La amiga de mi esposa
La miré, porque ella se había quedado inmóvil. De espaldas a mí. Pensé que estaba haciéndome algún tipo de broma pesada.
La amiga de mi esposa
Laura, mi esposa, y Amelia, su amiga, eran como hermanas. Se conocían desde niñas y eran confidentes mutuamente. Después que me casé con Laura, su amiga Amelia nos acompañaba con frecuencia en los viajes de vacaciones que hacíamos. Siempre iba acompañada del novio de turno. Cambiaba de pareja casi cada año. Era un poco promiscua si me permiten el término.
Ese verano, estaba sin novio. Pero igual nos acompañó. Fuimos a la playa, a un conocido resort donde una noche asistimos los tres a la presentación de un hipnotizador que había sido famoso hace muchos años y ahora sobrevivía con espectáculos de segundo nivel. El tipo pidió voluntarios para su show y los hipnotizó para que hagan el ridículo un rato y hagan reír al respetable público.
La gente subía medio animada por los demás, medio para saber si era real o todo estaba armado. El hipnotizador debió ser muy bueno en sus tiempos o estaba inspirado esa noche pues logró dormir al 90% o un poco menos de los voluntarios que subieron al escenario.
Laura y Amelia también subieron. Riéndose y animándose entre ellas. Se durmieron y el hipnotizador las hizo hacer de gallinas, que tuvieran calor, luego frío, que bailasen y otras pavadas más. El tipo las despertaba y las hacía dormir de nuevo con una frase graciosa: “reloj que muerde”. Ellas me contaron después que se divirtieron mucho y no paraban de reír.
Las vacaciones siguieron. Nada extraordinario pasaba. Creo que fue una semana después del show que descubrí una fuente inagotable de placer carnal.
Ese día, Laura se había levantado temprano para coger cupo en el spa del hotel donde nos alojábamos. Regresaría a la hora del almuerzo. Yo me levanté tarde. Me despertó el ruido de la ducha de la habitación de al lado, donde dormía Amelia. El día anterior se había ido de juerga y quizás se había ligado a un tipo. Escuché atentamente, pero no oí ninguna voz masculina. Estaba sola.
Nuestras habitaciones compartían espacios comunes, así que al rato la encontré en la cocina, con una toalla en la cabeza y la otra cubriéndole el cuerpo. Amelia no estaba mal. Era delgada, con poco culo pero un buen par de tetas. A diferencia de mi esposa Laura, que tiene un buen culo pero es casi plana por delante. La naturaleza no es pródiga de manera homogénea.
Empezamos a hablar de tonterías. La verdad es que yo charlaba de cualquier cosa pues estaba más preocupado en mi retorno al trabajo la próxima semana. Seguramente me encontraría con todo desordenado pues mi equipo estaba retrasado desde hace casi dos semestres. De pronto salió el tema del hipnotizador. Le dije que me pareció gracioso pero no me lo creía del todo. No creía que estuvieran fingiendo pero que seguramente ellas y otros voluntarios habían hecho el payaso para no defraudar al público. Al final todo era una gran farsa.
Amelia me aseguró que no. Mientras seguíamos hablando del tema, ella se quitó la toalla de la cabeza y empezó a prepararse el desayuno. Se la veía muy sexy con el cabello mojado y sin pizca de maquillaje. Solamente tenía la toalla de baño cubriéndole todo el cuerpo. La toalla no era muy grande así que cada vez que se volteaba yo podía ver casi el nacimiento de sus nalgas, ya que ella, por su gran busto, había preferido cubrírselos de mis ojos curiosos.
Todo sucedió tan rápido que hasta ahora no me lo creo.
- Entonces, me estás diciendo que cuando él decía la frase “reloj que muerde”, te quedabas sin voluntad y sometida a sus órdenes – dije yo.
La miré, porque ella se había quedado inmóvil. De espaldas a mí. Pensé que estaba haciéndome algún tipo de broma pesada.
- Deja de bromear que es muy temprano para eso – le dije.
Como ella no contestaba, le dije con un tonito malicioso.
- Ah, estás hipnotizada, pues deja caer la toalla.
Amelia dejó lo que estaba haciendo y se soltó la toalla, que cayó a sus pies sin hacer ruido y dejándome boquiabierto. Pude ver su espalda y su culito desnudos, recién duchada.
