La apuesta

A la tercera vez que ella sacara su lengua al ser besada, perdería. No deberían hacerse apuestas con desconocidos... o si?

Su amiga Marta le había hablado insistentemente de él. Rara era la vez en la que ellas se vieran o hablaran por teléfono, que la conversación no terminara con un "tienes que conocerle, es un tío estupendo y seguro que os entendéis bien".

María no quería conocer a nadie, después de una tormentosa relación con Alberto, quien había sido su pareja durante más de cinco años, era como si hubiera apartado de su vida esa faceta tan personal y se hubiera entregado por completo a sus ya conocidos amigos, a su familia y a su trabajo. Ni siquiera se había parado a pensar en lo fría y egoísta que podía haberse vuelto. Si algo tenía muy claro era que no quería volver a sufrir dándose a alguien que no la correspondiera, que no compartiera con ella cuantos momentos regalaba y por supuesto que no la mereciera. Se había vuelto indiferente a cuantas palabras bonitas pudieran decirle y desde hacía tiempo se había propuesto basar sus relaciones en hechos, reales y palpables.

Esa mañana recibió en el trabajo una llamada de Marta que quería verla por la tarde y quedaron en una tetería cercana a la oficina. Marta era una de sus mejores amigas, se conocían desde hacía más de diez años y habían vivido juntas muchas cosas, buenas y malas, y compartido muchos momentos importantes de sus vidas. Damián, su marido cumpliría en breve los cuarenta y Marta andaba liada con un sin fin de preparativos para la gran fiesta de aniversario, que con la ayuda de María estaba organizando. Marta siempre había dicho que Maria era única para preparar eventos, su imaginación y sus recursos eran ilimitados, y sin duda su ayuda le venía bien.

Cuando llegó, Marta estaba enfrascada en una conversación telefónica que parecía alterarla y en la que hacia verdaderos esfuerzos para no perder la compostura. Sobre la mesa, su taza de té, su agenda personal con un millón de anotaciones y de esos papelitos amarillos que sobresalían por las hojas, un par de revistas de viaje y el catálogo de una conocida empresa de catering.

María la besó y se sentó junto a ella esperando que terminara de hablar. Pidió una infusión de menta-poleo con hielo y mientras la bebía, le echaba un vistazo a una de esas revistas de viajes. De vez en cuando, levantaba la vista y veía a su amiga asintiendo con la cabeza o haciendo gestos de desesperación.

Cuando por fin colgó el teléfono, Marta la abrazó y le devolvió el beso. Entre las dos empezaron a repasar la lista definitiva de asistentes a la fiesta. María tenía que llevársela para hacer las invitaciones y unas cartulinas con los nombres para poner en las mesas, se había comprometido con Marta a hacerlo. Le gustaban ese tipo de manualidades, dedicarse a ellas la relajaba y le daba la oportunidad de explotar una de sus mejores cualidades, la del dibujo, para la que sin duda era toda una artista.

De repente, su reunión se vio interrumpida con la llegada de un hombre al que Marta saludó efusivamente. De la misma manera se lo presentó a María que enseguida reconoció en él a ese tan mencionado varón que Marta insistía en presentarle. Se sentó con ellas, cosa que a María no le hizo mucha gracia, pues eso ya no le permitiría hablar con su amiga con la naturalidad y confianza que lo hubiera hecho de haber estado solas. Pero poco a poco empezó a sentirse cómoda con la presencia de aquel hombre que la sonreía al mirarla mientras hablaba. Tanto fue así que cuando Marta hubo de marcharse no tuvo reparo alguno en aceptar la invitación a cenar que él le hizo.

Durante la cena hablaron de muchas cosas. María se sentía relajada, aunque por momentos, la mirada de aquel hombre observándola tan directamente, la inquietaba y la sonrojaba. Él era compañero de empresa del marido de Marta, pero con oficina en el sur de España, más concretamente en Granada, ciudad casi desconocida para María que se dejaba envolver por cuantas maravillas él le contaba del barrio árabe del Albaicin y sus rincones.

