La Amante descalza (6)

Hasta entonces nuca había sentido semejante obsesión, pero hoy se que no era yo, era Él quien actuaba a través de mis sentidos, apoderándose de mi mente, y distorsionando mi percepción de la realidad.

Dedicado a Ana, la hermana que siempre quise tener

Una vez de vuelta en Madrid, los ánimos empezaron a flaquear de nuevo. Llegué a casa casi a las diez de la noche del domingo, tras una cena simple pero deliciosa en un restaurante italiano. Después de una pasta fresca y una ensalada con queso parmesano bañada con un buen vino tinto, mi pudor había comenzado a hacer estragos con mis hormonas. El remordimiento por el bochornoso espectáculo ofrecido ante mi hija, empezaba a pasarme factura. Con aquel vino intentaba asegurar que mi decisión no desfallecería, a la hora de asumir las decisiones que tenía que tomar, pero lo cierto es que cuando entré en mi apartamento, el control que durante aquel fin de semana había mantenido sobre mi cuerpo, sobre mis deseos y sobre mis pasiones, para disfrutar cada minuto de toda aquella lujuria, ahora comenzaba a desaparecer y se apoderaba de mi la mujer reprimida que había sido desde hacía tanto tiempo.

Durante mucho tiempo yo había pensado en un encuentro como aquel, lo había deseado, con una violencia incontrolada, con una fuerza tan intensa que casi me producía dolor pensar en ello; y ahora que por fin había acontecido, ahora que por fin había colmado todas las ansias que durante años me había negado estúpidamente a satisfacer, no había sabido disfrutarlo con la elegancia y discreción que se hubiese esperado de una mujer de mi clase y educación. Lo que más me espantaba era la necesidad de aquel sexo sucio y morboso que atentaba contra mis más firmes convicciones; había algo oculto dentro de mí, que me empujaba al envilecimiento, a gozar de lo prohibido, y todo porque no sabía como borrar de mí subconsciente todas las huellas que aquella pasión fetichista había horadado en mi frágil naturaleza.

La posibilidad de volver de nuevo a la vida monótona y aburrida de costumbre me aterraba, y la masturbación no era, ahora que había experimentado otros placeres, la solución de mis problemas. En mi mente se había forjado la posibilidad de empezar a mantener contactos sexuales con hombres, pero la posibilidad de salir a la calle dispuesta a acostarme con el primero que encontrara, quedaba fuera de cualquier propósito. ¿Que podía hacer? La pregunta tenía difícil solución, mis amigas estaban todas felizmente casadas o emparejadas, y cualquier relación en el entorno de mi trabajo, estaba descartada de antemano. Siempre quedaba la opción de intentar buscar pareja a través de internet, en alguna ocasión había ojeado con curiosidad, las páginas de contactos, pero aquello era enredar demasiado la madeja, enfrentarme a lo desconocido, y eso me producía realmente miedo.

Al principio, lo sopesé con detenimiento, además, cuando surgía la idea, hacía lo imposible por quitármela enseguida del pensamiento. Era incuestionable, que esa posibilidad siempre estuvo ahí, también al principio de mi divorcio, pero nunca había querido hacer uso de ella. Era demasiado evidente, era casi como reconocer mi fracaso como mujer, pero con el paso de los días, al irse apoderando de mí el deseo, de aquella forma tan incontrolada, me fui dando cuenta de que era la única alternativa posible.

¡Ana, cuanto tiempo hacía que no sabía de ella! Su solo recuerdo me hizo esbozar una tímida sonrisa en el rostro. Conocerla, fue para una bocanada de aire fresco en mi vida. Fue la hermana pequeña que nunca tuve, mi confidente y mi amiga, compartí con ella toda su irresponsabilidad y sus locuras, y mientras todos esperaban que fuera yo la que aportara cordura a sus costumbres, fue ella la que puso patas arriba mi mundo. Congeniamos en seguida, auque éramos diferentes en todo, yo era más pausada, más reflexiva; ella, más rebelde y divertida, exprimía cada minuto como si le fuera la vida en ello. Cuando mi cuñado nos la presentó, supe en seguida que no era mujer para él, y la realidad es que jamás he sabido que fue lo que vieron el uno en el otro, pero lo cierto es que durante el tiempo que permanecieron juntos, yo tuve la oportunidad de disfrutar de su amistad y su alegría.

