La Amante descalza (8)
Se tendría que marchar a su casa con mis zapatos, llevaría en sus pies mi perfume, mi sudor, las sandalias que su marido tantas veces había lamido, y aquel recuerdo la acompañaría durante el resto de la noche.
El verano llegó como un viajero que tiene muchas cosas que contar y la serenidad se instaló una vez más en mi vida. Por la noche el cielo era como un manto sembrado de estrellas; de día, un inmenso mar azul, con el sol sonriendo por todas partes. Me gustaba holgazanear semidesnuda bajo aquel sol en el jardín de mi casa. Allí los domingos por la tarde, mientras adormilada en mi tumbona escuchaba música; dejaba volar mi imaginación, oía el suave susurro del viento agitando las ramas de los árboles y olfateaba el dulce olor de la lluvia, momentos antes de que estallara la tormenta. Aquel olor daba un suave barniz al aire, que era igual al del heno fresco recién cortado, a la humedad de un bodega vacía, o al de la vieja casa de mi abuela en el pueblo.
Aquel breve intervalo de felicidad era más de lo que yo podía esperar. No tenía nada mejor que hacer y mis encuentros con Jorge se sucedieron, durante todo aquel tiempo, con total condescendencia por mi parte. Me poseía con una pasión cuya intensidad era tal que me excitaba, aunque en realidad no sentía nada por él. Pocas eran las veces que lograba satisfacerme, pero me fascinaba todo aquel ritual de prepararme para cada cita, la morbosidad de saber casi con certeza que quedaría insatisfecha y sobre todo aquel salvajismo animal al penetrarme, que me hacía sentirme como una puta. Cuando acababa, yo abandonaba su cuerpo dormido y me marchaba a casa sin molestarme en limpiarme. Muchas veces podía sentir sus líquidos resbalando entre mis piernas; me gustaba conservar en mí aquel olor a hombre, aquella pringue en mis entrañas, que me hacía sentirme sucia, encendía mis instintos y me inducía a masturbarme después con violencia.
Después de aquellos encuentros, me era imposible conciliar el sueño. Era entonces cuando me daba cuenta de lo pequeño que era mi mundo sin Él, ya no era capaz de sentir la misma pasión de antaño, apenas recordaba nada de aquel erotismo, de aquella concupiscencia. ¿Era quizás el único hombre al que en realidad había amado? No lo sabía con certeza; pero pensaba en Él constantemente. A menudo se aparecía en mis sueños, el contacto de sus manos acariciando mi cuerpo, la humedad de su lengua impregnando mis pies; mi corazón todavía estaba con Él, me repetía una y otra vez que no nos habíamos separado, y me torturaba imaginándole acariciando los pies de otra mujer, otros pies más atractivos que los míos, y que ahora colmaban por completo su existencia. No era bueno sentirme atrapada por mis propias emociones, pero yo sabía que no iba a ser fácil desprenderme de todo aquello.
Sin embargo, aquella relación con Jorge era mucho más instintiva, más animal. Jorge me utilizaba sin ningún miramiento, pero yo necesitaba ser follada, y me importaba un carajo por quien, o que abusara de mi, de aquella manera. Era una fiera salvaje que sabía esperar pacientemente a su presa, que no era otra que yo misma, que una y otra vez me ponía a su alcance disfrutando de ver cachondo a aquel egoísta cabrón, que poseía mi cuerpo sin plantearse siquiera que yo era capaz de fingir un orgasmo tras otro, y me complacía en aquel engaño, mucho más que si de un orgasmo real se tratara. Yo no era capaz de entender por qué sentía en la forma en que lo hacía, pero lo que si tenía claro, es que aquella era la forma en que me gustaba sentir. Siempre terminaba por avergonzarme de mi misma, por aquella manera de actuar, un remordimiento infinito se apoderaba de mí durante toda la semana y me prometía que sería la última vez hasta el fin de semana siguiente, porque aquel deseo era superior a todas mis convicciones. Pero la necesidad de aquel placer psicológico se había convertido en una adicción.
Yo era consciente de que la noticia de aquella forma de sexo salvaje había corrido como la pólvora, sobre todo entre los hombres que salían con nosotras. Entonces fue cuando comenzó aquello realmente, nunca hubiera pensado que podría llevar las cosas tan lejos. Era una sensación extraña... diferente... Todos querían follarme a lo bestia, y a veces el dolor físico y psíquico que aquellos contactos me producían era atroz, las penetraciones eran intensas, pero yo seguía manteniendo aquella indolencia. Yo dejaba que ellos escogieran la ocasión y la postura, ellos decidían dónde y como follarme, yo solo me reservaba el cuando y el con quien. Pude haber evitado todo aquello, pero hacía tiempo ya que había perdido el sentido de la realidad, me parecía estar viviendo un sueño, que todos los domingos era igual. Mientras permanecía acostada en mi cama, toda sucia y dolorida por lo que me habían hecho el día anterior, procuraba no pensar en todo lo que estaba pasando, mientras intentaba encontrar un por qué, a tanta mortificación voluntaria. Cuanto más placer conseguía más necesitaba. Era como si la única razón de mi existencia fuera ahora aquel placer y el dolor que ellos provocaban en mi cuerpo y mi mente.