Cuando terminaron de cenar se fueron juntos a tomar una copa. Estaban cerca de la Calle Gravina, donde María conocía un local tranquilo para seguir hablando. Antes de que les sirvieran sus copas ella se excusó unos minutos para ir al lavabo donde se refrescó la cara, enjuagó su boca y repasó sus labios dándoles brillo con un lápiz labial hidratante. Mientras volvía del baño, le vio sentado junto a la barra. Permanecía con la chaqueta de su traje gris aún puesta. Se había quitado la corbata y desabrochado el primer botón de su camisa y entre las manos sujetaba su copa. Volvió a sonreír al ver que regresaba y se levantó para dejar que ella se sentara en el taburete que había ocupado. El local estaba lleno y era difícil agenciarse de dos banquetas. María se sentó agradecida y cruzó sus delgadas piernas, dejando casi al descubierto sus rodillas que, al acercarse, rozó sin querer con sus muslos.

Esa sensación era agradable para María y cada vez que lo hacía sentía un cosquilleo. De repente él se aproximó y la besó en los labios. Ella reaccionó separándose de él y medio enfadada le pidió que no volviera a hacerlo. Él se disculpó y entre bromas le dijo que no se arrepentía de ese impulso que había tenido y del que se había dado cuenta que a ella le había gustado que tuviera. Eso enfadó aún más a María que enseguida frunció el ceño y negó lo que él había insinuado. Pero él insistió diciéndole que hasta había cerrado los ojos y sacado su lengua. María se negaba a admitirlo.

Él llegó incluso a proponerle una apuesta. De besarla otra vez, volvería a cerrar los ojos y a rozar su lengua con la suya. María le dijo que no estuviera tan seguro de ello y él la instaba a aceptar la apuesta, tanto que accedió a ella, no sin antes establecer las reglas de la misma. Le daría tres oportunidades. La besaría cuantas veces fuera necesario y a la tercera vez que ella sacara la lengua, perdería la apuesta y él, como ganador, elegiría el premio que quisiera. Pidieron una segunda copa y se situaron uno frente al otro, ella sentada y él de pie, muy próximo a ella, y empezaron el juego.

El primer beso fue simple, a penas un leve roce de labios. María afianzó su idea de que no llegaría a sacar su lengua con besos como ese y ello le dio seguridad en su afirmación, dejándose besar una segunda vez.

Antes de hacerlo, él acercó el vaso a su boca, dio un trago y con su lengua se mojó los labios. María sonrió y acercándose a su oído, en voz baja, le dijo que ese truco no le serviría de nada, que a ella no le gustaba el ron. Se separó de él para ser ella ahora quien refrescara su garganta que sintió reseca. De la misma manera en la que ella se había aproximado, él acercó su cara buscando su oreja, aspiró su perfume y murmurando le dijo que le gustaba su olor.

Sin saber a penas por qué, eso la excitó. El susurro de sus palabras había acariciado su cuello y por un momento pudo sentir como sus pezones se habían estremecido y sin duda se señalarían en su blusa bajo su ropa interior.

Era curioso verles aunque entre tanta gente pasaban casi inadvertidos. Parecían dos adolescentes. Se miraban, se hablaban y se besaban como aquellas primeras veces en las que aún en el instituto empezaban sus primeros juegos sexuales, esos en los que sientes que la sangre te hierve y tu cuerpo responde a la menor de las caricias o insinuaciones. Esos en los que pareciera que te dejaras llevar por una única hormona que controlara todas tus reacciones, sin sentido, sin explicación alguna. Esos tan gratificantes a veces y otras tan excitantes.

Llegó la hora de un nuevo beso. María estaba tan segura de que no jugaría con su lengua que se confió y mientras él acariciaba su barbilla con el dedo pulgar de una de sus manos, volvió a aproximarse a ella. La barbilla de Maria era casi tan sensible como su cuello y al sentir sus labios en los de ella no pudo evitar cometer el primer error. No le molestó hacerlo, pero sí la manera en la que él alardeaba de que ganaría la apuesta. No lo hacía con mala intención, pero el juego de provocar su enojo le resultaba excitante.

Ella no podía remediarlo, era demasiado orgullosa para dejarse vencer y menos en una apuesta de besos. Sus labios no habían sido besados en meses y lejos de creer que flaquearía a la más mínima, pensó que eso les habría vuelto inmunes. Tuvo que rechazar esa teoría al recibir un nuevo beso.

Esta vez, la aproximación duró minutos en los que él se acercaba y se alejaba y al volverse a acercar, con su nariz acariciaba de nuevo su cuello. Una vez en sus labios, su lengua jugueteaba caprichosa entreabriendo sus labios y rozando sus dientes y sus encías. Al sentir una de sus manos en sus rodillas, descruzó sin querer las piernas y en ese momento él acarició la parte interna de uno de sus muslos y ella volvió a sacar la lengua cometiendo su segundo error.

