La aparición nocturna - Desenlace

Si lo ocurrido no tenía explicación, lo mejor era olvidarlo.

La aparición nocturna – Desenlace

1 – La despedida

Durante el almuerzo vi al jovencillo Alex en su rincón mirándome con tristeza. Sabía que después de la cena bajaríamos a tocar por última vez, recogeríamos los instrumentos y ya no me vería más. Yo intentaba sonreírle y animarlo, pero tenía sus dedos en la boca y me parecía que iba a ponerse a llorar de un momento a otro.

Pero la siesta la pasamos solos en aquel pequeño valle a la orilla del río. No puedo detallar todo lo que hicimos porque fueron horas de abrazos, besos, placeres.

Cuando empezaba a llegar la hora de la cena subimos al molino en silencio. Él se quedó afuera, en la entrada, pero cuando sirvió la cena doña Matilde, ya con nuestro equipaje preparado, allí estaba mirándome con profunda tristeza. Cuando salimos hacia abajo, hacia la aldea, me llamó doña Matilde muy preocupada y tuve que volverme.

Músico – me dijo la señora -, no quiero molestarle, pero hay alguien en la casa que llora sin consuelo porque no le va a ver más. Si no le importase entrar

Pensé que era una de sus hijas, que sin decirme nada en todos aquellos días, había sentido una cierta atracción por mí. Entré en el salón iluminado por las velas y encontré a Alex sentado a la mesa y con su cabeza echada sobre ella.

¡Mi niño! – le dije -, que no me he despedido de ti como te mereces.

No levantaba la cabeza y comencé a acariciar su pelo y a consolarlo.

Te prometo que vendré a verte – le dije -; no trabajo todos los días. Como esto está muy lejos y la gente parece poco hospitalaria en sus casas, necesitaré que me alquiléis una de esas habitaciones pequeñas de arriba.

No – me dijo casi llorando -, no tienes que buscar un sitio donde quedarte ni pagar pensión ninguna. Vente a casa; yo te quiero.

Y yo te quiero, pequeño – lo besé y levantó la cabeza para mirarme-, así que vendré a verte muy pronto ¿Quieres?

Sí – me dijo -, ven muy pronto; cuanto antes.

¡Venga, churrita! – le pellizqué la cintura -, que no me vas a dejar de ver.

Me besó como si fuese una despedida para siempre y le di una foto nuestra.

¡Vuelve Tony! - me dijo -, vuelve a verme aunque sea un rato.

Te he prometido que volveré ¿De acuerdo? No me llores más, que te pones muy feo y eres muy lindo.

Sonrió y salí del molino. No entendía cómo doña Matilde sabía lo que pasaba, pero la despedida de todos fue normal. Bajamos a tocar y pasamos una última noche, con menos gente, pero muy divertida. Recogimos todo el equipo, lo cargamos y salimos de madrugada hacia casa. Aquella carretera, de noche, era aún más espeluznante. Me abrazó Daniel al notarme triste y ensimismado y eché mi cabeza en su hombro y me puse a llorar. Todos me miraron extrañados, pero vieron que Daniel me consolaba.

2 – No necesito un médico

Llegamos a casa al amanecer y me senté en el sofá con la vista perdida.

Tony – me dijo Daniel -, sé que te pasa algo. Ya estamos en casa. Todo lo malo ha pasado. Cuéntame lo que te atormenta ahora para poder ayudarte.

Yo no le contestaba, sino que miraba al frente con la vista perdida. Me pareció que Daniel llamaba a alguien muy preocupado y, después de cambiarse de camisa, me puso a mí una limpia, me tomó por la cintura y salimos del piso.

¿A dónde vamos, Daniel? – le dije -. No me has dicho a dónde vamos.

Vamos a ver a un amigo mío – me dijo -; es un poco mayor que yo, pero puede ayudarte. Yo no puedo. Es psiquiatra. Siempre tiene la consulta llena, pero nos hará un hueco. No quiero verte así.

¿Psiquiatra? – me asusté - ¿Piensas que estoy loco?

