necesitaría para su aventura, puso la “Thermo Mix” en marcha y se introdujo en ella.

Hacía fresco en Madrid el cinco de mayo de mil novecientos ochenta y cuatro. En la Plaza del Carmen nadie se percató de la repentina aparición del Doctor Fonseca en una esquina. No hubo ruidos extraños, ni fenómenos eléctricos ni nada que denotara que la línea espacio-temporal se había roto y alguien de otro tiempo se había materializado de repente. La normalidad fue absoluta, como si ya estuviera allí antes de llegar. Se dirigió despacio hacia la Sala el Sol, y se quedó observando la puerta desde la acera de enfrente. Un trasiego de jóvenes con la estética atrevida y rompedora de la época entraba y salía del recinto con total normalidad hasta que unos gritos se dejaron oír desde el interior. Los porteros sacaban a dos veinteañeros que habían protagonizado una bronca, agarrándolos por el cuello de la camisa y empujándolos hasta unos metros más allá de la puerta. Ya en la calle siguieron la discusión a grito pelado, intercambiando de vez en cuando algún empujón en el pecho, pero sin ganas aparentes de liarse a mamporros.

—Mira, Arturo, tú verás cómo te lo tomas, pero te lo digo porque soy tu amigo. Te vas a equivocar. Esa tía está loca. Tú te crees que la quieres porque no las has visto más gordas y llega esta, te pone las tetas en la cara, y te crees que es la mujer de tu vida, pero esta tía no está bien de la cabeza y te va a hacer un “desgraciao” —vociferaba el primero de los chicos.

—¡A la mierda, Carlos! ¡Vete a la mierda! Lo que te pasa a ti es que estás celoso, porque Ana te dejó “tirao” y ahora he “pillao” yo. ¿Pues sabes lo que te digo? ¡Te jodes! Por si no lo sabes, te lo voy a decir yo, ya que tanto te gusta la sinceridad entre los amigos,  a Ana se la estaba “tirando” el “Conrra” mientras estaba contigo. ¡Encima de gilipollas, cornudo! —respondió el otro.

Al tal Carlos le cambió la cara y arremetió contra su amigo agarrándolo del cuello. Ambos se enzarzaron en torpe forcejeo sin darse un solo golpe. Era una escena penosa en la que ninguno de los dos quería hacerle daño al otro. El Doctor Fonseca cruzó la calle para mediar en la pelea. Se interpuso entre los chicos y casi sin esfuerzo los separó. En realidad ambos estaban deseando que alguien parase aquello.

—¡Eh, ya está bien! —les dijo—. ¿Se puede saber qué coño estáis haciendo? ¿No sois muy mayorcitos ya para andar peleando como dos críos en la guardería? A ver, ¿cuál es el problema?

—Que este es gilipollas. Ese es el problema —respondió Carlos—. Mira, Arturo, haz lo que te dé la gana, que ya eres mayorcito. Yo ya te he avisado. No puedo hacer más. ¡Ojalá y me equivoque y te vaya bien, pero por lo menos de tías, sé bastante más que tú, y la vas a cagar! ¡Tú mismo!— Y dando media vuelta empezó a caminar calle abajo mientras se arreglaba la camisa.

—¡Payaso! ¡Cornudo! ¡Vete a la mierda, gilipollas! —le gritó Arturo a modo de despedida—. ¡Tira “pa” tu casa, que yo me voy con mi novia! ¡A follar! ¡Sí, a follar, igual que el “Conrra” con la Ana! ¡Imbécil!

Carlos ni siquiera se giró a contestarle, mientras se alejaba levantó la mano derecha y a modo de despedida mostró su dedo corazón extendido.

—¡Bueno, ya está bien! Ya te has “desahogao” —intervino el Doctor—. Si quieres que te diga la verdad no estás en condiciones de irte a follar con tu novia, chaval. Deberías tranquilizarte un poco antes.

—No me voy a follar —contestó el chico—. Mi novia no está en Madrid hoy. Pero quería darle en los morros al gilipollas ese.

El doctor Fonseca no pudo evitar soltar una carcajada. Ya no se acordaba de aquellas broncas de adolescentes y de lo inmaduro que se podía ser a esa edad. Arturo era delgado, moreno y tenía un cierto aire de inseguridad que le daba un cierto aire desvalido. Lo que en el lenguaje actual vendría a ser un “nerd”. Unas gafas grandes, de concha, de cristales delgados y un flequillo a lo “Beatle”, que ya no se estilaba ni en aquella época reforzaban la impresión de que no debía ser precisamente un conquistador.

