La Amante descalza (9)
Quiero ser tu esclavo, permanentemente, quiero poner mi cuerpo y mi mente a tu disposición, pero no para un día, ni un fin de semana, deseo permanecer en ésta situación durante todo el tiempo que tu seas capaz de mantenerla, y si te atreves, para siempre...
Los sentimientos nos sorprenden a veces de las formas más diferentes. De ellas la decepción es la más angustiosa. Cuando consigues por fin lo que tanto tiempo has anhelado, una espera morir de dicha. Pero cuando lo que tanto has anhelado no es en realidad lo que esperas, la desilusión te deja muerta en vida. En uno u otro caso, es una muerte ficticia, que no te deja otra alternativa que levantarte para seguir viviendo, y así poder morir otro día.
Durante todos aquellos meses, había esperado infructuosamente un acercamiento por su parte, una llamada, una carta, un correo pero el tiempo había transcurrido impasible, sin que hubiera dado la más mínima señal de vida. Inesperadamente, una tarde de domingo, apareció al volante de su coche, en la puerta de mi casa, y la sorpresa me hizo contener la respiración. Al verlo venir hacia mi encuentro, me preparé tratando de dominar mi impaciencia. Era la primera vez que lo veía desde la noche que se despidió de tan mala manera. No pude reprimir un sentimiento de ternura hacia él. A primera vista estaba más delgado, y se habían endurecido las facciones de su rostro. Pero sobre todo estaban sus ojos, aquellos ojos transparentes, grandes, y serios Con todo, parecía mucho más vulnerable, y al abrazarnos pude recordar lo frágil que era. Yo me sentí mucho mas serena de lo que hubiera podido esperar, y él sonrió al verme. No era una sonrisa corriente, iluminaba toda su cara, haciendo que mi corazón latiera con más fuerza. No sabía que esperar de él, o de mi misma, en realidad fue como descubrir que era un extraño.
Por primera vez en meses disfruté del placer de sentir a mi lado al hombre amado, aquel alma noble y sensible, capaz de compartir conmigo aquella voluptuosidad que su sola presencia irradiaba a mis sentidos. Fueron momentos de una intimidad absoluta, de secretos sin palabras, de pensamientos compartidos. Se disculpó, quería ser otra vez mi amigo, y con una sonrisa turbadora trató de conmover mi corazón, explicándome como por fin se había liberado de los demonios que le aprisionaban. Se había apartado de mi, buscando una tregua que pudiese aliviar la tensión a la que aquella pasión fetichista le había sometido, incapaz de soportar por más tiempo aquella bigamia consentida en la que había tratado de repartir su afecto y su deseo entre dos mujeres.
Pero al final se había negado a seguir teniendo aquella relación adúltera conmigo, y a seguir acostándose día a día con aquella mujer a la que no podía hacer partícipe sus apetitos más ocultos y a la que se había cansado de rogar que fuera capaz de entender aquella sutil forma de entender el sexo. No había querido dispersar sus fuerzas en una lucha abierta en varios frentes, y eligió debilitar al enemigo primero, sin tener en cuenta el dolor que aquel alejamiento había causado en mis sentimientos.
Yo me sentí renacer de mis cenizas, el contraste entre aquel resurgir y aquella desintegración no tan lejana, me parecía algo grotescamente injusto. Era como si un sentimiento de rencor que hubiera permanecido aletargado durante todo éste tiempo, ahora tratase de brotar de nuevo. Aquella separación había hecho mella en mi alma, y me costaba cicatrizar la herida. Tenía deseos de mostrarme fría y distante, ser cruel y hacer ostentación de mi indiferencia, pero le sonreí y le dije que lo entendía. En ese momento supe que no podíamos recuperar lo que habíamos perdido. Me sentí triste y mis ojos se llenaron de lágrimas, pero en mi corazón endurecido solo había lugar para el resentimiento.
Sin proponérmelo, mi enfrentamiento con su mujer había desequilibrado la balanza a mi favor; yo había conseguido hacer mucho más por nuestra relación, en diez minutos de erotismo y concupiscencia, que él durante meses de conversaciones y acuerdos en los que a mi me había privado de su presencia.
