La Amante descalza (7)
Es todo lo que puedo contar de aquella infortunada noche. Comprenderéis que no puedo añadir un solo dato más, el resto debería ser fruto de vuestra imaginación
Tras los cristales de mi ventana, el día toca a su fin, pero yo apenas he percibido el transcurso de la tarde. Después de varias horas de releer mis notas sin tan siquiera un descanso, ante mis ojos asombrados han ido reconstruyéndose los acontecimientos de aquellos días. He leído deprisa, como si hubiera querido llenar de golpe con éstas páginas, los espacios vacíos de mi memoria, pero a veces, también me he recreado en los detalles, sintiendo palpitar en mi espíritu, la emoción de como viví aquellas experiencias.
Poco a poco, aquellos hechos distantes, sin duda transformados por el recuerdo, han adquirido una forma individual y tangible: la del protagonista de éste relato, que intuyo que el avezado lector, habrá descubierto ya a éstas alturas, que no soy yo, sino ese hombre atormentado, de mirar sereno y cara de niño, que tantas veces me ha cautivado. Es curioso como después del tiempo pasado, todavía puedo sentir su figura familiar, haciéndose presente en ésta casa. De hecho, al terminar de leer la última página, aún tengo la sensación de haber estado con él no hace ni quince minutos, cuando la realidad es que hace más de un año que echo de menos su presencia.
La penumbra ha invadido ya la habitación, pero yo continúo pegada a esto papeles, que constituyen para mí su único legado, como si quisiera dilatar el contacto con la realidad. Detrás de los ventanales, la ciudad, ese monstruo insaciable que engulle sin piedad a sus gentes, en la vorágine diaria de una vida sin sentimientos, se prepara para recibir a la noche, pero yo ahora estoy muy lejos de sentir su alboroto. Lentamente, como si se tratara de viejos fantasmas olvidados, empiezan a cobrar vida en mi imaginación las sensaciones de aquellos días, y los recuerdos placenteros me invaden sin necesidad de hacer el menor esfuerzo en mi memoria.
El ambiente de abandono y apatía en el que llevaba alojada tras el viaje a Londres, había dejado paso a una sensación de vitalidad y euforia, tras mi entrevista con Ana, y los planes que ambas habíamos forjado. De aquellos días, no tengo nada en especial que reseñar; como siempre es natural en mí, no hacía otra cosa que dejarme llevar, parecía como si una mano invisible dirigiera cada una de mis pasos. Mi integración en el grupo de mujeres que Ana lideraba fue prácticamente espontánea, por un lado la cálida acogida con la que fui recibida, y por otro, aquel repentino interés que había despertado en mí, el relacionarme con personas de mi propio sexo, hacían que a pesar de que llevaba en la camarilla apenas pocos días, ya no me sentía como una recién llegada.
En aquellas primeras citas inocentes, no hacía otra cosa que observar con detenimiento a mis compañeras. Envidiaba de ellas su espontaneidad y falta de recato, y aunque lo cierto es que hasta entonces no habíamos hecho más que hablar, la falta de acción real hacía que todo se volviera apariencias, en las que cada una intentaba superar la fantasía de las demás, con la reseña de sus conquistas. Parecía como si aquellas mujeres no hubieran sufrido por su separación, como si detrás de cada una de ellas no hubiera una historia de incomprensión y desánimo. Era difícil de creer, que detrás de toda aquella fachada de carmín y perfume, no se escondiera la triste realidad de un fracaso. En el fondo ellas no hacían otra cosa que comportarse ahora como aquellos hombres, a los que menospreciaban y ridiculizaban en sus conversaciones. Habían intercambiado los papeles, y eran ahora ellas las que utilizaban el sexo como moneda de cambio, para conseguir sus pretensiones, sin ningún tipo de escrúpulos. Yo no podía permitirme el lujo de dejarme engañar por las apariencias, y aprovechaba cualquier oportunidad para tratar de conseguir la información necesaria para situarme, era la primera vez que planeaba acostarme con un hombre sin dejar que la ocasión surgiera, lo que me hacía sentir tremendamente incómoda. Es difícil expresarlo, pero estaba excesivamente presionada; sabía que todas estarían pendientes de mis reacciones, y aunque me hubiera gustado tener menos inquietud y mas curiosidad, lo cierto es que no era así.