—¿Tienes coche? —preguntó el Doctor—. Si me llevas a algún sitio que esté bien, te invito a una copa y si no vas a follar, por lo menos te vas a casa más relajado. Todavía es temprano y si te ven llegar tus padres a estas horas vas a tener que darles un montón de explicaciones. No creo que te apetezca contarles lo del “Conrra”…

Arturo, ya más relajado, sonrió y le dijo al desconocido:

—Vale. Pero en vez de ir a un bar, ¿qué te parece si compramos unas “litronas” y nos vamos al parque? Si te soy sincero, ahora mismo no me apetece estar con gente.

—Cómo quieras —respondió el físico. Y se dirigieron hacia un Simca 1200 de color amarillo canario aparcado unos metros más abajo.

La propuesta del joven le facilitaba sorprendentemente al Doctor sus planes. “Me lo estás poniendo a huevo, chaval” pensó. Tras parar a comprar en una pequeña tienda de ultramarinos, que permanecía abierta los sábados para regocijo de los noctámbulos,  cuatro “litronas”, medio kilo de pipas y un paquete de “Marlboro”, Arturo estacionó el “Simca” junto a un pequeño parque y ambos bajaron del coche. El chico se sentó en un banco junto a la acera de la calle, pero al Doctor no pareció gustarle.

—Vamos más adentro. Yo ya tengo una edad y un prestigio, si me ven sentado bebiendo cerveza en compañía de un jovencito alguien pensará lo que no es.

—Pues si te ven entrando a lo oscuro, no te quiero decir lo que van a pensar —repuso el chico, riendo.

—Correré el riesgo, porque si nos quedamos aquí seguro que alguien nos ve. Madrid a veces parece una aldea, crees que es tan grande que puedes hacer lo que quieras sin que nadie se entere, pero cuando piensas que estás a salvo, en la otra punta de la ciudad, aparece tu vecina del quinto, mirándote por encima de las gafas y suponiendo que estás haciendo cosas que no estás haciendo para contarle una sarta de fantasías infundadas a toda la escalera. Si entramos dentro sólo pueden vernos al entrar o al salir. Hay que minimizar riesgos.

Y sin mediar palabra, agarró las bolsas con las cervezas y se adentró en el parque. Arturo lo siguió hasta que el científico se sentó en un banco en lo más escondido de la arboleda y se acomodó a su lado. Se inclinó y abrió la primera “litrona”. Le dio un trago largo. Aún se mantenía fría. Se limpió la boca con la manga y se la pasó a su inesperado acompañante.

—Carlos es gilipollas. Es mi mejor amigo, ¿sabes?, pero desde que ligué con mi “piva” está raro. Parece que le jode que me vayan bien las cosas. ¿Cómo te llamas, por cierto?

—Pedro —respondió Fonseca—. Yo creo que está celoso.

—No, no lo creo —repuso Arturo—. A él no le gusta mi “piva”. Dice que tiene el culo gordo. A ver, yo sé que no es una “top model”, pero es que yo tampoco soy Richard Gere. Desde que rompió con Ana está…

—No creo que tenga celos de ti —le interrumpió el Doctor—. Creo que tiene celos de ella.

—¿Celos de ella? No te entiendo…

—Creo que le gustas tú —sentenció.

—¿Que le gusto yo? ¿A Carlos? —El chico parecía confuso. —No, no sabes lo que dices. ¿Carlos maricón? ¡Si se las lleva de calle! Es un ligón.

—¿Por qué te parece tan raro? En estos tiempos que corren es normal probar otras opciones. ¿Tú nunca has estado con otro hombre?

Fonseca estiró la mano y acarició sin pudor la entrepierna del sorprendido chico. Él se la retiró en un gesto casi violento.

—¿Pero qué haces? ¿Eres “bujarra”?

—Ya suponía que esto iba a ir así —suspiró resignado.

El Doctor rebuscó algo en su riñonera, rodeó con su brazo al chico sobre el hombro y Arturo pudo sentir el metálico filo de una navaja apretando contra su cuello.

—Bien, chico, la cosa va a ir de la siguiente manera, tú vas a permanecer calladito, vamos a pasar un rato “interesante” y nadie va a salir herido. Si lo has entendido, tócame la polla.

El joven llevó su mano izquierda sobre el paquete del maduro. Pudo notar la erección que ya adornaba el miembro de su acompañante y empezó a acariciarla de arriba abajo sobre el pantalón.

—Bien, Arturito, ahora sácala.

Arturo forcejeó unos segundos con el botón del pantalón, bajó la cremallera y metió la mano dentro del calzoncillo, sacando el miembro de su interior para mostrarle a la luna la polla del hombre que sujetaba una navaja sobre su cuello. Pensó que si se corría tal vez le dejaría marchar, así que empezó a masturbarlo despacio, sin tener muy claro qué deseaba de él el loco que lo tenía inmovilizado.

