La angustia de la fe: La reclusión
Yolanda ingresa en el Convento donde es recibida por la Abadesa y se dispone a redimir su pecado.
LA ANGUSTIA DE LA FE
LA RECLUSIÓN
Llegamos nuestro destino tras cuatro jornadas de viaje. Era un día gris plomizo. Había llovido y las nubes bajas cubrían las montañas circundantes. El Convento era un edificio neorrománico de piedra negra con aspecto imponente y sin ventanas, situado sobre la cima de un cerro pelado junto, a un cortado oculto desde el camino de acceso. La entrada principal parecía ser una gran puerta franqueada por dos torres chatas, pero el carruaje se dirigió a un lateral donde había una puerta más pequeña. El cochero bajó y llamó y cuando una monja abrió nos apeamos mi esposo y yo. Fuimos conducidos a través de dos estancias hasta una sala con varias puertas, solo con una mesa con un libro grueso y un gran crucifijo y una silla. Apareció una monja menuda y se sentó.
¿Yolanda Milans? - Sí, yo soy- contesté. Sí hermana , corrigió.
Apuntó algo en el libro, se levantó y nos hizo pasar a otra sala menos austera, la antesala del despacho de la abadesa. Ella misma abrió la puerta y nos hizo pasar.
Estaba perfectamente informada del porqué de mi ingreso ya que el barón no medió palabra con ella, le entregó los papeles que firmé, se despidió de ella y salió dejándonos a solas. A su salida una monja entró y se situó detrás de mí. La mirada de la abadesa no pudo ser más severa cuando me habló :
Estás aquí por tu conducta licenciosa y amoral al cometer adulterio, pecando gravemente contra Dios y su Iglesia, y hundiendo a tu familia y esposo en la deshonra y el oprobio. Tu salvación, si es que la tienes, vendrá por el trabajo y la oración. Aquí la disciplina es estricta y rigurosa y en adelante tu vida tiene que regirse por cuatro normas de conducta: oración y arrepentimiento, obediencia para con las hermanas, diligencia en tus labores, y decencia en tu conducta. ¿tienes algo que decir?
- Sí hermana- contesté. Inmediatamente me corrigió - Sí madre -. Sí madre, soy plenamente consciente de la gravedad de mi falta, y no espero ningún trato de favor, más bien al contrario. Desearía poder disponer de un cinto de penitencia para mortificar mi cuerpo pecador. Y...¿podría saber por cuanto tiempo he de permanecer en este lugar de paz y oración?
La abadesa pareció sorprendida. creía que leíais lo que firmabais. Vuestra estancia aquí queda supeditada exclusivamente a la decisión de vuestro esposo. Solo él puede decir cuando podéis salir. En cuanto a vuestra petición será atendida. Nada más, podéis retiraros.
La monja me tomó del brazo, desandamos el camino hasta la sala de la mesa y tomamos una puerta lateral. Era la entrada de ingresos. Allí me desvistieron totalmente, me hicieron levantar los brazos y se dispusieron a fumigar las partes velludas para evitar parásitos. Se sorprendieron de lo escasamente pobladas que se trovaban, lo que hizo que hubieran risitas entre ellas. Me dieron unos calzones, un par medias, camisa interior, un par de zapatillas recias que me venían pequeñas, paños para el período, una sobrefalda, un delantal, un único vestido con un corpiño blando y una toca para recoger mis largos cabellos que, afortunadamente pude conservar. Me condujeron en presencia de la gobernanta de sala, quien me prescribió claramente los horarios y normas: a las cinco nos avisaría la campana. Tendríamos cinco minutos para presentarnos en el corredor, preparadas para ir a los maitines, después una colación y al trabajo que me asignarían. Misa a las doce y un descanso para comer. Volver al trabajo, oración al ponerse el sol, y a la celda hasta sonar la campana, apagar las velas y silencio. Los domingos descanso pero jornada de limpieza de ropa, celda y aseo personal; misa, oración y recogimiento. Se pondrán faltas por indisciplina, pereza, ausencia de diligencia y actitudes contrarias a la decencia y espíritu cristiano. También por hablar sin ser preguntadas. A la tercera falta se aplicará un castigo punitivo, a la cuarta el castigo será público, y a la siguiente, reclusión temporal en el reformatorio. Ella personalmente me condujo a mi celda, un espacio minúsculo con dos jergones, dos sillas, una mesa, una vela y un cubo para hacer mis necesidades, celda que compartiría con otra interna. Cuando me dejó sola di gracias a Dios por ser tan bueno conmigo y darme la oportunidad de redimir mis gravísimas faltas en un lugar austero y disciplinado. Inmediatamente me arrodillé cara al crucifijo que estaba en la pared y me puse a rezar.
Me sacó de mi ensimismamiento el ruido de pasos en el corredor: llegaban las internas para retirarse. Entonces me di cuenta que había estado casi todo el día sin probar bocado y desde muy temprano concentrada en la oración. Entró mi compañera de celda, una mujer muy joven, más o menos de mi edad. Su rostro era hermoso pero muy extenuado y fatigado. No me dirigió la palabra; una monja nos encendió la vela. Ella se quitó el vestido, el corpiño, la sobrefalda. Dejó su corta melena rubia libre de la toca, y se acostó en paños menores. Yo no tardé en seguir sus pasos con el ayuno como penitencia extra.