La arizónica

Marquitos es mi colega de toda la vida. Su padre, Josema, nos paga 70 pavos si le ayudamos a cortar la arizónica del chalé de la sierra... Un finde de curro podando la arizónica acabará de forma inesperada...

La arizónica

  • Tío, mi padre nos da sesenta pavos a cada uno si le ayudamos el sábado a cortar la arizónica…

Marquitos era mi mejor amigo desde ‘canis’. Nuestros padres eran vecinos y amigos desde que nos fuimos a vivir a un adosado de Leganés. Habíamos ido juntos al cole, al insti y, además, compartíamos aficiones comunes, como el deporte o las chicas guapas.

Sus padres tenían un chalecito que habían heredado de los abuelos en Miraflores de la Sierra, un pueblo al Norte de Madrid, y solían pasar allí los veranos y algunos findes de invierno, cuando el frío o la nieve no lo impedían. De hecho, se podían contar por centenares las veces que había ido con mis padres a una barbacoa a aquella casa, que conocía como la palma de mi mano.

El chalé era un poco antiguo, de los años setenta, una de esas casas blancas, con zócalo de piedra, tejado de pizarra y contraventanas de madera, que son tan habituales en la sierra de Madrid. Una pequeña parcela con una minúscula piscina, que había conocido años mejores y un jardín un pelín descuidado.

El caso es que la arizónica que rodeaba la casa estaba bastante salvaje, porque hacía un par de años que no se cortaba y, como estábamos en invierno y era época de poda, el padre de Marquitos le había propuesto que nos fuésemos los dos con él al siguiente finde para ayudarte a cortarla y adecentarla un poco.

Yo me había sacado algo de pasta currando de socorrista algunos días sueltos del verano, pero entre copas, festivales y demás, volvía a estar más ‘pelao’ que el culo de un autobusero, así que accedí, porque sesenta pavos me darían para ir tirando dos o tres findes, hasta que llegara la Navidad y mis abuelos me pusieran en casa con la paga de Reyes.

El plan era ir el sábado por la mañana, dedicar el sábado a podar la arizónica, y volvernos a Leganés el domingo después de comer. Marquitos y yo podríamos salir el sábado por la noche y, con suerte, ligaríamos con alguna de las chavalas del pueblo, así que el finde no pintaba del todo mal. Acabaría con sesenta pavos más en el bolsillo y, con un poco de suerte, con una niñata de la sierra en mi agenda de contactos.

El sábado por la mañana, salimos, pues, dirección a Miraflores y llegamos allí a mediodía. Aunque era diciembre y hacía bastante rasca, brillaba el sol y hacía un día absolutamente espectacular. Uno de esos días de cielos azules, en los que el gris de las montañas contrasta de forma radical con el espectacular cielo de Madrid.

El padre de Marquitos, Josema, se encargaría de usar la motosierra, porque sabía utilizarla, mientras que nosotros no teníamos ni puta idea de cómo se usaba ese trasto. Nuestro cometido era, sencillamente, recoger las ramas podadas, apilarlas en un carretillo y llevarlas a una montonera en una de las esquinas de la parcela. Cuando la montonera se hiciera demasiado grande, tendríamos que transportar todas las ramas a un contenedor enorme que había en la urbanización, para echar restos vegetales.

El trabajo era un puto coñazo, pero como Marquitos es un cachondo, no paramos de echarnos risas mientras lo hacíamos. Aunque la mañana de diciembre era fría, entre el solecillo y el trabajo físico, acabamos los dos sudando la gota gorda en cero coma, así que nos quedamos en camiseta. Josema, el padre de Marquitos, que iba enfundado en un mono azul de trabajo, motosierra en mano, no paraba de echarnos la peta cada vez que empezábamos a darnos collejas o a jugar como chavales de parvulario.

La verdad es que, aunque Marquitos y yo ya habíamos cumplido los dos los diecinueve y ya íbamos camino de veinte, seguíamos comportándonos como unos chavalines cada vez que nos juntábamos.

  • Venga, gilipollas, curra un poco, que te estás tocando los huevos, mamón. Papá, ni se te ocurra pagarle a este vago ni un puto duro, que no está haciendo una mierda…

Josema se rió desde lo alto de la escalera, mientras cortaba un pedazo tronco que no se lo saltaba un gitano.

  • A currar los dos, que aún os volvéis los dos a Lega sin un puto duro en el bolsillo.

Josema, el padre de Marquitos, era un tío de cuarenta y pocos años, que todavía conservaba buen cuerpo. De hecho, seguía yendo al gimnasio, a diferencia de mi padre, que se había empezado a abandonar y comenzaba a tener una barriga de proporciones bíblicas. De hecho, me sorprendió la agilidad de ese tío para manejar una motosierra de ésas antiguas que no pesaría menos de veinte kilos. Ni Marquitos ni yo habríamos sido capaces de estar tanto rato dándole a la bicha ésa sin tomar un respiro. Josema era entrecano, calvete, mejor dicho, rapado, para disimular su más que inminente alopecia, con hirsuta barba de días y algo de pinta de 'chuloputas'. De hecho, mi madre, que es un pelín cotilla, siempre había comentado con mi padre que fijo que Josema tenía algo por ahí, porque no era ni mínimamente normal que se preocupase tanto por su aspecto tras veinte años de matrimonio.

Yo lo conocía desde pequeño, porque Marquitos y yo éramos amigos desde tiempos inmemoriales y la verdad es que siempre lo había visto más como el hermano mayor de mi amigo, que como su padre, porque ese tío no tenía para nada pinta de padre.

  • Mira, chaval, ¡este tronco es tan tocho como mi cipote!

El cabroncete de Marquitos se colocó un trozo de tronco súper-tocho en la entrepierna y empezó a agitarlo, como si fuera su propio rabo.

  • Venga ya, chaval… No te lo crees ni j’harto vino…

Había visto a Marquitos mil veces en bolas. Aparte de que nos habíamos hecho centenares de pajas juntos viendo porno en nuestras habitaciones y que entrenábamos en el mismo gimnasio, con lo cual nos teníamos más vistos que el tebeo, habíamos ido, si cabe, más lejos, porque el verano anterior nos habíamos ligado a dos guarrillas en el ‘Fabrik’ y nos las habíamos follado juntos en el coche de Marquitos.

Recuerdo que me hice muchas pajas después pensando en esa follada. No sé por qué, pero me dio mucho morbo follar en el asiento de delante a una choni de Fuenlabrada, mientras mi colega se reventaba a su amiga en el asiento de atrás. Estábamos los dos súper-salidos y estas dos pavas eran unas guarrillas, así que aquella noche nos vinimos muy muy arriba. Es más, antes de volver a casa, nos hicimos un pajote juntos dentro del coche, rememorando las mejores jugadas.

Marquitos tenía un buen cipote, pero ni mucho menos tan tocho como el tronco que sujetaba entre las piernas:

  • Déjate de gilipolleces, chaval, y pilla las ramas que acaba de podar tu padre, que se nos acumula el curro.

