La aparición nocturna (2)

Cómo se combinan ciertas cosas en la vida que cambian tu destino hasta un límite que nunca ibas a creer. Segunda parte.

La aparición nocturna – Parte 2

1 – La dulce venganza

Observó Daniel en mí una actitud que no le pareció normal. Estando vestido y echado bajo aquel arbusto, me tapé la entrepierna instintivamente con las manos y me volví apresuradamente a tomar algo sobre la hierba; pero allí no había nada. Se acercó a mí y se sentó a mi lado.

Muy a gusto deberías estar durmiendo – me dijo – porque parece que tenías un sueño bastante agradable. Diría yo que te ha asustado mi presencia.

No, Daniel, no – le dije -, no es eso. He querido que me escuches porque tengo algo muy importante que contarte y ni siquiera me has mirado ¿cómo me pides ahora explicaciones?

Lo siento, Tony – puso su brazo sobre mis hombros -, sé que aún nos queda un tiempo poco agradable que pasar aquí, pero no sé por qué he reaccionado tan mal. No es culpa tuya que pasen estas cosas. Pide responsabilidades a Lino cuando volvamos; la culpa es suya, no tuya.

Eso lo dices ahora, Daniel – le respondí muy serio -, cuando no has querido oír lo que tenía que decirte; cuando me has abandonado necesitándote como nunca. No. No voy a decirte ahora cuál era mi problema.

¡Hombre! – exclamó -, se ve que ya se ha solucionado.

Te equivocas – le señalé con el dedo -, el problema sigue existiendo, pero estoy intentando luchar por solucionarlo yo solo. Gracias por interesarte, pero ahora soy yo el que tengo que decirte que voy a pasar la noche en mi celda ¡solo! Cuando lleguemos a casa hablaremos.

Me parece que molesto – me dijo con cierto tono despectivo -, volveré con los demás. Ya sabes los horarios; no te pierdas.

Se levantó y salió de debajo del árbol subiendo luego por la vereda que iba hacia el molino. Me quedé sentado viendo pasar las aguas y oyendo su murmullo. No entendía lo que había pasado y estaba seguro de no haber dormido ni un solo segundo. Oí un ruido de ramas y, al mirar al lado, encontré a Alex sentado otra vez junto a mí.

No sabía que hacer – me dijo – y tomé las cosas y me fui. Creo que no me ha visto.

¿Crees que no te ha visto? – me enfadé - ¿Y esto? Yo estaba completamente desnudo contigo y cuando ha aparecido él, estaba vestido ¿Me has puesto tú las ropas a tal velocidad?

Se quedó muy serio y mirando también a las aguas y, echando las manos hacia su lado, tomó su ropa y comenzó a vestirse.

¡Eh, eh, espera! – le tomé por el brazo -. Esas ropas tuyas no estaban ahí hace un momento y no las traías.

No sé – me dijo -, yo las dejé aquí y me escondí.

Comenzaba a pensar que todo aquello no era más que un mal sueño y quería despertar, pero unos labios cálidos me besaron la mejilla y una voz susurrante me dijo: «Perdóname».

Me abracé a Alex meciéndolo y mis lágrimas caían en silencio sin que él las viera. Si no nos íbamos pronto de aquel lugar me iba a volver loco.

Sus manos volvieron a entrar por debajo de mi camiseta y a acariciarme la espalda, volvimos a besarnos y a acariciarnos y acabamos desnudos; como estábamos. Se sentó sobre mi miembro y me miró sonriendo:

No me la metas – me dijo – que eso duele mucho.

No, chaval, no – le contesté sin apartar mis ojos de los suyos -; no voy a hacerte nada que te lastime o que tú no quieras, pero tampoco te voy a dejar que hagas conmigo cualquier cosa.

Entonces, me fijé en su churrita flácida y rosada y quise darle unos toques con el dedo índice en plan de broma, pero se echó a reír y se levantó corriendo.

¡No me la toques, Tony! – se reía -, que me haces cosquillas.

