La amenazada virtud de Virginia

Virginia es una inocente chica de Palencia a la que sus padres envían a Madrid para evitar que su novio le arrebate su virginidad. En la gran ciudad nada sale como estaba previsto. Sus parientes en la capital son demasiado estúpidos para protegerla y el premio será para el aspirante más inesperado.

MAIL 1

Querida Paulina:

Desde que dejé Palencia, me han pasado muchas cosas. Tantas que no he podido enviar el mail diario que te prometí, querida prima. ¡Pero es que Madrid es tan estresante! Te envío, éste ahora. No sé qué daría por que papá me perdonase. ¡Qué desgracia que aquel día mis padres se fueron a ver una película pero se hubiera inundado el cine Ortega! Volvieron mucho antes de lo esperado y me encontraron en el sofá, debajo de Higinio. ¡Al pobre le había costado tres años que le entregase lo que más deseaba y justo cuando estaba embocando a puerta sus futuros suegros lo pillan in fragantti !

Mi padre gritó tanto que hasta las voces se oyeron hasta en el río Carrión. Mira que yo intenté taparme pero o mi camisetita de tirantes era demasiado pequeña para la cubrir la enormidad de mis pechos, tanto que entre los nervios y el susto un par de veces se me escapó un pezón, o incluso soy más torpe de lo que creía. Yo no me daba cuenta porque con la excitación creada por la expectativa de entregarme a mi novio se me habían puestos tan duros que estaban totalmente insensibles. Yo sólo lo notaba porque el labio inferior de mi padre empezaba a temblar y se atascaba en su discurso de improperios.

Y de futuro suegro pasó a enemigo mortal del pobre Higinio, que salió corriendo con el rabo entre las piernas. Y mira, que tenía rabo, querida prima.

Y así, mi enfurecido padre, para preservar mi virtud, canceló mi matrícula de primero Magisterio en Palencia, me inscribió en la Complutense y me envió a Madrid a vivir con mi tío Lucas.

Mi tío Lucas nunca ha sido muy listo. Y mira que su mujer es un lince: ha montado un verdadero imperio. Pero, claro, ella, bien bien no es de la familia. Ahora, ha servido para que mi tío Lucas no tenga que volver a trabajar en la vida. Sólo tiene que firmar y aparecer de responsable en todas las empresas, mientras mi tía Amelia lleva los negocios desde la sombra. Así, que aquí estoy, viviendo en Serrano, durmiendo en una habitación tan grande como mi antiguo piso y alejada de las tentaciones del desafortunado Higinio.

Mi tío me ha buscado un noviete madrileño. Creen que no lo sé pero ha sido idea de mi tía Amelia, le oí hablar de que era mejor que los hombres creyesen que ya tenía pareja si el objetivo de mi estancia en Madrid era mantenerme alejada del pecado. Han escogido un vecino, Borja, tan pijo como bobalicón. Es guapo, sí; me adora, sí; me respeta… demasiado.

Con todo, no parece que vaya a ser fácil preservar mi condición en la capital del Reino. Los acontecimientos de este fin de semana demuestran que en esta nueva Babilonia no estoy más segura que en la plácida Palencia.

Sin ir más lejos, lo que pasó el pasado fin de semana. Una cadena de acontecimientos, querida Paulina, que me ha llevado a escribirte este correo.

Iban a inaugurar el último centro comercial. Como siempre, mi tío Lucas cortaría la cinta, departiría con las autoridades mientras mi tía se quedaba en casa y manejaba los hilos desde las sombras. Borja y yo sólo teníamos que arreglarnos y darle al acto un cierto aire familiar.

Borja me compró un vestido espectacular: rojo veneciano, largo. Me hubiera gustado ponerme sujetador pero era tan escotado por la espalda, que no hubiera quedado bien. Así que prescindí de la parte de arriba pero no de las pequeñas braguitas rojas con unos traviesos lacitos, por si Borja se animaba y buscaba un momento de los dos a solas para aventurarse en terrenos inexplorados. Por el mismo motivo, y para rentabilizar la tarjeta de crédito que me había facilitado mi tío lo rematé con una medias blancas sujetas al muslo por elásticos. Los zapatos eran rojos, con un tacón de vértigo, pero total, era un día especial y mi tío había enviado uno de sus Mercedes a que nos recogiera. Todo apuntaba a que poco tendría que caminar. Me recogí el pelo negro sobre la nuca, para destacar mi esbelto cuello. Me veía fantástica en el espejo. Y estaba satisfecha porque el vestido me recogía la mar de bien mis ampulosos pechos pese a ir sin sujetador. Rematé con un lápiz de labios Dior rojo coral, que combinaba perfectamente con mi vestido y mi piel tostada. Fruncí mi carnosos labios y lancé un beso al aire antes de bajar.

Borja estaba en el coche, esperándome. Cuando subí tuve que subirme un tanto la falda, no sé si me vio el final de las medias, pero me resultó evidente que Borjita ponía los ojos como platos ante el espectáculo. Me sentí tan halagada que crucé las piernas y poco me preocupé de que el largo vestido volviese a su posición. No era un escándalo pero qué había de malo es que mi nuevo novio disfrutase de mis redondeadas rodillas.

Caía la noche cuando llegamos al nuevo centro comercial en Alcorcón. Allí empezaron los problemas había una alfombra roja, como en los estrenos de cine y cuatro o cinco fotógrafos que debían ser de prensa local. Tenía que haberme bajado el vestido antes descender pero por miedo a estropearlo hice justo lo contrario, subirlo un poco. Un error, como me di cuenta por la expectación que desperté entre los fotógrafos y el número de flashes que les arranqué. Por suerte había seguido el consejo de las redactores de Cuore : hagas lo que hagas ponte bragas. Ahora, mucho me temía que las mías habían quedado demasiado en evidencia.

–Las cámaras te adoran. ¿No es genial? –me dijo Borja cogiéndome del brazo y llevándome hasta el photo call .

–Sí, no está mal para una chica de Palencia –le murmuré al oído. Y me dio algo de pena, porque pensé que no se enteraba de nada.

La inauguración fue bien. En la planta baja, en la zona de restaurantes, un teniente de alcalde que no dejaba de mirar mi prominente delantera, quizá porque yo soy alta y él un tanto bajito, cortó la cinta y dio un breve discurso. Mi tío estaba henchido de orgullo. Borja también estaba henchido, pero en otro sitio y por otros motivos.

Después de la inauguración había una breve visita. Lo primero que hicimos fue subir por la escalera mecánica hasta la planta superior, donde estaban las tiendas de ropa. Primero iban mi tío y los políticos. Luego, en un pequeño grupo, les seguíamos Borja y yo y otros invitados.

A medio altura noté un tirón. Miré para abajo y con horror descubrí que el bajo de mi vestido rojo veneciano se había enganchado en algún punto de la escalera mecánica. ¡Esto no podía estar pasando!

–Borja –susurré muerta de vergüenza– ¡Ayúdame, mi vestido se ha enganchado!

El tonto del bote de Borja intentó desengancharlo.

–¡Date prisa! ¡Por Dios! –le supliqué mientras notaba como todo el vestido se apretaba en mi cadera, con una tensión insoportable, mientras yo intentaba descender para retrasar el efecto físico. Pero topé con un señor gordito que o llevaba una pistola o es que se alegraba de verme.

–No sale, cariño.

Noté como las costuras estaban empezando a saltar.

–     ¡Paren la  esca….! –pero le tapé la boca.

–Shisss, Borja… que se va a dar cuenta todo el mundo.

Raaaaaaaasssssssssss! Y el vestido saltó. De repente estaba en una escalera mecánica, en medio de un centro comercial ataviada sólo con unos zapatos de tacón rojo, unas braguitas con lacitos haciendo juego que ahora me parecían escandalosamente pequeñas y unas medias blancas a medio muslo. Ahora sí que todos me estaban mirando. Para colmo, volví oír los mismos flashes y los fotógrafos, que habían puesto sus cámaras en disparador de modo rápido y absolutamente concentradas en mí. Y esta vez no tenía dudas estaba enseñando mucho más de lo que la decencia recomendaba. Sobre todo al haber prescindido del sujetador. Apenas atiné a taparme los pechos. Y luego empecé a correr escaleras arriba dejando boquiabierta a toda la comitiva mientras todos los reportero gráficos no se perdían detalle alguno. Había gente que se reía. Incluso me pareció ver entre el personal algunos jóvenes enarbolando sus móviles para inmortalizar tan humillante situación.

Me refugié en una tienda de la planta de arriba. Borja entró detrás de mí sin aliento casi.

–¡Joder, como corres con esos taconazos!

La dependienta me miró con evidente desaprobación. No era mayor pero a todas luces resultaba menos atractiva yo. Así que el desdén de su mirada  era una combinación de la envidia con la de ruptura de sus expectativas inmediatas: no es lo mismo esperar a un teniente de alcalde y a un grupo de ricachones, que ver entrar en tu establecimiento una chica cuya semidesnudez sólo podía ser consecuencia de una moral, como mínimo, distraída.

Yo, como comprenderás, prima, estaba al borde del llanto. Viendo que no podía hablar Borja tomo la palabra:

–Necesitamos algo de ropa.

–Yo sólo estoy aquí para la inauguración.

–Por favor, señora, es un caso de necesidad –suplicó mi pobre Borja.

Ella me volvió a mirar con el mismo desprecio. Yo temblaba como una hoja, con una manita tapaba mis braguitas y con mi brazo cruzado intentaba cubrir mis pezones, cada vez más  despiertos por el aire acondicionado de la tienda.

La arisca dependienta optó por perdonarme la vida y con condescendencia me tiró un par de prendas.

–Ande, póngase esto.

Todavía no me había vestido cuando entraron mi tío y un calvorota uniformado que debía ser el jefe de seguridad del centro comercial.

–¿Cómo te encuentras, querida? –preguntó mi tío Lucas.

–Bien… mal… No sé… –llegué a balbucir.

–He requisado todas las tarjetas de memoria de los fotógrafos, señor. No se han guardado ninguna… creo –dudó el calvorota, más atento a mis evoluciones corporales que a lo que estaba diciendo.