—Veo que tienes iniciativa. No esperaba menos de ti.

Fonseca se acercó y le besó en los labios. Un mordisquito apenas, casi con dulzura. Otro mordisquito más, en el labio inferior, se separó un instante y le miró a los ojos. El chico estaba aturdido, pero no le pareció asustado. Se inclinó de nuevo sobre él y le propinó un beso largo, muy apretado. Tal y como esperaba, Arturo entreabrió la boca y dejó pasar su lengua. Estaba respondiendo a su beso. Fonseca empezó a acariciar la rodilla del joven con su mano libre y fue subiéndola al compás del beso, muslo arriba, hasta que la situó sobre su polla. En vez de defenderse, Arturo abrió más las piernas para facilitar la caricia de su acompañante. Fonseca pudo darse cuenta de que la tenía dura como una piedra. Era el momento de dar un paso más.

—Chúpamela —ordenó.

El joven se inclinó en el banco y engulló el miembro. Era la primera vez que se veía en semejante situación y no sabía muy bien qué hacer. Inició un torpe movimiento con su cabeza intentando meter la mayor cantidad de polla en su boca, mientras, la acompañaba subiendo y bajando con su mano la parte que no llegaba a deglutir. Le faltaba el aire y se la sacaba regularmente para poder respirar. Se sorprendió a sí mismo al darse cuenta que no le causaba repulsión lo que aquel extraño personaje le estaba obligando a hacer. Era, sin duda, la situación más excitante que jamás había vivido. Los polvos con su novia cuando iba al pueblo, pocos y espaciados en el tiempo, eran casi mecánicos, sin sorpresa alguna que alimentara el morbo. Ella se tumbaba de espaldas y le dejaba hacer hasta que él terminaba. Pero esto… esto era puro morbo. Obligado por un desconocido a realizar un acto contra “natura”, el chico apenas avezado en temas de sexo, estaba descubriendo por primera vez el placer de “lo prohibido”. Satisfacer a otro hombre iba en contra de todo lo que le habían enseñado que era “correcto” y estaba experimentando, por primera vez, el secreto placer de saltarse las normas.

—¿Nunca habías hecho esto antes, verdad? —El chico se la sacó de la boca un instante, negó con la cabeza y se la introdujo de nuevo. —Se nota. Anda, deja que te enseñe.

Se levantó del banco y se arrodilló ante él. De un tirón bajó los pantalones y los calzoncillos hasta los tobillos y contempló por un momento la polla erguida ante sus ojos. Tampoco el Doctor lo había hecho nunca, pero llevaba años fantaseando con meterse una polla en la boca y viendo cientos de películas porno. Eso y la determinación de querer hacerlo, le daban una ventaja sobre el chico que le haría pasar por un experto en estas lides. La lamió, pasando su lengua desde el escroto al glande, describiendo círculos viciosos a su alrededor para bajar de nuevo hasta la base del tronco, ensalivando bien el miembro antes de metérselo en la boca y recorrerlo de arriba abajo presionando con sus labios y repetir de nuevo. Arturo se contorsionaba al compás de sus movimientos. Fonseca buscó sus manos y le entregó la navaja. Era el momento clave. Ahora el joven era libre de marcharse o aceptar la mamada que estaba recibiendo. La incertidumbre duró bien poco. El chico dejó la navaja sobre el banco y agarró con ambas manos su cabeza marcando el ritmo de la felación. Al tiempo que empujaba la cabeza de su “partenaire” hacia abajo, elevaba su pelvis, penetrando en su boca casi con furia, presa del placer creciente que sentía. Su “piva” nunca le había hecho nada semejante. No tardó en correrse. En una última contorsión agónica se derramó dentro de la boca de Fonseca. Éste no se tragó la corrida. Abrió la boca para que pudiera verla y después, agarrándolo de la nuca lo atrajo hacia sí para compartir en un apasionado beso el espeso líquido.

Se puso en pie. Arturo, aún sentado en el banco, con la polla a la altura de sus ojos, volvió a metérsela en la boca, pero Fonseca con suavidad, lo obligó a levantarse. Se besaron de nuevo, sus pollas juntas, agarrándose por el culo. El Doctor lo agarró de la cintura y le hizo girarse, quedando tras él. El chico intuyó de inmediato lo que iba a ocurrir a continuación.

—No, por favor —musitó, aunque sabía que era inútil—, nunca me han dado por culo.

—¡Calla! —ordenó Fonseca con voz tajante—, no me hagas coger la navaja otra vez.

