La aparición nocturna (1)

Cómo se combinan ciertas cosas en la vida que cambian tu destino hasta un límite que nunca ibas a creer.

La aparición nocturna – Parte 1

1 – El molino

Al llegar al cruce de la carretera que nos llevaría a aquel pueblecito perdido en la sierra, comenzamos todos a pensar que íbamos a tocar en una aldea de mala muerte. La carretera se hizo muy estrecha; tanto que era difícil que cupiesen dos coches al mismo tiempo. Adelantar sería imposible por la estrechez y las curvas y cruzarse con otro coche podría ser muy peligroso, así que tuvimos que ir a muy baja velocidad. Pero en todos aquellos kilómetros de subida y de curvas, no nos encontramos con un solo coche.

¿Qué pueblo es este tan perdido que puede permitirse pagar una orquesta? – me susurraba Daniel -; quién sabe si tendremos que tocar en un establo para tres parejas de viejecitos.

Sé que tienes muchas tablas, Dany – le dije -, y habrás ido a cantar a sitios rarísimos, pero nunca se sabe. Yo tuve que ir una vez a una aldea en medio de un bosque. En invierno no vivía nadie. En verano había unos ochenta veraneantes. No había tiendas ni hostal ni nada. Tuvimos que cambiarnos en un garaje después de ducharnos con una manguera de agua fría. Cuando terminamos de tocar, comenzó la gente a irse a sus casas. Tuvimos que dormir todos en la furgoneta.

¡Eh, eh! – me miró asustado -, eres tú el encargado de que esas cosas no pasen. No se puede rendir si no se come y se duerme medio en condiciones.

Lino me ha dicho que no hay hostal pero que tenemos una casa donde nos darán de comer y tendremos una cama – le dije casi enfadado -, así que no empieces a protestar antes de ver a dónde vamos. Si el sitio nos da problemas, seré yo el que tenga que dar la cara, no tú.

Se volvió a mirar por la otra ventanilla casi dándome la espalda. No quise decirle que tuvimos que dormir una noche en medio del campo y entre las vacas. En el fondo tenía razón, pero, como me dijo un tío una vez, el pueblo paga la orquesta y la actuación, no los lujos. Y tuve que callarme.

Aquel pueblo era lo que yo esperaba: una aldea habitada quizá en verano. Uno de esos sitios rústicos donde la gente que veranea puede permitirse el lujo de pagar una orquesta para celebrar alguna cosa en un fin de semana. No queriendo que me ocurriese lo de otras veces, hablé con un tal Pablo «el médico» que era el encargado de todo y lo primero que le pregunté fue por el lugar donde nos íbamos a quedar.

Hay una casa – me dijo – que es un antiguo molino y siempre está habitado. Tenéis camas de sobra y comida al gusto, pues según le digáis a doña Matilde, ella os compra a diario en el pueblo lo que queráis comer.

Dejaremos allí el equipaje antes de montar el equipo – le dije – y en poco tiempo estaremos preparados.

Subimos por una calle, que más parecía un camino con algunas casas, hasta que llegamos al molino. No puedo decir que la primera impresión fuese mala, pues a todos nos gustaba el turismo rural. Llamé a una vieja puerta de madera y nos abrió doña Matilde; una señora de mediana edad, muy agradable y hospitalaria, que nos hizo pasar al único salón que había en la casa. Era una habitación muy grande con chimenea, suelo de cemento y una gran mesa de madera en el centro. Las paredes estaban decoradas con cuadros muy antiguos y algunas herramientas oxidadas. Nos advirtió primero de que, como era la primera noche, había hecho unas sopas y nos pondría algo de pescado frito y frutas. Luego, aparecieron sus dos hijas, de unos dieciocho y veinte años y un jovencillo, de ropas modestas con pantalón corto y camisa blanca que nos miraba rezagado y sonriente. Parecían sacados de una película de principios del siglo XX.

Subimos unas escaleras estrechas y sin ventanas hasta un largo pasillo.