La buena acogida que tuvo por mi parte ese inesperado acercamiento, la ausencia de reproches, amén de alguna propiciatoria muestra de cariño por mi parte, debieron de tranquilizar su conciencia. Si eso facilitó que recobrara la seguridad en si mismo, y empezara a verme después de tanto tiempo tal y como siempre me había imaginado, y no como yo me sentía ahora en realidad, debió de delatar mi impaciencia. ¡¡Ahora quería compartir el sabor de "su triunfo" conmigo!! En su voluntad, reconquistar aquellos sentimientos, y volver a intentar ocupar mi corazón era una tarea ineludible, pero lo que él no sospechaba, y lo que la realidad le demostraría, era que aquella empresa le habría de resultar muy costosa. Tal vez más de lo soportable. No lo sé, pero por el momento cualquier sentimiento mío hacia él, se hallaba en suspenso, yo era algo que él podía necesitar, alguien de quien podía servirse para desahogar sus más profundos anhelos, ¿pero podría él volver a llenar ese espacio que había quedado tan vacío en lo más profundo de mi corazón?
Al principio me admiró con devoción, siempre se había sentido intimidado en mi presencia, y en aquella ocasión mi aparente frialdad y temple me hacían aparecer mucho más severa. Yo sonreía por dentro, imaginado que la ansiedad y el temor a ser rechazado, hacía que me considerara el símbolo mismo de la reprobación y el castigo. Me equivocaba. Dada la forma en que me manipuló, debió de verme más simple e ingenua que nunca. Mi vanidad me perdió, y mientras que yo creía que venía humillado ante mí, dispuesto a asumir su destino, él no hacía sino edulcorar su historia. Había muchas diferencias entre su historia y la mía al oírlo yo bajaba los ojos porque también me sentía insegura, y esta irrazonable inseguridad me hacía desarrollar una lejanía que me impedía cualquier contacto. Me sentía como prevenida contra la posibilidad de cualquier clase de amor.
Intercambiamos algunas frases en tono intrascendente, conseguí mantenerme apartada de sus abrazos, logré eludir cortésmente sus besos. Una de las cosas que más me sorprendieron, fue mi dificultad para aquel contacto físico. Mis manos no podían ni rozarlo siquiera. Incluso cuando percibí aquella mirada indecorosa hacia mis pies, sentí la necesidad de cubrirme con urgencia.
Aquella noche nos despedimos con serenidad. De repente me había vuelto tímida y pudorosa, y no hacía otra cosa que dar salida a mi agresividad interior intentando suscitar afecto. Mi timidez era recelosa y contradictoria. En los días sucesivos, me acostumbré a que viniera a esperarme a la salida del trabajo, busqué divertirme con él, perderme entre las risas y las bromas, y comencé a olvidarme de aquella vida dilapidada y sin sentido que había llevado hasta ahora.
Me gustaba reencontrarme con el placer del enamoramiento adolescente, el pasear cogidos de la mano, el fingido recato Entre nosotros no había más que el simple jugueteo de las inocentes caricias, el encanto del cruce de ingenuas miradas. Solíamos tumbarnos sobre la hierba en el parque, y deleitarnos con el romanticismo de los ocasos. Yo sabía que poco a poco iba aumentando el deseo y la exasperación en él, pero seguía actuando de aquella manera, sin plantearme ninguna otra posibilidad. Él me adoraba, y manifestaba una pasión y un ardor sin límites, pero yo no me sentía segura. Sus palabras reflejaban más el capricho de un deseo sexual contenido, que un verdadero sentimiento de amor hacia mí. Yo no quería utilizar mis sensaciones para justificar mis actos, pero por él sentía ahora cariño, afecto, ternura pero también frialdad y desapego
Cualquier forma de comunicación corporal, estaba descartada. No le permitía pasar de galanteos o halagos, que siempre quedaban en vanas esperanzas de amor Todo esto pudiera parecer superfluo y ridículo, sobre todo entre dos adultos, que ya había sufrido una relación previa. Y no es que de alguna manera yo no deseara aquel encuentro, que por deseado era casi doloroso, es que me regocijaba viéndole arrastrarse día a día ante mí, esperando una señal, una puerta abierta por la que dar salida a todo ese instinto animal, que había ido creciendo en su interior.
Al principio no era capaz de entender qué veía en mí, pero su sumisión y su recato, fue envalentonándome poco a poco. La pasión mutua de los dos se convirtió en un lento veneno. Mi ausencia se convertía en un verdadero tormento, y el se entregaba poco a poco a todos aquellos infantiles caprichos que lo mantenían en un estado de permanente calentura, transformándolo en un ser distinto, débil y manejable, que en nada se parecía a su forma de ser real. Pero a mi me gustaba aquella faceta de su personalidad, y me recreaba en torturarle, cultivando con mimo su deseo, convirtiéndome en una mujer prohibida para sus apetitos, siempre al alcance de su mano, pero siempre distante. Una situación trágicamente absurda para ambos, mucho más cuando ya no se trataba de su mujer sino de su amante.