Entre risas, collejas y bromas, la mañana se pasó rápido y, a la hora de comer, ya teníamos dos fachadas del chalé segadas. Paramos para reponer fuerzas y Josema salió de casa con unas latas de cerveza.

  • Venga , chavales, os lo habéis ganado.

Empezamos a beber los tres, mientras nos secábamos el sudor con el antebrazo. A pesar del frío, nos habíamos pegado una buena sudada. Josema tenía los brazos como el acero, tras haber estado empuñando la puta motosierra toda la mañana.

  • Chicos, toda esa montonera hay que sacarla fuera, eh.

Josema señaló un montón de ramas, troncos y piñas que se acumulaban en la esquina.

  • Tranquilo, papá. Después de comer, lo dejamos todo como la patena.

El trabajo continuó un rato hasta la hora de comer. Paramos un momento para zamparnos unos bocadillos de lomo con pimientos que Josema había pillado en un bar del pueblo y me sorprendió la voracidad del padre de mi amigo. Marquitos y yo teníamos los dos buen saque, éramos chavales todavía en crecimiento, pero Josema comía el hijoputa por los dos. ¿Dónde coño metería toda esa comida y cerveza? El cabrón no estaba tan fibrado como nosotros (nos sacaba dos décadas y pico) pero, comparado con mi padre, que tendría su misma edad, tenía un cuerpazo.

  • Bueno, ¿vais a salir esta noche?
  • Joder, papá, eso ni se pregunta. Claro que sí… ¿Salimos, no?

Yo hice una mueca asintiendo. Si fuera por el crápula de Marquitos, saldríamos todos los días del año. El cabroncete no tenía fondo ni para el alcohol, ni para las chicas.

  • Bueno, chavales, vamos a seguir un rato, que va a anochecer pronto.

En efecto, en cuanto dieron las cuatro de la tarde, el día, que había sido tan radiante, se empezó a estropear un poco y el frío empezó a apretar. Afortunadamente, poco después de las cinco de la tarde ya estaba todo podado y sólo había que despejar el jardín de ese bosque improvisado de ramas y troncos que habíamos apilado.

  • Lo que queda es cosa vuestra, chicos. Yo voy a engrasar un poco este vejestorio…

Josema tiró hacia el garaje de la casa y vi cómo engrasaba la motosierra antes de guardarla. Marquitos y yo seguimos apilando brazadas de leña en el carretillo y llevándola al container del final de la calle. Nos quedaba todavía media montonera por sacar, cuando Josema apareció con las llaves del coche en la mano:

  • Chicos, voy al súper del pueblo, a pillar algo para cenar esta noche y desayunar mañana.

El padre de Marquitos se había quitado el mono azul que había estado usando para cortar la arizónica y lucía de calle, con unos vaqueros, unas botas ‘Timberland’ color ámbar y una camisa de cuadros que reforzaban su abrumadora masculinidad. No pude evitar hacer algún comentario a Marquitos cuando su padre arrancó el coche y tiró para Miraflores:

  • Joder, colega, tu padre parece un chaval. Está todo joven el cabrón.
  • ¿Qué te gusta mi padre, mariconazo…? – Marquitos me dio un ramazo en la cabeza, mientras se reía.
  • No, joder. No seas gilipollas. Espero llegar a su edad con el mismo cuerpo.
  • ¡Pues curra un poco y haz ejercicio, que levas todo el día tocándote los putos cojones, hijoputa! – Marquitos me dio otro ramazo en la cabeza.
  • ¡Tonto del culo!
  • El culo es lo que le voy a follar a la Susi como esté esta noche en el pueblo.

Susi era una chavala de Miraflores que estaba medio enrollada con Marquitos. La típica novia de verano que, al llegar septiembre, pasaba a mejor vida. El cabrón de Marquitos había hecho algún vídeo follándosela, porque a ella le iba ese rollo, grabar en plan morbo, y me lo había enseñado. Recuerdo haber experimentado el mismo morbo que cuando habíamos follado juntos en su coche a la tía de Fuenla y a su amiga. No es que Marquitos me pusiera… ¡Coño! Era mi amigo de la infancia… Pero había algo de salvaje e indómito en su forma de reventarse a las tías que me daba mucho morbo.

Continuamos recogiendo ramas, piñas y leños hasta que el jardín quedó impoluto. Eran casi las seis de la tarde y ya había anochecido, cuando Josema regresó del pueblo con un par de bolsas de plástico repletas de comida, de cervezas y de bebida.

  • Bueno, chavales. ¡Buen trabajo! Aquí tenéis vuestra paga.

Josema nos endiñó sesenta napos a cada uno por haberle ayudado a podar la arizónica, y nos dio veinte más de propina, para que saliéramos esa noche. Siempre había tenido la impresión de que Josema era muy diferente a mi padre. Mi padre era el típico padre de familia rancio, aburrido, viejuno para su edad. En cambio, Josema era como un coleguita más. Trataba a su hijo y a mí como si fuéramos sus amigos, entendía nuestra vida…

Mi padre no me habría pagado un puto duro por ayudarle a hacer nada en casa. Lo habría tenido que hacer y punto pelota. Sin embargo, el padre de Marquitos era un rollo totalmente diferente. Creo que, por eso, mi madre siempre estaba especulando sobre él, sobre sus amantes, sobre su aspecto… Porque, en el fondo, le gustaba más que mi padre, que se había aburguesado y se había convertido en un señor mayor.

El caso es que echamos el resto de la tarde encendiendo la chimenea de salón y viendo algo de tele. En la calle empezaba a hacer un frío de tres pares de cojones, así que no apetecía mucho salir, sobre todo teniendo en cuenta que se había formado una niebla brutal. Pero Marquitos estaba decidido a quemar la noche del pueblo, así que después de cenar algo, nos piramos en el coche de su padre al pueblo, mientras éste se quedaba tirado en el sofá del salón, frente a la chimenea, bebiendo birras y viendo una peli en la tele.

La noche fue un poco truño. Era diciembre y hacía un frío de morirse, así que nadie había apostado por subir a la sierra aquel finde. Gente del pueblo que Marquitos conocía, pero nadie de nuestra edad y, por supuesto, ni rastro de su amiga Susi, ni de las amigas de ésta. De hecho, nos tomamos un par de cañas, un chupito de una bebida de éstas de pueblo, que nos calentó un poco el cuerpo, y nos volvimos a casa, con los dedos congelados y el rabo encogido por los tres grados bajo cero que habría a las once y pico de la noche.

Entrar en la casa fue un alivio. Una bofetada de calor nos golpeó la cara. El chalecito era pequeñín y la chimenea calentaba de sobra toda la primera planta, aunque la segunda, donde estaban las habitaciones, seguro que estaría como el Puerto de Pajares. La tele estaba puesta y la chimenea proyectaba un deslumbrante y atronador fuego amarillo, que nos enrojeció las mejillas ipso facto.

Josema estaba durmiendo en el sofá, despatarrado, en calzoncillos, con las ‘Timberland’ puestas (el suelo era de fría losa) y con la camisa de cuadros desabotonada, exhibiendo un bonito y cuidado pecho, forrado de suave vello entrecano. Tres o cuatro latas vacías lo acompañaban y los restos de una pizza congelada que se habría hecho después de irnos nosotros.