Es la troje – nos dijo doña Matilde -. Aquí se guardaba el grano hace tiempo y ahora se ha dividido en habitaciones individuales. Abrió una de ellas y nos asomamos todos. Vi las caras de los compañeros y, sobre todo, la de Daniel. Todas las habitaciones eran muy pequeñas, interiores y de una sola cama donde no cabía nada más que una persona (si no se movía mucho).

Me tomó Daniel aparte sujetándome fuertemente por el brazo y acercándome a una ventanuca que había al fondo del pasillo.

¿Estamos locos? – me dijo -. Tendremos que dormir cada uno en una de esas celdas, sin luz, sin baño, sin aire.

Cuando salgamos de la casa voy a llamar a Lino – le dije -, porque no quiero que esto vuelva a pasar.

Y muy enfadado, volviéndose hacia una de las habitaciones, me dijo:

Eso, lo tenías que haber previsto si ya has pasado por estas situaciones. Me quedo en esta habitación. ¡Solo! La próxima vez preocúpate.

Pregunté a la señora por los aseos y me mostró una puerta al principio del pasillo. Era también una habitación interior con un lavabo y un retrete. Con una manguera de goma puesta en el grifo del lavabo, se echaba agua en el retrete y, poniéndole una alcachofa de plástico y colgándola en el techo en un alambre, se convertía en una ducha. El agua iba al suelo y salía por un agujero del fondo.

La luz – dijo doña Matilde -; la luz será un problema esta noche, porque tienen que venir a arreglar los cables, pero tengo palmatorias y velas. Ya veréis que al final os sentís en medio del campo, con aire fresco y con vida sana. Antes de iros, decidme lo que queréis comer mañana y yo os lo pido y os lo preparo.

Salí al campo y llamé a Lino, pero no había cobertura. Volví a entrar en la casa y le pregunté a doña Matilde si había algún teléfono fijo, pero me dijo que sólo el médico tenía una radio en su casa y no me dejaría usarla: «Es un tacaño».

No volví a ver a Daniel hasta que nos fuimos para montar el equipo. Hacía fresco. En todo el tiempo que montamos oí pocas palabras de los demás, pero Daniel me miraba a veces sin expresión y procuraba mantenerse alejado de mí. Me sentía culpable de algo que no había hecho.

2 – La primera noche

Hicimos las pruebas y no había nadie. La gente debería estar en sus casas cenando, así que decidimos subir al molino a cenar, pero al entrar en aquella calle (o camino) nos encontramos a oscuras.

¡Que cada uno encienda su mechero! – gritó Daniel -; esto es muy rústico. A ver si no tenemos que enchufar luego los instrumentos en un grifo o en unas velas.

Me acerqué a él en la oscuridad y le tomé por el brazo:

¡Ya vale! ¿No? – le dije en voz alta -. Si no hay luz para tocar se quedarán sin música. Este problema de la estancia no se va a quedar así, pero ponerse ahora con sarcasmos no soluciona nada.

Acercándonos al molino, se veía la puerta abierta y la luz de las velas salir. Poco a poco nos fuimos acostumbrando a la oscuridad y, todo hay que decirlo, la comida estaba exquisita. Mientras tomaba la sopa, observé que el jovencillo, desde el fondo de aquella sala, me miraba sonriente y con los dedos en la boca. Le hice un gesto, le sonreí y le guiñé un ojo; él me sonrió y desapareció por una puerta.

Ya preparados y cenados, bajamos hasta el lugar del escenario. Estaba todo muy bien iluminado y la gente esperaba sentada en las sillas que habían traído de sus propias casas. Hubo una gran ovación y todos saludamos. Era gente de ciudad y de dinero; sin duda. Gente acostumbrada a pasar allí aislados unos días o el verano entero. Gente culta. Cuando empezamos a tocar (a medio volumen de lo usual), todos comenzaron a bailar y saludarnos. El primer aplauso de aquella pequeña multitud fue impresionante. Daniel comenzó a sacar de dentro todo lo que sabe hacer y a darlo como si estuviésemos en una fiesta de un pueblo grande; se sentía a gusto.

