La angustia de la fe: La caída

Yolanda es descubierta y su marido el Barón le ofrece una salida digna.

LA ANGUSTIA DE LA FE

LA CAÍDA

Habíamos recibido noticias de mi esposo anunciando su vuelta. Cuando llegó, ya bien entrada la tarde, saludó efusivamente a su sobrino y a su prometida, la gentil Sta. Lacroix, o sea, Janine. Conmigo indiferencia absoluta; ni siquiera me dedicó un protocolario beso en mi mejilla. Con gesto severo me ordenó que estuviera a las nueve en punto en su despacho, y se retiró a sus habitaciones a descansar. Mi marido nunca había sido cariñoso conmigo pero esa actitud me sorprendió después de tantos meses sin vernos. Lo que nunca podría sospechar era la razón de su conducta.

Me presenté a la hora. Estaba sentado tras su mesa de trabajo y sin decirme buenos días ni invitarme a tomar asiento me lo comunicó con toda crudeza: el adulterio en Francia estaba penado con la cárcel, y si habían practicas contra natura con trabajos forzados, así que podía elegir entre una acusación formal ante la justicia o ser recluida en un Convento. El mazazo casi me hace caer. ¿como podía haberse enterado? Inicialmente pensé que era el mismo André el que me había delatado pero más tarde supe que el ama de llaves nos vigilaba a través de mirillas en pasillos secretos que solo ella y el barón conocían. De nada valieron mis excusas. Para mi esposo la conducta de su sobrino estaba justificada ante los ilimitados poderes de seducción que exhiben ciertas mujeres, y yo era un buen ejemplo de eso. Los papeles que certificaban mi retiro a petición propia estaba estaban sobre la mesa. Firmé sin leerlos. Tras hacerlo me dijo que no pensaba separarse ni divorciarse y que comunicaría a mis padres mi decisión por motivos estrictamente religiosos ya que a causa de mi esterilidad no podía tener descendencia. Me dijo que me retirara y me recluyera en mis habitaciones hasta que él preparara mi partida hacia el Convento.

Cuando quedé sola empecé a tomar verdadera conciencia del pecado que había cometido contra lo que mis padres me habían enseñado. Los había deshonrado, a ellos y a mis creencias más profundas. Caí presa de un llanto incontenible, hasta que mis lágrimas secaron mis ojos. Bendije a mi esposo por la honrosa salida que me había proporcionado y juré por lo más sagrado que haría cuanto estuviera en mi mano por redimir mi pecado y alcanzar su perdón. Mi falta era tan grande que no me atreví a buscar consuelo en la confesión, y recé, y recé, hasta que diez días más tarde mi marido me hizo llegar la noticia de que partiríamos de inmediato y que no hiciera equipaje alguno salvo el necesario para tres jornadas de viaje, ya que donde iba no lo necesitaría. Partimos mi esposo y yo en el landó una hora más tarde hacia mi retirada del mundo.