Durante aquellos encuentros, mi gozo por la vergüenza y la sensación de sentirme objeto, se percibía plenamente en mis pezones duros como piedras, en mi coño insatisfecho, como el de una puta salida, en aquellos jadeos fingidos, que servía de prolegómeno a esos otros, éstos si verdaderos, que surgirían más tarde, del vicio solitario, en busca de un placer que yo misma me había prohibido.
Un día recibí la inesperada visita de Ana, se la notaba demasiado preocupada y afligida. Sin duda estaba al tanto de mis circunstancias y estaba deseosa por encontrarse conmigo a solas para hablar de mujer a mujer. Durante toda esta etapa, ella había tomado muy en serio su papel de asesora y consejera, y ahora se había dado cuenta --era"vox pópuli"-- que yo me había inclinado hacia los aspectos más obscenos, quizás pervertidos, del sexo. Ana encontraba la idea de aquellos encuentros sexuales totalmente aberrante; no comprendía el por qué de aquel follar irracional, como animales en celo, aquel afán autodestructivo que había puesto en práctica. ¿Dónde había quedado aquella mujer que buscaba con afán la sensualidad, y el goce de los sentidos?
Aquella noche hubo muchas preguntas entre nosotras ¡preguntas sin respuestas! Cuanto más escarbaba en la herida, más claro y seguro tenía que Él era la causa de toda aquella indolencia. Él era la línea divisoria que separaba el antes del después, aquel punto de inflexión entre la mujer torpe y aburrida que era antes y aquella otra que se regodeaba en aquel afán por humillarse, entregándose sin dignidad ninguna, al capricho de cualquier otro hombre.
Aquella noche de julio el ambiente era bochornoso, había chispeado levemente, pero la noche era oscura, y no se veían estrellas en el cielo; la estaba oscura sin Su luz. El ambiente era propicio para disfrutar de una deliciosa velada. Era extraño comprobar como aquellas inquietudes tan profundas podían ser tan pasajeras, pero durante la cena le fui abriendo mi alma a aquella mujer, como jamás lo había hecho con nadie, para poco a poco sentir aliviado mi tormento e ir recuperando mí fuerza. Me sentía bien con Ana, y nuestra conversación fue adquiriendo un carácter muy íntimo, sobre todo cuando comencé a contarle aquellos turbios sentimientos de atracción que había tenido hacia ella. Le hablé de aquella relación mía y suya, le conté mis secretos de mujer acerca de como había deseado hacer el amor con ella. Ana se removía inquieta en su silla y dirigía, de vez en cuando, su mirada hacia alguna de las personas que estaban en una mesa cercana, como si temiera que alguien pudiese escuchar lo que yo le contaba, temiendo no ser la única destinataria de tan íntima confesión.
--Cuando se ama tan profundamente, siempre se sufre. Tenías que habérmelo dicho antes, es curioso como hemos podido vernos casi a diario, sin que yo haya sabido advertir tu sufrimiento. Me has ocultado tus sentimientos bajo una civilizada máscara y yo no he sabido ayudarte ¿Qué parte es la que te gusta más de mi, mis tetas, mi culo o quizás mis pies?
Frases como aquella eran típicas de Ana, a menudo hacía preguntas sin esperar respuestas. Aquella vez se echó a reír con una risa ruidosa, espontánea. Se había descalzado y me enseñaba descaradamente su pie poniéndolo sobre mi rodilla. En seguida me ruboricé, vergüenza y temor se confundieron en mí para aturdirme. Me sentí aterrorizada, era como una alucinación, como una pesadilla, estaba demasiado avergonzada para mirarla a los ojos.
--¡Vamos!, insistió. No temas, si es eso lo que tanto deseas, ¡acarícialo! ¡Hazme sentir a mi también ese placer tan especial del que tanto hablas!
Ninguna respuesta salió de mis labios, estaba conmocionada, no sabía si me hablaba en serio o simplemente se burlaba de mí. La rabia me cegó, y tras levantarme corrí sollozando hacia el aseo. Una vez a solas, rompí a llorar, no era capaz de controlar mis emociones. Tardé algunos minutos en serenarme; parece increíble lo volubles que pueden ser las emociones, surgen y mueren en espacio de minutos. La primera sensación de sobresalto que me había producido la visión de su pie desnudo, tan cercano, el temor de que alguien hubiera sido testigo de su cercanía, se había transformado de repente en un enorme deseo de acariciar, de besar aquel pie allí mismo, delante de tanta gente. No pude dejar de pensar en lo que me había sucedido y esa sensación molesta y tentadora se convirtió para mí, desde ese momento, en un urgente y oscuro desafío.