Pronto los acontecimientos se desencadenaron, una llamada de Ana a mi despacho me informaba, que había preparado una cena informal, a la que asistirían algunos amigos suyos, y en la que por fin podría conocer a otros hombres.
--Me he permitido el privilegio de asignarte una pareja, me dijo; se llama Jorge y es un buen amigo mío. Ya le he hablado de ti, y esta encantado de conocerte; de todas maneras, si no te gusta, ya sabes que no hay normas, en la guerra y en el amor, vale todo. ¡Y sobre todo no te agobies que te conozco!; no es más que una primera cita, y no tienes por que hacer nada en especial, no te dejes llevar por lo que hagan las chicas, ellas ya conocen el paño, tú procura divertirte, siéntete a gusto y ve reconociendo el terreno.
La llamada me cogió por sorpresa, y al colgar el teléfono estuve a punto de echarme atrás; me sentía perpleja y desorientada, se me acumulaba todo por todos lados. No sabía si sentirme excitada, nerviosa, temerosa o todo a la vez. Una situación creada, deseada por mí desde hace mucho tiempo de repente se volvía en contra mía. -¿Cómo se llamaba aquel tío?, ¿Cómo sería? ¿Qué aspecto físico tendría? No sabía nada de él, pero casi era mejor no saberlo.
Estaba en ascuas, así que me preparé a conciencia, porque quería contar con toda la ventaja a mi favor. Mientras me arreglaba y me probaba de forma compulsiva todos los vestidos de mi guardarropa, no pude evitar sentirme como una puta. Me estaba acicalando para follarme a un tío al que no conocía. Por mucho que quisiera adornarlo, ésta era la realidad, nada de conocer gente, ni pasar un rato divertido, una parte de mi quería follar con aquel tío, a ciegas sin conocerlo, y la sola idea de prepararme para hacerlo, todavía hoy me hace sentir escalofríos. No podía evitar mojarme y sentirme humillada al mismo tiempo. Lo cierto era que cuanto mayor era aquel sentimiento de humillación y de vergüenza, más caliente me ponía. Yo lo sabía. Era el mecanismo secreto que franqueaba todas mis defensas.
Pasé toda la tarde preparándome. Estuve una eternidad asegurándome de que el maquillaje fuera adecuado, de que la cantidad de perfume fuera correcta. Finalmente me puse en pie y me miré en le espejo. Me gustaba el aspecto que tenía: tanga, sostén y medias negras, éstas de malla; botas de cuero altas y ajustadas, falda corta también de cuero y un deslumbrante jersey negro de cuello vuelto completaban mi vestuario; nada que ver con el disfraz de ejecutiva informal de todos los días. Por un momento volví a pensar en mi cita a ciegas, me excitaba no saber el aspecto que tendría, pero si pude soñar con el aspecto que me gustaría que tuviera, con como me gustaría que sintiera, y de que manera me gustaría que me tocara A pesar de mi perfume, aquel olor de hembra en celo que me era tan familiar, se hizo patente por todo mi cuerpo y una vez más me sentí obscena; mi arrogancia, era la culpable aquella inseguridad.
El miedo y la incertidumbre, fue creciendo conforme se acercaba la hora de la cita. Llegué al restaurante antes de tiempo, y me entretuve paseando, por los bulevares cercanos, no quería llegar demasiado pronto ni tampoco demasiado tarde. Por fin decidí que había llegado la hora, y aturdida, entré en aquel establecimiento con paso inseguro. Apenas traspasé las puertas, mi mirada inquisitiva interpeló todos y cada uno de los rostros masculinos que allí se encontraban y al oír pronunciar mi nombre me sobresalté. Enseguida vi a un hombre dirigirse hacia mi con los brazos abiertos y sonriendo con amplitud. Sentí como se me encogía el estómago con cada uno de sus pasos; al acercarse desde el otro lado del local y observar su silueta a contra luz, pude hacerme la primera idea. Era un hombre joven, de semblante duro y distante, cuando se aproximó, la expresión de su cara destilaba cercanía, los ojos almendrados y estrechos, envolvían una mirada calida y sensual. Parecía moverse con despreocupación, y sus gestos invitaban al encuentro, pude percibir como me desnudaba con la mirada y como me deslumbraba con su sonrisa. Confusa le dejé hacer, y el cogió afablemente mi brazo, después de besar mi mejilla, para llevarme hasta una mesa donde estaban todos reunidos.