–Eso espero. Sería una desgracia que alguna de esas fotos empezara a circular por internet –replicó Borja, como si alguien necesitase tener ideas.

–Lo comprobaré, señor.

No lo dudaba por lo rijosa de su mirada. Aunque, ¿podía culparle? La camiseta gris me iba tan holgada que por los costados cualquiera podría verme los pechos a cualquier vaivén. Y la falda era tan corta que no llegaba a cubrirme el final de las medias. ¿Era mi impresión o parecía una putilla?

–Tío, no puedo salir así.

–A mí no me mire –replicó la dependienta borde–. Yo ya he ayudado lo bastante. Les rogaría que saliesen lo antes posible.

–Si, sí claro –masculló, mi tío.

–Pero, tío, no puedo salir así.

–Serán sólo unos metros, hasta el coche.

Me cogió del brazo y tiró de mí. Iba a cruzar el umbral cuando sonó la alarma.

Mi tío se detuvo. La dependienta se me acercó. Pero el segurata calvorota se interpuso.

–Déjeme a mí, es un tema de seguridad.

Roja de vergüenza no supe qué decir. El tipo metió sus manazas debajo de la camiseta y empezó a buscar el dispositivo antirrobo. Para ser el jefe de seguridad no era muy ducho. Si no, no se entendía por qué no hacía más que manosearme las tetas, sin dar con el maldito sensor.

–Ejem, Braulio, creo que no es necesario –farfulló mi tío.

–Son sus normas, señor. Nadie puede salir con las prendas magnetizadas.

–Ya, pero, pero…

–Sin excepciones. Como usted mismo ordenó, don Lucas. ¿Ve? Aquí está el chivato de la camiseta.

No te puedes imaginar mi vergüenza, prima. No sabía donde meterme.

–Pues, bueno, ya podemos irnos –replicó mi tío.

–No, don Lucas. Todavía queda la faldilla.

Si cualquier situación mala es susceptible de empeorar, aquella lo estaba haciendo. Después de ser manoseada impunemente delante de mi tío y mi flamante novio ahora el calvorota me estaba subiendo la faldilla. Con la excusa de que no volviera a pitar la alarma ahora estaba recurriendo mis muslos, con sus dedazos regordetes, escalando por su cara interior, rozando como sin querer, mi pubis, que notaba mojado, mientras él también lo notaba, avergonzándome más todavía, si ello era realmente posible. ¿Por qué mi cuerpo reaccionaba así si no lo estaba pasando bien, si era tan distinto a lo que siempre había fantaseado? Pero, prima, no podía negar la evidencia. Y menos ahora, cuando, Braulio, aquel gorila de segunda, con su mirada sucia, sus dedos toscos, lo estaba constatando.

–¿Lo encuentra ya? –preguntó el inocentón de Borja, sin entender nada, aunque estaba claro que su pantalón cada vez estaba más y más abultado en donde no debería.

–Es que cada vez los hacen más pequeños –se quejó el esforzado Braulio, que sería voluntarioso pero hábil, lo que se dice hábil, nada de nada. O mucho de mucho si lo que quería era dejarme temblando de deseo, excitadísima a mi pesar y con mi clítoris palpitando como un diapasón.

–Cariño, ¿te encuentras bien? –me preguntó el solícito Borja.

–Oh, ya lo creo que sí –terció irónica la dependienta maledicente.

–¡Ya está! –y el obeso segurata exhibió el pequeño botón como una victoria, mientras yo me quedaba jadeante, casi sin fuerzas, con mis piernas temblando.

Mi tío y mi reciente novio me sacaron en volandas. Apenas podía dar un paso. Me vieron tan mal que la mujer del teniente de alcalde me dio un tranquimazin. A nuestro paso la gente cuchicheaba, se reían tapándose la boca con la mano. Era espantoso. Y eso que no habían estado dentro de la tienda.

En el Mercedes no pude evitar notar como el chófer reajustaba el retrovisor para no perderse detalle. Crucé, las piernas, claro, pero creo que ya era tarde. En todo caso, la falda era demasiado corta, como para parecer recatada. Mi tío que iba delante no se enteraba de nada. Y, además, un par de veces habló por el móvil.

Entre los dos me sacaron del coche. Yo estaba como en estado de shock. No entendía nada.

–Esto no es nuestra casa, tío.

–Tranquila, te llevamos a un sitio en donde te ayudarán.

Subimos un piso. Un tercero. En la puerta, una placa plateada rezaba: Tobías Ugarte. Dr. en Psiquiatría.

Una enfermera que más cincuenta años nos hizo esperar.

–El doctor está despachando con su secretaria. Les atenderá cuando acabe.

Esperamos bastante rato. No hubiera  sido tan incómodo de no ser por la mirada de desaprobación de la enfermera-recepcionista, sin duda provocada por mi atuendo. No sabía porque pero aquella camisetita naranja me marcaba los pezones como si fueran dos catanias.

Al ver que los asuntos del doctor se seguían prolongando la émula de la señora Danvers entró asomando la cabeza:

–Doctor Ugarte, le recuerdo que tiene una urgencia.

–¡Y qué se cree que es esto!

Ella cerró la puerta visiblemente molesta. Era difícil saber que le indignaba más: su jefe o tener que seguir contemplándome. A los cinco minutos salió la secretaria. Era una rubia de pelo corto, más bajita que yo, pero con una minifalda bien ceñida y que sin duda se sacaba partido. Aún así, en medio del mareo que llevaba por la pastilla, pude ver la sombra de inseguridad que por un momento veló sus ojos al mirarme.

Entramos por fin. El doctor Ugarte parecía la encarnación del Coronel Sanders, del Kentucky Fried Chicken. La sotabarba más recortada, sí, el pelo cano más corto, sí; pajarita en vez de corbata de lazo, sí; pero las mismas gafas Ray Ban de los 60, gusto por los trajes claros y aspecto de cincuentón atemporal.

–Bien, ustedes dirán.

Fue mi tío Lucas, quien tomó la palabra. Lo explicó todo: los motivos de mi llegada desde Palencia contados con más pelos que señales, mi noviazgo con Borja, allí presente; mi accidente en el centro comercial, la manera en que consiguieron mis actuales prendas… ¿Podía ser más humillante? Sí. El bobo de Borja añadió que algunas de las fotos ya estaban colgadas en internet. Y se las enseñó en su iPhone 5 al psiquiatra. ¿Me lo parecía a mí o por un microsegundo el taimado doctor se había relamido? Menos mal que se olvidaron de los magreos a cargo del inútil del guardia de seguridad que en principio dijo que había requisado todas las fotos… porque si no el heredero de Freud nos deja allí mismo para irle a aullarle a la luna.

–Bien, bien… –les atajó el galeno–. Han hecho bien en traerla a mi consulta. El trauma es de tal magnitud que habrá que actuar sin dilación. Primero tome esto.

Y se acercó a mi con una botellita de agua mineral y una pastilla. Mi tío Lucas le miró inquiriendo.

–Es un valium. Tranquilo.

Alguien le tenía que haber dicho que ya me había tomado un tranquimazín pero mis protectores siguieron mostrando las pocas luces que habían tenido hasta entonces. Yo, perdidos los últimos resortes de mi voluntad, me tragué la pastilla maquinalmente.

–Ahora, salgan. Induciré a la paciente a un estado de hipnosis para que reviva los hechos y los asuma plenamente sin efectos psicológicos secundarios.

Mi tío y Borja se levantaron. Parecían dudar…

–Esperen fuera. Su sobrina queda en buenas manos. ¿Cómo se llamaba?

–Vir… Virginia… –dudó mi tío.

El doctor me tumbó en su diván:

–¿Y cómo se encuentran esas imágenes en internet?

–Buscando “golfilla en centro comercial de Alcorcón” –replicó Borja con tanta celeridad que seguro que no pudo pensar antes de contestar, como al parecer era su costumbre.

Mis dos protectores salieron. Quedé allí con mi bolso a mis pies. De lo que pasó después poco recuerdo. Mi cabeza era un batiburrillo de imágenes. ¿Estaba yo balbuciendo algo? ¿Le explica al doctor Ugarte aquellas imágenes desordenadas que surgían de entre la niebla de mi cabeza? ¿Dormía soñando o hablaba en sueños? Pasaban ante mí los momentos del día como diapositivas desordenadas por un payaso loco y rijoso. Las evidentes erecciones bajo el abultado pantalón de Borja, los fotógrafos persiguiéndome como en un capítulo de Benny Hill, los guardias de seguridad actuando con un exceso de celo que sólo lo justificaría si mi piel fuese parte del arsenal de Al Qaeda y hubiera que revisar cada centímetro, las miradas censuradoras de la dependienta, la recepcionista,  la secretaria del doctor, todo mujeres que tenían algo más que hacer que convertirse en objeto de deseo… mis gritos de escándalo… mi angustia.

De repente no pude más. Abrí lo ojos. Me di cuenta de que alguien, el doctor en Psiquiatría por la Universidad de Kentucky, quién si no, me había bajado mi camiseta de tirantes, y que mis pechos estaban doloridos, duros, de un color rojizo en sus partes más sensibles que no era el suyo natural. Me hubiera sorprendido de no tener que asombrarme más si cabe de ver al doctor de marras sentado frente a mí, muy cerca y enarbolando un pedazo de nabo que ni en los mejores huertos de Palencia. ¡Eso era calabacín relleno y no el que preparaba mi madre el Viernes Santo! Lo tenía casi pegando a mi cuerpo así que me retiré asustada, intimidada ante la dimensión de la bicha. Y chillé, claro. Mientras Tobías Ugarte se volcaba en una rociada sin parangón, y no de sus conocimientos, precisamente, que debía tenerlos pero había preferido aquel día exhibir otra cara de su potencial. Seguí chillando y el siguió corriéndose encima mío, como sorprendido de mi mal despertar. Empapada de leche, quedé respirando agitadamente, sentada en el diván. Me había dejado perdida pero no debió ser por impericia, prima, sino por vicio. Porque si sorprendente fue su actitud, más lo fue la velocidad con la que doblegó aquella bestia y la devolvió al receptáculo de su bragueta. De manera que cuando mi tío y mi novio entraron alarmados sólo me vieron a mí de espaldas y el sátiro tenía su aspecto de venerable vendedor de pollo frito reciclado en terapeuta.