Ahora comenzaba a descubrirlo lentamente, ahora sabía que aquél sentimiento de inferioridad convertía su personalidad en algo demasiado sinuoso y complejo para tratarlo con simplicidad. Lo admiraban por su inteligencia, por su poder, pero a nadie parecía preocuparle su mirada triste; no entendían el sufrimiento de su alma cautiva encerrada en el cuerpo de un dictador, desconocían la intensidad de su desazón por lo que anhelaba, por lo que necesitaba, por lo que echaba de menos. Solo yo parecía adivinar los tormentos de su espíritu, y la angustia de una existencia vigilada a todas horas.
Ahora, después de mucho tiempo he comprendido que aquella crisis nacía, por la propia contradicción entre aquellas dos personalidades que se debatían convulsas; por un lado, buscaba reforzar una autoridad cada vez menos deseada, ante aquellas potestades que lo oprimían, y por otro buscaba, y al mismo tiempo se avergonzaba, de aquella debilidad que era la manifestación mas odiosa de su carácter y que era precisamente la que lo había llevado a ser un pelele en su propia existencia. De aquella manera tensa y apurada, había recibido aquel hombre débil e inmaduro el legado de sus mayores, que no esperaban de él otra cosa que fuera un buen padre, un buen esposo, y un hombre de éxito, pues para ello había sido preparado. En medio de aquel caos, la figura de su mujer, esa mujer perfecta, pero que no le comprendía, representaba el orden, la sensatez; para todo acudía a su consejo, ella era la que sin figurar, dictaba con mano firme su gobierno en la sombra. El conocerme, provocó estupor en su cordura, pero también alegró el ánimo de aquella otra oculta faceta de su personalidad que por fin se impuso, y decidió huir como siempre había querido hacer de sus cargas y obligaciones, para empezar a disfrutar de todo lo que le había sido prohibido.
Era el final del camino; nunca lo hubiera querido, pero yo entonces ni sabía a lo que estaba jugando; en mi ignorancia, con mi comportamiento lo estaba induciendo a tomar la decisión, una decisión que me sorprendería por lo dura e inesperada.
Fue una tarde de domingo, casi ya de invierno, cuando el viento azotaba con fuerza las ramas de los árboles, y los primeros copos de nieve comenzaba a caer tiñendo de un manto blanco los tejados de las casas, como anticipo de la Navidad que estaba por venir. Estábamos sentados a oscuras en el salón de mi casa, en la chimenea, un par de troncos ardían en una espesa lumbre, proporcionándonos un agradable calor y la única luz que reinaba en la habitación. Yo dormitaba descalza, ¡cómo si no!, lánguidamente recostada en mi sillón, con las piernas ligeramente separadas. La bata entreabierta dejaba adivinar el nacimiento de sexo, y la ausencia de ropa interior, hacía que el imaginar fuera tarea fácil. Él frente a mí, absorto en la contemplación de mis pies desnudos, no se atrevía tan siquiera a rozarlos. Solamente me observaba, sin osar enfrentar mirada con la mía, era consciente de que yo y solo yo tenía el poder de satisfacer su anhelo. Yo sabía lo mucho que me deseaba, pero no era capaz de imaginar que su cordura se había derrumbado, incapaz de contener el torrente de aquel deseo atropellado.
--"Quiero ser tu esclavo, permanentemente, quiero poner mi cuerpo y mi mente a tu disposición, pero no para un día, ni un fin de semana, deseo permanecer en ésta situación durante todo el tiempo que tu seas capaz de mantenerla, y si te atreves, para siempre. Me sentiré orgulloso de ser de tu propiedad, y de servirte en todas las formas posibles. Mi sumisión será simple de describir, prescindiré del orgasmo como forma de placer, nunca más volveré a correrme, así, mi deseo hacia ti, será siempre permanente. Me conformaré con verte gozar, y de gozar de tus pies, cuando tu me lo permitas.
Cada vez que llegues al orgasmo, será como si yo lo hiciera, y me sentiré feliz por ello. También renuncio a tu fidelidad, eres libre de acostarte con quien quieras, y disfrutar del sexo a tu antojo. No quiero pienses que te digo esto porque he dejado de quererte; es todo lo contrario, mi amor por ti es tanto, que ahora que tenemos todo el tiempo del mundo para nosotros, quiero que disfrutes del mayor placer y del goce más intenso. Quiero que resarcirte del mal que te he causado, pero libremente, sin ataduras. Yo me someteré a ti y a tus caprichos. No me contestes ahora, cuando vuelva, hablaremos de ello, y quizás entonces puedas tomar una decisión......"