Estaba desconcertada. No solo había saboreado ese beso, además, había sentido calor en sus muslos y cierta humedad entre ellos. Ya hacía rato que sus pezones no habían dejado de marcársele en la ropa y él había empezado a excitarse.

Notaba como su verga despertaba lentamente y sentía la presión en su entrepierna. El juego empezaba a volverse peligroso para ambos. Esta vez fue él quien tuvo que excusarse para ir la baño y abriéndose paso entre la gente se alejó de ella. En ese instante María pudo ver como desde el otro lado de la barra una mujer de pelo rubio la miraba, sin apartar los ojos de los suyos y de sus pechos. María aprovechó para pedir una nueva copa y algunos frutos secos. Se notaba como flotar en aquel ambiente en el que la música la envolvía. Y miraba a la gente observando sus caras y sus expresiones. Cada cual a lo suyo y todos indiferentes a los demás, excepto esa mujer que una vez más no dejaba de mirarla descarada e insinuante. Se preguntó a si misma el por qué no dejaría de observarla, si sería porque le gustaría ser la que la besara o por el contrario ser la besada. Para ella no era fácil mostrarse de manera íntima delante de la gente, pero pensó que en un sitio como ese sería difícil encontrarse con alguien conocido y el hecho de saberse observada le daba cierto morbo y la humedecía.

Al volver del baño, algo más relajado, agradeció esa nueva copa que Maria puso entre sus manos y que ambos bebieron. Fue entonces cuando ella se detuvo a mirarle detenidamente. No era excesivamente guapo, pero tenía un algo que le hacía tremendamente atractivo para ella. Sin duda, su traje de Armani le envolvía en una elegancia exquisita y dibujaba su esbelto cuerpo, no excesivamente cuidado, pero si proporcionado. Tenía los dedos largos y finos, como los de un pianista y sus uñas, perfectamente recortadas, daban a sus manos un aire delicado y muy sensual. María era muy observadora de esas cosas, de esos detalles que hacen que un hombre se distinga del resto. La segunda cosa de un hombre en la que María se fijaba era en sus zapatos. Tras verlos era capaz de averiguar con muchas probabilidades de acierto, qué profesión ejercía. A sus amigas, esa habilidad las traía locas y muchas veces le habían insistido para que les enseñara dónde residía el misterio de unos zapatos italianos y en qué se diferenciaban de unos que no lo fueran. Pero María jamás había desvelado su secreto, ni ella misma la sabía, pero tenía un séptimo sentido para eso que la hacía única.

Sus zapatos hacían juego con su cinturón de piel y hebilla de Hermes. Estaban como recién estrenados, sin duda alguna él era muy cuidadoso para sus cosas, cualidad que María agradecía en un hombre. Y llegó a pensarle al llegar a casa, desvistiéndose y poniendo sobre un galán la ropa que se quitara, cuidadosamente doblada. Sin duda era un hombre de camisa diaria, se notaba en el apresto de sus puños y su cuello, perfectamente almidonados y en el hilo de su botonadura, pulcramente planchado.

Mientras se perdía en sus pensamientos, un nuevo beso la volvió a la realidad del momento. Esta vez fue un beso cálido acompañado de una mirada limpia que reflejaba tranquilidad y un estar a gusto con la compañía.

Casi sin darse cuenta él ya estaba de nuevo junto a ella, con una de sus rodillas metida entre sus muslos, casi a la altura de su sexo, agarrándola por el cuello y metiéndole la lengua hasta la garganta. Sin duda sentir ese beso fue como sentir la prolongación de su sexo entrando en ella. No había posibilidad alguna de que María no cometiera ese último fallo que la llevaría a perder la apuesta. Ese beso duró minutos, en los que ambos se dejaron llevar. No solo sacó su lengua, además la paseó por el interior de su boca, rebanándole el paladar, intercambiando saliva y buscando su rodilla, en la que disimuladamente rozaba su sexo, sintiendo la excitación en su clítoris y la humedad que lo bañaba. Jugaban con sus leguas presionando una sobre la otra, con sus labios que se buscaban ansiosos y desesperados. Ese beso se vio interrumpido por una llamada de Marta en su móvil, que quería saber de ella, de cómo había ido su velada.

Él la observaba acalorada y echándose aire con un posavasos de cartulina que a penas calmaba ese rubor y ese calor que la sonrojaba, mientras sin querer dar muchos detalles a su amiga, sonreía con complicidad e intentaba dar por finalizada la conversación diciéndole que la llamaría al día siguiente.