Pero, entre todas estas cosas, lo que más me llamó la atención es que el padre de mi amigo marcaba un empalme brutal bajo aquellos calzoncillos. Era violento comentar nada, así que dejé que Marquitos actuase por su cuenta.

  • Hey, papá. Te has quedao sobao, macho…

Josema entreabrió los ojos, un poco desubicado.

  • ¿Qué haces en bolas, con la rasca que hace fuera…?
  • Hey, ¿ya estáis aquí…? ¿Qué hora es…? Es que con el fuego al lado, hace un calor de cojones y estaba sudando.
  • Anda, papá, vete a la cama, que estás reventao…

Josema se levantó, exhibiendo sin pudor ese pedazo de erección bajo el calzoncillo que le llegaba hasta la cadera y se empezó a rascar los cojones como si tal cosa. Marcos parecía ajeno a que su padre estuviera así de cachondo y tiró hacia la cocina en busca de algo de beber para nosotros.

Josema, por su parte, pasó a mi lado, y me dio una palmadita en el hombro, antes de encaminarse, escaleras arriba, hacia su habitación. Yo me dejé caer en el sofá y trinqué un trozo de la pizza fría que había sobre él, mientras Marquitos regresaba de la cocina con dos cervecitas.

  • Bueno, ¿qué…? ¿Hace una peli…?

Joder, sí que hace calor aquí, colega…

Marquitos no tardó ni un minuto en quedarse como su padre, en calzoncillos y descamisado. Yo estaba un poco turbado por la sensualidad del momento. Marquitos era mi amigo de toda la vida y Josema era su padre, mi vecino desde que era pequeño, íntimo de mis padres…

Pero yo no podía evitar estar más caliente que el palo de un churrero…

  • ¡Qué puto coñazo de tele, macho!

Marquitos estaba en la misma postura de su padre, despatarrado en el sofá, desnudo de cintura para arriba, en calzoncillos y con las zapas y los calcetos que usábamos para jugar al fútbol puestos. A pesar de que, en la calle, las temperaturas eran bajo cero, aquella chimenea y el crepitante fuego que ardía en ella generó una atmósfera cálida en la habitación, así que yo también acabé en calzoncillos a los pocos minutos de haber llegado.

Siempre me había gustado la camaradería con Marquitos. Éramos de la misma edad y habíamos crecido juntos. Nuestras pulsiones y nuestros biorritmos eran casi paralelos. Nos empezamos a hacer las primeras pajas juntos y teníamos ese tipo de intimidad que sólo compartes con alguien de tu mismo sexo cuando, más que tu amigo, lo consideras tu propio hermano.

  • ¡Me cago en la puta! Es que no hay nada en ningún canal…

Marcos no paraba de hacer zapping, pero en todas las cadenas había truños infumables. Allí estábamos los dos, pasada la medianoche, sin haber triunfado en el bar del pueblo, semidesnudos y mirando telefilms cutres en la tele. Marquitos estaba sudoroso e inquieto, revolviéndose en el sofá, porque la chimenea no estaba nada lejos y el calor, en verdad, empezaba a ser un pelín sofocante.

Su bonito y lampiño cuerpo de nadador (los dos nos machacábamos en la piscina tres días por semana, con desigual resultado, ya que él había heredado la constitución atlética del padre y estaba bastante más cuadrado que yo) me resultó abrumadoramente atractivo a la luz dorada de aquel fuego.

  • ¿Sabes lo que me apetecería ahora? – Marcos me miró con cara de chaval travieso.
  • ¡Ni puta idea! ¿Un copazo? Yo no diría que no a uno, desde luego…
  • No, puto borracho... Joder, pareces una esponja, colega. Siempre pensando en ponerte pedo. Ahora mismo me apetece hacerme un buen pajote. Contaba con follarme a la Susi y llevo todo el día empalmado, pensando en eso. Pero con esa mierda de panorama en el pueblo, me he vuelto a casa todo cachondo, así que ahora mismo me haría una paja y me iría a dormir más feliz que una lombriz…
  • Joder, pues cáscatela, colega. ¿A mí qué me cuentas…?
  • ¿No te importa, tío…?
  • ¡Qué coño me va a importar!

En verdad, lejos de importarme, sentí cierta excitación ante la idea de ver a mi amigo pajearse y correrse a un metro escaso de mí.

  • Joder, pues voy a buscar un porno guapo, macho…
  • Ya, tío. Pero córtate un pelo, que tu padre está arriba, macho.
  • Bah, descuida… Mi padre está reventao de cargar todo el puto día con el mamotreto ese de motosierra. ¿No ves cómo ronca el cabrón?

En verdad, Josema estaba roncando como una locomotora… A juzgar por sus ronquidos, no se despertaría ni con una bomba nuclear. Marquitos se bajó los slips a la altura de los muslos y liberó tu tranca, no tan tocha como el tronco con el que había estado jugueteando a mediodía, pero de considerables proporciones. Los pesados huevos, grandes y brillantes, descansaron cómodamente sobre la aterciopelada tela del sofá. No pude evitar lanzar una mirada de halcón sobre ellos:

  • ¿Te los afeitas, hijoputa…?

Marquitos tenía los cojones como los de un bebé, sin un puñetero pelo. Eso era algo nuevo, porque siempre que lo había visto en bolas, lucía una generosa pelambrera en la entrepierna.

  • Pues claro, chaval…. Las tías los comen con más ganas si no tienen pelos. Son un poco tikis mikis con esos asuntos. Si la polla es muy peluda o huele un poco mal, se cortan de comerla. Y ya sabes que yo sudo mazo, tío.

En efecto, Marquitos tenía esa característica de siempre. De hecho, el en insti, el grupo de amiguetes le llamábamos el mofeta, porque tenía un sudor muy intenso y picante y, cuando se quitaba las zapas, era mejor mantenerse lejos. El rabo tampoco debía librarse porque, según se bajó el gayumbo, me llegó un ligero pestazo a entrepierna, que me resultó abrumadoramente familiar.

  • A ver si hay algún porno guapo, tío… Marquitos conectó su móvil a la tele con un cordón USB y se puso a buscar una peli, de cuclillas, de espaldas a mí, dejando entrever su culo, con una raja profusamente peluda en comparación con lo lampiño del resto de su cuerpo. Lo encontré abrumadoramente sexy, así, con los gayumbos a medio bajar, con las zapas y los calcetos de fútbol hasta la rodilla. Su ancha espalda, estrechándose a la altura de la cintura, los fuertes cachetes, la peluda raja y los poderosos muslos eran un espectáculo. No sé en qué momento mi amigo de la infancia se había vuelto tan buenorro. Yo tampoco es que estuviera mal pero, a su lado, me sentía ligeramente inferior, como si fuera un alfeñique.

Marcos conectó, pues, el móvil a la tele, y empezó a buscar un porno de su agrado, mientras yo notaba cómo la polla se me empezaba a endurecer. Afortunadamente, podría justificar el empalme con el propio porno aunque, en realidad, lo que me estaba poniendo cachondo era ver a mi amigo, semidesnudo y alumbrado por la luz dorada del fuego.