No, Tony – me dijo dulcemente -, no se va a ver a un psiquiatra por estar loco. Eso no tiene solución. Lo que sí puede hacer él es averiguar qué te pasa y remediarlo. Sólo con que te recete algún sedante te sentirás mejor.

Yo seguía mirando al frente. Me parecía que no estaba allí, sino en el molino y viendo el rostro de Alex.

Llegamos a un lugar, no muy lejano, y entramos en una sala de espera un poco concurrida, pero saludó Daniel a una señorita con mucha confianza y nos hizo pasar por una puerta que daba a una pequeña oficina.

Sentaos aquí – nos dijo aquella señorita -, en cuanto salga la visita que tiene entrará tu amigo por esa puerta. La visita no puede ser muy larga, pero ya os daré número para una cita.

Entré a la consulta y me saludó un médico de unos treinta años que no se levantó de su asiento ni me dio la mano. Me senté ante él y me preguntó lo que me pasaba. Le dije que lo que me pasaba era muy largo de explicar y me pidió que le hiciera un resumen sólo para poner un remedio provisional y que en un par de días me atendería una hora y, si lo veía necesario, haríamos una psicoterapia.

No estoy loco – le dije -, pero no entiendo lo que me pasa.

Si estuvieras loco – me respondió sonriendo -, no estarías aquí. Has vivido algo que te ha chocado, que te ha impactado. Cuéntamelo en pocas palabras.

¿Se puede conocer a un chico y tocarlo, tener relaciones con él, sin que nadie lo vea, como si no existiera y que te dice que murió hace un año?

¿Cómo? – me preguntó soltando el bolígrafo - ¡Eso es imposible!, pero siempre hay un motivo que te hace creer que has vivido eso. Sólo está en tu mente y lo vamos a descubrir. De momento, quiero ponerte un tratamiento para que te sientas mejor, más relajado; pero las pastillas no resuelven los problemas. Los vamos a resolver tú y yo.

3 – La escapada

Dormía Daniel aún y yo seguía despierto a pesar de las pastillas que me había recetado su amigo. Me levanté con mucho cuidado, cogí la ropa y me vestí en el salón. Me guardé las llaves del coche y salí despacio para no despertarlo. Eran las seis de la mañana.

Me dirigí a la salida que iba hacia aquella aldea. Tenía que volver al molino y no sabía si pasaría allí un día, dos, una semana… o me quedaría para siempre.

Entré en el estrecho camino casi cuatro horas después y no iba conduciendo con cuidado. Sabía que no iba a encontrarme ningún coche. Lo único que me importaba era Alex.

Al entrar en la aldea me pareció muy descuidada y abandonada. «La gente, pensé, sólo cuida esto cuando está aquí». Torcí a la derecha y subí hasta el molino que ya resaltaba entre los árboles con la luz del sol. El coche de doña Matilde no estaba, así que pensé que habría ido al pueblo y aparqué cerca de la puerta. Estaba, como siempre, entreabierta. Llamé y no contestó nadie, así que la empujé un poco y pasé. La sala estaba abandonada. No parecía que hubiese vivido allí nadie desde hacía mucho tiempo. Lo primero que quería saber era dónde estaba Alex y lo llamé varias veces. Me pareció oír ruido en la parte alta de la casa y subí las escaleras con ilusión y con prisas, pero al llegar arriba, encontré una troje grande y vacía. No había celdas, no había nada. La ventanuca del fondo dejaba entrar la primera luz del sol.

Bajé confuso; algo había que parecía imposible. Me dirigí a la puerta para salir al campo y ¡allí enfrente estaba Alex sonriéndome!

Corrí hacia él y él corrió hacia mí y nos encontramos en un fuerte abrazo. Lo tomé con fuerzas y lo levanté en los aires dándole vueltas.

¡Tony, Tony! – me decía -; sabía que ibas a venir a por mí.