Acostumbrada a las salidas nocturnas en Madrid, Guadalajara, una ciudad provinciana y tranquila, fue siempre para ella como una cárcel sin rejas; sencillamente se ahogaba, y aprovechaba cualquier oportunidad para escapar a la capital, donde frecuentaba amistades y se divertía, saliendo hasta altas horas de la madrugada. Su mundo era la noche, allí se sentía como pez en el agua, todos parecían conocerla, y ella era feliz recorriendo los locales de copas hasta que su cuerpo caía extenuado por el cansancio y el alcohol. A aquellas noches locas de juerga, le sucedían mañanas interminables de domingo resacosas, en las que acostada en la cama hasta el atardecer, no estaba para nadie, desentendiéndose sin ningún pudor de obligaciones conyugales y familiares.

Alguna vez, me pidió que la acompañara, a alguna cena entre amigas, prometiendo que volveríamos pronto, con el fin de que mi presencia tranquilizara, la ya mas que atormentada conciencia de su marido; pero una vez lejos de su control, la noche no tenía límites para ella, por lo que en muchas ocasiones volvíamos ya amanecido, con el consiguiente conflicto familiar tanto en su casa como en la mía.

Su experiencia matrimonial había terminado como la mía, en desastre, aunque por distintos motivos; no en vano, ambas nos habíamos casado con el mismo prototipo de hombre; la diferencia estuvo en que ella no esperó a que la monotonía acabara con su matrimonio, y no quiso renunciar a su independencia ni a una forma de entender la vida que hoy yo comprendía mucho más que entonces.

Nunca perdí del todo el contacto con ella, aunque hoy, con el paso de los años, más por mi culpa, y por un lamentable afán de guardar las apariencias, nos habíamos distanciado, porque yo no había sabido mantener aquella relación.

Cuando desde mi oficina, marqué decidida su número de teléfono, sentí como mis manos temblaban por la emoción. No esperaba mi llamada, y su voz me pareció más calmada y más fría. Frialdad, esa es la palabra, sentí frialdad en sus palabras cuando le sugerí que nos encontráramos para comer o cenar, estaba como a la defensiva, y aunque aceptó la invitación; al colgar el teléfono, me arrepentí enseguida de haberla llamado. Sin embargo ya estaba hecho, tenía que aprender a madurar en mis decisiones, y no lamentarme a cada paso que daba.

Me esperaba a la hora convenida, tal y como la pedí, y para mi mayor desánimo, los primeros momentos de aquel encuentro estuvieron carentes de cualquier muestra de efusividad. Mientras caminábamos despacio hasta el restaurante, tuve tiempo de observarla con detenimiento; profundas ojeras, y algunas arrugas comenzaban ya a surcar sin piedad un rostro, que falto de la lozanía de antes, delataban ahora su falta de horas de sueño. Era evidente que el paso del tiempo y la vida disipada que había llevado, habían hecho mella en su juventud. Al sentarnos, me di cuenta que ella también me miraba atentamente; en sus ojos había una chispa de inquietud y curiosidad.

Tras los primeros escarceos corteses, no quise malgastar el tiempo en conversaciones triviales, yo me estaba poniendo nerviosa, y quería aprovechar la ocasión antes de perder la compostura y derrumbarme del todo. La miré a los ojos, sin evasivas, y empecé a hablar desde el principio sin tapujos, sin ahorrarle ningún detalle, ni siquiera los más sórdidos. Hubo un momento en el que pensé que no podría, que no superaría confesarle todo lo que había hecho, que después de tanto tiempo había comprendido que la equivocada era yo, y que ahora me encontraba sola, y agarrándome a ella como si fuera la última tabla de salvación antes de hundirme.