Sin embargo una sorpresa me esperaba aún al volver a la mesa. Al acercarme pude ver a Ana de pie conversando con otra mujer. Aquello me fastidió, no me agradaba que se encontrara con alguien conocido justo en aquellos momentos de intimidad. Fue una sensación muy rara, y me sentía rara porque estaba celosa. De repente me sentía torturada por unos celos, racionalmente ridículos. Llegué muy cerca de ella, antes de que se diera cuenta de que me acercaba, y pude comprobar con cierto alivio, que aquella mujer con la que hablaba no era conocida suya, sino mía. Era una de las administrativas con las que había compartido mi trabajo en aquella oficina, que se encontraba en el restaurante celebrando una cena de despedida antes de las vacaciones. Había creído reconocerme y se había acercado para saludarme.
Por un momento temí que hubieran sido testigo de lo ocurrido entre Ana y yo momentos antes, y mi inquietud se acentuó. Después de acosarme a preguntas sobre mi repentina desaparición del trabajo, se empeñó en que la acompañáramos a su mesa y para saludar al resto de las chicas y tomar una copa, ya que con alguna de las cuales había tenido un cierto trato. Sorprendentemente Ana, evidentemente animada, aceptó sin consultarme, a la invitación, y con más desánimo que ganas por mi parte nos sentamos con ellas. Comenzó entonces el agotador formulismo de las presentaciones, los saludos, los besos y las sonrisas forzadas, quería terminar con aquello cuanto antes y regresar a la seguridad de mi mundo, quería evitar las omisiones y las preguntas a las que no podía responder sin falsedad.
Algo me decía que aquello no podía ir bien, mis señales de alarma estaban disparadas, y trataba de contener mis nervios y mi aprensión como buenamente podía. Fue como sentir que me habían golpeado la cabeza con un martillo, otra vez el destino me jugaba una mala pasada y dejaba que me enredara en aquella tela de araña, sin que pudiera evitarlo.
Cuando la vi, enrojecí de golpe. Fue tal el impacto que produjo en mí el oír su nombre, que comencé a sufrir como un sentimiento abrasador de temor y de venganza me corroía las entrañas. Sentí su fría mirada clavada en mí, era como encontrarse al borde de un precipicio, mirando al vacío. Yo conocía muy bien a aquella mujer, nunca antes la había visto en persona, pero la conocía desde lo más profundo de mi corazón. La había contemplado una mil veces en fotografía de su despacho, la había admirado, y envidiado con avaricia, y ahora que la tenía delante no podía sentir más que rencor y desconfianza hacia ella.
A través de los destellos de luz que irradiaban las copas y los vasos sobre la mesa, percibí sus ojos mirándome con fijeza. Me refugié detrás del resplandor de aquellos reflejos para sostenerle la mirada; de otro modo no me hubiera atrevido a hacerlo. Me concentré durante un buen rato en aquel juego apasionante que prometía ser la única diversión de lo que quedad de la noche. La conversación a mi alrededor me aburría sobremanera, lo que en realidad me atraía era sentirme observada por ella como ninguna mujer lo había hecho jamás. Tuve que reprimir la risa cuando observé que casi había estado a punto de tirar la copa, y sin embargo, fue al coger la mía para humedecer los labios con un sorbo de vino, cuando reparé en que no era a la única persona a la que había logrado cautivar con su hechizo. Ana también tenía la vista clavada en ella, pero su mirada a diferencia de la mía, llena de aprensiones, hizo que mi corazón diera un vuelco. Ana la miraba con tal grado de fascinación y complacencia que llegué a pensar que la deseaba... ¡Cada vez me apetecía menos seguir sentada en aquella mesa!
Era una mujer imponente, de eso no había duda. Yo la observaba ahora con mis propios ojos, y su cabello rubio, lacio y sedoso, hacía juego con la blancura de su piel. Tenía largas las pestañas, las cejas arqueadas y los ojos azul brillante, y un algo en su forma de moverse, en la manera en que miraba directamente a los ojos. Era arrogante y orgullosa, en su modo de hablar mostraba un aire de autoridad y confianza que no es común encontrar en una mujer; no cabía duda de que era una señora. Desde el primer momento me observó con una mirada escudriñadora, un imperceptible brillo en sus ojos, una incipiente curiosidad y pude percibir en ella de inmediato, una reacción de rabia interior, apenas estimable pero profunda. No dijo nada, ni el más mínimo comentario salió de sus labios. Sin proponerlo, se estableció entre nosotras un mutuo pacto de silencio, quizás por temor a desencadenar unas hostilidades impropias de nuestra posición, o quizás por no romper el hechizo de una situación tan locamente intrigante. Sin embargo, con el paso de los minutos, este mismo silencio provocaba una situación tensa y extenuante, que amenazaba tornarse incómoda. El solo hecho de aquel desafío había ocasionado en mí un estado de excitación difícil de controlar, ninguna de los dos quería manifestar lo que interiormente estaba sucediendo, bien porque lo encontrábamos peligroso o quizás porque esto era solamente una fantasía momentánea sin ninguna trascendencia, pero lo que si era claro que ambas estábamos poniendo a prueba nuestro instinto de propiedad, como si aquella situación tan irreal obrara el milagro de hacer brotar un encanto que hasta ahora habíamos mantenido como un secreto latente: Los celos.
