La angustia de la fe: Yolanda

Memorias en primera persona de una mujer virtuosa enfrentada a los placeres de la carne.

LA ANGUSTIA DE LA FE

YOLANDA

Mi nombre es Yolanda y soy la séptima hija de un gran terrateniente en la isla de Cuba. Mi familia pertenece a la nobleza española aunque lleva muchos años residiendo allá, desde que mi bisabuelo llegó a ser fue virrey. Mis padres, profundamente religiosos al igual que todas nosotras, me concedieron en matrimonio con el entonces embajador de Francia, el Barón de Milans. Yo tenía entonces 16 años y él 56. Aunque no sentía ningún amor por aquél hombre, acaté de buen grado la decisión de mi padre, y a los tres meses de mi nuevo estado civil volvimos mi marido y yo a Francia, a un nuevo destino diplomático. Nuestra residencia estaba junto al río Loira, un inmenso castillo lleno de lujos y comodidades.

Desde la misma noche de bodas dormimos en habitaciones separadas. Mi marido ya había enviudado dos veces y era definitivamente estéril a causa de una enfermedad infantil que contrajo a los 20 años. Hombre profundamente religioso y conservador, no entendía el yacer con una hembra si no era con fines procreativos. Mi adolescencia había sido muy casta y recatada, así que no eché en falta la falta de sexo en mi vida. Vivía casi siempre sola, rodeada de lujos y comodidades en un lugar idílico, y prácticamente sin vida social, cosa que detesto, a excepción de las obligatorias a causa del cargo de mi esposo. ¿qué más podía desear?.

Mi desgracia comenzó cuando cumplí los 20 años. Mi esposo me comunicó la llegada de su sobrino André, único hijo de su hermana mayor, que había vendido su casa y hacienda para retirarse a un convento, y había acordado que mi marido de hiciera cargo de él como tutor. André resultó ser un atractivo muchacho apenas unos años mayor que yo. Además de hermoso era un desvergonzado, ya que desde el siguiente día de estancia en nuestra casa no dejó de galantear conmigo, lo que, todo hay que decirlo, me resultó muy gratificante. Aunque mi belleza no había pasado desapercibida a muchos hombres, la insistencia y la gracia de André hacia mi persona me llenaba de una íntima satisfacción. No obstante, eso era para mí poco más que un juego, ya que mis convicciones religiosas me apartaban de cualquier idea de devolver sus lisonjas de forma que pudiera malinterpretarme.

A los dos meses de estancia de André, mi esposo tuvo que salir en misión diplomática a un lejano país, así que quedamos solos para varios meses. En ausencia del barón, mi marido, André insistió en sus cortejos con un mayor grado de atrevimiento. Al principio pensé en cortar de raíz sus insinuaciones pero me dejé llevar por curiosidad y también, claro, por vanidad al sentirme deseada, pensando siempre que mi fortaleza me mantendría a salvo de cualquier desliz. Procuraba aparentar que mi única respuesta era la indiferencia, y así era en realidad, pero la procesión iba por dentro. Un caluroso día de agosto, André y yo paseábamos siguiendo el curso del canal que partiendo del río rodeaba nuestra casa, hasta llegar a un rincón apartado donde ambos confluían de nuevo y se formaba una gran charca semioculta rodeada por grandes árboles. La intimidad del lugar y el fuerte calor animaron a André a proponerme un baño. la situación era naturalmente de alto riesgo y era consciente de que mi pretendida entereza ya presentaba indicios de flaqueza, pero accedí. En mi tierna infancia allá en Cuba yo ya era una magnifica nadadora y desde que me casé nunca había tenido oportunidad de volver a nadar. Me quité el vestido y André me ayudo a desanudar el corpiño. Me desprendí de la enagua y de las medias y con calzones largos y camisa interior me zambullí en las aguas sintiendo de nuevo ese placer casi olvidado. Mi sorpresa vino cuando André se quitó las ropas quedando totalmente desnudo. Una vez entró en el agua intenté abstraerme de este peligroso hecho y disfrutar del momento, y debo confesar que lo conseguí. Entre carreras, aguadillas e inmersiones pasó casi una hora. Salimos exhaustos y nos tumbamos boca arriba en la hierba. Pasados un par de minutos sin pronunciar palabra me giré inconscientemente hacia él y mi mirada se dirigió hacia su pene. Estaba erecto, firme y monstruosamente erguido, y sus ojos me miraban fijamente. Entonces me di cuenta que mi camisa húmeda se había pegado a mi cuerpo traduciendo sin censura mi figura de cintura para arriba. Inmediatamente sentí una opresión en mi pecho y crucé mis brazos intentando ocultar lo que tan claramente había mostrado. A André le costó muy poco saltar la barrera.

Con delicadeza apartó mis brazos y abrió el nudo de mi camisa abriéndola y liberando a su vista, ahora sin transparencias, mis pequeños senos. Un gemido se escapó de mi garganta cuando los acaricio con sus labios. Levantó mis brazos y extrajo la camisa besando el vello de mis axilas dejando mi torso desnudo. Soltó la cinta que sostenía mi calzón y lo bajó muy exquisitamente deslizándolo fuera de los tobillos. Mi cuerpo estaba entonces expuesto y dispuesto para él. Su mano sabia se posó en mi pubis acariciándolo, y haciendo gestos con sus dedos que transmitían su orden de acceder a mi vulva. Entreabrí mis muslos y su dedo medio se introdujo entre mis labios húmedos acariciando mi placer más intimo. Me quedé casi sin respiración. Gemí y jadee. Sus caricias me provocaron a los pocos minutos mi primer orgasmo entre desenfrenados aullidos . Aun retumbaban mis gritos cuando, sin darme un solo segundo de prueba, se montó sobre mí entre mis piernas y apoyándose en sus rodillas puso la punta de su pene encajonada entre mis labios, y de un seco impulso cercenó mi delgada puerta desflorándome.

Di un ligero grito pero el dolor pasó muy rápido a una placentera sensación han tenerle dentro me mí moviéndose y acariciándome con todo su cuerpo. Poco a poco su miembro entraba más y más en mi vagina hasta llenarla a tope entre borbotones de blanca emulsión. Sentí de nuevo el roce en mi clítoris y a pesar de tratarse de mi iniciación en el sexo volví a tener otro orgasmo, todavía más desatinado, aullando como si se tratara de una perra en celo. Cuando venían los últimos coletazos del placer mis entrañas se inundaron de un liquido caliente mientras André se debatía entre convulsiones dejando caer su cuerpo flácido sobre el mío. Así pasaron muchos minutos uno sobre el otro compartiendo placer hasta que la prudencia aconsejó volver a casa, no sin ante compartir otro baño, pero desnudos ambos esta vez.