Ella no me contestaba siquiera, solo fumaba y escuchaba con atención. Había conseguido despertar su curiosidad, aquella Inma que hablaba de bajos instintos y pasiones perversas, era un ser nuevo para ella. Cuando terminé, el silencio hizo la espera aún más tensa, me sentía como un bicho raro, sentada al otro lado de la mesa; por fin, una mueca en su rostro y una sonrisa lasciva en los labios, me indicó que había dado en la diana:

--¡Uf! Has hecho que se me mojen las bragas. ¿No me estarás tomando el pelo, verdad?..... ¿De verdad que has hecho todo eso?..... ¿Con los pies?.... Te veo ahí sentada tan tranquila, y es que no te reconozco…. ¡Vamos a pedir unas copas, que esto sin alcohol no puedo tragármelo!

Mientras hablaba, aquella tenue sonrisa comenzó a dibujarse en sus labios de manera franca y jovial, y ante mi apareció la Ana que yo siempre había conocido.

Durante el resto de la tarde me paró de acosarme a preguntas, quería saberlo todo, hasta el más ínfimo detalle. Hacía un montón de tiempo que no nos veíamos, y tan solo en unas pocas horas, pareció como si nunca nos hubiéramos separado. Al final, me miró con aquella cara de niña traviesa, y me dijo:

--En definitiva, tu lo que necesitas, es un buen rabo que llevarte a la boca de vez en cuando y claro ahí es donde entro yo ¿no?

Aguanté su mirada durante unos segundos que me parecieron horas, el tono de su voz no dejaba hueco para una réplica. No me salían las palabras, no supe, ni quise mentir; buscaba sexo, y ella era la puerta, así que opté por bajar los ojos y asentir, en silencio y avergonzada, con la cabeza.

--Ya era hora de que despertaras, y dejaras de soñar—me dijo. Me he estado preguntado cuando te decidirías a llamarme desde el mismo momento en que te separaste del imbécil de tu marido. Siempre he estado ahí, esperando, pero tú siempre en la nube, siempre pensando en las musarañas. No te preocupes, no es mi intención hacer sangre contigo. Una vez me acogiste y me ayudaste, así que vamos a hacer esto por los buenos momentos que hemos pasado juntas. Sin embargo he de decirte que no lo has hecho mal del todo, la verdad es que no esperaba menos de ti, esa historia de los pies, es lo mejor que he oído en años.

Antes de empezar, quiero dejarte las cosas bien claras. Lo que necesitas, es que alguien te ponga de nuevo en circulación, y eso yo lo hago mejor que nadie, el resto es cosa tuya. Si lo que buscas son hombres, no te quepa la menor duda de que unos pocos vas a conocer, pero piensa que esto no es ningún juego, la gente con la que yo me relaciono, es gente que de alguna manera lo ha pasado mal, están separadas o a punto de, y salvo alguna excepción, ninguno pensamos en formar nuevas familias, o tener una pareja estable; casi todos buscan sexo sin complicaciones, así que ya puedes ir olvidando tus prejuicios y tu falso pudor, porque lo que queremos es pasarlo bien. No te estoy diciendo que tengas que acostarte con todos y desde el primer momento, solo que si empiezas a mariposear de uno a otro sin follar, se van a dar cuenta en seguida, y se correrán las voces en seguida y en seguida van a pasar de ti, con lo cual tú estarás como al principio y yo quedaré como una gilipollas; así que procura ir dejando de lado tus manías, ¿entendido? Por cierto, en cuanto al tema de los pies…¡pues tú misma!, te confieso que es la primera vez que oigo a alguien hablar sobre ello, pero no te obsesiones demasiado, a cada uno le gusta hacer una cosa distinta y sería extraño que encontrases otro hombre que tenga esas mismas aficiones. Yo de ti, no hablaría demasiado sobre ese tema, no me gustaría que alguien pensase que mi ex cuñada es "una tía rara". Vamos a dejar las rarezas para ellos, así siempre tendremos algo que comentar

Lo de "tía rara" lo dijo con una cierto énfasis. No quería que entre sus amistades se comentara que yo era una estrecha o una pervertida. Estaba claro que le gustaba cuidar la imagen hasta el más íntimo detalle.