Volvieron las caras raras a la hora de volver al molino, pero se mezclaron con algunas risas. Doña Matilde nos esperaba fuera de la casa:

¡Ay, hijos! – nos dijo al llegar - ¡Qué bien cantáis! Desde aquí os he oído durante todo el tiempo.

Daniel me miró muy serio y entró en la casa. Ya no volví a verlo hasta que nos levantamos. Cada uno tomó su palmatoria y subimos las oscuras y estrechas escaleras hasta llegar al pasillo. Nos despedimos y me metí en mi «celda» dejando la puerta encajada. No soporto la oscuridad completa.

No podía dormir. En mi cabeza daban vueltas los problemas; todos aquellos problemas… y Daniel. Apenas podía moverme a un lado u otro de la estrecha cama y mi vista estaba siempre en la poca luz que entraba por la rendija de la puerta.

De pronto, me pareció oír unos pasos que retumbaban en el viejo suelo y me pareció ver una luz amarillenta que se apagó al poco tiempo. Me quedé mirando fijamente a la puerta. Una sombra se desplazaba despacio y una mano empujaba la puerta un poco; lo suficiente para poder entrar. Mi respiración se aceleró ¿Quién entraba?

Haciendo un esfuerzo, pude ver una silueta con la poca luz que entraba por la puerta. Me pareció ver un cuerpo pequeño; unas pantorrillas ágiles. Y en un momento, sentí unas manos sobre mi pecho. Me tocaban con suavidad y me parecían torpes. No hice nada y esperé. Al poco tiempo, una cabecita se recostó sobre mi pecho y sus cabellos me rozaban la barbilla. Mientras seguía inmóvil, aquellas manos me destaparon y volvieron a ponerse cálidas sobre mí y a acariciarme. Una cara suave como la seda comenzó a rozar la mía y unos labios cálidos y blandos me besaban la mejilla. Una de las dos manos comenzó a bajar por mi cuerpo y la cabeza se fue elevando un poco mientras los labios se acercaban a los míos. Alguien se estaba subiendo en la cama. Me eché con cuidado un poco hacia el otro lado y sentí un cuerpo de terciopelo rozándome hasta las rodillas.

¡Dios mío, me dije, me parece que es el jovencito!

Dejé mis brazos en la cama y me mantuve mirando al techo oscuro. Aquella piel blandita, suave, perfumada del campo, se rozaba con mi pecho y sus torpes besos no hacían sino rozar sus labios con los míos. Estuvo así mucho tiempo; más del que yo pensaba. Ponía su cabeza sobre mi pecho y me acariciaba, volvía a besarme y volvía a recostarse sobre mí. En cierto momento, me pareció injusto no corresponderle y levanté mis manos con miedo hasta ponerlas en su espalda. ¡Era todo tan blandito! Después de aquel abrazo tranquilo, de los besos, de las caricias, bajó una de sus manos hasta mi miembro y lo cogió sin apretar. Su cuerpo se movió en la oscuridad sobre el mío hasta que noté que sus labios estaban besando mis entrepiernas y, poco después, comenzó a besarme el capullo y acabó con una mamada lenta y larga. No podía hablar; no podía decirle nada. Estaba a punto de correrme y moví mi cuerpo para que lo supiera, pero aún chupó con más fuerzas hasta que tuve que contener un grito de placer; un placer inconmensurable. Me pareció oír que escupía al suelo y reptaba sobre mí. Me besó y puso su mano sobre mi mejilla. Bajándose muy despacio de la cama, me tapó y vi su sombra salir por la rendija de la puerta.

3 – El descubrimiento

Salí a medio día de la habitación sin saber si había tenido un sueño o no había dormido nada. La luz del sol que entraba por la ventana del fondo del pasillo me deslumbró. Pasé al baño (si aquello era un baño) y probé los grifos del lavabo. Por los dos salía el agua helada, así que volví a la habitación, me puse algo de ropa y bajé las escaleras. No había nadie y la puerta al campo estaba entreabierta. Salí encogiendo los ojos hasta que me hice a la luz. Enfrente, en unas vallas de piedras estaba sentado el jovencillo y me sonrió. Miré a un lado y a otro y no había nadie, así que me acerqué a él.