Sin embargo, no era resentimiento la palabra mas adecuada para describir mi estado de ánimo. Angustia, tal vez habría sido más acertado, porque yo sola me había metido en esta especie de duelo, de un final tan incierto como peligroso y en el que me veía virtualmente perdedora. La observé con una mezcla de fervor y acritud; me vi ante ella como una mujer apagada y sencilla, simplemente no podía competir con aquella hembra, que lucía ante mí cautivadora y hermosa, con aquella expresión relajada y presuntuosa de quien se sabe a si misma depositaria del poder de seducir.
Su arrogancia me atraía, y al mismo tiempo me distraía de mis preocupaciones más inmediatas. Por un momento pareció perder el interés, sencillamente me ignoró, dejó de mirarme tan deprisa que casi me produjo desilusión, pero unos segundos después decidió sorprenderme cruzando las piernas por fuera de la mesa, y ofreciéndome una impresionante visión de sus extraordinarias pies. Llevaba un vestido vaporoso de muselina casi transparente, y unas sandalias de tacón con apenas unas finas cintas de sujeción sobre el pie y el talón, adornadas con pequeños brillantitos que no hacían sino acentuar aún más su belleza. Sentí como se me secaba la boca, y por mi espalda corrió un singular escalofrío. Aquello era más que un mensaje subliminal, era una firme declaración de guerra en todos los sentidos.
Alrededor nuestra, la cena transcurría con una indiferente racionalidad, aquel despliegue de hostilidad estaba pasando desapercibido para todos excepto para Ana. Ella ignoraba la verdadera identidad de aquella desconocida pero era capaz de advertir la furiosa tensión entre ambas, en parte porque las apariencias me delataban, y en parte por aquella facilidad innata que poseía para que los demás la hiciéramos cómplice de nuestros conflictos.
Contrariamente a lo que me dictaba la razón, decidí quedarme, se había convertido en un asunto de orgullo, quería fundir su frialdad y perforar el halo de superioridad que la rodeaba. Manejaba la situación con una fría indiferencia; para ella, yo no era más que una perra perdida y desesperada a la busca de un hueso que llevarme a la boca. Pero además resultaba que aquel hueso era el suyo. Trataba de decirme sin palabras que no tenía nada que enseñarle, que ésta vez había volado demasiado alto. Probablemente tuviera razón, pero estaba irritada y me desesperaba por demostrarle que se había equivocado.
Mi sorpresa fue mayúscula cuando se levantó y se dirigió directamente hacia mí para sentarse en un silla vacía que había quedado a mi lado. Orgullosamente pavoneó ante mí su hermosura, manejaba su cuerpo con una gravedad parsimoniosa, el ritmo lánguido, la cadencia infinita, cada paso de sus pies era el revolotear de una mariposa. Por primera vez, su gesto había cambiado de expresión y sonrió con una sonrisa irónica capaz de atravesar todo el salón. Cambié de posición en la silla, me sentía tremendamente incómoda y las maderas del respaldo se me clavaban en la espalda; esperé a que ella hiciera lo mismo a mi lado. Una vez sentadas pasaron unos segundos, muy largos, eternos La situación, extraña, y a la vez excitante, se rompió de repente. Ella, cogiéndome de la mano con amabilidad fingida y con una sonrisa maliciosa en sus labios dijo:
--Tenía ganas de conocerte. Quería saber como era de cerca, la zorra indecente que se deja lamer los pies por el pervertido de mi marido.
Me pareció la escena de un sueño retorcido e inverosímil. Aterrada y ciega de ira la miré sin comprender. Era la segunda afrenta de aquella noche, me sentí dolida en lo más íntimo. Primero Ana, mi amiga, se había burlado de mis sentimientos, ahora ella, mi rival me humillaba en público, mientras yo sufría en silencio; era demasiada hiel para tragar de una sola vez. Descubrir la vileza que se ocultaba tras la seductora y elegante fachada de aquella mujer fue para mí como un jarro de agua fría, pero con mi actitud pusilánime y cobarde yo no era mejor que ella con su soberbia y su escasez de tacto. Al menos tenía la valentía de pelear por lo que consideraba que era suyo. Cuando quise reaccionar para contestar, aquella mujer de rostro duro ya no estaba allí, se había burlado de mí ante mis narices, me había tratado con desdén y ahora se marchaba con la mayor impunidad.