–Tranquilos, es que ha despertado de la hipnosis empapada en sudores fríos.

Y con los restos del botellín de agua y una toalla de papel me empezó a limpiar los restos del lechazo, de mi cara, mis senos, mi pelo… Cuando Borja llegó a mi lado el muy hipócrita le dijo:

–Siga usted, que es su novio.

Mientras Borja se aplicaba en demasía a unas tareas que sólo hacían que volver a hincharle su paquete, mi tío y el doctor se alejaron un tanto. Yo me sentía más mancillada que el juramento hipocrático de aquel matasanos. Y sólo puede pillar algunas frases sueltas:

–Sí, es normal que ahora no hable. Lo hará dentro de unas horas (…) Sí, ha ido bien, muy bien, me ha encantado la sesión (…) No, no hace falta que vuelvan (…) Es una chica fuerte y con grandes virtudes, seguro que supera esto con nota (…) No, por favor, no puedo aceptar su dinero. Un caso como el de Virginia para mí es un servicio público (…) No, nada de pastillas. No me gusta drogar a los pacientes. Pero en esta tienda naturistas le venderán Ginko Biloba, que tome una al día, para mantener el ánimo (…) No, no me dé las gracias, don Lucas. No se imagina cómo he disfrutado con esta terapia.

Esto fue hace dos días, Paulina. Cómo puedes ver, no tengo tiempo de aburrirme en la gran ciudad. Y te prometo que te escribiré de nuevo en caso de que haya novedades.

MAIL 2

Querida Paulina:

Primero de todo perdona el retraso. Ya sé que hace un mes que no te escribo. Después, gracias por tus consejos sobre los peligros del Ginko Biloba. Pero eso de que despierta la libido debe de ser sólo una leyenda urbana.

De hecho, me siento mejor. Y sólo tomo una píldora diaria. Es verdad que en la ducha cuando froto con la esponja mis voluptuosos senos, mi plano vientre y mis firmes muslos no puedo evitar un estremecimiento, unos calores, un picor en mis partes… Lo calmaría utilizando mis deditos… Pero mi tía siempre tiene prisa a esas horas de la mañana y no me deja eternizarme en la ducha. Lo mismo me pasa cuando Borja viene a buscarme en moto. El pobre quiere ir de malote pero en realidad no es mi ducho. Bache que hay, bache en que se mete. El pobre sólo le preocupa que con mis pantalones tan ceñidos y la cintura tan baja se me vea el tanga cuando me abrazo inclinada sobre él. Bueno, a lo mejor se me ve algo. Un par de veces algún grupo de chicos en un coche, me han hecho gestos obscenos. ¡Suerte, que mi Borja ni se ha dado cuenta! Pero de lo que debería preocuparse es por la dura suspensión de su motocicleta, porque cada adoquín, cada desnivel, cada banda rugosa, cada badén que sistemáticamente Borjita acaba cogiendo de la peor manera posible acaba castigando mi hipersensibilizado clítoris. De manera que si esos días salía de la bañera en un estado de excitación insatisfecha, bajarme de la moto era todavía peor… He tenido que dejar de llevar pantalones porque muchos días volvía de los paseos en motos tan mojada que tenía que cambiármelos. El resto del día no es mejor, calores, sofocos, palpitaciones, lubrificación excesiva… Me gustaría quedarme a solas y poder darme alguna satisfacción, pero no puedo… Nunca estoy a solas, mi tío, mi tía Amelia, Borja, las amigas pijas de mi novio. Es como la pesadilla de la ínsula de Barataria: en teoría me satisfacen, en la práctica me niegan lo que más necesito. Me quedan las noches, cierto, pero estoy tan agotada que caigo en los brazos de Morfeo, cuando los brazos que yo en verdad querría serían tan diferentes… prima. Pero, no. Estoy convencida de que el Ginko Biloba no tiene nada que ver con todo esto.

Pero lo que me ha impulsado a volver a escribirte y romper mi silencio es que el doctor ha vuelto.

Apareció al borde de la piscina de nuestro piso. Traje color crema, pajarita en tonos tostados. Y pensé: ¡Ojalá! ¡Ojala no hubiera permitido que la amiga más bajita de las amigas de Borja me dejase un bikini! ¡Ojalá no hubiera sido blanco! Y ojalá lo hubiese visto antes de salir del agua, porque el maldito sátiro pudo contemplar como mi cuerpo emergía del agua en todo su esplendor, como aquellos triangulitos eran ridículamente pequeños para mis sobreexcitados pezones después de tantos días de desazón. Pero ya era tarde. Estaba allí, mojada, semidesnuda, con un bikini transparentado por el agua que hacía parecer a mis labios mayores pareciesen los de un ventrílocuo.

–Me alegro de volver a verte, Virginia.

No lo dudaba. Sus ojos no mentían. Se estaba relamiendo, el muy cabrito. Volvía a casa de mis tíos y me encontraba más desnuda de lo que había estado en su gabinete de doctor Caligari.

Azorada me alejé de allí. Tenía tanta prisa que no cogí ni toalla, de manera que nada impidió al obseso doctor solazarse con mi bamboleante trasero mientras me marchaba y sentía que su mirada me atravesaba como si fuera de rayos X.

Pero esto no fue lo más asombroso, querida Paulina. Ya me había vestido con un pantalón pirata blanco, que ahora ya no me parecía tan buena idea que me quedara tan ceñido como cuando me lo compré, y un jersey azul celeste con escote de pico. Vi que gracias al efecto push up de mi sujetador, mis peras tensionaban el jerseicito mucho más de lo conveniente, de manera que por arriba me asomaba un indeseado y prieto canalillo y por debajo se me veía el ombliguillo.

Iba a cambiarme, cuando Borja entró en mi cuarto.

–Espero que no te haya molestado.

–¿Tú? ¿Por qué?

-Por no decirte lo del doctor. Ha sido idea mía.

–Pero si yo estoy bien –le repliqué.

–No, no lo estás. Cada vez que te beso, es como si te molestase, cada vez que te toco me apartas la mano, y el otro día, cuando nos quedamos solos en casa y te subí la camiseta…   Apenas mis labios rozaron tus sensibles senos... te alejaste de mí. Esto no puede seguir así. Eres una chica preciosa, Virginia, pero necesitas ayuda.

Bueno, Paulina, he de matizar esto último. Borja es guapo, cierto. Ya viste la foto que te envié. Y está bien dotado, por las dos veces que mis manitas han palpado, por encima, su paquete, que parece tener la insospechada característica definitoria de tensarse en mi presencia. Pero es tan torpe, Paulina... Cuando me toquetea, me acaba haciendo cosquillas; su besos tienen exceso de saliva y lo de que me subió la camiseta es verdad, pero sus mordiscos fueron tan bruscos e inoportunos que me dejaron mis pechos doloridos. Vamos, que es un inútil. Lo que pensaba, prima mía, que tendría remedio. En cambio, todo apuntaba a que la estupidez sería permanente.

Golpearon la puerta. Era el doctor.

–Virginia, Borja... He preparado una salita de estar que me ha dejado tu padre, Borja. Vamos.

Íbamos a bajar, cuando Ugarte preguntó:

–¿Se ha tomado el Ginko Biloba, Virginia?

–Sí… sí.

–¿Puede enseñarme el frasco? No quisiera que se hubieran equivocado en la tienda naturista.

–Ahora mismo.

Fui hasta la cómoda. Busqué en el cajón de arriba, donde tenía las pastillas. No estaban.

–A lo mejor están en el cajón de abajo –apuntó Ugarte.

Cómo era posible. Yo no las había cambiado. Para buscarlas en el cajón siguiente tuve que inclinarme un poco. El frasco tampoco estaba allí. Giré un poco el cuello para decírselo.

–No las encuentro, no... –y vi a Borja y al doctor con unas caras tan culpables que no quise seguir molestándoles y abrí el tercer cajón. A cada cajón más me inclinaba. Escuché a Ugarte que con su tono habitual daba consejos que parecían órdenes:

–Si no está ahí tendrás que buscar más abajo cariño.

–Sí, sí –se sumó Borja con una mezcla de vergüenza y entusiasmo.

Y entonces, Paulina, lo entendí. ¡Tonta de mí! Aquel par me estaban mirando el culo.  A más cajones descendía, más en pompa exponía mi redondeado y prieto culito. Pensé en ponerme en cuclillas, pero... qué demonios, ¡que se quedasen con las ganas! Abrí el cuarto y último cajón y ya del todo conciente de la situación, de la cintura baja de mi ceñido pantaloncito pirata, de lo arrapado que me quedaba, de la desafortunada –para mí, no para el par de mirones– elección de una escueta tanguita... ¡negra!, cuyo borde superior seguramente desbordaba ya los pantalones, consciente, prima, de todo empecé a menearlo de un lado a otro mientras decía:

–Nada a la derecha, nada a la izquierda, nada a la derecha de nuevo. ¡Pues no lo encuentro! ¡Seré tonta!

–A lo mejor se ha caído debajo de la cómoda.

Me incliné más si cabe para buscar bajo el mueble, suerte que soy tan flexible que nunca me ha costado tocarme la punta de los pies con mis dedos en la clase de gimnasia. Fijé las piernas dejándolas del todo rectas, sentí todas las costuras del finísimo pantalón a punto de reventar. Entonces, justo entonces, cuando podía sentir las respiraciones jadeantes de aquel par de acosadores, dí con el frasco. Mientras me volvía hacia ellos sonriendo como una boba y exhibiéndolo como si fuera una azafata de El precio justo .

Después de tanto esfuerzo, el doctor Kentucky a penas dio un vistazo para dar su aprobación. Es lo que tiene la vida, querida Paulina, es injusta y ellos siempre se divierten más que nosotras

En sala de estar el doctor Tobías Ugarte había preparado un sofá, alineado con un sillón. Enfrente, un trípode con una pequeña cámara de vídeo.