¡Hola, chico! – le dije -, doña Matilde ¿no está?

Se quedó mirándome tímidamente y me observó de arriba a abajo.

Mi mamá ha ido al pueblo – dijo -; tiene que comprar la comida para hoy.

Y viendo que no había nadie, me acerqué más a él:

¿Es tu mamá? No lo sabía.

Y al acercarme a él, me pareció que hacía un movimiento y se echaba hacia atrás, así que me paré, pero extendió su mano y la puso en mi mejilla.

Mira, chaval – le dije -, es que no hay agua caliente arriba ¿sabes?

Es que es eléctrica – me dijo – y, como no hay luz

¿Y cuándo volverá la luz, pequeño?

No sé – dijo apretando los labios -, si mi madre cobra

Me acerqué a él aún más y puso sus manos juntas entre sus rodillas, volvió a mirarme y me sonrió:

¿Quieres venir a que te enseñe el río? – me dijo -; está cerca y es muy bonito.

Voy contigo – le dije tendiéndole la mano -, pero me tienes que decir si tu madre necesita dinero para que pongan la luz.

Sí, sí – contestó seguro -, por eso alquila el molino, pero el médico tiene que pagarle y no le pagará hasta que os vayáis.

Me paré en seco y me agaché para mirarlo a los ojos. Lo tomé por los hombros y le sonreí; no quería que se asustase.

¿Cuánto tiene que pagar? – le dije - ¿Lo sabes?

No.

Pues cuando llegue – le expliqué – le dices que el director de la orquesta le va a dar el dinero para que haya luz ¿Me has oído bien?

Sí, Tony – respondió seguro -, pero a lo mejor tardan un día o dos.

Con más razón entonces ¿no? – lo tomé por el cuello acariciándolo -; cuanto antes se pague, mejor. Le pagaré por adelantado.

Me miró embobado como el que mira a alguien muy superior y tiró luego de mí hasta que llegamos a una bajada de hierba que daba a una parte del río un poco más ancha y más profunda. Comenzó a quitarse la ropa y me dijo que me desnudase, porque aunque el agua estaba allí también muy fría, por lo menos se estaba bajo el sol. Desnudos los dos, me tomó de la mano y fue introduciéndose en las aguas heladas, tiritando y riendo. Aguantar aquel frío era muy difícil, pero yo sabía que el cuerpo se amoldaría. Me llegaba el agua hasta los pechos y el pequeño quedaba a flote y casi arrastrado por la corriente. Dejado llevar por las aguas, se acercó su cuerpo al mío y me abrazó secándose la cara con la mano:

¿Está muy fría? – me dijo -; lávate bien y saldremos pronto.

Me quedé mirándolo ensimismado y nuestras cabezas se fueron acercando y veía venir uno de aquellos besos que había sentido por la noche, cuando oí a alguien gritar:

¡Tony! ¡Tony!

Era Daniel que me miraba desde unos diez metros del río.

¿Estás loco? – me dijo acercándose -, te van a ver desnudo.

Miré al chaval abrazado a mí y sonriente y volví a mirar a Daniel.

¡Venga! – me dijo -, sal de ahí si no quieres resfriarte. Además no deberías venir a bañarte solo.

Volví a mirar al chico y me dijo que le hiciese caso a mi compañero; que saliera del agua. Entonces lo dejé flotando y me fui hacia la orilla.

¡Toma! – me dijo Daniel -, sécate bien y ponte la ropa.

Mientras me secaba, miré a las aguas y no vi al chico: Entonces, me di cuenta de que había salido por la otra orilla.

Volvimos a la casa y subió Daniel arriba. Doña Matilde ya había llegado.

Señora – le dije -, sé que no puede usted pagar la luz. Yo le daré un adelanto. Necesitamos agua caliente. Me lo ha dicho su hijo.

¿Mi hijo? – me miró extrañadísima -, habrá sido una de mis hijas.