Permanecí impávida ante la larga ceremonia de presentaciones respondiendo con ineludible interés y formales besos ante cada una de ellas. Sin embargo estaba más pendiente de como era observada por los invitados, antes que retener sus nombres. Y sobre todo lo miraba a él, que elegantemente vestido, hablaba con el tono distendido de los buenos anfitriones.
Eran todos hombre en torno a los cuarenta o cuarenta y cinco años, y vestían como él con informalidad pero con elegancia. Durante la cena pude advertir como estaba pendiente de mi mirada; de todas y cada una de mis reacciones, y por ello quise evitar encontrarme con sus ojos tan a menudo, y me dediqué a revolotear con mi conversación, picoteando de plato en plato, con expresión soñadora y el rostro concentrado en el horizonte negro de la noche.
Jorge tenía una manera de ser muy mediterránea, muy entusiasta de las frases y de las actitudes. Poseía esa sonrisa permanente tan típica de los latinos, esa aparente cordialidad que no se sabe si es simple simpatía fingida o amabilidad aprendida. Enérgico y decidido, aunque no demasiado inteligente, era sin embargo curioso y vivo. Tenía los atributos típicos de un conquistador, una inclinación natural para la intriga, y una capacidad para ganarse la simpatía de cualquiera, pero en el fondo escondía un profundo egoísmo.
La comida transcurría sin incidentes, pero cada vez me sentía más inquieta; por un lado, no quería dejar translucir mi nerviosismo, y por otro temía que el vino se me subiera a la cabeza. Nunca he sabido beber, pero lentamente notaba como aquel caldo empezaba a hacer su efecto y embotaba poco a poco mis sentidos. Jorge, sentado junto a mí, comenzó a cambiar de forma ante mis ojos, y pude percibir en él aquella plenitud de hombre, que violaba mi intimidad, haciendo reaccionar mis sentidos de mujer. Me gustaba, ¡mierda!, tenía que reconocer que me gustaba, y aquella cercanía, a pesar de la distancia que nos separaba, planteaba un nuevo reto a mi voracidad femenina.
Mientras hablábamos intenté vigilar sus ademanes, intentado resistirme a su capacidad seductora. Pero él estaba tranquilo, llevaba una vida entrenándose y era un maestro en engatusar a las personas. Me dejó que esquivara su mirada, incluso que tonteara con los otros invitados, hasta que en un momento dado, levantó los ojos y se apoderó de los míos. Me hablaba directamente, con suavidad y dulzura, y pronto me dejé hechizar por el embrujo de sus palabras. Tenía talento y belleza y estaba lleno de ocurrencias y caprichos. Mis ojos se cegaron a cuanto me rodeaba, sirvieron la comida y yo comí sin saber lo que comía, trajeron más bebida y también la bebí sin saber lo que bebía, no se cuanto duró aquello, pero cada vez que lo pienso me impresiono por mi complacencia.
Terminada la cena, y ante la alternativa de continuar la reunión, en algún sitio de copas, de ambiente movidito, y de altos decibelios; me abordó a solas a la salida del baño y me propuso la posibilidad de acabar la noche a solas, en algún sitio tranquilo e íntimo, donde poder hablar y conocernos mejor.
La copiosa comida, el vino, el agradable aroma de su perfume, me estaban sumiendo en un estado de perezosa comodidad, al que me entregaba de buena gana. Se daba cuenta, Se daban cuenta, todos, y algunos entre los que se encontraba Ana, miraban la escena con curiosidad y una sonrisa de complicidad en la mirada. Lo que para ella era evidente, debía serlo para mí también. Al abordarme, tuve la sensación de que sus ojos solo estaban pendientes de mí. Era una mirada velada, aunque no vaga; mirada aguda y tenaz, mirada ardiente e imantada, de la que conseguía desprenderme cada vez con mayor esfuerzo.