4 – Una mañana de perros

Me tomó de la mano y bajamos por la vereda hasta el pequeño prado verde del río y, antes de llegar, comenzó a quitarse la ropa:

Desnúdate, Tony – me dijo -, que esta mañana no te has duchado y el baño te sentará bien.

Sí – le dije –, pero llévame luego al pueblo, que tengo hambre y todavía se me abrirá más el apetito con el agua.

Lo tomé casi en brazos (a cabritos, que decimos) y fui entrando en el río. Allí dentro, me dio él con sus manos por todo el cuerpo y yo le di a él hasta terminar abrazados dentro de la corriente y fundidos en un beso muy largo.

¿Vienes a verme o vas a quedarte conmigo? – me dijo -; ya empezaba a aburrirme y contigo lo paso muy bien. Cuando nos sequemos iremos al pueblo y comes algo.

¡Comeremos los dos algo! ¿No? – le dije - ¿O es que tú no comes?

Hmmmm – puso cara de asco -, ¡es que no tengo hambre!

Pues deberías comer, que estás delgado; y hacer ejercicio para que estas carnes tan bonitas y tan rosadas se pongan fuertes.

No hay toallas – me dijo por cambiar de tema -, tendremos que secarnos sobre la hierba. A mí me gusta.

Y cuando estemos secos, nos vestiremos y bajaremos a la aldea, a ver si veo a alguien.

¿A la aldea? – me miró asustado -. Yo nunca bajo a la aldea.

Pues vas a venir conmigo – le dije -, que a mí me conocen y me respetan y no va a pasarte nada. Si no, no hay trato.

Me miró pensativo y de cerca y luego asintió sin decir palabra.

Nos secamos echados en la hierba y él pasaba sus manos sobre mi cuerpo para quitar el agua mientras yo no apartaba mis ojos de los suyos. Un buen rato después, nos pusimos las ropas, me tendió la mano y subimos hasta el molino. No quiso entrar allí, sino que insistió en que nos fuésemos al pueblo. Pero bajando aquella calle o camino, torcí a la derecha y paré donde estuvo el escenario. Bajándome del coche con curiosidad, entré en aquel solar vallado y observé que había un escenario muy antiguo y descuidado. Por encima, no había más que alambres oxidados; habían desaparecido las banderitas de colores, las bombillas

Salí de allí mirando las casas que quedaban enfrente y se bajó Alex del coche. Por aquella calle no pasaron nada más que unos perros delgados y hambrientos que se acercaron tímidamente a mí.

Vamos a llamar a esa casa – le dije -, tal vez haya alguien.

Me dirigí a la puerta y tuve que dar muchos golpes, pero nadie abría. Al empujar un poco, se abrió aquella puerta chirriante de metal y encontré ante mis ojos un salón totalmente abandonado, lleno de polvo y papeles. No había muebles.

¿Estas son las casas rústicas que decía tu mamá? – le dije al pequeño -. No me gustaría vivir en una de ellas.

Entramos abrazados y sentí un silencio fuera de lo normal. Alex se agarró fuertemente a mí y comenzó a inclinarse para besarme. Sólo se oían a lo lejos los ladridos de los perros.

Salí corriendo a llamar a otra casa, pero tampoco abría nadie. Empujando la puerta, se abrió también y todo estaba completamente abandonado. Asustado por lo que estaba viendo, corrí de casa en casa abriendo las puertas. Todas estaban abandonadas. Podría asegurar que allí no había habido nadie desde mucho tiempo atrás. Tomé a Alex de la mano y nos fuimos al coche.

¡Vamos, chico! – le dije -. Llévame al pueblo; dime por dónde hay que ir.

Y me dijo que fuese por el camino de entrada y, al salir a la carretera, sólo tendría que recorrer unos cinco kilómetros.

5 – El sustento

Llegamos a un pueblecito y me señaló el pequeño una casa de comidas, pero me dijo que me esperaría en el coche, que no le importaba si tardaba un poco.