Y viendo que algo raro pasaba, me senté en una silla y comencé a oír su relato mientras preparaba la comida:

Hace un año y un mes – me contó – quiso mi marido arreglar el tejado y mi pequeño subió con él. Mi marido se llamaba Alejandro y a mi niño le decíamos Alex. Se desprendieron unas tejas… Me quedé sola con mis hijas.

No podía creer lo que estaba oyendo y pensé que aquél niño no era Alex.

Lo siento, señora… No lo sabía… ¿Y no hay otra persona en esta casa?

¡Claro que sí! – se volvió -; ahora estáis todos los de la orquesta.

Algo no encajaba. El niño no se había sentado a cenar a la mesa y no había hablado y cuando lo abrazaba dentro de las aguas del río me pareció que Daniel lo ignoraba.

Le di a la señora bastante dinero para pagar la luz y algo más para la comida.

Era un ángel – me dijo - ¡Era tan bueno! Adoraba a su padre y siempre estaba con él acariciándolo y besándolo. Por eso lo dejé subir al tejado.

Cuando nos sentamos todos a la mesa para el almuerzo, las dos calladas hijas de doña Matilde comían en una mesita aparte y nos miraban sin expresión. Doña Matilde nos servía y nos contaba cosas del lugar y, al fondo del salón, junto a la puerta, me miraba sin pestañear Alex y me sonreía.

¡Vamos, bobo! – me dijeron -, come, que se te enfría. Ya se solucionarán las cosas.

3 – La vuelta del espectro

Durante la cena ocurrió lo mismo; aquel chaval no se movía de allí y no dejaba de mirarme sonriendo. Bajamos luego a tocar y fue una segunda velada muy divertida, aunque hacía fresco a pesar del calor de los focos. Daniel seguía actuando con gusto y la poca gente que nos oía y bailaba no dejaba de mirarnos.

Llegó la hora de volver al molino y allí nos esperaba doña Matilde muy contenta. Se tragaba desde la puerta de su casa toda nuestra actuación que resonaba entre los montes. El chaval seguía en su rincón cuando entramos y desapareció por la puerta.

¡Daniel, por favor! Necesito hablarte – le dije asustado -; déjame decirte algo muy importante.

No, Tony, no – me contestó indiferente -, ya te he dicho que cuando volvamos hablaremos. Ahora tú a tu celda y yo a la mía ¿De acuerdo?

¡No es lo que piensas!, Daniel – le dije -; no tiene nada que ver con nosotros.

Todo – me contestó muy serio -, todo tiene que ver con nosotros.

Subieron las escaleras y me quedé un poco sentado a la mesa con mi vela encendida allí delante. Pensé que si tenía que pasar otra noche igual no podría eludirla, así que di las buenas noches a doña Matilde y subí lentamente hasta mi celda. Entré en ella y dejé la palmatoria en el suelo, algo separada de la cama y, cuando comencé a desnudarme, vi a Alex detrás de la puerta totalmente desnudo y mirándome sonriente.

¿Te ayudo? – me dijo -; este sitio es muy pequeño.

Me dejé ayudar, más por él que porque me hiciese falta y me metí desnudo en la estrecha cama dejando la colcha levantada por mi derecha. Por aquel hueco entró el joven y se puso sobre mí; no había sitio para dos en el colchón.

No podía aguantar más aquello y me eché a llorar abrazándolo con todas mis fuerzas y él volvió a acariciarme la mejilla, a besarme en la cara y en los labios y a rozar su cuerpo cálido con el mío. Me puse a besarlo desesperadamente: «¡No puede ser, no puede ser!».

Tú eres igual que mi papá – me susurró al oído -; te reconocí en cuanto te vi.

Aquello sería un sueño, imaginación mía, pero la seda cálida de su cuerpo me confortaba y su olor a tomillo, a jara y a romero, me embriagaba. Como parecía que su deseo no era otro sino darme placer, se sentó sobre mis piernas, cerca de mi vientre y comenzó a hacerme una paja sin apretarme el miembro y sin prisas. No sé cuánto duró aquello, pero acabé lleno de mi propia leche y su mano la extendió hasta mi cuello y se llevó el dedo a la boca para saborearla: «¡Sabe igual!». Me pasó la sábana para secarme, volvió a despedirse con besos y caricias tomándome la cara con su mano. La tomé con cariño y besé su palma. Me sonrió y se bajó de la cama: «Hasta mañana, Tony; que descanses bien».