  • Éste me mola. Últimamente me estoy aficionando a los tríos, colega…

Marcos escogió una peli en la que un negro y un cachas blanco se follaban a una pelirroja con el coño más abierto que el túnel de Somport.

  • ¿Has hecho ya alguno, tío?
  • No, macho, porque las tías son unas estrechas y no les van estos rollos, pero tengo ganas de reventarme a una tía como los de esta peli.

Mi polla ya estaba completamente dura de escuchar a mi amigo confesándome esa fantasía tan sucia y depravada.

  • Joder, ¡qué cabrón eres, tío!

Marcos se volvió y me miró con cara de chaval travieso…

  • Hostia, colega… ¿No me digas que no te da morbo la idea de follarte a una tía con otro pavo y reventarle entre los dos el culo y el coño a la vez? No sé, a lo mejor es un poco mariconada, pero a mí me pone muy cerdo, macho… Es que desde que la Susi me dejó darle por el culo, creo que me mola más dar por detrás, tío. Estaba flipando un poco con las confesiones de mi amigo. No es que yo fuera un pazguato pero, hasta el momento, no me había follado a ninguna tía por el culo.

Marquitos se sentó a mi lado, con los calzoncillos por las rodillas y el rabo un poco morcillón, y se quedó atontado mirando la tele, sin reparar en que yo estaba mucho más duro que él a esas alturas. Su padre, en la planta de arriba, seguía roncando como un búfalo.

  • No la pongas muy alta, no se vaya a despertar tu padre y nos pille aquí dándole al manubrio…

Marcos me miró divertido y reparó en que tenía la polla más dura que él. Sin cortarse un pelo, me agarró el paquete y me estrujó la polla hasta casi hacerme daño.

  • ¡Qué cabroncete! ¡Se te ha puesto dura, hijoputa! Anda, bájate ese calzoncillo y ponte cómodo.

Hice caso a mi amigo y me bajé los calzoncillos hasta los tobillos. Tenía un empalme brutal y, al retirarme el pellejo, me di cuenta de que tenía todo el capullo empapado en precum.

Allí estábamos los dos, despatarrados, tirados en el sofá, mirando cómo un negro y un cachas se empotraban a una pelirroja y haciéndonos un pajote bestial, mientras nuestros muslos se frotaban involuntariamente.

He de admitir que esa intimidad con Marquitos me estaba empezando a generar cierta turbación. No es que me gustase mi amigo o que sintiese algo hacia él, pero había cierta naturalidad en el mero hecho de estar en bolas, con las pollas tiesas, pajeándonos mientras mirábamos un porno cerdo en la tele.

La pelirroja estaba zampando rabos hasta el fondo, mientras los cabrones de los maromos la usaban como si fuera un muñeco. Fingía mirar la peli cuando, en realidad, lo que me estaba generando más interés era ver a mi amigo zumbándose la tranca como un mono salido. El pestazo a rabo sudado y a precum me empezó a poner más y más cachondo. Su olor y el mío, y nuestros propios sudores, entremezclados y matizados por esa crepitante hoguera que no paraba de chisporrotear en la chimenea del salón.

  • Me voy a quitar esta mierda que, además, apesta…

Marcos se quitó los calzoncillos y se quedó sólo en zapas y en calcetos. En efecto, se veían bastante sucios, con manchas de meo en la bragueta y con una marca oscura de sudor en la parte del culo. Los miré con cierta fascinación e incluso sentí ciertas ganas de llevármelos a la napia, para poder deleitarme con el olor a macho de mi amigo, pero me corté por si él se pensaba que eso era una mariconada. No me contuve, eso sí, de hacer un comentario jocoso:

  • Joder, colega… Eres un puto guarro. ¿Pensabas follarte a la Susi con esos calzoncillos apestosos…?
  • ¿Tú qué sabes, chaval…? La Susi es una guarrilla y le molan mis olores. Siempre me dice que huelo a macho de verdad. Además, con la rasca que hace arriba, cualquiera se mete en el baño a darse una ducha. Yo hasta que no vuelva a Lega no toco el agua…

La casa estaba un poco anticuada y necesitaba una reforma. En efecto, arriesgarse a ducharse en el baño de arriba con el frío que hacía aquella noche de diciembre, podía ser el pasaporte para acabar con una neumonía durante el resto del invierno. Los tres habíamos estado haciendo un trabajo físico bastante intenso al sol y estábamos un poco guarretes. Pero me di cuenta de que el olor de mi amigo, lejos de molestarme, me resultaba bastante excitante.

  • Me voy a soltar las zapas pa’estar más cómodo. No te importa, ¿no…?

Un intenso olor a pies inundó la habitación unos segundos después de que Marcos se soltase las zapas de deporte. Estaba acostumbrado a ese olor desde que éramos adolescentes y ya me había habituado a él. No en vano, entrenábamos juntos en la pisci tres días por semana. Pero en las instalaciones deportivas, el olor de la lejía y el cloro camuflaban un poco el pestazo que desprendían las zapas y los calcetos de mi colega. Llevaba todo el día sin ventilar los pinreles y aquello estaba más cocido que una paleta de jamón york.

  • Joder, Marcos, ¿no vas a usar nunca los polvos esos para ese pestazo a pies…?

Parecía mentira que Marquitos, estando tan bueno, oliera tan mal. Aunque, bien pensado, supongo que era su exceso de testosterona, ése mismo que le hacía estar todo el día pensando en follarse a tías, lo que hacía que oliera como un macho en época de celo.

  • ¿Qué coño dices, tío? Es mi seña de identidad, chaval… Créeme, a las tías les pone muy cachondas un pavo que huela a macho, que le cante el alerón y los piezacos. Y si el rabo huele fuerte, pues tanto mejor… Marcos se pasó la palma de la mano por el sobaco y se la llevó a la nariz, esnifando su propia fragancia.
  • Esto las vuelve locas, tío. La Susi, de hecho, me lo come todo. Por eso me he afeitado los cojones, porque se le llena la boca de pelos y siempre está protestando…

Eché un vistazo de nuevo a los huevos de mi amigo, sudadetes, brillantes y gordos. Seguro que los tenía llenos de lefa.

Hablábamos de estas cosas mientras mirábamos la peli. Los dos maromos se estaban reventando a la muñequita pelirroja por turnos, dándole rabo por boca y coño de forma intermitente.

Yo miraba de reojo las zapas de Marcos, sus gayumbos sucios, tirados en el suelo, y su apolíneo cuerpo de nadador, con todos los músculos tensados por la excitación de la paja, y ligeramente humedecidos por el calor del fuego. Sentí deseos de olerlo, de chuparlo, de meter la napia en sus sobacos, en su entrepierna… En su ojal, ¿por qué no…? Si mi amigo tenía ese olor tan fuerte, seguro que el culo era lo que mejor (o peor) le olía.

Estaba tan cachondo y tan abrumado por el erotismo del momento, que habría hecho cualquier cosa que me pidiese: habría esnifado sus zapas, sus calcetos sudados, le habría limpiado con la lengua los sobacos mojados, el precum del capullo… Estaba dispuesto a tragarme su lefa, si me lo pidiera.