Mientras María terminaba de hablar por teléfono, él sacó su billetera y pagó las copas consumidas. Esperando que le trajeran la vuelta, la miró y le recordó que al ser el ganador de la apuesta había llegado el momento de elegir su premio. María se dio cuenta de que en un principio, segura de no perderla, aceptó las normas establecidas y con ello, el premio, pero ahora se sentía aturdida a la vez que excitada al no saber qué sería lo elegido. Ni se atrevió a preguntárselo, solo accedió a tomarle la mano que él le ofreció y a salir juntos de aquel local de copas. Le temblaban las piernas y las rodillas, sin saber si era por el efecto de las copas, de los besos o el miedo a no saber qué ocurriría a partir de ahora.

Caminaron dirección a la Calle de San Gregorio para salir a Augusto Figueroa e intentar tomar un taxi, pero al llegar a la Plaza de Chueca se detuvieron ante el portal de una de esas casas del Madrid viejo, con portones enormes y pesados de madera noble, entradas oscuras y ascensores enjaulados en verdaderas obras de arte férreo. Entraron en él, ella sorprendida y asustada, y la apoyó sobre la pared del bajo, junto a la portería y tras el hueco del ascensor. Muy pegado a ella, casi rozándole los labios le dijo que ya había elegido su premio, que sabía lo que quería y que la quería a ella. María creyó que el corazón se le salía por la boca al sentirle tan pegado a ella, al notar como su sexo endurecido se clavaba en su pubis a través de sus ropas y una vez más, su lengua buscaba la de ella que esta vez no se resistió a salir de su boca y volver a jugar con la suya. Él sintió como los pezones de María le quemaban el pecho y en ese momento le levantó la falda e introdujo entre sus muslos una de sus manos. María se negaba a abrirlos, esa resistencia la excitaba y hacía que él se rebelara y presionara aún más su mano que no pudiendo entrar entre sus muslos lo intentaba hacer por la cinturilla de sus bragas. Era como si mientras la besaba le robara el aire y en un esfuerzo inútil de coger aliento separó sus piernas abriendo sus rodillas y despegando sus muslos mojados de deseo y de lujuria.

Y sin dejar de lamer sus bocas desesperadamente, se dejaron caer en la escalera y en ese momento él abandonó su boca para recorrer su cuerpo besuqueándolo y dibujando una vereda desde su cuello a su pubis. Esos besos le quemaban los pechos. Como un lactante buscaba sus pezones que casi desgarraban la tela de su sujetador, redondos, oscuros, como dos puñales que la herían de la excitación. Él los mordía, atrapándolos entre sus dientes mientras sus manos se aferraban a sus senos como el que se agarra a la vida. Al llegar a su ombligo María ya no se oponía, ya no podía hacerlo. Lo exploró con su lengua, hurgando su oquedad. Se sentía morir, como si una losa la oprimiera el pecho y no la dejara respirar. La ansiedad era tal que fue como decir un "tómame, hazme tuya, no voy a resistirme más". Agarraba su cabeza metiendo los dedos entre su pelo, queriendo guiarle en la exploración de su cuerpo, pero él sabía bien lo que hacía, cada gesto, cada caricia era bien recibida por María que se estremecía y gemía de gusto. Al llegar a su pubis lo mordisqueó por encima de sus bragas y sintió el olor a hembra que manaba de su sexo. Le quitó las bragas, lamió sus ingles, la parte alta de sus muslos, su monte de Venus y sus labios que sudaban lascivia. Recorrió con su lengua cada pliegue de su coño, cada hueco de su cueva que se abría para recibir su boca y su lengua en el más excitante intercambio de fluidos.

Ella gemía y resoplaba, incapaz de decirle que parara. Su estado de excitación ya no tenía reversión, era imposible y es más, ya no quería que se detuviera y hablándole le instaba a seguir recorriendo su coño por dentro y por fuera y desesperadamente suplicaba que la follara y acabara de una vez por todas con ese sin vivir, con esa inquietud, que apagara ese fuego que le quemaba el alma y las entrañas. Él la invitó a correrse en su boca y atrapó entre sus labios su clítoris que rebosante sobresalía de sus labios, succionándolo, y en ese instante un alarido se le escapó de los adentros y gritando de placer se corrió en su boca empapada de sus babas y sus flujos.