--Este tío es un seductor nato, y además lo sabe-- me dije
Le miré con expresión de aturdimiento, y me apresuré a contestar con vaguedad, decidida a no convertirme en la protagonista de la reunión. No quería ser descortés con los demás, pero deseaba enormemente quedarme a solas con él. A lo lejos, pude observar la el guiño pícaro de Ana, que me daba vía libre para escabullirme; una extraña sonrisa, mezcla de triunfo y júbilo: estaba satisfecha. Yo también me sentía contenta por no haberla defraudado.
El ambiente parecía perfecto para disfrutar de aquella velada sin testigos, en compañía de aquel hombre al que acababa de conocer, y que sin embargo, parecía como si hubiese conocido desde siempre. Y entonces fue cuando Jorge, el de los ojos almendrados y la boca de dulce como la miel, entró en mi vida. Me contó historias divertidas y me hizo sonreír primero, y reírme a carcajadas después. Su risa era contagiosa, y encontré difícil resistirme a ella; ¡no quise resistirme! Por primera vez en muchos meses, mis problemas y mi incertidumbre quedaron aparcados. Mientras hablaba, yo bebía de cada una de sus palabras, observaba cada gesto y captaba cada brillo de sus ojos. Tenía el aspecto de un gato salvaje a punto de saltar sobre su presa para despedazarla y esa presa era yo misma, que lo miraba como hipnotizada, desprovista de cualquier emoción, como si mi rostro estuviese esculpido en piedra, dispuesta para el sacrificio.
No tardó en besarme, y cuando lo hizo, fue como si muchas bombillitas de colores se encendieran indicándome el camino. Otra vez aquella sensualidad, otra vez aquella orgía de emociones, algo dentro de mí emergía con voluptuosidad cada vez que alguien me tocaba con dulzura; era como si durante toda mi vida no hubiera hecho otra cosa que esperar, y aquella espera hubiera alimentado de deseos mi espíritu.
Minutos más tarde nos encaminábamos hacia su apartamento, cogidos de la mano como dos enamorados. Durante aquel trayecto, una pasión soñadora me consumía, viendo por fin cumplidos mis anhelos; me imaginaba a aquel hombre, sensible y varonil, descalzando mis pies con delicadeza y acariciándolos con dulzura, disfrutando de su tacto, haciendo revivir en mi antiguas sensaciones, casi ya olvidadas.
Al cerrar la puerta de aquel apartamento tras de mi, cogió mi cabeza entre sus manos y la llevó con lentitud hacia él. Nuestras miradas se detuvieron, e inmóviles los párpados, aquel deseo lujurioso que arrastraba durante toda la noche, quedó reflejado en mis ojos. Sus labios se fundieron con los míos y dócilmente abrí la boca permitiendo a su lengua jugar con la mía. En ese momento yo sabía que él podía hacer lo que quisiera con mi cuerpo, podía hacer todo lo que yo había imaginado durante tantas noches solitarias, y tan solo aquella idea me hizo presentir el orgasmo.
Perezosamente dejé que sus manos levantasen mi falta, y sus dedos resbalasen por el surco de mis nalgas, adentrándose en zonas prohibidas. Mi sexo ya húmedo pero aún dormido, necesitaba el último estímulo para confirmar su intención de complacer y ser complacido. El se acercó a mi oído y me susurró lo mucho que me deseaba, percibí su aliento en mi cuello, su ansia en mi boca, su apremio en mi coño.
Sin separarme de su boca, me fui desprendiendo de mi ropa por el pasillo mientras me arrastraba de espaldas hacia el dormitorio, hasta caer sobre la cama. Liberada por fin de su abrazo, me incorporé desafiante, desabroché los corchetes del sujetador y fui bajando los tirantes descubriendo insinuantemente mis pechos... Me los acaricié con sensualidad, y mis pezones desnudos se endurecieron al roce suave y dulce de mis dedos. Mis manos recorrieron mi cuerpo lentamente, muslos, cintura, brazos... dejando escapar un gemido, con la certeza de que aquellas caricias exacerbaban aún más su deseo.
Ante mí, tirado boca arriba sobre la cama, vi como estaba totalmente entregado a aquella exhibición de sensualidad y erotismo. Volví a sentir aquella sensación de poder absoluto, aquella capacidad de dominar y subyugar; estaba a mi merced y yo lo sabía.