Lo primero que tenemos que hacer es mejorar esa imagen, tienes un "loock"… demasiado formal; pareces mayor, esa ropa está bien para tu trabajo… y mírate esos pelos, ¡Dios! ¿En que mundo has estado viviendo? Venga, ¿tienes algo que hacer? Pues cancélalo, voy a hacer algunas llamadas, y pasaremos la tarde juntas, una buena sesión de autoestima y estarás como nueva.

Se la veía radiante, se notaba que estaba disfrutando con todo aquello, mientras yo como siempre me dejaba llevar. Como un vendaval, recorrimos varias tiendas de moda de un centro comercial de alto "standing", parecía conocer todas las boutiques, y también a todo el personal. Mientras comprábamos, no cesaba de darme consejos, que yo escuchaba con paciencia y divertida; en eso no había cambiado, seguía con una seguridad en si misma demoledora. Ropa interior, calzado, perfumes complementos… No dejaba ningún detalle al azar, todo parecía tener importancia para ella. Unas horas más tarde, con la tarjeta de crédito totalmente arrasada, los pies molidos, y las manos cargadas de paquetes nos sentamos exhaustas a tomar café.

--Si quieres tener éxito con los hombres, --me decía-- tienes que convertirte en el centro de sus miradas, y la fórmula no es tan fácil como parece, tienes que empezar por quererte a ti misma. Una mujer arreglada y simpática es irresistible para cualquier tío. No hace falta estar deslumbrante, lo que buscan los hombres es un poco de marcha, y si estás muy buena pero eres sosa, no te comes nada.

Cuando ya creía que habíamos terminado, se empeñó a que la acompañara a un centro de belleza, en el que había concertado cita para las dos. Yo me resistí en vano, pero no conseguí convencerla; resignada ante tal desligue de vitalidad, me dejé arrastrar, hasta aquel establecimiento que ella visitaba a menudo.

--Aquí te sentirás mejor que en casa, una buena sauna y un buen masaje, harán de ti una mujer distinta de la que entraste.

Desnudarme en su presencia, en el vestuario, fue un prueba difícil. No estaba habituada a mostrarme desnuda delante de otras mujeres, y menos delante de ella. Ana se comportaba con una desenvoltura, que denotaba la diferencia que había entre su forma de ser y la mía. Yo sabía que me vigilaba con disimulo, era totalmente consciente de mi pudor, porque me conocía, y sin embargo me obligaba a pasar por ello. Ya en el Hammam, solo el vapor de la sala, parecía disimular mi natural azoramiento. La oscuridad no hizo sino aumentar mi enorme desorientación, pero pronto se convirtió en una firme aliada. Ver tantos cuerpos de mujer desnudos, lánguidamente tumbados por aquella habitación, hacía que no supiera donde fijar la mirada. Era aquel un lugar sin silencio, donde el murmullo constante de las voces femeninas, descendía desde el casi el estruendo hasta el susurro. Aquel sitio incitaba a la confusión de los sentidos, en un momento era capaz de captar mil matices, que mi mente trataba intensamente de interpretar, pero que para Ana, más habituada, parecían pasar desapercibidos.