–Grabaremos la sesión, para dejar constancia científica. Borja ¿Podrías manejar la cámara?

Esto me tranquilizó. Al menos no me quedaría sola con tamaño sátiro. Tenía que haberme acordado de la tía Edelmira, que siempre decía aquello de "Más vale sola que mal acompañada".

–No sé bien, como va esto.

–Aprieta el botón rojo y listo - le respondió Ugarte.

Yo me senté en el sofá con las rodillas muy juntas. El doctor se puso en la butaca, más coronel Sanders que nunca, con una libreta en el regazo, como si le importase lo que yo fuera a decir.

–Ha de saber que estamos aquí para ayudarla, Virginia. Su novio y yo entendemos que ha pasado por una experiencia traumática, pero vamos a darle toda nuestra… todo nuestro apoyo, quiero decir. Para que pueda volver a la vida de una chica normal, a sus diversiones, sus entretenimientos, sus goces...

–Sí, sí...

–Le haré unas preguntas para calibrar su nivel de incomodidad con los hombres. Usted deberá responder sí o no.

La verdad es que el tipo tenía superpoderes. Cómo si no podía decir frases así mientras me miraba descaradamente a las tetas sin que se le escapase la risa.

–¿Le incomoda que le mire fijamente a los ojos?

Sí, sí, a los ojos. Vaya jeta, tenía el doctorcito de marras, como si no los tuviera imantados a mis cocos.

–No.

–¿Y si me siento aquí? –y pasó a sentarse en el sofá, a mi lado. Di la callada por respuesta.

–¿Y si le toco la rodilla así?

Su mano no era grande, pero era fuerte, firme y la sentí templada.

–¿Y si la subo hasta aquí? –y la arrastró lentamente hasta mi muslo, por encima del pantalón blanco.

Tragué saliva. Pero me sentía relativamente segura. Mi novio estaba allí, la cámara estaba allí. Por mucho psiquiatra que fuese no se atrevería a llegar mas lejos, no en casa de mi tío.

Ante mi pasividad, el clon del Coronel Sanders se volvió hacia la videocámara, hacia Borja:

–No reacciona, parece bloqueada.

Borja tampoco sabía qué decir.

El descarado psiquiatra se levantó y se acercó a mí. Sus piernas casi rozaban mi hombro.

–Veamos que ocurre si reciben un… estímulo más directo.

A pesar de que hasta ahora sus movimientos habían sido deliberadamente pausados, de repente actuó con rapidez: se bajó la cremallera de la bragueta y desenfundó el mismo mango que yo había querido olvidar de su anterior sesión. No sólo estaba muy cerca y era muy grande. Es que cambiaba de inclinación y tamaño a cada segundo.

–Pero, doctor, ejem… ¿No cree que esto es inapropiado? –interpuso Borja desde el fondo de la sala.

–¿Quién es el médico aquí, chaval? Anda, anda… Mira, no dice nada…

Pero esta vez sí que hablé, Paulina, angustiada al ver aquel manubrio cada vez más cerca de mi carita:

–Borja, por Dios… ¡Apaga la cámara!

–No sé cómo, amor –replicó mientras trasteaba la cámara. No, lo suyo no eran ni los cuerpos femeninos ni los botones de la tecnología.

–Vayamos un poco más lejos. Profundicemos en la cuestión.

Tenía aquel nabo rozándome la mejilla y ya estaba claro cuáles eran las intenciones del psiquiatrilla de marras. Intenté apartarme pero como si me leyese el pensamiento me sujetó del brazo. Con una agilidad sorprendente en un hombre de su edad, dio un giro de cadera y aprovechando que abrí mi boquita parta dibujar un “oh” sorprendido la clavó en la tronera.

Oh, sí, querida prima, podía haberme resistido más, pedir ayuda al inútil de mi novio. Podría… sí… pero estaba ya tan mojada, que sólo quería no levantarme del sofá para que no se hiciera evidente en el pantalón, tan pirata, tan ceñido y tan blanco, mi vergüenza. ¿Me traicionaban mis deseos? Yo creo que no, Paulina. Estoy segura que aquel desalmado estaba abusando de mí, de su posición de autoridad y de la confianza que le estaba dando mi tío Lucas. Si embargo, cómo se plegaba mi boca a sus designios, como recorría mi lengua aquel vergajo, como movía la cabeza hacia delante y atrás intentando que Tobías Ugarte, doctor en Psiquiatría, descargase en mí todo lo que llevaba dentro, que no era sabiduría científica precisamente. ¿Cómo podía sentirme yo así, tan desatada, tan… déjame decirlo, prima, tan caliente? Yo, bien lo sabes nunca he sido de esas… pero allí estaba yo, comiéndole el rabo con más voluntad que pericia a un señor de edad provecta.

Me libré de su garra, porque me estaba haciendo daño en el brazo. Iba a conseguir sacármela de la boca cuando aquel cimbel se derramó por fin. El doctor venía bien cargado, porque tenía más excedentes lecheros que la Unión Europea. Decir surtidor, sería decir poco… decir aspersor, sería quedarme corta… propulsor, manguerazo… se ajustaría más aquel desparrame… Nunca aquel jersey azul celeste me había durado tan poco tiempo limpio… ¡Por Dios!

–¡Oh, me encanta mi trabajo! –farfulló el galeno, exhausto, pero no precisamente por el tratamiento terapéutico.

Volvió a enfundar el instrumento con la destreza en que David Copperfield hubiera hecho desaparecer la Torre de Pisa. Volvía a ser el tipo de gesto sosegado.

Miró a Borja, que estaba boquiabierto.

–Muchacho, hemos avanzado mucho. En poco tiempo tu novia se librará de todas sus inhibiciones y traumas y podréis disfrutar como una pareja normal.

–Yo, yo…

Avanzó hacia él. Pensé que le iba a dar una palmada de ánimo. Pero no. Pura y simplemente extrajo la tarjeta de memoria de la cámara doméstica con la misma destreza con la que desplegaba su sorprendente pollón. Se la guardó en su americana color crema.

–Voy a despedirme de tu tío.

Y a mí, casi sin mirarme:

–Y tú, cuídate, Virginia. Y no te olvides de seguir tomando el Ginko Biloba.

Nos quedamos solos. Borja vino hacia mí. Por el bulto de su pantalón, sólo puedo decir que había una parte de su cuerpo que no había quedado indiferente. Intentó ponerme una mano en el hombro pero se la aparté de mala manera:

–¡No me toques, imbécil!

¿Crees que hice mal? A lo mejor el pobre Borja no estaba actuando de mala fe. Pero es que me sentía tan enfadada con él, prima. Sí, ya lo sé. Había sido el doctor el que había abusado de mi confianza y de mi boca, pero… No sé. Por eso te escribo. Para que me des tu opinión. Y sin más, se despide afectísima:

INTERLUDIO EN UNA CAFETERÍA.

–No te asustes. ¿Te importa que me siente?

–No, no.

–¿Te acuerdas de mí?

–Sí, me suenas pero… Espera, ya sé… La secretaria de Tobías Ugarte, ¿quizás?

–Efectivamente. Pensé que no me conocerías sin minifalda. Sólo la llevo en el trabajo.

–Jajajaja, no, no es eso. Soy mala para las caras.

–Yo también… Pero soy buena para los cuerpos. Y el tuyo es de escándalo. ¿Virginia, no?

–Sí. ¿Cómo me has encontrado?

–Tobías sabe donde vives. Sólo tuve que seguirte y ver dónde desayunabas. Sí, tomaré un café, sólo, con dos azucarillos.

–¿No temes engordar?

–Soy muy golosa. Me llamo Adele, en francés.

–Encantada.

–Quería hablar contigo.

–Supongo, Adele.

–Ya habrá intuido que no soy sólo la secretaria de Tobías Ugarte. Y que no me contrató por mis conocimientos de FP Administrativo.

–No… yo, no…

–No te avergüences, Virginia. Que las dos somos adultas. ¿Sabes lo que estaba haciendo el día que llegaste a la consulta por sorpresa?

–¿Repasar los casos pendientes?

–Repaso sí. Pero a su verga. La tenía en mi boca cuando llegaste con tu tío y tu novio.

–Lo… lo siento.

–Más lo sintió él. No pudo acabar y te tuvo que atender en un estado que no era el más conveniente. Por eso creo que pasó lo que pasó.

–Yo, yo… no sé qué decir.

–Pero es que desde entonces, no es el mismo Virginia.

–Desde entonces está obsesionado contigo. Ya sé que se coló en tu casa.

–No te imaginas lo que me hizo, Adele.

–No, no me lo imagino. Porque vi el vídeo. Y porque he leído tus mail.

–Pero… pero…

–Por eso te aviso. Cuando se te cayó el bolso en tu consulta se te calló un papelito que con tus claves de correo electrónico: Carrion1991. El cabrón ha leído los mails que le envías a tu prima. Creo que le ponen más cachondo, incluso que el vídeo.

–¡Qué horror!

–Por eso te aviso.

–Gracias, eres una buena amiga, Adele.

–No te creas. Es que desde que te conoció, Virginia, el doctor Ugarte ya no es el mismo.

–¿Sí?

–Está como encegado contigo. Ya no me mira. Ya no juega.

–¿Juegos?

–Sí, antes tenía juegos. Tobías hacía ver que perdía el bolígrafo y me mandaba buscarlo a gatas por todo es despacho. Ya te imaginas lo que pasaba con esas minifaldas que llevo al trabajo. O yo fingía que se me caía una carpeta y tenía que agacharme a recogerla… para que el me ayudase… ¡Imagínate las cosas que ha visto esa moqueta!

–¡Por Dios! ¡Qué vergüenza!

–Eso no era lo peor. Se inventaba faltas para darme azotes en el culo poniéndome en su regazo o me regañaba por venir muy escotada en el autobús… En esos casos le tenía que entregar una prenda, en la mayoría de las ocasiones, el sujetador.