Sus palabras resonaron secas, en mi mente, como el restallido de un látigo. Aun siento escalofríos cada vez que recuerdo el brillo de su sonrisa mientras me hablaba. No terminaba de creerme lo que me estaba proponiendo. Lo escuché en silencio mientras mi mente se sumergía en el recuerdo, intentado buscar indicios del por qué de aquella proposición. Casi sin gestos, enfatizaba cada palabra con su mirada franca y sincera. Por un momento llegué a sentirme casi abandonada, con esa expresión de desconcierto que te deja inerme, sin capacidad de reacción. No se trataba de ninguna broma, aquello parecía ir decididamente en serio.
Procuré no revelar ninguna emoción, mientras él disfrutaba explicándome los pormenores; permanecí a su lado con los ojos entornados, observándole como hablaba y hablaba sin cesar. Era evidente que aquella apariencia mía de abandono, le hacía excitarse, e insistir con renovados ímpetus en su discurso. Cuando terminó, un espeso silencio reinó en la habitación. Le di la espalda en el sillón, y me acurruqué en posición fetal. Entonces se levantó y tras depositar un tierno beso en mi mejilla, recogió sus cosas y se marchó. Pude sentir endurecerse mis pezones, y una sensación de vacío y angustia que me envolvía mientras perversas escenas de dominación y sumisión surgían en mi mente suscitándome cada vez más y mas deseo.
Aquella noche no dormí, era el final de un ajetreado día, y aunque me sentía cansada, no conseguía que me venciera el sueño. A través de la ventana, una luz tenue lo envolvía todo, creando un sin fin de tenebrosas sombras, que no incitaban a levantarse de la cama. Aún así, me decidí a violar la intimidad de la aurora y salir de aquella atmósfera que me asfixiaba. Las horas transcurrieron lentamente, mientras yo daba vueltas como una sonámbula por la casa. Recorrí las habitaciones despacio, como si no las conociera, deteniéndome en cada rincón, en cada detalle, como si fuera la primera vez.
A cada paso, la misma pregunta, ¿por qué? Que era lo que había llevado a aquella obsesionada y retorcida mente a desear aquella forma extrema de esclavitud. Privarse indefinidamente del orgasmo, me había parecía una exageración, pero no era lo que más me había dolido de aquella proposición. Después de tanto afán, de tanto empeño, como podía tan siquiera sugerir que no le importaría verme en brazos de otro hombre, y que además disfrutaría con ello. ¿En realidad era simplemente un nuevo juego, o se había cansado de mí, y era todo una excusa, para volver a alejarse de mi lado? Los primeros rayos del alba, me sorprendieron recostada y encogida sobre un butacón del salón. El cansancio me había vencido soñando con él humillado, de rodillas y a mis pies, sufriendo su sumisión, mientras me observaba abierta ante mi amante, viciosa y caliente. Una sensación de ansiedad, cercana al orgasmo, se apoderó de mí, y en seguida quise comprobar la humedad de mi sexo.
Mi bata se abrió despacio para recibir mis propias caricias, y mis senos desnudos se endurecieron ante el suave roce de la palma de mis manos, que lentamente, y dibujando cada curva de mi anatomía se deslizaron, hasta llegar a mi vulva, que se abría, presa de una inconfesable sensación de deseo. Permití que mis dedos se hundieran en las profundidades de mi cuerpo, despacio, con mimo, hasta que poco a poco fue surgiendo el placer, que me hizo estremecer en silencio. No hubo ni un solo gemido, tan solo esa sensación de vértigo, que te hace caer cuando llegas a lo más alto.
Con las piernas todavía separadas, los brazos cayendo flácidos a ambos lados de mi cuerpo y las manos descansando sobre el monte de Venus, gocé aún de los restos de mi orgasmo. No era capaz de recordar cuanto tiempo había pasado de aquella noche, sólo era consciente de los momentos sublimes que acababa de saborear. Era la primera vez en años que disfrutaba en la intimidad masturbándome para mí misma, y me sentí muy a gusto por haberlo hecho. Mientras yo me acariciaba a escondidas, él en algún punto de aquella ciudad, dormía profundamente, ajeno a todo, y entonces fue cuando la tuve por primera vez, la sensación de que acababa de ser infiel.