Prudentemente arropada en la toalla, intenté ubicarme en un lugar discreto, lo más aislado posible, pero Ana me llevó hacia un concurrido grupo de mujeres que charlaban animadamente, con la excusa de que quería que las conociera; todas eran del grupo con el que quedaban para salir a divertirse. Terminadas las presentaciones, cuando ya sabía que yo era el blanco de todas las miradas ocurrió lo inevitable, al abrir ellas el corro para hacernos sitio, Ana desligó con rapidez y sin que yo pudiera evitarlo, la toalla de mis hombros, y con el pretexto de evitar que me sentara directamente sobre el suelo, me dejó totalmente desnuda ante sus amigas, haciendo de mi cuerpo el centro de atención de todas ellas. De repente, sentí como mi cuerpo era recorrido por varios pares de ojos femeninos que lo examinaban con detenimiento. Fueron unos instantes de una turbación absoluta, sobre todo cuando algunas miradas recalaron en mi pubis depilado. No quise mirar a los ojos de Ana, sabía que estaba jugando con mi pudor y se divertía con ello. Y para colmo, mi cuerpo se encargó de someterme a la última humillación, cuando al sentarme, claramente percibí, como mis labios vaginales, producto sin duda del calor, del vapor o de vete a saber que extraña reacción, se abrieron cual fruta madura, haciéndome sentir exhibida en mi más profunda intimidad. Y no se trataba de que ellas estuvieran menos desnudas, simplemente era mi otro yo, ese ser reflexivo y pudoroso, que mantenía a raya a la mujer liberada y desinhibida que pugnaba por salir al exterior. Entonces, nunca lo hubiera admitido; pero hoy, al volver la mirada atrás, tengo la conciencia de que todo lo que me estaba ocurriendo, era por haber tomado la perversa decisión de adentrarme por aquel camino prohibido y degradante, cuyo final era la trasgresión sexual más absoluta, y en el que cualquier detonante hacía estallar mi calentura contenida durante años. La situación era similar a la que se produjo la primera noche que me desnudé y me masturbé en el portal de casa. Mi mente iba ya muy por delante de mí generando situaciones morbosas que solo existían en mi imaginación. En aquellos momentos sentí un deseo sexual absoluto, y al mismo tiempo una inquietud intensa por disfrutarlo. Mientras yo intentaba comportarme con la mayor naturalidad posible, inconscientemente, no hacía otra cosa que poner a la vista mis encantos ante aquel grupo de mujeres, y estaba sintiendo placer por ello. No tuve ya ninguna intención por cubrirme; sino que ahora era yo la que provocaba mirando con descaro el cuerpo de aquellas chicas. Me sorprendí imaginando como sería acariciar aquellos senos, de piel suave y húmeda, cubiertos por el sudor; me sorprendí imaginando como sería restregar mis pezones contra los suyos, me sorprendí imaginando como sería deleitar mis labios con su néctar y lamer dulcemente, con esos besos de mariposa, que solo una mujer sabe dar, aquellos labios jugosos, que se ofrecían ante mi sin saberlo.

Estaba desatada, por más que lo intentaba no paraba de imaginar, jugueteaba nerviosa con mis manos, disimulando, en un cruel propósito por no tocarme; tenía electricidad a flor de piel y sentía mi clítoris palpitar pidiendo guerra; cualquier roce podía desencadenar una tragedia. Entonces fue cuando lo advertí, estaban allí, ante mí ¡y no me había dado cuenta! Sus pies, aquellos pies de mujer, que terminaron por exacerbar mis sentidos. Al observar aquellos pies de mujer, que se me ofrecían desnudos e incitantes; una especie de sabroso escalofrió recorrió todo mi cuerpo, y me hizo sentir sumamente extraña. Hasta entonces nuca había sentido semejante obsesión, pero hoy se que no era yo, era Él quien actuaba a través de mis sentidos, apoderándose de mi mente, y distorsionando mi percepción de la realidad. Deseaba locamente lamer aquellos pies, y que los míos fueran lamidos por ellas. Estaba en estado de shock mientras veía, fascinada como aquellas mujeres de brazos caídos, en claro gesto de abandono, se tocaban o acariciaban delicadamente sus pies sin ningún pudor en frente de mí. Pensé por un momento en cerrar los ojos y no mirar, pero para mi sorpresa no podía dejar de hacerlo con una mezcla de entusiasmo y fascinación en mis ojos. Intenté en vano relajarme, y concentrarme en cualquier otra cosa, pero yo no hacía sino enfocar mis ojos hacia sus pies. Impotente, los clasifiqué en mi mente como si fuese un álbum fotográfico; los vi pasar ante mí, fotografiados de uno a uno, en diversas poses y posturas. Me sentía cada vez más mojada y palpitante. No podía creer, que fuera capaz de vivir en mí, la sexualidad y el deseo de otra persona.