4 – El deseo

Al despertar, me puse la ropa sin ir al aseo y comprobé que no estaba lleno de leche seca y pegada a mi pecho. Bajé deprisa al salón y volví a encontrarlo vacío y con la puerta abierta para que entrase la luz. Alex me esperaba allí enfrente. Me acerqué a él y no pudo disimular su felicidad; se levantó y se abrazó a mí.

Vamos al río – me dijo -; tienes que bañarte.

Nos tomamos de la mano y tiró de mí. Cuando llegamos a aquella pequeña superficie de hierba, nos desnudamos y, antes de entrar en las aguas, me dijo:

No te preocupes; hoy no estará el agua tan fría.

Y al ir entrando en el río abrazados, noté que el agua se templaba a su lado. Lo abracé y me besó sonriendo. Luego, se sumergió en la pequeña corriente y comenzó a acariciarme y a besarme el miembro. Cuando salió de allí, se secó la cara y comenzó a darme con su mano por la espalda y por el pecho.

Terminado aquel baño curioso, salimos y nos vestimos.

¿Quieres que te lleve a un lugar? – me preguntó con interés -; te va a gustar.

¡Vamos, llévame! – le dije -, hay tiempo hasta el almuerzo.

Comenzamos a recorrer un camino no muy ancho entre árboles y llegamos a una verja. Aquello era un cementerio.

¡Ven, entra! – me dijo -, es muy pequeño pero es muy bonito.

Abrió la verja y entramos en aquel pequeño campo santo y, sin decir palabra, me llevó hasta unas tumbas y se detuvo ante ellas.

Eran las tumbas de su padre y la suya propia.

¿Por qué me haces esto? – me asusté -; volvamos a la casa.

Salimos de allí de prisa. Tiraba yo de su mano y a punto estuve de cogerlo en brazos para volver más pronto, pero poco a poco me fui tranquilizando y observé que el pequeño me miraba con tristeza.

No, no pasa nada – le dije -, soy un tonto que se asusta por cualquier cosa, aunque no sé por qué me has llevado a ver eso.

Yo quiero seguir vivo – me dijo -, no me gustaría estar en el cementerio siempre, pero ahí está mi padre. No puedo seguir vivo sin mi padre.

Pensé que había descubierto en mí a esa persona que amaba, pero me resultaba muy extraño que hiciera ciertas cosas conmigo por las noches. Me arriesgué y le hice una pregunta:

Alex, hijo, lo que haces conmigo cuando estamos solos ¿lo hacías con tu padre?

¡Claro! – me dijo enseguida -, llevo mucho tiempo queriendo que vuelva y tú eres como él. ¿Te molesta que esté contigo?

Le miré mientras caminábamos, me agaché un poco y lo besé.

No, Alex, no – le dije -, no me molesta nada de lo que haces conmigo, pero no puedo entender algunas cosas. Estoy confuso, pero me encanta tenerte a mi lado ¿No te das cuenta de que no me voy con mis compañeros?

¿Estáis peleados? – preguntó confuso - ¿Por qué tocáis tan bien entonces por las noches?

No, Alex – le expliqué -, no estamos peleados. Tenemos la libertad de hacer cada uno lo que quiera en sus horas libres, pero en las horas de trabajo, hay que cumplir; y nuestro trabajo es tocar música.

Llegamos poco después a la casa y di unos golpes en la puerta. Desde dentro, oí a doña Matilde decirme que pasara. Empujé la puerta y me volví para que entrase antes Alex. El joven había desaparecido.

Pase usted, músico – me dijo la señora -, que ahí afuera ya hace calor y aquí dentro hace fresco. Aún no han venido sus compañeros, pero ya tengo preparado el almuerzo.