–¿Por qué no cambias de trabajo? Pareces competente, seria.

–¿Qué dices? ¿Y estar en una oficina normal, con un trabajo normal, esperando que un idiota de contabilidad me quiera invitar al cine? ¡Quita, quita! ¡Qué aburrimiento! Este trabajo es fantástico. Siempre diferente, cada día un reto. Y ya has visto las… dimensiones del material de trabajo. En pocas empresas podría encontrar tamaño equipamiento, tener tantos incentivos y me darían un nivel de satisfacción similar. Tobías Ugarte será un obseso, pero es un jefe que te marca retos, te lleva al límite y siempre te pide más.

–¿Y entonces?

–Pues quiero avisarte. Porque tú no eres como yo. Eres una buena chica, Virginia, quieres una vida normal, un novio normal y una relación normal. Por eso no te mereces que ese cerdo te acose, te espíe y se aproveche de ti.

–Pero tú, hasta ahora, estabas encantada ¿no?

–Bueno, pero a lo mejor lo que es bueno para mí puede no ser bueno para ti. ¡Dios, que malo está este café! ¡La cuenta, por favor!

–No, ya pago no.

–No, para nada, Virginia. Sólo faltaría. Con el lío en que te está metiendo mi jefe. ¡Mira, y con propina!

–Pues nada, muchas gracias.

–Me voy. Que hoy hay descuento en la web de lencería Aubade-Accueil.

–Vale, nos vemos.

–No creo. Pero ¡besitos!

MAIL 3

Querida Paulina:

Mamá me sigue llamando habitualmente. Está muy preocupada por mi nuevo novio y por si amenaza mi trabajosamente conservada virtud.

No creo que haya peligro, al menos por ese lado Y menos ahora que a veces salimos con carabina. Me pasó este fin de semana. Yo, tonta de mí, pensaba que con un poco de suerte acabaría entre los brazos de Borja. Por eso me había vestido para la ocasión: una blusa rosa palo ceñida, si me vieses me criticarías, prima, o dirías que se me había soltado abrochar el tercer botón de la blusa. Yo te diría que no me había dado cuenta, pero sería mentira, en realidad lo había hecho aposta para que Borja no pudiera dejar de mirarme de reojo, y que los bordes de mi sujetador rojo ejercieran como un piloto de alerta, de esos que se encienden y se apagan. Me dirás que me he vuelto mala, pero no sé si será por el Ginko Biloba, que sigo tomando, o por qué pero me paso la mayor parte del día ardiendo por dentro y buscando un excusa para tocar mi cuerpo a cada momento… me acarició los tobillos, me abrazo a mi propia cintura, me froto la nuca…

La falda es negra, por encima de la rodilla y de una tela elástica que parece una segunda piel. Llevo unas medias canela con pequeños lunares negros y unos zapatos de tacón de vértigo… Jejeje, ventajas de saber que vas a ir en coche. Ya sé, ya sé, lo importante está en el interior. Pero la falda es tan ceñida que no he podido ponerme liguero… Aunque, eso sí… las medias acaban a medio muslo y tienen un ribete rojo que hacen juego con mis pequeñas braguitas del mismo color.

El coche de Borja me encanta. Es un Lexus LFA blanco, supercómodo. Pero muy bajo con lo que es difícil subir y bajar. Al entrar no me importó, al contrario, disfruté subiéndome la ceñida falda hasta que dejé al pobre Borja ojiplático con el final de mis medias de encajes, sus detalles de lencería roja y el principio de mis dorados y firmes muslos. Bajar ya fue otra cosa. Borja, tan inoportuno como siempre, pensó más en su coche que en su novia… y quiso parar el vehículo junto con a un grupo de aparcacoches especialmente ociosos. Pienso que tendré que bajar y para ello deberé subirme de nuevo la falda mucho más de lo que sería deseable para un chica de mi reputación. Un guapo aparcacoches, con esa mirada canalla que tanto te gusta, prima, se acerca a abrirme la puerta. Siento una punzada de vergüenza, pero luego pienso que, qué demonios, tengo unas piernas espléndidas, y mis dedos pinzan la falda dispuestos a subirla lo que fuera necesario.

Pero en ese momento una mano pequeña golpeó al joven aparcacoches en un gesto rápido, inapelable y una figura extrañamente familiar le sustituye, abriendo la puerta. Lleva un traje de un pálido verde pistacho y pajarita de lunares a juego. La discreción no ha sido nunca lo suyo, pienso mientras solícito el doctor Tobías Ugarte me abre la portezuela del coche. Entonces me doy cuenta de que me he distraído y que de manera mecánica me he subido la falda mucho más de lo que recomendaba la decencia y lo que le iba a alegrar la tarde al apuesto aparcacoches acaba solazando al sátiro del psiquiatra, que me da su mano pequeña pero firme para que baje más segura, con esos tacones. El momento sólo dura unos segundos, pero se me hacen eternos. Y creo que serán eternos también en la calenturienta memoria del doctor.

–No te había dicho nada, pero el doctor Ugarte vendrá con nosotros al cine. ¿No te importa, verdad?

–Deberías avisarme de estas cosas, amor.

Ugarte se colocó entre los dos, como una figura protectora, y nos rodeó a ambos por los hombros.

–Verás, querida. Borja y yo hemos hablado y hemos coincidido en que será bueno que acudiera como observador a una de vuestras salidas de esparcimiento. Para ver cómo te comportas, estudiar tu lenguaje corporal y ver la manera de ayudarte a que te abras más. Por tu bien, claro.

El muy cretino no sabía que venía dispuesta abrirme lo que hiciera falta, pero no en su presencia. Al menos era un lugar público, eso me tranquilizaba.

La película era un último estreno en 3D de esos que causan furor. Borja había comprado las entradas con antelación. Teníamos tres de los mejores asientos, prima. Son fantásticos. Yo me he sentado entre Borja y el doctor, enzarzados en un duelo a ver quien mira más veces el warning de la parte central de mi sujetador rojo, que ora se ve, ora no se ve, entre las simas de ese tercer botón estratégicamente abierto.

Con estos mimbres se apagó la luz y empezaron los trailers . Borja puso su mano en mi rodilla izquierda, de manera simétrica el doctor Tobías Ugarte hizo lo mismo en la otra pierna. La diferencia era que mientras el cándido Borja estaba con las gafas 3D puestas el doctor se las metió en el bolsillo. Al parecer, a su izquierda había algo más interesante que en la pantalla para ver: yo misma, sin ir más lejos.

Tan interesante era que el doctor empezó a disfrutar de las tres dimensiones, pero de las mías. Su mano empezó a correr con la precisión de una araña mecánica, subiendo desde mi espalda, haciendo que sintiese escalofríos que viajaban como una corriente de dónde él tocaba, en ascenso mecánico, incesante y preciso, hasta mi nuca haciendo que mi ya castigado cuerpo, por la inutilidad de Borja combinada por el abuso del Ginko Biloba, sufriera todavía más de lo que ya estaba soportando aquellos días, que se hacían tan largos como las noches.

¿Cómo podía hacer vibrar mi cuerpo de aquella manera? Como si fuera un piano y él el maestro, el virtuoso que sabía que teclas tocar para surgiese aquella melodía lujuriosa de un cuerpo, el mío, tan castigado por la expectativa de deseo como por la falta del mismo.

Su mano-araña ya estaba de vuelta en mi cadera. ¿Notaría que las braguitas rojas que llevaba eran especialmente pequeñas? Esperaba que no. ¡Qué iba a pensar de mí, Paulina! Pero, por otro lado, qué me importaba a mí lo que creyese aquel depravado, aquel sátiro, con cuyo tacto me estremecía por fuera y me mojaba por dentro, sintiendo como todos mis músculos se aflojaban, como me abandonaba la voluntad. Dí gracias a estar sentada. Pero ahora era consciente de que al malévolo psiquiatra no le frenaría que estuviésemos rodeados de gente. Al contrario. Cómo decía aquel, qué lugar mejor para ocultar algo que delante de todo el mundo.

La mano ha avanzado hasta mi espalda, levanta el borde de la blusa palo y entra por el borde de la falda, se sumerge entre mi piel y mis braguitas y con una precisión militar se desliza por mi rajita posterior en busca de territorios inexplorados. Borja se vuelve hacia mí. Es imposible que vea, nada, aunque eso no ha sido un impedimento. Al menos esta vez no se ha traído la cámara de vídeo. Debe ser que el doctor Ugarte tiene más miedo a la SGAE a que yo organice un escándalo. Arrancan los títulos de crédito.

–Tiene muy buena pinta, ¿no?

–Sí, sí –y le apreté la mano, recostándome un poco como él para reconfortarle, aunque pronto entendí que ese cambio de posición exponía más mi popa a los sucios manejos del siniestro personajillo.

A medida que se intrincaba el paso, el doctor no se frenaba. Había menos espacio sí, pero envío de avanzadilla a su dedo corazón que en su atrevimiento llegó hasta donde nadie había llegado, a mi sorprendido culito, que no daba crédito… ¡Díos! ¡Cómo se movía en círculo! ¿Dónde habría aprendido eso? ¿Con la secretaria descocada? ¿O con otras jóvenes y atractivas pacientes a las que habría llevado al punto de ebullición? ¡Díos! ¡No iba a parar? Borja notó que me removía.

–¿Estás incómoda, amor? –me susurró.

–No, pero… ohhhh, uy, ….¡ahhhh! ¡Ahhh! –aunque por suerte conseguí ahogar mis suspiros provocados de la descarga de placer que me había provocado aquel dedito travieso y espeleólogo, perdido en mi cuevita trasera del placer. Si antes estaba mojada, ahora se había roto la presa. ¿Cómo podía hacer algo así un tipo como aquel, que si hubiera visto por la calle no hubiera dedicado ni una mirada de piedad?

Comenzaba la película. Yo pensaba que después de aquel orgasmo me dejaría tranquila, pero mi novio me miró y me advirtió:

–Cariño, te sangra el labio.