Observé a Ana mientras la conversación del resto de los comensales nos iba dejando al margen, y leí la expresión de su rostro por un momento, antes de que percibiese mi mirada y me brindase una ligera sonrisa. Noté en sus ojos la determinación y la certeza de que no pensaba intervenir, con un tenue movimiento de cabeza parecía querer decirme "No lo hagas", era evidente que no quería que me entrometiera más, que lo dejara correr. De haber sido más observadora quizás me hubiese dado cuenta de que trataba de evitarme una humillación mayor, pero eso no lo descubría hasta que fue demasiado tarde.
Pero antes de dejarme llevar por la rabia, no tuve la paciencia de contar hasta diez, quería venganza, hacerle daño devolverle el golpe. ¿Es que no había aprendido nada después de tantos años de estudiar leyes y de actuar en un juzgado? Ella estaba utilizando lo que sabía de mí para hacerme daño, ¿por qué no hacer yo lo mismo? No sería demasiado difícil, tan solo tenía que calmarme y pensar con frialdad. Mi cuerpo parecía de plomo, fundido a aquella silla, demasiado pesado para levantarme, demasiado dolorida para pensar, y con aquella especie de agotamiento, vanamente levanté los ojos hacia ella para observar como cruzaba una vez más sus larguísimas piernas por debajo del mantel de la mesa mientras bebía lo que quedaba de su copa con aquella sonrisa de satisfacción en su mirada.
Los pies recogidos por debajo de la silla Parecía como si quisiera esconderlos a la mirada de los demás Era como si toda aquella exhibición hubiera estado solamente dedicada a mí ¿Había intentado competir conmigo o simplemente estaba actuando? Por lo que sabía de ella le avergonzaba enormemente lucir aquellos delicados y elegantes pies Sólo usaba sandalias cuando la ocasión estrictamente lo requería No podía soportar que su marido lamiera o acariciara sus pies No compartía en absoluto aquella pasión fetichista, es más la detestaba ¿A qué había estado jugando? La miré con detenimiento, ¿habría algo íntimo, capaz de perturbar aquella insolencia, aquella sorprendente capacidad de confianza en si misma?
Como un resorte me levanté de la silla, y me encaminé de nuevo hacia el baño, una maliciosa idea estaba tomando forma en mi mente, y quise comprobar in situ algunos detalles. Los aseos estaban ubicados, en el primer piso, lo suficientemente aislados para mis propósitos. Los lavabos, situados al fondo; los servicios, al entrar inmediatamente a la derecha, casi pensados para llevar a cabo mi plan.
Mientras bajaba las escaleras contemplé con detenimiento a los camareros, el restaurante estaba casi desierto, y se encontraban en plena recogida, quizás deseosos de que los pocos comensales que quedábamos nos marchásemos, para poder irse a casa. Uno de ellos llamó mi atención, no era el típico camarero de plantilla, mas desenfadado, más informal, parecía permitirse un trato más familiar sobre todo con las clientas. No me lo pensé dos veces, y lo abordé sin dudar:
--¿Te gustaría terminar la noche con cien euros más en el bolsillo?-- Me miró sin comprender
--No la entiendo Señora.
--Que si eres capaz de cometer una pequeña torpeza, te podrías llevar cien euros de más a casa-- Mientras le hablaba coloqué un billete de cincuenta euros en el bolsillo de su chaleco. El color del dinero pareció avivar su entendimiento, y tocando levemente el billete hacia el fondo de su bolsillo, me respondió con sutileza, comprobando antes que se encontraba lejos del control del encargado. Se irguió recobrando la compostura y me preguntó solemne.
--¿Y que es lo que espera la señora que haga, para poder completar la cantidad que me ofrece?-- Ahora sabía que no me había equivocado de hombre. Había visto hacer esto mil veces a mi ex-marido, un profundo conocedor de la naturaleza humana, para conseguir lo que podía parecer imposible, siempre con la mayor naturalidad y eficacia. La mejor mesa en un restaurante sin reserva, la mejor habitación de un hotel lleno, incluso una plaza de aparcamiento en un garaje completo, eran tareas fáciles si sabías el cuanto y el con quien.
--Tan solo que dejes caer una copa llena de vino a los pies de aquella señora rubia de mi mesa, cuando me veas entrar en el servicio
--¿La señora me propone que manche a propósito el vestido de una clienta? Eso podría causarme algún problema con el encargado --Ahora venía la fase del regateo, el pájaro estaba en la jaula, sólo quería exprimir más la naranja
--Yo no he dicho nada del vestido, solo he dicho salpicar sus pies, pero si no te crees capaz de hacerlo, no hay problema. Ahora mismo le digo al maître que te acabo de anticipar cincuenta euros para que nos traigas unas botellas de cava, con las que obsequiar a mis invitados. Tú habrás perdido cien euros, y yo habré perdido mi apuesta, no pienso insistir más. No todas las noches me siento con ganas de malgastar mi dinero
Sin volver a insistir ni dirigirme la palabra, volvió a su trabajo, como si nada hubiera ocurrido; yo sabía que el había aceptado su parte del trato, ahora quedaba lo más difícil, que era conservar la suficiente cantidad de sangre fría para llevar a cabo mis propósitos.