Vencedora y triunfante, me incorporé del todo y puse a su alcance mi pié, para que lo liberase de la prisión de la bota. Había imaginado aquel momento una y mil veces, había soñado con su lengua lamiendo las plantas de mis pies; lo necesitaba, mi sexo impaciente lo esperaba.
Mientras, él inmóvil me observaba.
--Se está dejando querer, está disfrutando del espectáculo pensé,
Sonrió con picardía, con la más dulce de sus sonrisas, y como en un susurro me dijo:
--No te las quites, quiero follarte con las botas puestas.
No podía creer lo que me estaba diciendo. Me sentí confundida, ridiculizada, incluso por un momento pensé que estaba soñando. Mi primer instinto fue la de coger mis cosas y marcharme, ¡pero no!, eso no, terminaría lo que había venido a hacer. Conteniendo las lágrimas, con más desazón que ganas, desabroché mis ligas y dejé caer mis braguitas al suelo. No tuve tiempo para más, enseguida su cuerpo encendido, se apoderó de mi cuerpo y sentí como si me cubrieran con un saco; quise huir, quise correr, saber que iba a ser poseída de aquella manera casi me hace volverme loca. No fui capaz de articular palabra; moví brazos y piernas, me retorcí de dolor mientras me penetraba, era como si coño se hubiera secado de repente. Mientras, mi cuerpo, se revolvía sudoroso entre las sábanas, no quería seguir con las piernas abiertas, me moría de vergüenza, de rabia, de indignación. Pero él continuaba insensible a mis jadeos, incluso se excitaba aun más, redoblando su esfuerzo para penetrarme. No era consciente de lo que estaba pasando, él pensaba que yo era una loba hambrienta de sexo, que con mis movimientos le pedía más y más. Una profunda arcada de asco, se enredó en mi garganta, cuando comprendí que se corría; al punto, un chorro espeso y caliente inundaba mi coño, abrasando sus paredes, mientras el seguía cabalgando mi cuerpo inerme. Sus manos apretaron mis tetas insensibles, su boca babeó sobre mi boca exangüe, su cuerpo se desplomó agotado sobre el mío; yo simplemente me dejé follar, no sentí ningún placer. Una lágrima rodó por mi mejilla, y volví la cara cerrando los ojos para sumirme en un profundo sueño.
Cuando desperté, estaba despierto, inmóvil junto a mí, recreándose en silencio con mi cuerpo desnudo. Mis ojos fueron poco a poco acostumbrándose a la oscuridad de la habitación. Sobre la mesilla, un reloj parpadeante marcaba las cuatro y cinco de la madrugada, y junto a él, cigarrillo mal apagado ardía aún humeante en el cenicero. Bajé la cabeza, pude ver con estupor su pene otra vez erecto, que acariciado por su mano, se movía en un meneo lento y parsimonioso, se estaba masturbando con deleite. Lo hacía despacio, sabiendo que yo lo miraba. Antes de que yo intentara cualquier cosa, sus labios avanzaron impetuosamente hacia los míos y me besaron. Yo no me moví, turbada, no podría soportar otra penetración, y era consciente de ello. Estaba otra vez demasiado sorprendida para reaccionar; quería despertar de una vez de aquel endiablado sueño, y marcharme de aquella habitación. Volvió a besarme, y obtuvo la misma respuesta, nada. Ni un solo gesto ni un solo pestañeo. Entonces comprendí que aquella actitud pasiva le excitaba, me besaba cada vez con más furia con más excitación, jadeando y gimiendo como un animal. No estaba dispuesta a dejarme follar una segunda vez, y entonces tomé yo la iniciativa; superando aquel asco inmenso que me producía agarré su miembro con violencia, con energía; y sin dejar de meter mi lengua en su boca, lo masturbé con furia, con indecencia, con impudicia. Me sentía como una verdadera puta, proporcionando placer a aquel hombre sin sentir nada a cambio. Solo unos movimientos más, tan solo unos gemidos, y aquel hombre se desparramaría sobre mis manos, sobre mi vientre, pringando mi cuerpo una vez más de aquella leche viscosa, que tanta aversión me producía. Pronto, todo habría terminado y yo podría marcharme a casa; sin embargo los minutos parecían correr rápidos en aquel maldito reloj de la mesilla y él no se corría. Yo estaba presa de una ansiedad que me corroía las entrañas, mi corazón latía a mil y tenía ganas de llorar a gritos. Por fin cuando creía que no podría soportarlo más, se corrió. Me agarraba por todas partes, podía sentir su abrazo sudoroso y obsceno que me laceraba, apretando su cuerpo contra el mío. Cuando me separé de él estábamos ambos exhaustos, pero por diferentes motivos; no sabía donde poner las manos, no quería tocarme con ellas, y acabé limpiándome con la sábana.