Me toqué el labio y sí, sangraba levemente. Me había esforzado tanto en ahogar mi grito de placer que no me había dado cuenta de cómo me había mordido el labio inferior. Borja me miraba levantando la gafas 3D.

–Yo, yo...

Entonces Tobías Ugarte llegó a mi rescate.

–Tenga, use mi pañuelo.

El pañuelo era de lino, finísimo, con iniciales bordadas, deliciosamente anticuado. Me alivió tanto que casi no me di cuenta que aquel dedo corazón se había retirado de mis Termópilas. Con mi mano izquierda me limpié la sangre de la boca. Pensé, Paulina, que mi calvario había terminado. ¡Qué equivocada que estaba!

La zarpa de Ugarte se cerró sobre mi muñeca y una vez más me sorprendió su fuerza y precisión, pese a lo pequeña y paliducha que parecía. Tiró de mí y me puso la mano encima de su abultado paquete. Yo cerré el puñito, pero él me la golpeó un par de veces sobre aquella barra que no por conocida dejaba de sorprenderme. Al final cedí y abrí mi manita para que él la restregase a placer sobre su miembro... confinado, sí, pero no por mucho tiempo.

Tras mis caricias, en parte forzadas, el tipo demostró una vez más que era el Houdini de las braguetas. Visto y no visto y aquello ya estaba fuera, inhiesto, palpitante. Tobías Ugarte me guió para que sin mirarle le diera un concierto de zambomba digo del Teatro del Real.

Pero no era suficiente. Estaba claro que la dotación del doctor no era sólo excepcional sino que tenía muchísimo que dar. Se que no debía, Paulina, pero es difícil que entiendas lo mojada que estaba, el placer que me había dado y como aquel tsunami de sensaciones había arrasado mi puerto, mi dársena y todo el sentido común que podía quedarme. Así que me sorprendí a mí misma diciéndole a Borja:

–Perdona, cariño, creo que se me ha caído el pañuelo.  Voy a buscarlo.

Estaba maravillada conmigo misma. ¡Cómo podía ser tan puta! ¿Dónde había estado escondida todos estos años esta Virginia golfilla que ahora se destapa aprovechando la oscuridad de un cine? Sin respuestas para éstas ni para otras preguntas cambié de postura y me puse manos a la obra, bueno, manos, boca, cuerpo y alma. Vamos que se la estaba comiendo a un señor maduro con mi novio sentado al lado y mirando un peli de tiros, sin que el muy bobo se percatase de que la verdadera acción estaba justo a su derecha.

Con el grado que da la experiencia, Paulina, esta vez no me sorprendió ni el tamaño ni el diámetro. Es lo que tiene la costumbre, que una se hace a todo. Eso sí el morbo de la situación hacía que estuviese más caliente que la plancha del Asador de Palencia, al que a veces mi padre nos llevaba los domingos. Sin corazón, la mano experta mano aprovechó lo volcada que estaba en comerle el rabo a mi esforzado psiquiatra para separarme las rodillas y escalar por mis muslos, que en ese momento estaban más mojados que una pared rocosa una mañana de rocío. Me sorprendió lo lejos y rápido que llegó, pero sobre todo que me tocase con ese ritmo, como si adivinase una vez más mis pulsiones más secretas y lo necesitada que estaba de este tipo de atenciones. No creo que como psiquiatra fuese muy bueno, prima, pero como masajista no tenía parangón. Mi mente seguramente no necesitaba aquello, pero mi cuerpo era otro cantar. Y Tobías Ugarte sabía perfectamente qué acariciar, qué frotar, a dónde llegar para dejarme tranquila de una vez.

Con esa dedicación y entrega cómo no iba yo a pagarle con la misma moneda, cómo no iban a regodearse mis labios en cada centímetro de su falo, como no iba a juguetear mi lengua, martilleando la punta de su glande... hasta que se volviese loco. Pensé que me apuntaría un tanto y que le haría gritar pero el muy ladino volvió a sorprenderme: no sólo atemperó el ritmo hasta situarse a mi par, de manera que colocó en paralelo a su placer y al mío sino que además esperó a uno de los momentos cumbres de la película. Así, cuando se descubre que el laboratorio se contaminado de un virus que vuelve zombies a los científicos momento combinado de explosión y susto, justo al final del primer rollo, el cabrón descargó, con un rugido gutural que pasó desapercibido entre tanto grito, estallido y sonido Dolby Sourround. Yo tragué, prima, qué iba a hacer, si yo misma era sacudida por una nueva oleada de placer provocada por el chapoteo de sus hábiles dedos en la charca en la que se encontraban mis labios... menores.

Me estaba reincorporando secándome la boca con el dorso de la mano cuando Borja, siempre en el guindo, me espetó:

–Virginia, amor, que has tardado mucho en encontrar el pañuelo y te estás perdiendo lo mejor de la peli.

Se equivocaba: claro, lo mejor de la peli era la nueva versión de Niágara , pero se había proyectado en mi boca, donde nadie había podido verlo. Me volví hacia Tobías Ugarte para comprobar si su mayor apéndice había quedado al descubierto, pero sólo se veía un vaso de refresco tamaño XL. ¿Otro nuevo truco o simple camuflaje? Su habilidad de mago con varita extralarga no dejaba de asombrarme.

Por fin pude ver la película más a menos tranquila, sólo inquietada por los torpes manoseos de Borja, que me molestaron más que otra cosa. Pero es que después de conducir un Fórmula 1 no puedes flipar con un Scalextric, prima, tú ya me entiendes.

A la salida del cine, casi sin mirarme, Tobías Ugarte se  plantó ante mi novio, le puso la mano en el hombro y le dijo.

–Muchacho, veo a tu novia mucho más relajada. Creo que estáis cada día más cerca de ser un pareja normal. Y ahora os dejo solos para que tengáis un poco de intimidad.

Y se fue tan tranquilo. Bueno, era verdad que yo me había quedado relajada. ¡Pero no digamos él! Cuando me dejó en casa Borja se moría porque se la cascara. Como entenderás, Paulina, yo ya no tenía el cuerpo para más trajines así que al pobre lo dejé con las ganas. Mientras me metía en la cama sentí que cada vez estaban más lejos Palencia y la chica que había salido de allí.

Ya te iré contando cuando haya más novedades.

MAIL 4

Querida Paulina:

No te crearás lo que ha pasado estos días. La verdad es que no creo que sea por la cuenta del descarado del doctor Tobías Ugarte, porque yo creo que más inútil su tratamiento no ha podido ser, bueno inútil para mí, porque para él, anda que no se ha aprovechado, el muy descarado. Pero a lo mejor sí que el Ginko Biloba tiene efectos desinhibidores. El caso es que en los últimos días Borja y yo hemos hecho avances que en el momento en que te escribí mi último mail, hubieran resultado impensables. Al pasar de los días sus aproximaciones no han mejorado, la verdad es que siguen siendo igual de torpes, de ridículos, de poco estimulantes... Pero no sé por qué, tal vez porque ha aumentado su frecuencia, como si sólo verme despertase en él una bestia lujuriosa, que no puede tener las manos quietas, que a la mínima me soba, me asalta, me manosea, me pellizca. Sí, ha sido previsible, querida prima. Pero eso también ha conseguido que yo me vaya dejando hacer, más que nada por lo amable que es. Y mira que está bien dotado. Pero en lo táctil sigue siendo un torpe de cuidado y su verbo... vamos, que no ha venido al mundo con el don de la palabra. Y no es que me guste cuando calla porque está como ausente. Es que al menos callado no dice tonterías porque, prima, muchas luces tampoco tiene. Pero, bueno, cuántas chicas de Palencia no matarían por tener un novio guapo, buenazo y con dinero.

El caso es que a medida que sus ataques iban encontrando menos resistencia, y que si bien no hallado tropas colaboracionistas, hasta él se ha percatado de la ausencia de un frente estable. En todo caso, yo ya le he dejado claro que una cosa es invadir Rusia y otra tomar el Palacio de Invierno. Mamá me hizo jurar que preservaría mi virtud en la gran ciudad y he cumplido a pie juntillas. Y eso que en Madrid me han sobrado las tentaciones, y que mi cuerpo sigue ardiente y mi mente sólo divaga hacia los pensamientos más lúbricos. Eso y los torpes toqueteos de Borja sólo lograron que volviese el estado de desazón en que estaba sumida antes de que fuera al cine en aquel día memorable del quedé constancia en el mail anterior.

Desde el principio he dejado claro a Borja que de triki-triki nada de nada. Que soy muy chapada a la antigua. Y el pobre sabe tan poco de mujeres que no ha caído en lo caliente que anda una con el poco tiempo que mis tíos y el arranque de la facultad me han dejado.

El caso es que Borja el otro día dio el paso. Me había llevado a El Prado, pero yo creo que en vez de a las obras de arte se de dedicaba a admirarme a mí. Tal vez porque escogí para la ocasión un vestido blanco de suaves estampados azules, fresco, veraniego, de finos tirantes que realzaba mi escote, quizá demasiado, apretando mis pechos y pujándolos hacia arriba como si fuesen dos globos de helio a punto de reventar. Me recogí el pelo, dejando sueltos a posta sólo algunos mechones y me di un último vistazo en el espejo y constaté con horror que el vestido resultaba demasiado transparente y que incluso se hacía visible las también satinadas y caladitas braguitas azules que había escogido para la ocasión. Me hubiera gustado cambiarme pero en ese momento, entró Borja en el cuarto, me cogió del brazo y tiró de mí con determinación, nervioso porque según él llegábamos tarde. Total, que de esa guisa y con esa iluminación que tiene el Prado, no sé por qué tantos hombres querían ver Las Meninas justo desde detrás mío. Debe ser por eso de que para disfrutar del arte hace falta una cierta perspectiva. Pero es muy curioso, prima, porque un par de veces que me giré vi a un par de esposas o novias que se llevaban a sus parejas recriminándoles no se qué voz baja. No sé qué pasaría. A lo mejor es que a algunas mujeres no les gusta Velazquez.