Me acerqué a la mesa presa de un gran nerviosismo, y abrí mí bolso, fingiendo buscar mi teléfono móvil; nadie pareció advertir ni mi presencia ni lo que hacía, salvo Ana. Ya no era importante, a nadie podía interesarle lo que estaba tramando una zorra pervertida como yo, y me alegré por ello.
Debía de estar preparada, a partir de aquel momento yo sabía que todo transcurriría con una gran rapidez. Murmurando una disculpa casi ininteligible, y que pienso que nadie escuchó, hice como que salía fuera del restaurante, mi intención era que pensasen que iba a realizar una llamada telefónica y que me iba a la calle en busca de mayor cobertura y de mayor intimidad. Sin embargo, en cuanto tuve la certeza de estar lejos del alcance de sus miradas, corrí como alma que lleva el diablo escaleras arriba en dirección al cuarto de baño. Tan solo dos personas, eran conscientes de lo que estaba haciendo, pero ninguna de ellas sabía realmente lo que me proponía. Antes de alcanzar la puerta de los aseos, aun tuve tiempo para oír el estrépito, tan solo unos segundos para comprobar como el camarero, en un alarde de profesionalidad y buen hacer oficio, tropezaba accidentalmente y con la mayor naturalidad, haciendo derramar una copa de vino a los pies de aquella mujer. No tuve tiempo de ver el resto, pero lo imagino. La imagino a ella irritada y avergonzada mientras el camarero, sin duda profiriendo un sin fin de sentidas excusas, intentaba torpemente limpiar la mancha de vino de sus sandalias y de sus pies. La imagino como ruborizada declinaba la ayuda de cualquiera de sus amigas para acompañarla al baño y así ayudarla a limpiarse; eso era algo que sin duda tendría que hacer ella sola. La imagino enrabietada, con los pies mojados, subiendo las escaleras hacia los aseos, por el vergonzoso espectáculo de aquel hombre arrodillado en público sobando sus hermosos y delicados pies; sin duda, sería mucho más de lo que había imaginado, pero yo aún necesitaba más.
Apagué la luz, me ubiqué en el interior de unos de los servicios, cerré la puerta con el pasador, y como en las películas me quité mis propias sandalias para subirme a la taza, no quería que me descubriese si miraba por debajo de la puerta. Sabía lo bastante de ella, para imaginar que primero comprobaría que no hubiera nadie dentro del baño, y que después se encerraría por dentro, estaba segura que en lo que a sus pies se refería su pudor se equiparaba a su orgullo.
Me quedé silencio sumida por el aturdimiento durante un momento Mi mente estaba en algún otro sitio, recordando viejas sensaciones, y solo me di cuenta de lo que mis manos estaban haciendo cuando sentí aquel cosquilleo que había empezado a aparecer entre mis piernas. Me encantó reencontrarme con aquellas sensaciones, el riesgo a ser descubierta, el acariciarme en aquel lugar público y morboso, el sentir la frialdad del suelo en mis pies descalzos. Ahora si que comenzaba a sentirme como "esa zorra". Las manos me temblaban, con los ojos cerrados mis dedos nerviosos se movían alrededor de mi clítoris, como un yonki momentos antes de inyectarse su dosis de heroína. No quería desperdiciar el escaso tiempo que tenía, quería terminar cuanto antes. La excitación que sentía y mis esperanzas aumentaron cuando oí el inconfundible sonido de tacones altos en el suelo. La estancia se iluminó de repente, y aquella luz brillante hirió mis ojos y me hizo cerrarlos por un momento. Poco a poco, fui entreabriendo mis párpados acostumbrándome de nuevo a la luz y volviendo de nuevo a la realidad, al principio me sentí desorientada, pero al mirar a mí alrededor aquel desconcierto se disipó de mi mente.
Me mantuve algunos segundos inmóvil, mientras ella cerraba la puerta y se aseguraba de que no hubiese nadie en el baño, tal y como yo lo había imaginado. Un sentimiento de temor e inquietud se apoderó de mi cuando sentí moverse el tirador de mi puerta, podía oír el ruido del corazón palpitando en mi pecho. ¿Qué estoy haciendo aquí, pensé para mi misma? El repiqueteo de los tacones que se alejaba en la dirección del lavabo, me hizo soltar un callado suspiro de alivio; todo comenzaba a cumplirse tal y como yo lo había imaginado.