Murmurando una disculpa, me encerré en el cuarto de baño, dejé correr el agua en la bañera para hacer ruido, y rompí a llorar con amargura. No pensaba ducharme allí, no podía, me sentía sucia y asqueada, pero prefería irme a casa de aquella manera que tocar nada que fuera de él, así que me puse las bragas, retoqué mi maquillaje, y salí a vestirme.
El también se había vestido, y me esperaba sentado sobre la cama, con una sonrisa de satisfacción, dispuesto a llevarme a casa. Mi primera sensación fue pensar en el extraño olor a violetas que desprendía aquella habitación; luego lo miré y sonreí yo también, no era suya la culpa. Se levantó y me besó en los labios, y entonces su beso, me supo de forma distinta; frente a mí, él no era más que una amarga silueta difusa, recortándose en la oscuridad de la habitación.
--Por favor, no enciendas la luz-- le rogué con la voz entrecortada. No quería que viera la expresión de mi rostro.
--Ha sido bonito, me dijo. ¿Tú también lo has pasado bien?
Yo permanecí en silencio dejándole hablar, asentí con la cabeza y desistí de decir nada, sabía que mis palabras me delatarían; luego apoyé mis dedos sobre sus labios, y no quise oír más. Él pareció que me entendía. Permanecimos de pie cogidos de la mano aún algunos minutos más, solo se oía el rítmico sonido de nuestra respiración. Después cerramos puerta sin ruido y me acompañó a la calle, en busca de un taxi.
No quise que me acompañara a casa, no tenía ánimo para ello, solo quería estar sola y pensar.
Aquella mañana desperté entumecida en medio de una luz tétrica y deprimente; mortecina luminosidad blanquecina, de un domingo lluvioso y nublado. Mi cuerpo yacía hecho un ovillo entre las sábanas, con las mantas revueltas y la ropa tirada por el suelo. Las persianas estaban subidas, y aquella claridad difusa se extendía por toda la habitación. Al intentar incorporarme mis huesos agarrotados se quejaron y pude una vez más percibir su sabor sobre mi cuerpo, pero ésta vez, en lugar de repugnarme, hizo sentir estimulada de deseo. En un rincón, sobre el suelo, mis bragas sucias evocaban el "excitante recuerdo" de aquel contacto temporal en sus más íntimos detalles; me sentía inmunda por dentro y por fuera, aquel dolor en mi sexo, aquel olor de mí piel, aquella pringue seca en mi ultrajado cuerpo. Lo que yo sentía era algo muy diferente al dolor, iba mucho más allá del arrepentimiento, como si una sensación de enajenamiento necesario me subyugara. Sorprendentemente estaba más serena de lo que hubiera podido imaginar: me había comportado como una vulgar prostituta, y era consecuente con ello. Intenté no pensar, no era capaz de fraguar ninguna idea coherente
No había sido su culpa, solo podía reprocharle su persistente lejanía. Había sido incapaz de comprender mis apetitos, quizás equivoqué el momento, tal vez no fue la ocasión, ¡Dios pero como podía haber sido tan ingenua!, ¡Debí de haber estado completamente loca por haberlo intentado! Todo aquel día había sido una sucesión de insensatas locuras.
Es todo lo que puedo contar de aquella infortunada noche, Cuando miras atrás, todo resulta más fácil, pero salvo algunos retazos de consciencia, aquellos fantasmas quedarían enterrados en el fondo de mi memoria como una pesadilla, de la que no puedes despertar. Comprenderéis que no puedo añadir un solo dato más, el resto debería ser fruto de vuestra imaginación .