La verdad es que a mí sí que me gusta y me recreé en mirar todos los cuadros que quise. Aunque noté que a Borja no le gustaba que a veces preguntase al personal del museo, siempre amables caballeros que no sé cómo se lo hacían para coincidir siempre cerca mío, para preguntarles por tal o cuál obra tríptico en mano. Y ellos siempre me indicaban con la mayor amabilidad, e incluso uno insistió en acompañarme, pese a las quejas de Borja reiterando una y otra vez que no era para nada necesario. El personal era muy solícito, pero sus explicaciones me resultaron morosas, confusas. Si yo fuera mal pensada, prima, hubiera creído que prestaban más atención a mi escote que a los trípticos que les mostraba para que me dijesen donde podía encontrar esto o aquello o que significado tenía aquella estatuilla en vez de aquella otra. Un par de ellos incluso fueron tan amables que apoyaron su mano en la cintura, aunque uno de bigote muy poblado, creo que no tenía muy claro bien bien donde caía mi cintura.

Borja se enfadó, claro. Empezó a asegurarme que cada hombre que pasaba junto a mí, que cada caballero que amablemente me cedía el paso en realidad me estaba taladrando con los ojos. Y no sólo estaba loco de celos, a cada a rato parecía más y más excitado en el peor, o mejor sentido, según se mirase.

El caso es que justo en el coche, cuando ya me iba a dejar en casa de tío Lucas, volvió a empezar sus torpes toquetos, sus besuqueos. Como otras veces en los últimos días pensé que se contentaría con un rápido trabajito manual. ¡Es tan tierno, Paulina! ¡No te imaginas lo rápido que se corre! El caso es que ya estaba desabrochándole la bragueta cuando va y me suelta:

–No, espera.

Me quedé quieta.

–No quiero seguir con esto, día tras día. Quiero llegar hasta el final. Quiero casarme contigo.

Y sacó el anillo del bolsillo del pantalón. Vaya, no era lo que yo pensaba, después de todo.

¿Podía decirle que no? Guapo, rico, buen tío y dispuesto a esperar.

El caso es que a mi tío Lucas y su mujer les encantó la idea del compromiso. Tanto, que decidieron dar una cena en casa para celebrarlo. Para mi sorpresa fui yo la que dije, ante la reducida lista de invitados que viniese el doctor Ugarte.

–Después de todo estamos aquí gracias a él.

Tanto a mi ya prometido, Borja, como al tío Lucas y su mujer, Amelia, les encantó la idea. Me pregunté cómo había podido ser tan golfa de proponerlo, yo que, después de todo, sólo había sido víctima de sus manejos. Sin embargo no pude resistir el impulso de hacer  la propuesta, tal vez porque después de tantos abusos no quería perder la oportunidad de pasarle la mano por la cara con la celebración de mi petición de mano.

Podía decir que me sentía segura en casa de mi tío. Pero la experiencia previa demostraba que mi actual residencia no había servido para protegerme, como tampoco las supuestas garantías éticas de la que hubiera tenido que disfrutar en la consulta o la seguridad implícita que me tenía que haber beneficiado en un espacio público como un cine.

Los días previos fueron un frenesí de preparativos. Tal y como esperaba el rijoso doctor aceptó la invitación sin dudar, lo mismo que otra pareja de amigos de tío Lucas, tan aburridos y ricos como él. Iba a ser algo íntimo pero tío Lucas no había tenido hijos y por eso quizá le querían dar un ringo-rango que a mí, con Palencia y su mundo todavía fresco en la memoria me parecía fuera de lugar. Mi tía me acompañó a comprar un vestido largo, de Valentino, tan caro que hubiera resultado obsceno aunque hubiese imitado el hábito de una monja. No lo hacía, claro: tenía un escote corazón, era de color negro y largo hasta los pies.

–Tía, no sé...

Era una manera educada de decirle: "pero tía, ¿ no ves que este vestido ofrece mis pechos a cualquier observador imparcial como dos frutos maduros, apretados, levantándolos hasta el borde de la decencia y desde luego mucho más allá de lo que resultaba recomendable en una chica cuyo único principio era preservar su virtud en un entorno donde todos querían arrebatársela?

–Tranquila, cariño. Borja ha dado un paso muy importante. Y ese vestido le demostrará que ha valido la pena correr el riesgo.

–Pero, pero...

–Ni pero, ni nada... Nos lo llevamos.

Así que mi tía me pagó el lujoso envoltorio para que me vistiese de un modo que una sala de fiestas me hubiera marcado a fuego como la furcia más deseable de la ciudad. Sólo que no iba a ser  en una sala de fiestas sino en un lujoso piso del mejor barrio de Madrid, un lugar donde una pedida de mano debe ir acompañado de una lectura implícita de futura promesa sexual para que todas la partes se sientan satisfechas.

Llegó el día. Antes de cenar mi tía ofreció un tentempié regado con Armand de Brignac Brut Gold. Si el dinero hubiera estado unido al talento hubiera podido sentirme segura. Pero estaba en el enclave con más tontos por metro cuadrado de la ciudad, a excepción de mi siempre calculadora tía Amelia.

Empujé las puertas del salón y avancé con aquello tacones de vértigo. Pero con un vestido así es fácil hacer una entrada triunfal. Vi los ojos de Ugarte, brillando. Vi al amigo de mi tío, relamiéndose ante aquella sorpresa inesperada. Y también estaba Borja, de esmoquin, guapo hasta decir basta, con los ojos tan abiertos, tan diciendo que no podría creer su increíble suerte. Creo que dudaba entre sentirse afortunado por haber conseguido el premio gordo o desdichado porque todavía tendría que esperar unos meses hasta la noche de bodas. Y me di cuenta que iba a ser una presa fácil en la cara de Tobías Ugarte, cuando llegó vestido de blanco, como si fuera un remedo de Tom Wolfe un tanto pasado de peso.

Y eso que sólo veía el exterior. Porque con un dinerillo extra que me dio mi tía me compré un conjunto de ropa interior que cortaba la respiración. Medias negras, liguero a juego y una braguitas que sin ser tanga eran tan pequeñas y tenían tantos encajes que lo que dejaban para la imaginación pondría a cualquier hombre más caliente que una tea. Pero claro, todo eso estaba oculto por la falda, que caía con delicadeza en una nube de tules negros y grises hasta mis pies. Princesa por fuera, zorrita por dentro... Oh, qué me pasaba, prima, cómo era posible que sólo el sentir aquellas sedas contra mi piel, sólo el saber que iba así vestida me hacía sentir tan caliente como un tarro entero de pastillas de Ginko Biloba. Yo, la de entonces, ya no era la misma.

Me regodeé en mi belleza, presté la atención a todos y mi desdén sólo al doctor, para que viese que la florecilla que tan bruscamente había arrancado se había convertido en una orquídea voluptuosa y deseada por todos. Sonreía a todos, tocaba en el brazo a todos, reía con los chistes de todos, echando la cabeza hacia atrás a posta por si hiciera falta remarcar mi aún más mi voluminosa delantera que aquel vestido malicioso había marcado con un letrero invisible que rezaba: "Se mira pero no se toca". Y todos sabían que iba a ser de Borja, que las convenciones sociales comúnmente aceptadas marcaban que las chicas como yo acababan en la cama de los hombres como él, no en los brazos de maduros profesionales médicos de dudosa ética, patrimonio escaso y moralidad cuestionada.

La cena fue bien. Borja se sentaba a mi lado. A veces su mano se perdía bajo la mesa y tocaba mi pierna por encima de la falda con su falta de pericia habitual. Yo hacía lo que se esperaba de mí. Sonreír como una boba, no hablar de política y comportarme como la chica frívola, feliz y despreocupada. Tobías Ugarte estaba ubicado justo enfrente y aproveché todas las ocasiones que tuve para someterle a una tortura lenta, muy lenta: ora me mordía medio labio inferior como si no me diera cuenta, ora caía un guisantito en mi canalillo que yo tenía que retirar con una lentitud exasperante, ora mi lengua buscaba ese rastro de crème brûlée que había quedado sobre mi labio superior. ¡Oh, esa crème, cómo podía una chica como yo resistirse a ese postre y no rematar ese plato repasando el dedo índice de manera morosa, deleitándome y luego chupándolo con la misma parsimonia, incluso, por breves segundos, haciendo que de manera casi imperceptible entrase y saliese de mi boquita, tan fruncida ella, disparando todas las imaginaciones masculinas, siempre tan previsibles, por otra parte.

Un observador desprevenido hubiese pensado que mi despliegue de juegos le había dejado indemne. Pero yo había aprendido mucho aquellos días. Y el bigote del siniestro doctor a cada provocación mía, temblaba ligeramente. Y aquello que se secaba de manera maquinal era un principio de sudor, pese a que la temperatura, como siempre en casa de mi tío era ideal. Pero claro, ya estaba yo, Virginia, para tomar el control del termostato y declarar la anarquía del calor corporal.

Tras la cena, los mayores se quedaron tomando unos licores y Borja me convidó a salir a la terraza. Hacía frío, pero la vista era fantástica: arriba las estrellas y abajo la piscina, en la planta inferior. Sí, prima, hacía frío pero una no puede esperar ponerse un vestido como ése y quejarse de las corrientes.

–Estás guapísima esta noche.

Me halagó la frase tanto como su mirada, clavada en mis tetas.

Me cogió de la mano y tiró de mí hasta un rincón, para alejarnos de las miradas de los mayores.

–¿Qué haces, loco?

–Lo que me muero de ganas de hacer desde que empezó la cena.

Me abrazó, sentí sus labios en mi cuello. Estaba tan ansiosa que incluso su aproximación carente de cualquier gracia me gustó. Me empezó a palpar el culo, me empezó a subir la falda. ¡Dios! Estaba desatado, Paulina. Pero, a pesar de las muchas  ganas  que tenía, tener a los invitados a pocos metros hacía que me pareciese poco adecuada. Un escándalo en la cena de mi pedida no parecía la mejor manera para que una chica de pueblo como yo entrase en alta sociedad de Madrid. A pesar de que lo tenía con todo aquel pedazo de carne pegada a una de mis piernas... tuve que dejarlo así, apartarlo y volver a la fiesta.