Con un brazo rodeó al chico por la cintura, mientras con la mano libre le empujó por la nuca, obligándolo a inclinarse sobre el banco. Rebuscó otra vez en su riñonera y sacó un botecito con lubricante. Se lo esparció por la polla y embadurnando al mismo tiempo su dedo corazón, lo introdujo en el culo de Arturo. Este respondió al estímulo moviéndose al ritmo que marcaba el Doctor en su interior. Le resultó extrañamente agradable y pensó que si un dedo bien lubricado le estaba proporcionando tanto placer, cuando le metiese la polla le llevaría al cielo. No pasó mucho tiempo antes de que pudiera comprobarlo. El miembro de Fonseca se abrió paso con cierta facilidad a través de su esfínter. No hubo apenas dolor. El ano se dilató sin gran esfuerzo para albergar la polla dentro de sí y se ajustó al contorno del miembro como si hubiera sido hecho para tal fin. Ambos comenzaron a moverse al unísono, separándose y encontrándose de nuevo en una danza perfectamente coregrafiada, cada vez un poco más rápido. Arturo se sentía lleno. Empujaba cada vez más hacia atrás, deseando sentir cada vez más dentro el ariete que lo taladraba. Las manos de Fonseca recorrían su cuerpo, acariciándolo, prendiéndolo como si fuera una mecha. El Doctor le hizo incorporarse. Arturo sentía sus jadeos en su nuca mientras lo penetraba cada vez más rápido. Le metió el dedo pulgar en la boca. Él lo chupaba. Lo mordía. Mamaba de él como si fuera una polla. Entonces Fonseca soltó un gruñido casi animal y con unas salvajes contracciones se vació. Arturo recibió su esperma dentro de él y se quedó quieto, notando como la polla del Doctor poco a poco menguaba dentro de su recto, hasta que de un leve tirón, se separó de él. Se apoyó de nuevo en el banco, sin atreverse a girarse mientras escuchaba como Fonseca se recomponía el atuendo.

—Bueno, chaval, diría que no te ha disgustado —dijo—. Creo que deberías meditar bien lo que te dijo tu amigo Carlos. Tal vez tenga razón y no estés eligiendo el camino correcto para ser feliz, pero, eso sólo puedes saberlo tú.

—¿Volveré a verte? —preguntó Arturo.

—No lo creo. O tal vez sí, ¡yo qué sé! Esto es mucho más complicado de lo que tú puedes imaginar. Igual nos vemos, igual no, o igual se abre una brecha en el espacio-tiempo que termina con el mundo esta misma noche, o en el 2024. ¡A saber!

Y se encaminó hacia la salida del parque.

—¡Espera! —gritó Arturo— ¡Te dejas la navaja!

—Te la puedes quedar —contestó el Doctor—, igual te hace falta. Hay mucho “yonky” suelto por Madrid.

Estuvo paseando por Madrid toda la noche, visitando los sitios que frecuentó en su juventud, sin atreverse a entrar en ninguno para interferir lo menos posible. Cuando se cansó de andar volvió a la puerta de la Sala El Sol y estuvo deleitándose viendo a la gente entrar y salir y escuchando la música que se escapaba de su interior cuando la puerta se abría. Y a las ocho en punto de la mañana, desapareció.


Catorce segundos exactos después, la “Thermo-Mix” se abrió. El laboratorio ya no era blanco, estaba pintado de azul, pero no le sorprendió. Ya lo sabía. No contaba con eso al principio, no creyó que seguiría recordando lo ocurrido antes de generar una nueva realidad, pensó que si algo variaba en su vida, la vida anterior, la de Mandy, Bea y el laboratorio pintado de blanco dejaría de existir y por tanto él no podría recordarla. Pero eso era justo lo que había pasado. Había vivido dos vidas y podía recordar ambas. Ya tendría tiempo de reflexionar por la mañana, ahora estaba cansado después de toda la noche paseando por Madrid, ¡en sólo catorce segundos!

Se desnudó despacio, intentando no hacer ruido, pero Carlos se despertó.

—Si vas a empezar a levantarte todas las noches para ir al baño, Arturo, igual tienes que ir al urólogo a que te mire la próstata —dijo, medio adormilado—. Si se te va a pudrir la única parte que me interesa de ti, igual acabo tirándome al de “Tele-Pizza”, que ese sí está bueno.

—Vale. ¿Conoces a algún urólogo bueno en las Seychelles?

Carlos se dio la vuelta y se medio incorporó en la cama.

—¿Las Seychelles?

—La máquina funciona, Carlos, vamos a ser ricos. ¡Ricos de la hostia!

—¿Estás seguro?

—Completamente —respondió el Doctor en Física Arturo Fonseca.