Sentí un poco de vergüenza por esas pulsiones tan oscuras. ¡Coño! A mí me molaban las tías y nunca había mirado con esos ojos a ningún pavo y Marcos era algo más que mi amigo: era mi hermano. Pero, qué coño, antes que amigos y hermanos, éramos hombres; hombres con necesidades, con instintos, con pulsiones… Y aquella noche, en aquel sofá, dentro de aquel salón iluminado por el fuego, sólo éramos dos machos cachondos satisfaciendo nuestras necesidades.

El negro y el blanquito le estaban haciendo una doble penetración a la piba: uno por el coño y otro por el culo. Ella estaba loca de placer, transida por el morbo de ser empalada por tan magnos sementales. Uno de ellos se empezó a correr. Un primer plano de espesa lefa inundando el coño de la tía hizo que Marcos empezase a pajearse como un animal.

  • Me cago en la puta… Me voy a correr, chaval…

Marquitos me miró con la cara mutada por el placer y, al tiempo que el otro pavo de la peli preñaba el culo de la chica, empezó a eyacular como un cabrón sobre su propio pecho, empapado en sudor y brillante a más no poder, con los músculos del abdomen tensados por las convulsiones.

Fueron cuatro o cinco disparos de lefa: los primeros, abundantes y espesos; los siguientes, más acuosos y espasmódicos, pero mi amigo se quedó con el pecho y el abdomen completamente empapados en sudor y semen. Yo estaba un poco en shock, porque nos habíamos hecho un montón de pajas juntos desde que éramos chavales, pero nunca había vivido ninguna con la intensidad de aquélla. Sentí que algo peligroso y prohibido, una pequeña llama, se había encendido dentro de mí. No en vano, aquella noche había empezado a ver a mi amigo más que como mi amigo de siempre, como a una máquina sexual, con una mezcla de admiración, envidia y, por qué no decirlo, deseo.

Marcos se limpió la lefa del pecho y el abdomen con el calzoncillo sucio y se lo volvió a calzar, mojado; más que mojado, empapado por sus propios fluidos, su sudor, su semen… Yo estaba demasiado abrumado por las emociones como para soltar nada por la boca. Dejé que fuera él el que rompiera el silencio, segundos después de recuperar el aliento tras aquel intenso orgasmo que lo había dejado tiritando.

  • Bueno, chaval… Yo ya estoy pajeado y estoy matao, así que tiro p’al sobre. Te dejo aquí con el porno a tu bola...

Marquitos recogió las zapas, se estiró y tiró hacia el piso de arriba, mientras yo me quedaba en aquel salón, con los calzoncillos por las rodillas, sentado frente al fuego, mirando el menú de Pornhub como un gilipollas y, por segunda vez en lo que iba de jornada, más caliente que un reactor nuclear.

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  • Está buena esta guarriilla, ¿eh?

Marcos se reventaba el culo de Susi, mientras me miraba con la sonrisa torcida que se le ponía siempre que estaba cachondo. Ella estaba arqueada sobre la cama, como una gata en celo, con las piernas ligeramente entreabiertas, el culo en pompa y con el pelo enmarañado sobre la cara, gimiendo como una zorra, mientras él bombeaba y le daba placer.

  • Sigue así, cabrón, dame más… ¡No pares, por favor!

Yo estaba observando la escena, desnudo, empalmado. Los dos estaban dándolo todo: él tenso, marcando cada músculo de su fibrado y lampiño cuerpo; ella sudorosa y complaciente, moviendo las caderas al ritmo de cada empotrada.

  • Sí, nena… Me encanta este culito...
  • Es todo tuyo, cabrón. ¡Reviéntamelo! ¡Dame más fuerte!

Marcos sacó el rabo, brillante y empapado por los jugos del culo de aquella chavala, y le abrió los cachetes, para que yo pudiera ver aquel boquete todo abierto. Susi tenía el culo completamente dilatado, enrojecido y dado de sí hasta el límite, mientras el coño chorreaba fluidos vaginales. La muy guarra se llevó las manos al clítoris y empezó a acariciárselo, mientras Marcos le daba nabazos con su rabo completamente empalmado y mojado sobre la entrepierna.

  • ¿Quieres probar o qué…?

Al instante, era yo quien estaba metiendo el cipote en el culo de aquella chavala. Aquel agujero estaba dilatado, mojado y caliente. Sentí que mi nabo empezaba a soltar precum nada más meterla. Marquitos, a mis espaldas, me tenía cogido por el hombro, mientras yo me reventaba el culo de su novieta de la sierra.

  • Está rico el ojete de esta guarra, eh…
  • Sigue, sigue, sigue… Por favor, no pares…

Susi me miraba suplicante, con esa maraña de pelo castaño cubriéndole la cara. Tenía la espalda sudorosa y podía sentir los jugos de su coñito mojar mis propios cojones, cada vez que completaba una empotrada. Marcos estaba disfrutando como un hijoputa, ofreciéndome el culo de su chica.

  • Esto hacen los buenos colegas… compartir los coños y los culos que les pertenecen.

Sentí el familiar olor del sudor de Marcos y eso me puso más cachondo todavía. Un reguero de precum debía estar inundando el culo de Susi. Yo estaba al borde del éxtasis.

  • Vamos a hacer una cosita que te va a molar...

Marcos se zafó y, al instante, estaba sintiendo algo frotándome el ojal. ¿Qué coño estaba haciendo? Era su rabo duro, brillante, empapado por los fluidos de la chica, intentando reventarme a mí el ojal.

  • No, tío, no lo hagas… ¡¡¡No me folles…!!!

Pero no sirvió de nada. Marcos me metió todo el trancazo de una embestida, haciéndome sentir un placer absolutamente descomunal, algo que no había sentido nunca hasta aquel momento. Sentí cómo chorros de abrasadora lefa empezaban a salir por mi uretra, inundando el coño de Susi.

  • No te corras dentro, tío, sácala…

Pero ya era tarde; el culo de esa chica estaba lleno de mi preñada y Marcos seguía bombeando mi propio culo…

  • Te gusta, ¿eh?

Un último chorro de lefa ardiente, el más largo e intenso de todos, salió de mis cojones…

.................................................................................................

En ese momento, me desperté, todo aturdido, sin saber qué coño estaba pasando, dónde estaba, qué era realidad y qué era ficción…

Tardé unos segundos en recomponerme y caí en cuenta de dónde me encontraba. La chimenea del salón tenía todavía unas ascuas encendidas, aunque ya no quedaba ninguno de los enormes troncos que ardían con fuerza la noche anterior. Yo estaba tumbado en el sofá del salón, cubierto con una manta de cuadros escoceses, sudando como un cerdo y con la entrepierna completamente empapada.

Me destapé un poco y vi que mi slip blanco estaba completamente mojado. No me lo podía creer: había tenido un sueño húmedo, como si fuera un adolescente de trece años. Hacía siglos que no me pasaba eso, pero caí en la cuenta de que la tensión sexual no resuelta de la noche anterior me había jugado una mala pasada. Me arrepentí de no haberme pajeado tras la marcha de Marquitos. Quizá, de haber deslefado la madrugada anterior, aquella mañana no estaría con el calzoncillo completamente manchado de semen.