Guisa usted muy bien, señora – le dije -, aunque he de confesarle que las habitaciones que se han hecho arriba no son muy cómodas y algunos de mis compañeros protestan de ellas y del baño.

Lo sé, músico, lo sé – me dijo acercándose a mí -. Estos veraneantes traen una orquesta todos los años por estas fechas y celebran su propia fiesta. No me parece justo hacer venir a unos músicos que trabajan tan bien y deshacerse de los problemas de su hospedaje. Tienen casas que por fuera parecen rústicas, pero son muy lujosas por dentro. Hablan conmigo, me ofrecen algo de dinero y lo acepto, pero estoy segura de que no es este el sitio adecuado para gente culta y que se gana la vida dignamente.

¿Y usted, señora? – le pregunté -; si no le importa decírmelo, me gustaría saber cómo se gana la vida aquí todo el año.

Desde que murió mi marido – me dijo – todo ha cambiado mucho. Tengo un coche normalito y voy a la ciudad. Ahí detrás tengo gallinas y un huerto. A veces, cuando no están los veraneantes, me llevo a mis hijas al pueblo. Mi marido era músico, como usted, pero la vida cambia mucho y decidió venirse a vivir de la naturaleza.

¿Era músico? – me extrañé - ¿Qué tocaba? ¿Qué hacía?

Cuando era más joven tocaba en salas de fiestas y también iba a los pueblos – se volvió hacia el fogón -, pero los años no pasan en balde. ¡Venga usted, voy a enseñarle una cosa! ¡Le va a gustar!

Entramos por la puerta del fondo que daba a un gran dormitorio con tres camas y, en la pared de la derecha, había un piano vertical, un Piazza de mueble precioso tallado.

¡Tóquelo, vamos, tóquelo! – me dijo muy ilusionada -, se sorprenderá.

Me senté en la banqueta y la puse a mi altura y, tengo que confesarlo, con un poco de miedo y mucho respeto, levanté la tapa. Las teclas de hueso estaban amarillentas, pero intactas. Puse mis manos sobre ellas y di dos acordes.

¡Dios mío! – me levanté al instante - ¡Este piano está perfectamente afinado!

Sí – me dijo ella ignorante de ciertos detalles -, él lo cuidaba mucho.

Salí del dormitorio asustado y le di las gracias por dejarme ver aquella pieza de museo en su dormitorio. Le dije que tenía que salir un momento a ver si había cobertura para llamar, pero me advirtió que sería imposible.

Salí al campo y respiré profunda y aceleradamente. No podía existir un piano tan antiguo en un sitio tan apartado, con aquellos cambios de temperatura y después de haber sido movido mucho, que estuviera perfectamente afinado.

Una mano me tomó por la cintura.

Tony – era Alex - ¿Te pasa algo? ¿Puedo ayudarte?

No, Alex, no me pasa nada – le dije -, sólo estoy un poco nervioso.

¿Sabes? – me dijo feliz -, anoche vi caer una estrella y pedí un deseo.

¿Ah, si? – le pregunté poniendo mi mano en sus hombros - ¿Y qué pediste?

No. No se puede decir el deseo – me dijo – porque si no, no se cumple.

Comencé a imaginar el deseo del chico y mi vida, mi ciudad, mi casa, mi gente parecían no importarme nada.

Ya vamos a almorzar – le dije -; ahí vienen mis compañeros. ¿Te apetece que vayamos al río a pasar la siesta?

Cuando lo miré, ya no estaba.

5 – La siesta

Acabado el almuerzo, subieron a descansar todos y yo me quedé sentado en la mesa viendo cómo recogía las cosas doña Matilde.

¿Qué va a hacer usted durante la tarde, músico? – preguntó doña Matilde -; si no quiere dormir ahí arriba, le aconsejo que salga al campo y siga la vereda que va hacia la izquierda y lleva hasta un río. Allí hace siempre mucho fresco. Podrá descansar tranquilo, porque nadie va a ese lugar. El camino se mantiene porque voy con mis hijas muy temprano a por agua; pero no va nadie más. Estará usted muy tranquilo.