Lo dejé allí y me llevé las llaves. El comedor me pareció muy agradable y me atendieron muy bien. Pedí el menú, que era de cocido, ensalada y postre. Comí con mucho apetito y muy rápidamente. No quería dejar al pequeño solo demasiado tiempo. Pensé mientras comía que sería mejor llevarme un par de bocadillos al molino para no tener que volver. Y me prepararon dos enormes bocadillos para llevar. Sólo tuve que pagar siete euros por el almuerzo y los bocadillos. Me pareció muy barato y le di una buena propina al camarero antes de salir.

Desde dentro del coche vi la sonrisa de Alex al verme aparecer.

¿No he tardado mucho, no? – le dije al entrar -. En realidad tenía mucho apetito y he comido muy rápido para que no me esperases.

No importa, Tony – contestó -, te he esperado más tiempo otras veces.

Arranqué y entré en una callejuela para dar la vuelta. Tenía que volver hacia el molino. Antes de cruzar la carretera vi una tienda de electricidad y paré. Le dije al chico que me esperase un momento y entré a comprar una linterna. Empecé a pensar que si me quedaba en la casa sin luz eléctrica, sería mejor poner algún remedio. El agua seguiría saliendo fría del grifo que había junto al fogón. Los grifos de arriba habían desaparecido.

Volvimos hasta la entrada del camino que llevaba a la aldea y, poco después, entramos por él y fui despacio hasta llegar a la calle que subía al molino. Me detuve y di un último vistazo a la calle abandonada. No tenía sentido. Pocos días antes había allí mucha gente; ahora ya no había nadie y las casas y la calle estaban abandonadas como si nadie hubiese estado allí.

No lo sé – me dijo Alex -, yo nunca bajo a la aldea.

Pusimos nuestro pequeño campamento junto al río. Nos sentamos primero al sol y luego, cuando empezó a calentar, nos sentamos bajo el arbusto. Alex seguía pegado a mí como si temiese que me fuera, pero no pensaba retirarme de él, sino pasar allí la noche y salir al amanecer. Me era imposible comunicar con Daniel y decirle dónde estaba.

Sólo esta noche, bonito – le dije -; es bastante tiempo. Luego tengo que irme para continuar mi vida, mi trabajo. Aquí no hay nada ni nadie excepto tú y… tú no me puedes mantener y yo no sirvo para vivir en el campo. No sé qué haces aquí, ni qué hacía esa gente. Sólo sé que tú estás y quiero estar contigo.

¿No me vas a llevar? – me dijo - ¿Me vas a dejar aquí solo?

Ya estabas solo, pequeño – le expliqué -, eres tú el que debes saber cómo has estado aquí solo.

No hubo respuesta y me pareció que me miraba disimuladamente ocultando alguna cosa, pero se echó en mis brazos; el calor apretaba y nos quitamos las ropas. Hasta una hora estuvimos abrazados, besándonos, acariciándonos y todo acabó con una mamada lenta y poniendo su boca sobre la mía, dejó caer un chorro de mi propio semen.

6 – La huída

Entramos en el molino al anochecer y encendí la linterna. Tuvimos que sacudir un poco las sillas y la mesa y nos sentamos luego uno junto al otro. Abrí un bocadillo y le ofrecí, pero me lo agradeció y se quedó mirándome embelesado mientras yo tomaba mi cena improvisada.

Casi es de noche – me dijo -, así que deberíamos preparar la cama grande del dormitorio para los dos.

Esta linterna es grande – le dije -, no te preocupes. Es curioso. Tú y yo aquí solos y nos acostaremos por primera vez en una cama donde quepamos los dos.

Si pudieras – insistió – podríamos pasar muchas noches juntos. Todas.

Lo sé, precioso, pero eso no es posible. Hay ciertas cosas que no pueden eludirse.

Poco después, nuestros roces volvieron a ser besos y abrazos y le dije que deberíamos preparar la cama. Entramos en el dormitorio y me llevó hasta la más grande y, ya allí, me empujó riendo sobre ella. Se levantó una nube de polvo.

¡Esto está sucio! – le dije - ¿Cómo vamos a dormir aquí?