  • ¡Me cago en la hostia!

Me levanté y despegué un poco la tela blanca de algodón, correosa y pegajosa, de la abundante pelambrera que coronaba mi cipote, todavía un poco morcillón tras la reciente corrida. Estaba hecho un auténtico asco; debía haber soltado medio litro de lefa, a juzgar por cómo tenía toda la entrepierna de pringada.

Fui a mi mochila, rebusqué entre las cosas que había llevado para esos dos días, y encontré una muda limpia. Miré el reloj y vi que eran las siete de la mañana. Todavía no había anochecido y arriba se seguían oyendo ronquidos, no sé si de Marcos o de su padre.

Con suerte, ellos seguirían dormidos y podría echarme un agua, quitarme toda esa mierda de semen correoso de encima, cambiarme el gayumbo y dormir un poco más antes de que se hiciese de día.

Subí la escalera con todo el sigilo posible, con el objeto de no despertar a mi amigo y a su padre, y me encaminé hacia el baño. Al pasar por la habitación de Marcos, lo vi tumbado sobre la cama, boca abajo, marcando un bulto indefinido, como si fuera un muerto. El pestazo a pies lo delataba, aparte de esos ronquidos de locomotora a vapor, de los que siempre nos quejábamos los colegas cuando nos íbamos de acampada al monte alguna vez.

La planta de arriba no era muy grande: tres habitaciones y un cuarto de baño al final del pasillo. La habitación principal, la más próxima al cuarto de baño, estaba completamente a oscuras, así que no pude siquiera ver la silueta de Josema sobre la cama, aunque deduje que seguiría durmiendo, a juzgar por el silencio que reinaba en la segunda planta de aquel chalecito.

Entré en el baño, cerré la puerta y encendí la luz, gayumbo en mano, con el objeto de lavarme un poco y cambiarme de muda. Sin embargo, algo inesperado sucedió nada más que se hizo la luz en aquel pequeño cuarto de baño:

  • ¿Qué pasa, chaval…

Al darme la vuelta, debí quedarme lívido, porque no me esperaba ni de coña encontrarme a Josema, sentado sobre la taza del váter, con los calzoncillos por los tobillos.

  • Ostras, perdona, Josema... Pensé que no había nadie en el baño…

He de admitir que me quedé más cortado que una paraguaya.

  • No pasa nada, chaval. Estamos entre hombres…

Yo estaba medio dormido todavía, pero traté de poner un poco más de atención en lo que tenía justo delante de mis narices: el padre de mi amigo, con la camisa de cuadros del día anterior desabotonada, los calzoncillos por los tobillos, sentado sobre el inodoro y con la polla morcillona penduleando junto a un par de huevos gordos, igual de gordos que los de su hijo, pero plagados de hirsutos pelos.

Josema era como una versión senior de Marquitos: similar estatura, igual complexión, pero con menos pelo en la cabeza y mucho más en el cuerpo. Josema tenía ya hechuras de hombre, como correspondía a su edad. No estaba tan fibroso como Marcos, sino que ya tenía algo de barriga, muy dura, eso sí, y una musculatura un poco más ensanchada que la de su hijo.

  • ¿Me puedes pasar un rollo de papel higiénico? Están en el mueble de debajo del lavabo… Da la luz, si quieres… Marcos duerme como un tronco. No creo que se despierte.

Seguí el consejo de Chema y encendí la luz del espejo, que me deslumbró un poco, porque todavía estaba un pelín somnoliento tras mi accidentado sueño. Me agaché y busqué en el mueble de debajo del lavabo un rollo de papel higiénico, pero allí no había nada, excepto toallas.

  • Me temo que aquí no hay ninguno, Josema…
  • Ah, coño… A lo mejor se han acabado. Hazme el favor y baja a la despensa de la cocina. En el estante de arriba tiene que haber algún paquete sin estrenar. Súbeme uno, por favor.

No pude evitar clavar la mirada en aquel pedazo de macho, con la camisa de cuadros desabotonada, las robustas y peludas piernas esparciéndose caprichosamente en los costados del inodoro, los pies enfundados en unos calcetines blancos que se veían bastante sucios, quizá porque no se había soltado las botas en todo el día, y el minúsculo calzoncillo blanco a la altura de los tobillos.

  • Ehhhhhhhhhhhh… Claro, claro… Dame un minuto y bajo a buscarlo…

Desanduve el camino recorrido y volví a la planta de abajo, un poco turbado por mi propio sueño, por la visión del padre de mi amigo semidesnudo y jiñando en el wc, y por la turbadora imagen de Marcos, que seguía roncando como una locomotora en su dormitorio, aunque ahora se había destapado un poco y se vislumbraba su musculosa espalda, tan bien definida por horas y horas de natación a mariposa.

En menos de un minuto, estaba en la minúscula despensa, buscando un paquete de rollos de papel higiénico. No tardé en encontrarlos, en buscar una tijera para abrir el paquete y en rescatar un par de rollos para subirlos y reponerlos en el cuarto de baño. De nuevo, los sonoros ronquidos de Marquitos me devolvieron a la realidad. Al final del pasillo, la claridad del cuarto de baño creaba una atmósfera casi onírica en toda la planta superior del chalé.

No tardé más que unos segundos en volver al cuarto de baño y tender un rollo de papel a Josema, mientras guardaba otro en el armarito de debajo del lavabo. Me parecía un poco violento estar en ese pequeño WC mientras el padre de Marcos cagaba pero, al mismo tiempo, encontraba cierta intimidad en aquella situación tan masculina. Dos hombres compartiendo espacio en paños menores. Por un momento, pensé en mi madre. Siempre había sospechado que Josema le ponía como una moto y que nunca se había atrevido a reconocerlo; quizá deseaba secretamente que se la follase, porque era mucho más atractivo que mi padre.

Al instante, me arrepentí de haber tenido un pensamiento tan sucio y lascivo, aunque tampoco podría haberla culpado: el padre de Marcos era un macho alpha de pies a cabeza: no había más que ver cómo había sujetado la motosierra durante horas la mañana anterior… Un hombre con tal resistencia física debía ser un as en la cama. Si yo fuera mujer, también desearía que me reventase como a una puta.

  • ¿Has tenido un pequeño percance, no?