Pero se volvió a acercar, se sentó sobre mí mirando hacia el río y se agachó. Encontré ante mis ojos su precioso y redondeado culito abierto y, tomándolo por la cintura, tiré de él hasta tenerlo pegado a mi cara. Levanté un poco la cabeza y comencé a lamerlo con tacto, sin prisas. Miró atrás para verme y me dijo que eso sí le gustaba y, cuando me di cuenta, ya estaba chupando otra vez. Aquel chico no se cansaba y yo, con lo que tenía en mis manos y en mi boca, tardé muy poco en correrme otra vez.

Se sentó un poco más adelante, en mi pecho, y escupió mi leche. Luego, sin hacer movimientos bruscos, volvió a echarse a mi lado.

¿No te gusta el sabor de mi leche? – le dije -. Tienes una extraña costumbre de escupirla. Ya sé que no debe tragarse, pero también sé que no te da asco.

No, no me da ningún asco de ti – me volvió a acariciar -, pero no sé si debo tragarla o escupirla.

Depende – le comenté indiferente -; si no te da asco podrías tragártela, pero siempre hay que tener cuidado con quién se hace ese tipo de cosas.

Me la tragaré hasta que te vayas – me dijo -. Quiero quedarme con algo tuyo dentro. Tu leche me gusta.

Poco después, nos lavamos un poco en el río y subimos al molino. Mis compañeros ya habían ido a sus habitaciones (o celdas) a lavarse y cambiarse, así que entramos en la casa y se puso Alex en la esquina de siempre y subí a cambiarme, pero al entrar en mi «celda», encontré allí a Daniel muy triste esperándome.

¡Eh, tú! – le dije -, he tenido que aguantar palabras tuyas muy duras. No pienses que estoy enfadado. Sólo por ahora hasta que hablemos, pero es que estás en mi habitación.

¡Por favor, Tony! – lloriqueó -, dormimos muy cerca. Déjame pasar la última noche contigo. Mañana nos vamos.

Así es – contesté muy seco -, mañana nos vamos y se cumplirá lo que querías; dormir tú ¡solo!, y no hablar más de este asunto hasta la vuelta. Prepárate que no queda tanto tiempo para cenar y actuar.

2 – Atrapando moscas

Bajamos por fin a la cena a la luz de las velas. Doña Matilde nos hacía muchas preguntas mientras nos servía la comida entre la luz de cuatro velas y, al fondo, en la penumbra, estaba Alex mirándome sonriente; en la otra mesa pequeña cenaban las dos hijas de aquella amable señora.

En cierto momento, comenzó a hablar de su difunto marido y de su hijo. Los demás no sabían nada de esto, así que la oyeron con atención y le dieron el pésame.

La vida sigue siempre, músicos – nos dijo -; sigue de otra manera para los que se van y de esta manera para los que nos quedamos. Por lo menos siento la tranquilidad de que mi pequeño se fue con su padre. No podía estar sin él; siempre estaban juntos; ahora siguen juntos. Cuando mi marido salía, por muy temprano que fuese, ya estaba mi hijo Alex en aquella esquina esperándolo (señaló a donde estaba el chico). Siempre esperaba a su padre; no quería que se fuese y lo dejase solo. Se fueron juntos para siempre.

Al oír estas palabras, el pequeño Alex miró a su madre extrañado y dijo que no con la cabeza. Se levantó de la pared donde estaba echado y se vino a mi lado. Lo miré sonriente y lo tomé por la cintura. Me besó. Los demás, a la luz de las velas, vieron mis movimientos, pero no vieron al chico, observaron que yo miraba al aire oscuro del salón, sonreía y elevaba mi mano derecha a la altura de mi cintura.

¡Eh, director! – me dijo uno de ellos - ¿Estás ensayando ahora arte dramático o estás cazando moscas?

No me había dado cuenta de aquel error, así que les dije:

No dejéis nunca de ensayar; incluso cuando estéis comiendo. ¿Sabéis pasar de una sonrisa de felicidad a un llanto amargo en menos de un segundo? Todo eso se estudia y luego no hay más que practicarlo.