Lentamente me incorporé sobre la taza, mis músculos se habían entumecido, y me costó un trabajo enorme ponerme en pié. Con sigilo miré por encima de la puerta y pude verla inmóvil delante del espejo, con el grifo abierto. Entonces, de una manera inequívocamente femenina, se descalzó. Primero un pié; luego, mientras se sostenía de puntillas, el otro. Depositó sus sandalias sobre la encimera del lavabo, mientras sus hermosos pies descalzos pisaban el suelo. ¡Dios, era adorable! Me recreé durante algunos segundos en lo que estaba viendo.
Movida por impulso irrefrenable, abrí impulsivamente la puerta y salí resuelta de mi escondrijo. Se volvió hacia mí con sorpresa y en silencio. Había un cierto gesto de desconcierto en su mirada, no sabía como encajar aquel compromiso pero en cualquier caso no dejó traslucir demasiado su estupor. Avancé hacia ella, con mis sandalias colgando de una mano, con toda la solemnidad posible. Estaba aún más hermosa descalza, su mirada tenía la blancura de la nieve recién caída, durante unos segundos nos reconocimos con lentitud. Dentro de aquel cuarto la tensión convertía el aire en una sustancia espesa y viscosa, que se hacía difícil de inhalar. Apenas respirábamos, pero podíamos oír nuestros latidos. Aquel encuentro clandestino con aquella mujer me hacía estremecer hasta la médula; mientras, ella me miraba, esperando que pusiese en palabras lo obvio.
--¿Qué crees que estás haciendo?
--Solo soy una zorra barata-- le contesté. Si solo se tratara de follar con un hombre, tal vez no podría competir contigo. Pero también puedo hacer otras cosas cosas que tú ni imaginas. Las putas como yo adoran sentir las lenguas de sus amantes en los pies. Ver como se corren en mis pies, ver como lamen los restos de sus corridas y además se arrastran por hacerlo. ¿Y tú, qué es lo que sabes hacer? ¿Lames sus corridas o tal vez te dejas dar por el culo? ¿Es todo para lo que vales?
Mientras hablaba, me atreví a dibujar su silueta con la mano en la que llevaba mis tacones. Acaricié su rostro con mis dedos, detuve apenas unos segundos mis zapatos frente a su boca, olían a mi perfume, ése que su marido gustaba de oler en mis pies. Ella percibió mi aroma, y me miró con la misma expresión en la cara, de desprecio y repugnancia con la que me había mirado toda la noche, pero sin embargo no se rebeló.
Dejé caer mis sandalias al suelo, y la volví a mirar de arriba abajo.
--Hay tantos placeres que desconoces tantos placeres que te has perdido
Ante su sorpresa, me arrodillé lentamente ante ella, el tono de mi voz seguía siendo tranquilo y amistoso; todo lo hacía a cámara lenta. Su expresión mostraba ahora una curiosidad casi desmedida, tomé uno de sus pies entre mis manos, y lo acaricié con dulzura, y el que no intentara detenerme me daba a entender que lo único que deseaba es que continuara. Pude sentí su estremecimiento, pude sentir su temblor. La miré una vez más, respiré hondo, casi con placer y solté el aire lentamente. Era mejor que cualquier orgasmo que hubiera tenido nunca; arrodillada, en completa sumisión, estaba haciendo sentir a la mujer que momentos antes me había despreciado, el placer que tantas veces yo había tan patéticamente implorado; y no se trataba de cualquier mujer, era la esposa de mi amante.
La emoción que sentí durante aquellos momentos era la lujuria un juego erótico descabellado, pero intensamente real; durante aquellos segundos no vi ni oí nada, y no pude desear ninguna otra cosa que ser ella misma; hubiera deseado tanto que fueran mis pies los acariciados, hubiera deseado tanto que fueran mis pies los besados Alentada por aquella curiosidad cómplice me aventuré a intentar ir un poco más allá, por un momento tuve el irreprimible deseo, de llevarme aquél pié a mis boca; ella intentó forcejear, pero en aquellos tan escasos segundos pude sentir su sabor, su olor; era la primera vez en mi vida que tocaba a una mujer de aquella manera y me supo a tan poco
Me incorporé persuadida de que no había esperanza para ninguna de nosotras, ella se había dejado seducir y yo había disfrutado de la forma en que su cuerpo reaccionaba a lo que le estaba haciendo, pero no tenía nada que compartir conmigo, solo era una puta egoísta, esclava de su propio orgullo. Demasiado arrogante, demasiada vanidad, era incapaz de sentir
Me miró con verdadero odio, sus ojos estaban clavados en los míos pero no me di por aludida. Tímidamente acerqué a ella mi boca, y me atreví a rozar sus labios con los míos, solo que ésta vez, y solo durante un instante fugaz, cerró los parpados y su cara resplandeció con una tenue sonrisa. Pero tan rápida e inesperadamente como había aparecido, aquella sonrisa se esfumó; y su gesto volvió a ser de desprecio.