Pasé entre mi tío y sus invitados. Tras el carrito de las bebidas había y biombo. Y me pareció ideal para lo que tenía que hacer: subirme mis carísimas medias ya que si bien el torpón de Borja no había conseguido excitarme lo suficiente y, como siempre,  involuntariamente me había dejado a medias. Pero otras medias sí se habían visto afectadas: las mías. Y tenía que devolverlas a su lugar. Sería un momento.

Me subí la falda y me ajusté la media derecha. Estaba haciendo lo mismo en  la pierna izquierda cuando una manos se posaron en mi cintura desde  atrás. ¿Quién podía ser tan atrevido? Mi tío Lucas y el resto de invitados ya no estaban a unos pocos metros, como en la terraza. Se encontraban allí mismo, a algunos pocos metros. Sentí que se me erizaba el vello en la nuca. Era Tobías Ugarte. Pensé que iba a magrearme allí, delante de todos, apenas separados por el biombo. Y sólo ese pensamiento mi hizo sentir tanta humedad dentro de mí que me arrebató una mezcla de deseo y vergüenza. Justó llegué a bajarme la falda.

Pero para mi sorpresa alzó la voz para que todo el mundo pudiera oírle:

–Me voy con Virginia, arriba. Una charla rutinaria antes de que arranque este noviazgo con compromiso.

Me cogió de la mano y me llevó  para arriba ante la aprobación general. ¡Qué desgracia que todos los hombre que tenían que haberme defendido fuesen tan estúpidos mientras que mi acosador tenía un talento privilegiado!

En el piso de arriba pensé que Tobías Ugarte me llevaría a mi habitación. Pero no. Tenía planes mejores: la habitación de mis tíos, con su fantástica cama king size . Me empujó allí, y yo ya no me preocupé ni mucho ni poco de si mi falda quedaba a la altura de mis muslos… Sólo llegué a interponer mis reparos:

–Aquí, no, doctor. Podrían subir, podrían pillarnos.

–Tranquila, compré un móvil prepago y “me lo he olvidado” abajo justo después de llamarme a mí mismo.

–Pero… pero… lo verán.

–Lo he dejado detrás de los libros.

–Pero nos oirán.

–No, cariño, no. Nosotros les oiremos a ellos. Pero no al revés. Por eso ahora voy a activar el sinmanos de mi móvil. Algo que no –y remarcó el “no”– he hecho con el móvil que he dejado abajo.

Y sonrió, más coronel Sanders que nunca, y apretó el botón de su móvil, activando el sinmanos .

Luego se inclinó sobre mí. Yo intenté recular pero de repente era como Alicia en el país de las camas menguantes, o como si la crème brûlée me hubiera convertido en una gigante imposible de alojar en una camita de muñecas. El caso es que no había dónde escapar, mientras el orondo psiquiatra gateaba hacía mí, cual gato relamido.

En dos segundos estaba ya encima mío. Mientras por el teléfono se oía claramente la voz de mi tía Amelia:

–Estoy encantada de esta petición de mano. Y ella da gusto tenerla en casa.

Mi tío:

–Ya no quedan chicas así. Y mira que la gran ciudad tiene tentaciones.

Y magia Borrás. Como acostumbraba, visto y no visto y Tobías Ugarte tenía la minga la mano: y sí no había duda de que, de nuevo, se alegraba de verme: tiesa, enorme, vibrante, con todas aquellas venas como a punto de estallar.

Reculé un poco, topé con los almohadones que tenía mi tía. Como disparada por un martillo neumático, una mano del lúbrico psiquiatra se coló entre mis piernas y sus dedos, como garfios, se agarraron a mis sofisticadas y pespunteadas braguitas para arrancarlas de cuajo. Sentí como el tirón me hacía arquear la espalda, como la falda del vestido se me subía todavía más… apenas llegué a murmurar.

–No, aquí no… nos pillarán.

Ya lo tenía encima, con aquel pollón a boca de cañón y mi cuerpo temblando, por la expectación de que me taladrase y también por el miedo de lo grande que era y lo que me pudiera hacer cuando por fin lo tuviera dentro.

–Y tiene mucha paciencia –señaló el amigo de mi tío.

Mi pechos subían y bajaban al mismo tiempo que se me aceleraba la respiración. Ahora, aquel escote que había sido mi mejor aliado durante la cena, se volvía contra mí, atrayendo a mi acosador, Paulina, como un imán. Ni te lo imaginas. Parecía que nada lo podía alejar de mí. Cada vez estaba más cerca… más…

–Sí, sí. Habla de todo, le interesa todo, come de todo –se deshacía en elogios mi novio.

Pues, sí. Ugarte me había tirado del pelo y ahora me estaba comiendo eso, justo eso que siempre había pensado que nunca me comería. Un nabo descomunal, un pepino sin precedentes… que le muy cerdo me había colocado entre las tetas, lo mejor de la huerta del sobradamente dotado Tobías Ugarte.

–Me ha parecido muy flexible –terciaba el casado que había invitado mi tío Lucas.

Sí, claro, cómo si no. Ahora Ugarte me la sacaba de la boca, me aplastaba con su peso, se aferraba a mis nalgas como si le fuera la vida.

–A mí, papá, lo que más me gusta es que Virginia es una chica abierta, muy abierta –se escuchaba desde el sinmanos del móvil.

Y sí, Ugarte me estaba abriendo, pero de piernas. Era como si mi boca no hubiera sido suficiente, tal vez por haber tenido conocimiento previo, y con aquella barra candente entre las piernas el pervertido doctor necesitaba, algo más o quizás algo nuevo. De manera que aquella tranca desproporcionada se abría paso por mis humedales.

–Ya, pero tú has de respetarla –terciaba mi tía desde el piso de abajo.

–Pero si yo la respeto. ¡Buena es ella para no hacerse respetar!

–¡Y tú que te quejas picarón! –le reñía su madre.

Pues sí, se hubiera quejado de que todo lo que le negaba a él, luego se lo daba a aquel medicucho casi desconocido, que me doblaba la edad y me doblegaba la voluntad. Culeó con violencia y sentí que aquel apéndice insaciable entraba dentro mío, primero lento, pero firme, luego, con un metisaca sistemático, salvaje.

–Y es tan complaciente –señalaba mi tío Lucas.

–Busca tanto hacer feliz a todos –reconocían las visitas.

Y qué mejor para hacer feliz a mi esforzado médico que dejarle comer mis enormes tetas. El muy ladino me había bajado el escote y ahora estaban desbordadas, absolutamente expuestas y a la merced de aquella boca que me mordía, me pellizcaba y me las ponía duras como piedras, Paulina, como piedras del río.

Hubiera disfrutado si no estuviera gozando mucho más al sur de Río Grande, con aquel convoy entrando y saliendo de mi túnel, como si alguien no se cansase de jugar una y otra vez con un Cinexin. La oleada de placer fue tan grande, que si Ugarte llegó ni me di cuenta, ni me importaba.

Sólo noté que cayó sobre mí exhausto, como un peso muerto, cuando mi cuerpo todavía temblaba sacudido por un orgasmo que nunca, nunca olvidaré, Paulina. Por mucho que te lo describiera, prima, no le haría justicia.

Ugarte se levantó trabajosamente. Parecía un botijo vacío. Y se retiró con ese sigilo que seguía sorprenderme. Yo apenas pude a bajarme el vestido, mientras el tipo se llevaba el móvil y salía de la habitación.

Cinco minutos después entraba Borja:

–Cariño ¿estás cansada?

–Ya, ya me recupero.

–¿Te encuentras bien? Todos los invitados quieren estar contigo.

–Sí, ya voy.

Y esa fue mi pedida, Paulina. ¿Te acuerdas cuando en Palencia hablábamos de que te contaría cuando llegase este momento? Pues ya llegó. Y aunque no fue como esperaba he cumplido mi promesa de contártelo sin perder detalle.

Tuya, siempre:

Virginia.

CODA FINAL

–Me despido. Este sobre debe ser mi finiquito ¿no?

–Efectivamente.

–Pues ha sido un placer, doctor Ugarte.

–No tienes por qué dejar este trabajo, Adele.

–Sabe que sí, doctor.

–Ya sé que te tengo un poco desatendida… pero eso cambiará.

–No, no lo hará.

–Deberías confiar en mi palabra, niña.

–Está negando la realidad, doctor.

–¿Qué realidad?

–Que está enamorado de esa boba, de Virginia.

–¿Yo? ¿Enamorado? Adele, llevas tres años conmigo. Sabes el tipo de bestia viciosa que soy.

–Y por eso estaba contigo. Pero esa chica te gusta. Te gusta de verdad.

–Es un capricho, Adele.

–No, doctor. Es amor, aunque lo niegue. Y nunca le he pedido fidelidad. Pero esto no pienso tolerarlo. Estoy en mi derecho.

–Cometes un error.

–Lo comete usted, doctor. Porque, además, ella también está enamorada de usted.

–¿Qué dice? ¡Si podría ser su padre! No me ha visto. Una mujer como ella nunca estaría con un tipo como yo.

–Yo no pondría la mano en el fuego. ¡Si incluso siguió enviando e-mails a su prima después de saber que usted entraba en su cuenta de correo para satisfacer sus calenturientas fantasías!

–¿Y Virginia, cómo sabía que yo entraba en su cuenta?

–Porque se lo dije yo. Porque no quería dejar este trabajo de secretaria, doctor.

–Ah, Adele, eres una zorrita celosa y deliciosa. ¡Cómo te voy a echar de menos!

–Tendría que centrarse en Virginia.

–Uhmmm, quizás tenga razón. Podría hacer venir a su prima de Palencia. ¿Estará buena? ¿Querrá hacer un trío?

–¡Dios! ¡Cuando crecerás! ¡Eres tan burro que te ha tocado la lotería pero eres incapaz de verlo!

–No cierres de un golpe, Adele. Ya sabes que no soporto los portazos.

–Buena suerte, doctor. Aunque dudo que vaya a tener más que la que tiene ahora.