En realidad, sentía enormes deseos de echarme a llorar. Las palabras que había oído de doña Matilde me asustaban. El pequeño, dijo, no podía estar sin su padre y siempre lo esperaba en aquella esquina. Alex no podía estar sin mí y siempre me observaba desde aquella esquina. Me puse la cara entre las manos y me eché a llorar.

¡Oye, tío! – se asustó Daniel -, o lo haces muy bien o diría yo que algo te pasa de verdad.

Me levanté de la mesa, pedí perdón y me salí al campo. Alex se vino conmigo. Supongo que a todos les extrañaría ver que llevaba de la mano a alguien que no existía.

¿Se habrá vuelto loco? – preguntó alguien -. A lo mejor necesita un médico.

¿Qué piensas, que lo lleve a ver al tacaño de esta aldea? – dijo Daniel enfadado -. Está bien, lo conozco, no le pasa nada. Dejadlo.

Me eché sobre la pared, a un metro de la puerta, y seguía oyendo sus comentarios. Tenía un pié apoyado en el suelo y el otro en la pared cuando se acercó el chico a abrazarme.

Tony, no llores – me dijo – y quita el pie de la pared. Mi padre siempre decía que eso no se hace porque la manchas y yo no puedo acercarme a ti.

Bajé el pie sin dejar de llorar silenciosamente y su cuerpo se aferró al mío acariciándome la espalda.

No llores, no llores – repetía -, que llorar no soluciona nada.

Eres demasiado pequeño para entenderlo – le dije -; a veces no se llora porque estés triste, sino porque eres muy feliz.

¿Eres feliz? – me miraba muy contento -. Pues… ¿a que no me coges?

Y salió corriendo por la única parte del campo que quedaba un poco iluminada y yo, instintivamente, corrí persiguiéndolo y riendo hasta agarrarlo por la camisa y abrazarlo por la espalda pegando su cuerpo contra mí y besando sus cabellos. No me había dado cuenta. Doña Matilde y algunos más, estaban asomados a la puerta.

¡Tío, de verdad! ¿Estás bien?

Sí, sí – les grité -, pero ahora no os entretengáis que queda poco para comenzar la actuación.

Era la penúltima de aquel fin de semana y la gente seguía recibiéndonos con un aplauso y poniéndose en pie. Saludábamos y besábamos a algunas chicas. Repartíamos postales y contestábamos algunas preguntas un poco indiscretas.

Tampoco podíamos quejarnos de la actuación de aquella noche (que fue un poco más larga) y, después de recoger las cosas y echar las lonas para la humedad, subimos hacia el molino. Daniel se vino a mi lado tomándome por la cintura y besándome en la mejilla.

No te preocupes, Tony – me decía -, por si lo has olvidado, siempre me vas a tener a tu lado; si tú quieres

¡Claro que sí, amor mío! – le dije -, ya sabes que ya no soy nada sin ti. Pero esto que está ocurriendo no es más que una cosa pasajera. En casa hablaremos de todo y verás cómo me comprendes ¿Te importa?

No, no, amor mío – volvió a besarme -, lo que tú creas que es mejor. Sólo he sentido temor por perderte.

¿Por perderme? – exclamé y todos nos miraron - ¿Por una simple discusión?

Seguimos en silencio hasta arriba, saludamos a doña Matilde y entramos en el salón.

Según vemos – dijo alguien -, no le van a dar la luz hasta el lunes, señora.

En el fondo, entre la subida de la escalera y la puerta del dormitorio grande, estaba esperándome Alex. Mis ojos se nublaron de lágrimas. Fuimos hacia allí para subir y me quedé el último.

Señora – le dije a doña Matilde -, a veces, ni siquiera el dinero soluciona las cosas. No se sienta culpable de esto. Es usted muy amable y ¿qué le voy a decir de sus guisos?

Y viendo que estábamos solos ya, me dijo susurrando:

No diga nada, señor músico. Es usted la única persona a la que he dejado tocar el piano de mi marido ¿Sabe por qué?

Me quedé mirándola y le hice un gesto con la cabeza. No tenía ni idea.