-- Tu marido es un hombre maravilloso, ojalá vuelva a llamarme como dijo que lo haría. Tal vez la próxima vez podrías disfrutar con nosotros
Me volví con indiferencia, para mí aquel juego de seducción se había terminado, no había lugar para más, tan solo fue un instante fugaz, pero completamente instintivo, se me ocurrió de repente dejarle un recuerdo, un símbolo erótico de aquella extraña pasión fetichista que nos había envuelto, y sin dudarlo me puse sus sandalias, sin preocuparme siquiera si estaban manchadas de vino o eran de mi número, me daba igual, pero ese sería el precio que tendría que pagar por haberme despreciado. Se tendría que marchar a su casa con mis zapatos, llevaría en sus pies mi perfume, mi sudor, las sandalias que su marido tantas veces había lamido, y aquel recuerdo la acompañaría durante el resto de la noche.
Antes de salir del baño cerré los ojos y respiré lo más profundamente que pude intentando recuperar el control. Mi cuerpo imploraba a gritos un piadoso orgasmo que lo liberase de la tensión sexual a la que había sido sometido aquella noche; mi coño estaba todavía empapado con mis jugos; mi clítoris todavía dolía cuando andaba; pero me estaba acostumbrando a aquella negación del placer. Tenía que correrme pronto, pero por ahora me conformaría con recuperar la compostura. Era como si aquella pequeña orgía no hubiese ocurrido nunca.
Salí del baño con una sonrisa de triunfo en mis labios. Me encontraba exultante, mientras miraba mis pies enfundados en aquellas sandalias, fui capaz de sentir el aroma de su perfume, el tacto de sus pies, quería que todo el mundo supiese dónde había estado y que imaginase lo que habíamos hecho. Sabía que todos me miraban; aquella situación era algo casi imperceptible que pudiera quizás pasar inadvertido para un hombre pero no para otra mujer. ¡¡Moríos de envidia, hermanas!! pensé mientras lucía mis pies dentro de aquellas sandalias y me regodeaba conmigo sí misma. Ana me miraba con una actitud reprobadora pero expectante.
Ella venía detrás de mi, tan sigilosa, que no me había dado cuenta. Pasó a mi lado ignorándome, y se quedó junto a su silla de pie, mirándome con insistencia como si estuviera esperando algo con impaciencia. No estaba segura pero me moví lentamente hacia ella; yo no quería hacerlo, pero obviamente quería que todos la miraran, y la sorpresa fue para mi mayúscula: ¡¡Había regresado descalza!!
Se sentó y puso los pies desnudos sobre una silla, junto a mi, casi ofreciéndomelos, aquellos pies que había acariciado e intentado lamer segundos antes, sin conseguirlos. No sabía hacia donde mirar, su sonrisa de triunfo era resplandeciente
Alguien le preguntó, sabedora de la respuesta, que había hecho con sus zapatos, (así de crueles somos a veces las mujeres, sobre todo con las de nuestro propio sexo) y ella contestó casi sin inmutarse, después de dedicarme un guiño cómplice y casi obsceno:
--¿Cómo iba a ponerme unas sandalias tan sucias? Seguro que la mancha ni se quita. Las he tirado a la basura, a alguien les gustará Además hace muy buena noche, y me apetece pasear descalza
Un silencio acusador se hizo presente en la mesa. Me sentí el blanco de todas las miradas, mientras intentaba evaluar la dimensión de la derrota. Por unos momentos dudé entre levantarme y marcharme sin más, o hacer de tripas corazón y despedirme con la mayor dignidad posible. Sabiendo que todos mis empeños habían naufragado de una manera miserable, decidí concluir sin demora. Era consciente de que todo había terminado incluso antes de empezar. Todo mi cuerpo temblaba y me daba vueltas la cabeza mientras me despedía uno a uno de todos. Era el último acto de aquel bochornoso espectáculo y la clara evidencia de un ridículo inútil.
No me volví a mirarla, me sentía demasiado vulnerable, si lo hubiera hecho no habría podido irme. Al salir del restaurante las lágrimas empezaron a correrme por las mejillas. Cerré los ojos y sollocé en silencio. Por mi cabeza pasaban tantos pensamientos. Me sentía completamente perdida y confundida.
--Vamos a emborracharnos, dijo Ana. Creo que ésta noche necesitas una amiga.
Aquella noche Ana y yo celebramos aquel inesperado desenlace con una pequeña fiesta. El alba nos sorprendió dormidas y abrazadas sobre la cama. Era la segunda vez durante aquella noche que tenía el cuerpo de una mujer entre mis brazos y por segunda vez en aquella noche me sentí feliz. No recuerdo si algo inenarrable pasó aquella noche entre nosotras, estaba física y emocionalmente exhausta, tan solo se que si lo hubo, nunca se volvió a repetir, pero eso ahora, tampoco me importa demasiado.