La preocupada voz de Ana, me devolvió a la realidad: --Inma, ¿estás mareada? ¿Te encuentras bien? ¿Quieres que salgamos?

Acepté más por desesperación que por ganas, forzada por lo imposible, a recuperar una cordura no invocada. Como sonámbula, lentamente y evitando su mirada, la seguí hasta los vestuarios, en busca de una justificación que me abriese el paso hacia la huida. El trayecto se me hizo largo, sentía la flacidez en mis piernas; aquellas mujeres habían conseguido sin proponérselo que aquella noche yo hubiera roto otra vez mis normas, y habían provocado en mí un subyacente e inconfesable anhelo, por desahogar todo aquel enardecido deseo con la deliciosa ilusión de que fuese otra hembra mi compañera. Otra vez la indolencia ante la incitación a lo vedado, otra vez el remordimiento absoluto y la vergüenza por ceder a esa sensación vertiginosa que produce la tentación, otra vez el temor a la expiación del pecado no cometido.

El estado de excitación en el que me encontraba, y el temor a padecer un orgasmo imposible de disimular, consiguieron vencer al terror que desde siempre me había inspirado el agua fría. Dejé correr el líquido con fuerza, hasta sentir como miles de alfileres helados, aguijoneaban mi cuerpo; intentado devolverme a la razón. Me encontraba como en una nube, y no sería honesto reconocer que me resultó muy agradable la sensación tonificante, que me produjo aquel baño de mortificación; pero aquella ducha en aguas gélidas no me hizo sentirme mejor, seguía estando nerviosa; y aquella inquietud que yo experimentaba, no era otra cosa que un irracional temor a ser descubierta en aquellas perversas inclinaciones. Ni siquiera había lugar ya para el arrepentimiento, había caído de repente en el especial interés que aquellas mujeres habían despertado en mí desde el primer momento. Nunca hasta entonces había deseado, ni en mis más ocultas fantasías, hacer el amor con una mujer, pero en esos momentos, Dios no estaba; cuando yo, ebria por el deseo, miraba embobada aquellos cuerpos desnudos de mujer, ansiosa por vivir con ellas, cualquier experiencia que colmase mis apetitos.

Pero no, no podía ser, dejé de juguetear inútilmente con el grifo de la ducha, y me volví en silencio, aunque sin perderme un solo detalle. Avancé resueltamente desnuda por aquel vestuario y sin poder evitar sentirme cada vez más excitada; nadie parecía fijarse en mi, pero yo si me fijaba en todas ellas. Al encontrarme con Ana frente a frente, no pude evitar sentir un súbito golpe de calor; era difícil contener el deseo con todo aquel calor. Ella se dio cuenta de que la miraba con extrañeza, hasta aquel momento, jamás me había fijado en ella de esa manera, pero lo cierto es que no me costaba nada imaginármela desnuda entre mis brazos, acariciando sus senos, besando su cuello…La visión era excitante; vista desnuda era mucho más atractiva, no es que fuera una mujer espectacular, pero si estaba realmente hermosa. Podía ver su forma perfectamente dibujada a través de la bruma, y la vista se me perdía en su perfecto triángulo: una fina pelusa oscura cubría su pubis, delicioso anticipo de un coño cautivador, de labios suaves y carnosos.