Quitaremos la colcha – propuso – porque las sábanas están limpias. Además, me parece que no vamos a dormir ¿no?

Me miró con una sonrisa pícara.

Y no dormimos mucho, porque me tuvo toda la noche entre besos y abrazos con una novedad. Nos amamos de todas las formas que uno puede imaginar. Me dejó tocarle su churrita, que cuando se ponía en erección no era tan pequeña. Disfruté chupándosela una y otra vez, aunque no eyaculaba. No recuerdo rincón de su cuerpo que no besase ni rincón del mío que no recorriesen sus cálidos labios, pero, además, se sentó encima de mí en cierto momento, me tomó el miembro y se lo fue introduciendo muy despacio conteniendo el dolor con respiraciones entrecortadas. Me corrí dentro de él y cayó exhausto sobre el colchón, a mi lado, poniéndose de espaldas a mí y pidiéndome que lo abrazase. No hacía calor y así nos calentábamos mutuamente. No recuerdo más, porque el cansancio me dejó dormido casi al amanecer.

Desperté con los primeros rayos de luz y me encontré solo en la cama.

¡Alex! ¡Alex! – grité desesperado - ¿Dónde estás?

No hubo respuesta y pensé que me estaría esperando enfrente del molino sentado en aquella valla de piedras. No veía muy bien y encendí la linterna, me levanté de la cama y enfoqué el piano. Me quedé de piedra. El precioso mueble del antiguo Piazza estaba resquebrajado y la madera muy deteriorada. Sobre él estaba la foto de la orquesta que le entregué, pero decolorada y arrugada. Me acerqué a él con cuidado, sacudí la banqueta y me senté y, tomando aire, abrí la tapa. Todas las teclas de hueso estaban rotas; alguna ni tenía hueso y dejaba ver la madera seca de la tecla. Toqué varias notas sueltas y unas estaban totalmente desafinadas y otras ni siquiera sonaban. Tiré de la tapa y cerré de un golpe poniéndome de pie. Caminé un poco hacia atrás y me fui hacia la puerta. La mesa y las sillas del salón seguían llenas de polvo y la puerta de salida estaba cerrada. Atravesé el salón bastante asustado y no me costó mucho abrir la puerta. En la valla de enfrente no había nadie. Solté la linterna en el suelo y corrí por la vereda hasta el río. Aquel pequeño valle verde estaba vacío y silencioso; el río casi no llevaba agua. Me volví y subí corriendo hasta el molino, pero seguí por el camino por el que me llevó un día Alex hasta el cementerio. Encontré frente a mí un vallado de palos y alambres y dentro de él, había dos promontorios con cruces de madera podrida donde no podía leerse ningún nombre, pero en la cruz de la tumba más pequeña había colganda una pulsera de plata ennegrecida. En la chapita podía leerse «Alex». La tomé y la guardé en mi bolsillo saliendo luego corriendo de aquel lugar. No pensé en nada más. Me metí en el coche y salí de allí lo antes posible. Al acercarme a la autovía, paré a un lado y llamé a Daniel.

¡Tony! – dijo casi llorando - ¿Dónde estás? Yo iba a dar aviso a la policía.

No, no, amor mío – le dije -. Tranquilo. Estoy bien, estoy bien. No ha pasado nada. Dentro de unas horas estaré ahí contigo.

7 - Epílogo

Cuando Daniel vio que me encontraba bien, aunque muy cansado, me preparó la cama y se sentó conmigo y cuando desperté, comenzamos a hablar de lo que había ocurrido. Le advertí que tal vez no me creyese, pero todo había pasado. Al terminar de oír mi historia, me abrazó.

Eso no puede ser, Tony – me dijo -, pero lo importante es que estés bien.

Te juro, Daniel – insistí -, que todo lo que te he contado es cierto. Tan cierto como que me tienes aquí contigo. Pero viendo que suspiraba y decía que no con la cabeza, saqué de mi bolsillo la esclava de plata y la puse en su mano.

No tengo otra forma de demostrártelo.