Gracias, señora – le dije -, eso haré. Volveré cuando despierte y antes de cenar y a prepararnos para esta noche.

Salí de la casa y allí estaba sonriente Alex. Me tendió la mano y partimos hacia el río. En aquel pequeño e inclinado prado verde podía uno echarse a la sombra de un arbusto. El chaval se sentó allí y me hizo señas para que me fuese con él.

Me senté a su lado y se quitó la camisa blanca y las zapatillas. Luego, se volvió hacia mí y me tiró de la camiseta hacia arriba y yo dejé que me la quitase. La dejó sobre su camisa en la hierba y se arrastró hacia mis pies y los miró con curiosidad y comenzó a aflojar el lazo de los cordones. Lo miraba asombrado. No sabía nunca qué iba a hacer. Aflojó las zapatillas y tiró de ellas con cuidado y las dejó junto a la camiseta y luego, acercándose un poco más, comenzó a tirar de mis calcetines; primero el izquierdo y luego el derecho. También puso los calcetines junto a la camiseta y encima de mis zapatillas.

¿Te vas a quedar con el pantalón puesto? – me dijo -; aquí no viene nadie. Si quieres, puedes quedarte en calzoncillos, pero nadie va a verte… Bueno, yo sí.

Le empujé hacia la hierba y le abracé haciéndole cosquillas.

¡Pillín! – le decía -, que lo que quieres es verme la churrita

Sí – me decía riendo sin parar -, quiero vértela y tocártela.

Y echados en la hierba mirándonos mutuamente embelesados, comencé a acariciarle su rostro.

¿Sabes una cosa Alex? – le dije -; nunca antes me había pasado algo así. Eres muy jovencito, pero sé que me vas a entender. Lo normal, eso dicen, es que un hombre se enamore de una mujer. A veces, y no me parece que no sea normal, algunos hombres se enamoran de otros hombres. Yo, por ejemplo, estoy enamorado de un hombre; pero es un hombre de mi edad.

¡Yo ya soy un hombre! – exclamó -, mi madre siempre me decía que yo era el hombrecito de la casa. Ahora ya soy un hombre.

Eres un niño, Alex – le dije besándolo -, pero lo que no entiendo es cómo puedo sentir lo que siento por ti. Me encanta tenerte en mis brazos, besarte, tocarte… Pero no puedo enamorarme de un niño

¡No soy un niño! – me interrumpió -; soy un hombre.

Lo abracé con mucho cuidado. Me parecía que el sólo roce de mis manos podía hacerle daño.

Alex, escúchame – le miré a los ojos -. Tu mamá me ha contado una historia sobre tu papá y algo de que subisteis a arreglar una cosa allí arriba, al tejado.

Me miró sin entender lo que le decía.

¡Alex, por Dios! – le dije casi llorando - ¡Estas muerto! ¿Cómo puedo tocarte? ¿Cómo puedo quererte?

Y puso entonces sus labios sobre los míos más de un minuto, luego se incorporó y me quitó los calzoncillos.

¿Tú crees que un muerto puede hacer esto? – me dijo extrañado -;yo no me siento muerto.

Preferí no hablar más del tema y nos abrazamos largamente, nos besamos, nos acariciamos, se sentó sobre mí, se echó sobre la hierba y lo cubrí con mi cuerpo acariciándole la espalda y acabó bajando su cabeza rozando sus cabellos por todo mi cuerpo y tomando mi miembro y chupándolo como un helado

Ahora – me dijo parando – sí que podré ver el color que tiene tu leche.

Pasaron por mi cabeza muchos momentos y recordaba a Fernando y a Daniel. No iba a poder aguantar mucho, así que comencé a tensar mis piernas a su alrededor. Un chupetón más fuerte y creí que me iba a quedar vacío.

¡Vaya! – dijo Daniel asomándose bajo las hojas -, ¡qué buen sitio te has buscado para la siesta!

Me volví al instante hacia la ropa, pero no estaba; ¡la tenía puesta! Alex había desparecido.