Mi mirada cambiaba por segundos de miedo a deseo. Dos personas, dos, pero sólo una con la pretensión de gozar. Con el dorso de su mano tocó levemente una de mis mejillas, y mi corazón latió acelerado, estábamos desnudas una frente a la otra, separadas a penas por unos centímetros, --¡estás ardiendo!, será mejor que te arropes--, dijo con cara de preocupación, poniendo una toalla sobre mis hombros. Poco a poco, mi corazón volvió a su regular ritmo; había tenido una extraña sensación, ese miedo a que suceda algo y esa pequeña desilusión cuando no sucede. Me había sentido rechazada, y eso me producía una cierta sensación de abandono. Había en mí un inconfesable anhelo por sentirme protegida por aquella mujer, de aliviar con sus cuantiosos recursos mi penoso desamparo, un deseo cuya expresión reservaba para mí, pues como era natural en aquellos momentos, hubiera sido desconcertante para ella, tales muestras de emotividad.

Presa de cierto temor, intenté evadirme, abandonándome al extraño sentimiento de soñar a solas con aquellas dolorosas sensaciones. Embrujada por aquel ambiente, me encontré una vez más sola y vacía, pero aquella noche aún me aguardaban algunas sorpresas.

Antes de entrar en la cabina de masaje, me había hecho el firme propósito de actuar racionalmente, no dejarme llevar por mis sentidos y guardar las apariencias pasase lo que pasase. Yo sabía que no era el mejor momento para una sesión de ese tipo, pero con Ana no había lugar a la discusión. El ambiente de la habitación, frío y aséptico, no era en modo alguno incitante, aquel sitio olía a limpio, y la relajante música que sonaba por los altavoces invitaba a la tranquilidad y al relax. La masajista, impecablemente vestida con pijama sanitario blanco, se presentó como Marta; era una chica joven y con pinta de muy profesional, que lo primero que hizo fue retirarse después de indicarme que me tumbara boca abajo en la camilla con el único añadido de una pulcra y escueta sábana que cubría mi trasero. Minutos más tarde, volvió para dejar la habitación en penumbras y colocar sobre mi espalda una lámpara de infrarrojos que irradiaba un agradable calor.

Pronto comencé a sentir un como un líquido perfumado y caliente se derramaba sobre mi espalda y una manos diestras, lo diseminaban con movimientos delicados, pero no carentes de una cierta rudeza. Aquella mujer trabajaba y mi espalda y mi cuello con habilidad liberando mis músculos de la tensión acumulada durante años. Poco a poco, aquella desconfianza previa fue dando paso a una lasitud y a una apatía que iba derribando una a una, todas y cada una de mis defensas. Mis ojos se iban entornando a cada minuto que pasaba, y la última imagen que me devolvió uno de los espejos, fue la de una mujer extraña, con la mirada extraviada y neblinosa.

Sin embargo mi imaginación no estaba por la labor de descansar, y pronto la fantasía acudió a agravar mi desamparo, cuando aquellas manos expertas descendieron por mis piernas hasta mis pies. Fue como un latigazo que me dejó sin aliento; pocos segundos había bastado para someter de nuevo mis sentidos a la esclavitud interior del deseo desmedido, que tanto me había costado sofocar. Los dedos de los pies me cosquilleaban ante la caricia de aquellas manos anónimas, de dedos suaves y de piel sedosa; una sensación deliciosa iba creciendo a cada momento en mi interior ante aquel manoseo, mezcla explosiva de efusión y delicadeza. Mis piernas se juntaron imperceptiblemente, y aquel roce hizo crecer mi placer hasta el delirio; solo tenía que apretar un poco más y todo estallaría por los aires.

Marta; ajena a todo, continuaba con su trabajo con absoluta indiferencia, ante el cúmulo de sensaciones que inducía. Sin embargo aquella indiferencia se tradujo en interés cuando yo, en una clara intención de prolongar ese momento, me incorporé borracha de sensualidad, y observé la expresión de mi cara, en aquel espejo. Mis senos erguidos y mis pezones endurecidos no pasaron entonces desapercibidos para ella.