Es usted – me confesó - el vivo retrato de mi marido a la luz de las velas. Cuando él era más joven, claro.

Alex seguía sonriéndome desde el rincón.

3 – La última visita nocturna

Estaba previsto que aquella sería la última noche que pasaríamos en el molino, pues al terminar el último día de actuación, recogeríamos todo y haríamos el viaje de vuelta. Comencé a subir los escalones tranquilamente y alguien tiró de mi camiseta para llamarme: Al volverme, vi que me seguía Alex. Lo alumbré un poco con la vela y le vi mirar hacia arriba sonriente y poniéndose un dedo en la boca para que no dijese nada. Le hice subir un par de escalones y lo coloqué a mi lado. Le acaricié sus cabellos y dejé caer mi mano hasta su cintura apretando su cuerpo contra el mío. Así subimos las escaleras. Pasamos luego a mi celda y cerró la puerta totalmente.

¡No Alex! – le susurré -, no cierres del todo que no puedo estar a oscuras.

No, Tony – se acercó a mí -, dejaremos una vela encendida y, cuando se gaste, encenderemos la otra. Traigo una.

Nos sentamos los dos en la cama y nos miramos sin tocarnos y sin hablar. Poco después, comenzó a quitarse la camisa y la dejó a los pies de la cama y, siguiéndole, me quité la mía y la puse sobre la suya. Seguíamos callados y vi cómo se quitaba sus pantalones cortos. Debajo no llevaba calzoncillos. Luego, subió un pie poniéndolo sobre la colcha y se quitó una zapatilla; lo mismo hizo con el otro pie. Estaba desnudo. Me levanté y desabroché mi pantalón y lo bajé junto con mis calzoncillos. Me senté y empujé con los pies los zapatos. Saltó entonces el pequeño de la cama, se agachó y tiró de mis calcetines.

Estoy sudoroso, Alex – le dije -; me he movido mucho y los focos dan calor.

Acercó su nariz a mi cuerpo y comenzó a olerme desde el cuello hasta la axila y hasta el pecho. Le tomé por los pelos y le dije:

No, pequeño, no sigas oliendo. Huele todo igual.

Sí – dijo en voz baja -, todo huele igual. Me encanta.

Me eché hacia atrás tirando de él, que siempre quedaba encima de mí, y decidí que aquella noche no iba a dejarlo hacer lo que quisiera, sino que comenzaría yo a hacer lo que me apetecía. Cuando comenzó a abrazarme, ya tenía yo mis manos estrechándolo contra mi pecho y cuando fue a besarme en los labios, ya le había besado el cuello y las mejillas, pero no esperaba que yo le tomase la cara mientras me besaba y, sujetándolo, abrí un poco mi boca y comencé a mordisquearle los labios. No hizo nada. Enseguida, entreabrí mi boca y tiré hacia debajo de su barbilla. Al ver lo que hacía, se separó de mí y vi su rostro asombrado y sonriente en la penumbra. Acercó su boca a la mía y la abrió aún más y me mordisqueó desde la comisura de los labios hasta el otro extremo. Nuestras bocas se unieron por primera vez abiertas y mi lengua lamió tímidamente sus labios, pero todo aquello acabó en besos desenfrenados. Su saliva caía sobre mi boca y yo la recogía con la lengua. Descubrió lo que era un beso, pero no había forma de pararlo.

¡Espera, churrita! – le dije al oído - ¿Dónde notas que está la mía?

Está entre mis piernas dura y caliente – me dijo -. Es que tú eres más alto que yo.

¡Claro! – continué -, pero es que estoy notando tu preciosa churrita rosada en mi vientre y… me parece que se te ha puesto durita.

Sí – se extrañó -, es la primera vez que lo siento. Estos besos me han puesto así. ¿Qué tengo que hacer ahora?

Nada, nada – le dije -, a no ser que quieras que te la toque y sentirás mucho placer.

¿De verdad? – se extrañó -, a mí siempre me hace cosquillas.

¡Déjame darte placer como tú me lo has dado a mí ¿vale?

Sí, si – dijo entusiasmado -, haz lo que quieras esta noche.