La voz del padre de mi amigo me rescató de mi aturdimiento…

  • ¿Cómo…?
  • Sí, joder… Mírate; estás empapado… ¿Te has meado en la cama o qué? Ya no eres un crío para que te pasen esas cosas…

Una irónica mirada de halcón me taladró de arriba abajo, quedándose clavada en mi entrepierna, y entonces recordé el motivo por el que estaba en aquel cuarto de baño. Tenía el calzoncillo completamente empapado de semen y se me marcaba todo el cipote y los cojones como si acabara de salir de la piscina. Me di cuenta, además, un poco avergonzado, de que los nervios de aquella situación tan extraña me habían hecho empalmarme involuntariamente, con lo cual marcaba un buen bulto bajo la tela. Sin saber que decir, empecé a balbucear la primera excusa que se me pasó por la mente…

  • Bueno, pegué un sorbo a una lata de birra que estaba medio vacía y me salpiqué sin querer…

Incluso yo mismo era consciente de lo absurdo de aquella excusa tan barata… Josema me miró de nuevo con un brillo malicioso en los ojos. La situación estaba empezando a incomodarme de veras, pero una extraña fuerza superior a mí me impedía abandonar aquel baño. Es como si tuviera un imán en los pies que me mantenía pegado a aquel lavabo, mirando de frente hacia el inodoro donde el padre de mi amigo me fichaba con la astucia de un zorro.

  • Quítate eso, hombre, y ponte los otros, que vas a coger una pulmonía…

Caí en la cuenta de que tenía en la mano la muda que había pillado en la mochila para cambiarme. Con los nervios de la situación, me había olvidado por completo de esos calzoncillos de recambio. Josema, entretanto, ajeno a mi turbación, buscaba el borde del rollo de papel higiénico que había subido de la despensa de la cocina.

A él parecía importarle una mierda que yo estuviera allí mientras cagaba así que, sin pensarlo mucho, decidí no ser remilgado y cambiarme los calzoncillos delante de él. Estaba empezando a comprobar que Josema tenía el mismo sentido de la intimidad de su hijo, al que no le importaba una mierda follar, pajearse o soltar un truño en compañía.

Empecé a bajarme la ropa interior y, para mi vergüenza, comprobé que la eyaculación había sido mucho más intensa de lo que había imaginado. Tenía toda la pelambrera negra del pubis y de los cojones completamente empapada en semen blanquecino. Con todo, encontraba cierto morbo malsano en aquella rocambolesca situación de estar cambiándome de calzoncillos delante del padre de mi amigo que, según mi propia madre, era un putero y un golfo.

  • Por lo que veo, no triunfasteis anoche…

De nuevo, la camaradería del padre de Marquitos volvió a dejarme sin argumentos.

  • ¿Cómo…?
  • Pues que deduzco que no ligasteis con ninguna chavalita del pueblo… A juzgar por toda la… ‘cerveza’… que se te ha caído encima…

Por un momento, me sentí indefenso, desnudo, manchado de semen, totalmente obnubilado y con una pícara mirada atravesándome de lado a lado. Comprendí que lo mejor sería decir la verdad…

  • Si hubiéramos ligado, no me habría pasado esto esta noche…

Me sorprendí por un instante de mi propia desvergüenza. Pero, si Josema se estaba cachondeando de mí delante de mis propias narices, iba a seguirle el rollo… ¡Vaya si se lo iba a seguir…!

  • Tranquilo, hombre, que es coña… Con lo pronto que volvisteis y con lo golfo que es mi hijo, me imaginé que no disteis con la chavalita castaña esta… ¿Cuál es su nombre? ¿Sonia?

Me sorprendió una vez más que Josema estuviera tan al tanto de las andanzas de su hijo. Una cosa es que nos tratase como coleguitas, pero yo jamás hablaba de mis ligues en casa. Si mis padres me hubieran preguntado alguna vez por alguna guarrilla del ‘Fabrik’ de ésas que nos zumbábamos en el aparcamiento, me habría muerto de la vergüenza.

  • No, no había nadie de fuera en el bar. Sólo los viejos del pueblo… Por eso volvimos tan pronto…

Me di cuenta de que mi cipote, medio empalmado y con un espeso chorro de lefa en el capullo, no paraba de palpitar. Josema se quitó sus calzoncillos, sin levantarse del WC, y me los tiró. Tuve la agilidad de cogerlos al vuelo:

  • Anda, límpiate eso, chaval.

Creí ver un brillo de malicia en sus ojos, aunque me costó un poco mantener la mirada, sobre todo porque la mía ya se había desviado hasta su entrepierna, que estaba casi tan hinchada como la mía: un cipote un poco más grande que el de su hijo, densamente poblado de un hirsuto vello marrón, estaba chocando contra el peludo abdomen del padre de Marquitos. El cabrón se levantó un poco e hizo amago de limpiarse el culo, pero deduje que aquello era sólo una fachada. Ni había cagado, ni tenía intención de hacerlo… Sencillamente, estaba jugando conmigo y poniéndome a prueba, quizá porque le divertía la situación, verme azorado y nervioso, expuesto a su merced en aquel minúsculo cuarto de baño.

  • Me iba a hacer una paja justo cuando has entrado. Supongo que no te importará que continúe…

Josema empezó a sobarse el nabo y los cojones, mientras me fichaba de arriba abajo, con una mirada que no tenía nada de paternal. Supongo que un mecanismo automático se activó dentro de mi cabeza porque, en lugar de obedecerle y usar sus slips blancos para limpiarme el lefote de mi entrepierna, me los llevé a la nariz y empecé a olfatearlos…

¿Cómo describir lo que sentí en ese preciso instante? Una corriente eléctrica me recorrió la columna al inhalar aquel olor tan parecido al de Marquitos pero, a la par, tan diferente. El calzoncillo estaba sudado, muy sudado por el ejercicio físico de la mañana anterior. La siega de la arizónica no era labor para endebles y Josema, desde luego, había sudado la gota gorda manejando en las alturas aquella motosierra de veinte o veinticinco kilos de peso.

El olor de los cojones era absolutamente embriagador, pero no era nada comparado con la raya de sudor del culo que se marcaba en la parte trasera… Todos los aromas de ese pedazo de macho que tenía delante de mí estaban impregnados en aquel minúsculo pedazo de tela blanca. Recordé el sueño en el que Marcos me enculaba sin piedad hasta hacerme eyacular y, por una décima de segundo, deseé que fuera su padre el que me desvirgase, el que me follase, el que soltase toda su preñada dentro de mi culo…

No sabía qué estaba pasando dentro de mi cabeza… Lo olores de padre e hijo me aturdían, me hacían perder la razón, me llevaban a un terreno nuevo e inexplorado, me convertían en un puto maricón que sólo deseaba ser reventado como una puta. Josema, no sé si improvisando o sabedor de su posición de control frente a esta situación, siguió masajeando su cipote. Soltó un lapazo sobre el capullo y empezó a despellejarlo con parsimonia, sin dejar de mirarme.

Intuí que, de la misma manera que yo perdía el control con los olores de su calzoncillo, a él le excitaba ver a un niñato de veinte años perder los papeles por su culpa. Era un juego retorcido: éramos vecinos de toda la vida, él era el padre de mi mejor amigo desde la infancia… Si alguien nos hubiera visto en aquel momento, habría sido el fin de todo. Pero me daban igual todos aquellos argumentos racionales… Sólo podía abandonarme al placer de ver al padre de mi amigo pelarse el cipote mientras yo esnifaba con ansiedad cada gota de aroma de su entrepierna.