La escena me dejó impactado. De inmediato tuve una erección. ¿Estaba fingiendo o era en serio? Me daba igual porque estaba desnuda.
- Date vuelta – le indiqué.
Ella volteó y pude ver sus generosos pechos, de pezones y aréolas rosados. Tenía el coñito muy bien depilado. Pero lo que más me llamó la atención en ese momento fue su rostro. Estaba totalmente inexpresivo. Como si su mente estuviera en otro mundo.
Yo tenía la verga como una barra de hierro. Estaba muy excitado. Amelia, la mejor amiga de mi esposa, casi su hermana, estaba desnuda frente a mí y por lo que podía ver, estaba completamente sometida a mi voluntad.
- Ven y bésame – le ordené con voz enronquecida por la excitación del momento.
Ella se acercó con pasos vacilantes pero me besó sin dudar. Fue un beso frío así que le indiqué.
- Bésame con pasión.
Esta vez ella me besó con mucho ardor. Era indescriptible. Se quería comer mis labios. Pensé que mi polla iba a reventar. Sus labios eran muy dulces, completamente tiernos y su lengua se metía en mi boca.
No pude evitar que mis manos atrapasen sus hermosos senos. Los estrujé con delicadeza. Eran muy suaves, atrapé sus pezones que se habían endurecido. Me incliné y empecé a mordisquearlos con mis labios y mi lengua. Los mordí, los chupé, los devoré. Eran deliciosos.
El momento era indescriptible, así que me quité la ropa para quedar también desnudo como ella. Le indiqué que se arrodillase y me hiciera una mamada. Amelia obedeció sin rechistar. Se puso de rodillas. Cogió mi pene erecto con la mano derecha y se lo tragó sin miramientos. Sus boca se tragó todo mi glande y se lo tragó muy despacio, hasta el fondo. Era una garganta profunda. Luego empezó a lamerlo como un sabroso helado. Lo hacía sin prisa. Era toda una experta en el arte del sexo oral.
Yo gocé como pocas veces en mi vida. Laura me hacía unas mamadas respetables, pero su amiga me estaba haciendo una de campeonato. Cogí el cabello de Amelia y empujé su cabeza hacia mi cuerpo, con un poco de violencia. Le estaba clavando el pene en su boca. Ella usaba su lengua con maestría. Yo lo iba haciendo con mayor velocidad y fuerza.
Fue imposible resistirme más y eyaculé. Casi todo mi esperma fue directamente a su boca, pero un poco quedó alrededor de sus labios y sus mejillas. Me gustaba ver mi semen embadurnando su cara. Mi leche salió a borbotones, no recordaba haber eyaculado tanto en mi vida.
Le ordené que lamiera mi verga hasta limpiarla de semen y lo hizo con mucha dedicación.
Hice que se ponga de pie y baile sensualmente para mí. Ella lo hizo con mucha pasión. Tanta, que pronto recuperé mi erección.
La coloqué de espaldas a mí. Inclinada sobre una silla. Con su culito levantado. Me agaché y le lamí el ano para lubricarlo. Preparé con mis dedos la entrada de su orificio anal para ensancharle ese orificio natural, y luego la sodomicé sin mayor trámite. Se la metí hasta el fondo. Sin la menor compasión. Ella gimoteó un poco al principio, pero resistió por el estado en que se encontraba. Yo no tuve piedad y la clavé una y otra vez, hasta que me vine por segunda vez en esa mañana increíble.
Le llené de semen todo el culo. Amelia resistió todos mis embates. Le ordené que fuera a asearse. Yo aproveché para lavarme bien el pene.
Regresamos a la cocina. Ella seguía desnuda. Ya estábamos a media mañana así que le dije que cuando despertara no recordaría nada de lo sucedido pero volvería a caer en trance al escuchar la frase “reloj que muerde”.
Hice que se ponga la toalla y la desperté. Ella pestañeó y me preguntó qué hora era. Ya era casi mediodía así que ella se fue corriendo a su habitación a cambiarse.
Yo quedé solo. Encendí el televisor pero no presté atención a los programas. Pensé en lo sucedido y cómo sacarle provecho. Además recordé que mi esposa también había quedado con esa frase en su mente, así que cuando ella regresase, tenía pensado jugar un poco mientras decidía qué hacer en los siguientes días con ambas.