Su pequeña churra (así la llamaba él), me pareció tener unos diez centímetros y estaba durita. Lo fui acariciando y se puso sobre mí de lado.

Me gusta lo que me haces, Tony – dijo – sigue, sigue. Yo luego cumpliré mi parte.

No sé cómo, conseguí que se diera la vuelta y mientras yo se la chupaba con cuidado él me la mamaba visiblemente entusiasmado; veía la sombra de su cabeza moverse en la pared; pero aquello tenía sólo un final. Me corrí en su boca y se levantó a mirarme. Parecía tener un buche de agua en la boca y lo tragó.

¡Ya te tengo dentro!

Seguí chupándosela un buen rato y noté que le llegaba el orgasmo, pero sólo pude saborear un almíbar mientras él se retorcía y contenía la risa del placer.

Seguimos luego besándonos. Le había gustado mucho. Aquello acabó mucho tiempo después en otro 69 frenético.

Dejemos algo para mañana – le dije -, que antes de irme quiero dejarte un recuerdo.

Sí – me dijo con misterio -, tú decides.

4 – La confesión

Desperté agotado. Sabía que nuestro romance nocturno había durado mucho (más de dos horas, con seguridad), pero me dio la sensación de haber estado así toda la noche. Bajé como siempre, pues aún no había agua caliente, y salí al campo. Allí me esperaba Alex frente al molino sentado en la valla de piedras.

Me acerqué a él y le vi hacer un gesto extraño con sus labios, como si me besara a distancia.

Buenos días, Tony – me dijo -, siéntate un poco aquí a mi lado y bajaremos al baño en el río.

Me senté junto a él, nos besamos e inclinó la cabeza mirando a la casa.

Mira – señaló al tejado - ¿Ves aquello que está roto? Yo iba a arreglarlo con mi padre, pero se movieron las tejas y resbalé hacia abajo. Mi padre se resbalaba más despacio, pero bajaba a por mí. Me quedé colgado del alero hasta que él se acercó y cogió mis manos, pero no podía agarrarse. Yo me agarré a aquél gancho que hay como para poner una carrucha, pero él cayó. Le vi destrozado sobre la hierba y, como no podía hacer nada, me dejé caer y noté que mi cuerpo bajaba despacio y caí en pié sobre la hierba. Ya no recuerdo más; sólo recuerdo que no me morí… aunque no sé qué es la muerte.

Le miré asustadísimo. Estaba contándome su propia muerte, pero estaba vivo. No sé de qué forma, pero estaba vivo y nadie podía negármelo y yo no podía demostrarlo.

Alex, hijo – le dije -, tengo mal cuerpo y creo que no voy a tomar un baño. Aguantaré hasta que llegue a casa.

¿Y no me vas a llevar contigo? – me dijo con naturalidad - ¿Qué hago yo aquí solo y sin ti?

¿Llevarte? – debí ponerme blanco - ¿Cómo voy a llevarte? Tengo mi pareja, mi vida, mi trabajo. No puedo cuidar de ti y… no sé si lo entiendes. ¡Es que nadie me va a creer!

Lo vi muy triste y sólo se me ocurrió decirle que me iría pero que volvería, porque la semana siguiente no trabajaba. En una semana nos daría tiempo a pensar qué hacer.

¡Verás! – le dije-, cuando llegue, iré a cobrar este trabajo y volveré aquí. Tendremos una semana para pensar algo que hacer. Alex, bonito, es que ya no sé si estás vivo o si estás muerto y te presentas ante mí como un precioso ser vivo. No me niegues esto, porque sabes muy bien que la gente no te ve; sólo yo. Al que está vivo, quiera o no quiera, lo ven todos. A ti no. Yo no quiero abandonarte ¡ por favor! No puedo abandonarte, pero necesito saber cómo tenerte y tener a los demás.

¡Vale! – dijo -, si tengo que esperar unos días

Esto te lo juro, chaval – le dije -, cuando cobre esta actuación, la semana que viene, vendré a veros; como de visita. Entonces ya tendré algún plan.

Sabía que aquel chico estaba muerto.