  • Ven aquí, chaval, acércate…

Di un par de pasos y me quedé a unos centímetros escasos de él. Tan cerca, que podía sentir sobre mi abdomen el calor de su entrecortada respiración. No sabía qué era lo que pretendía ni tampoco me importaba. Quería que se congelase el tiempo y que ese momento durase para siempre. Josema cogió la lefa desparramada sobre mi vello púbico y la extendió por el tronco de su cipote, lo lubricó bien y se empezó a pajear.

Al parecer, después de todo, la fama de golfo de Josema no era del todo una leyenda. Lo que nunca habría imaginado es que diese rienda suelta a sus pasiones más bajas precisamente conmigo y a diez metros escasos del cuarto donde su propio hijo roncaba como si fuera el Acorazado Potemkin.

Los dos estábamos compartiendo una intimidad que iba mucho más allá de lo admisible. Viendo que me volvía loco con el olor de sus gayumbos, aquel macho se puso de pie, se quitó la camisa de cuadros y levantó uno de sus brazos, invitándome a que metiera la nariz en aquella intrincada pelambrera marrón. Nuestros rabos, en ese punto, chocaban uno contra el otro. Abrumado por tantos estímulos diferentes, aparqué el calzoncillo currado y metí mi cabeza en aquel sobaco ligeramente húmedo.

¿Cómo describir la gloria? Si realmente existe, debe ser lo más parecido a estar con la cabeza metida dentro de un sobaco como el de Josema. Era un puto vicio esnifar aquéllo, empecé a gemir, sin que me importase despertar a Marcos, a retorcerme como una zorra debajo de aquel brazo, a oler aquella picante fragancia de macho...

Ninguna de las tías con las que había estado hasta entonces me había puesto tan cachondo, como me puse en aquel momento. Me flipaba comer coños, sobre todo cuando chorreaban abundantes flujos vaginales o incluso comiendo mi propia preñada después de eyacular, pero la intimidad con un macho era un millón de veces más morbosa que aquello. Las tías no olían así, ni tenían esa musculatura, ni esos pelos tan jodidamente ricos… Llevaba tiempo con esa duda atormentándome la cabeza pero, en aquel momento, comprendí que la intimidad entre machos me gustaba mucho más que el sexo con cualquier guarrilla del ‘Fabrik’.

Tenía el pene a punto de estallar, a pesar de que había soltado minutos antes la corrida más monumental que recordaba en meses. Notaba el aliento de Josema, su cercanía, la mezcla de sus olores, la calidez de su sudor, el áspero tacto de sus manos ligeramente callosas acariciándome el cipote… Noté que bajaba las manos hasta los cojones y que empezaba a amasármelos… A ratos, me tocaba el perineo y apretaba en algún punto indeterminado que me hacía soltar, espasmódicamente, chorros de precum.

Yo me abrí de patas para dejarle hacer, mientras esnifaba el olor de sus sobacos, el sudor de su pecho fuerte y velludo, el aroma de su aliento, que olía a tabaco y a cerveza, al tiempo que él palpaba los rincones más recónditos de mi anatomía. No sé cómo ni cuándo sucedió, pero Josema acabó con uno de sus ásperos dedos acariciando mi ojete. Aquello era una sensación nueva, desconocida, inexplorada hasta entonces… Instintivamente, le dejé hacer, porque me sentía como una zorra, ávida por ser desvirgada.

Josema siguió acariciando, describiendo círculos alrededor de mi ojete peludo, pugnando por abrirlo… Así estuvo unos minutos hasta que, finalmente, llevó sus dedos a mi boca y me invitó a chuparlos. Y vaya si los chupé… Los relamí como si fueran el manjar más exquisito de la tierra… Sabían a mí, a mi propio sudor, a la transpiración concentrada de mi ojal… Nunca imaginé que mi propio culo podía saber tan bien…

Lo siguiente ya sobrepasó la línea de lo racional: Josema metió sus dedos ensalivados en mi ojal y empezó a describir círculos dentro de mis entrañas. La sensación era espectacular: era como querer mear, como querer correrte, sin que pudieras hacer ni una cosa, ni la otra. Mi nabo empezó a soltar chorros espasmódicos de precum, que Josema recogió con su otra mano, dándomelos a catar.

El sabor salado de mis propios fluidos preseminales me trasladó al séptimo cielo. Me daba igual si aquello estaba bien o estaba mal, si era correcto o incorrecto estar en un cuarto de baño en pelotas con el padre de mi mejor amigo hurgándome el culo… Lo único que sabía es que ninguna de las tías con las que había follado hasta entonces me había hecho disfrutar ni una cuarta parte de lo que aquel cuarentón me estaba haciendo sentir en aquel aseo.

La eyaculación llegó de forma involuntaria y abundante. Observando mi propia corrida, me asombré de que fuera capaz de soltar tanta lefa, sobre todo teniendo en cuenta que había tenido un sueño húmedo unos minutos antes… Los chorros de semen espeso, blanco y ardiente, chocaron contra el pubis y el cipote de Josema, todavía duro como una piedra. Él gimió sordamente al sentir sobre su cuerpo la ardiente humedad del jugo de mis entrañas.

Estaba tan obnubilado por mi propio orgasmo, por el festival de sensaciones, olores y estímulos, que me dejé manejar como un guiñol y, cuando me di cuenta, estaba de rodillas sobre el suelo del cuarto de baño, limpiando con mi lengua la abundante corrida que había soltado sobre la entrepierna de Josema.

Él me observaba, desde las alturas, con una sonrisa torcida de cabrón vicioso, mientras susurraba cosas ininteligibles… El sabor de mi propia lefa sobre aquel rabo gordo, duro, venoso y sudado me volvió a trasladar al paraíso. Sería una mariconada, pero no sólo los olores de los tíos, sino sus fluidos eran un néctar divino… Relamí el tronco de aquel cipote empalmado, los gordos cojones peludos, la lefa que había salpicado el pubis y el abdomen… Dejé el cuerpo de aquel macho limpio como una patena antes de que él derramase su preciada corrida sobre mi boca. Estaba tan cerdo, tan abandonado a mis pasiones más bajas, que me la tragué toda, sintiendo la deliciosa acidez del líquido que había dado la vida a mi mejor amigo abrasar mi lengua y mi garganta.

El sabor de su semen se mezcló con el del mío y aquel festival de sabores me hizo eyacular involuntariamente por tercera vez en lo que iba de noche. La tercera corrida de la noche me dejó el pecho completamente empapado, por lo que Josema recuperó su calzoncillo usado, me lo entregó y sentenció nuestro encuentro en el cuarto de baño con un escueto:

  • ¡¡¡Límpiate, chaval…!!!

Aquel macho se colocó la camisa de cuadros y volvió a su habitación, exhibiendo un culo duro y respingón, y un cipote, todavía medio morcillón, que penduleaba, venoso, de lado a lado, entre dos cojones increíblemente gordos e hinchados, a pesar de la abundante lefada que acababan de soltar.

Yo me quedé tirado en el suelo de aquel cuarto de baño del chalé de la sierra, con un par de calzoncillos usados en cada mano, los suyos y los míos, oliéndolos como si fuera un perro de caza y escuchando el sonido acompasado de los ronquidos de Marcos.

Aquella noche comprendí que nada volvería a ser igual…