--¿Tienes frío?, me dijo mientras yo me acomodaba sentada y con los pies colgando fuera de la camilla.

--Perdona, pero está a punto de darme un calambre en la planta del pié--.

Mentí con descaro y no me importaba lo más mínimo, pero no deseaba otra cosa que ver a aquella mujer arrodillada a mis pies. Marta sonrió y se arrodilló ante mí, y colocó mi pie en su regazo, dispuesto a estirarlo. En aquel momento, abrí levemente mis piernas y pude ver reflejado en el espejo la imagen sonrosada y húmeda de mi coño, que me llevaba al límite de la locura.

Sin embargo aguanté, sabía que podía hacerlo y lo hice, con Él, había aprendido a tener logrado un cierto control sobre mi cuerpo, y era lo menos que podía brindarle; Era el tributo que tenía que pagar, como gratitud por haberme ensañado a imaginar.

Una vez fuera, mientras conducía despacio entre los coches, mis pensamientos volvieron al presente. Aún tenía aquel cosquilleo entre mis piernas, pero eso ahora carecía de importancia; había disfrutado de un buen rato y me sentía fabulosa. Entonces caí en la cuenta de que había pasado mi vida absteniéndome, casi sin proponérmelo, de multitud de sensaciones prohibidas, y ahora poco a poco, iba aprendiendo a disfrutar de ellas. Tal vez no sea decente afirmar que me producía casi más placer la trasgresión por si misma, que el legítimo orgasmo, pero aún a riesgo de cometer una injusticia, sentí que mi cariño hacia Él se hacía más cálido, tal vez porque como legado, ante la enorme soledad en que había sumido mi corazón, me había dejado la inquietud por conocerme. Habían sido días largos, semanas infinitas, en las que de algún modo me había perdido a mi misma, para reencontrarme frente a nuevas vivencias y nuevas sensaciones.

Aquella noche también afloraron lágrimas cansancio y desgana, pero asimismo la consoladora decisión de no seguir huyendo de mi misma. Aquella decisión me invitó a dormir sobre un mar de aguas intranquilas, que me hacía despertar cada poco, llevándome a un amanecer de ansiosas duermevelas. Yo era consciente de lo que necesitaba, un acto de contrición, una penitencia que me hiciera renacer de nuevo, en un mundo nuevo, libre de mis muchos y absurdamente agobiantes prejuicios. Por eso, cuando la profunda oscuridad de la noche me ocultó de las miradas indiscretas, volví al principio, y víctima de una necesidad compulsiva por expiar aquellas ilícitas sensaciones, salí una vez más al portal y bajé desnuda por aquella escalera. Me obligué a hacerlo despacio, con sosiego, conciente del hecho que cada paso que daba, menor era la posibilidad de alcanzar el único sitio en el que podía sentirme segura, mi casa.

La única iluminación del portal provenía de las luces de emergencia, que solo conseguían dibujar débilmente el pasamanos de la escalera. Conducida por una ansiedad que se empeñaba alejarme de toda preocupación, alcancé la planta baja, con el vello erizado por toda mi piel. Por fin, escondida bajo el hueco de aquella escalera, y de rodillas, como pidiendo perdón, mis piernas se abrieron y mi mano bajó hasta mi sexo, resbaladizo por la humedad. No tuve que esperar más, con solo tocar la punta de mis labios, un estremecimiento me recorrió entera, y aquel roce hizo estallar en mí el delirio.

Aquella noche, mi mente, finalmente liberada de aquella fantasía por el sopor, no necesitó encontrar una nueva justificación a aquel final. Si verdaderamente me había encontrado a mí misma, ya no tenía por que temer nada de lo que acababa de descubrir, y el sabor de aquellas sensaciones, un sabor dulce y todavía incitante, me acompañó durante todo el sueño.