La angustia de la fe: La iniciación
Nuestra Yolanda ha descubierto el placer de la carne y cae irremisiblente por la dulce rampa de la depravación.
LA ANGUSTIA DE LA FE
LA INICIACIÓN
Pronto me di cuenta que André era un libertino. Le venía de familia. Su abuelo era amigo del marqués de Sade. Su padre también lo era, y había educado a su hijo para serlo a su vez. Esa fue la razón de la retirada de su madre a un Convento a la muerte de su esposo. Su vida había sido un rosario de atrocidades sin cuento por parte de marido y suegro. En los meses siguientes y de la forma más discreta que nos era posible, André me hizo entrar en una orgía continua de pasión desenfrenada. Olvidadas mis creencias y rotos mis tabúes, André me inició en prácticas sexuales de todo tipo a las que yo accedía sin apenas reparo alguno, y que algunas, por vergüenza, omito en este relato. Además, no contento con eso, se empeñó (y yo accedí gustosamente debo añadir) en formarme como hábil practicante mediante un curioso y perverso sistema de premios y castigos. Una vez se le metió en su corrompida cabeza que me convirtiera en bailarina oriental para lo cual hizo llegar a dos expertas en la viciosa danza originarias de nuestras colonias en Líbano, haciéndolas pasar ante la vigilante mirada del ama de llaves como músicas. Una de ellas tocaba el tamboril mientras la otra me enseñaba los lascivos movimientos corporales. El depravado André juzgaba mis progresos y si no eran de su agrado me hacía azotar por las danzantes. Si por el contrario le satisfacía me permitía solazarme con ellas. De esta forma me convertí en una auténtica hurí, y para acreditar mi voluptuoso rol rasuró mi pubis y mis axilas a la manera prescrita por el Islam. En definitiva, renuncié al Dios de mis padres y me lancé en brazos de la diosa concupiscencia. Pensé que me quedaba poco por descubrir y experimentar bajo la experta batuta de ese infame cuando un día apareció ella.
Estábamos desnudos en el lecho. Practicábamos unas vez más un juego perverso que mezclaba placer y dolor. Yo tenía mis muñecas y tobillos atados a los postes de la cama con pañuelos de seda mientras él paseaba lentamente una vela encendida por mi vientre dejando caer cera desde mi ombligo a mi pubis. La puerta se abrió inesperadamente y una mujer joven ricamente vestida entró en la habitación. André dejó la palmatoria en la mesilla y desnudo como estaba se dirigió hacia ella y la besó en los labios. Yolanda me dijo- esta es Janine mi prometida. Lejos de extrañarse y mucho menos enojarse, Janine me dedicó una sonrisa. Yo estaba más asombrada que confundida y no pude articular palabra. -¿puedo? Dijo la joven. Y André la ayudó a quitarse el vestido, el corsé, así como el resto de ropa excepto las medias, y con gesto alegre subió al lecho y pasó sus piernas por encima de mí, arrodillándose sobre mi barriga. Podía sentir el calor de su vulva húmeda sobre mi piel y esa sensación me embargó en grado sumo. -Déjame la vela- dijo a André. Y con ella en la mano dejó caer gotitas sobre mis pechos desde la altura justa, para que fuera muy caliente pero sin quemar. La sensación de placer-dolor debilitó cualquier protesta por mi parte ante su insolencia y de nuevo me dejé deslizar por la rampa del frenesí sexual extremo que anteponía a cualquier freno moral. Y así pasé casi dos meses más en compañía de estos dos depravados en un largo recorrido iniciático hacia la inmoralidad más absoluta. Menos copular con animales, algo a lo que ellos sí estaban acostumbrados pero a lo que me negué con rotundidad, mi persona pasó por todo, y he de confesar con vergüenza que lo hacía con total entusiasmo, especialmente la unión carnal con otra mujer. Janine era una experta es eso y su cuerpo ancho pero proporcionado, blando y acogedor, su piel blanca, sus grandes pechos y sus largos cabellos dorados, pero sobretodo su vulva sonrosada e inmaculadamente libre de vello me hacían enloquecer.