La Amante descalza (4)
Inma sigue con el relato de su experiencia, y las sensaciones que ésta le produce.
Dedicado a esa otra maravillosa mujer que llevo dentro
A aquel encuentro en mi casa, le sucedieron muchos otros, marcados todos por un mismo fin común: la adoración de mis pies; aunque solía variar la puesta en escena. Le encantaba disfrutar de mis pies, tanto calzados como desnudos; admirarlos, tocarlos, besarlos y lamerlos era su pasión. A mi al principio me parecía difícil que pudiera disfrutar sexualmente, única y exclusivamente de mis pies, pero a medida que lo iba conociendo me fui dando cuenta de que el resto de su sexualidad era un mero complemento a aquella pasión fetichista que lo consumía por completo. A medida que pasaban los días, iba descubriendo que lejos de cansarme o aburrirme con aquel juego, iba explorando facetas desconocidas de mi personalidad, que me involucraban cada vez con más atrevimiento en aquel divertimento sexual. Con cariño, imaginación y mucha paciencia, fue cambiado poco a poco mi vida sexual, rompiendo tabúes y cambiando mis convicciones con respecto al sexo, enseñándome a descubrir mi cuerpo y a gozar del placer físico y psicológico. Aprendí a disfrutar de la desnudez propia y ajena sin vergüenza, a saborear el sexo a través de los sentidos, excitándome solo con imaginar o vivir determinadas situaciones y lo más importante; que la penetración y el orgasmo no eran tan determinantes, para mantener viva la llama del deseo en una relación. Así, el gusto por el exhibicionismo, y sobre todo la dominación, pasaron a formar parte importante de aquel enredo, donde internet se convirtió en el libro de cabecera, en el que dar rienda suelta a la imaginación, para poder forjar todas aquellas fantasías.
Debido a que mi educación estaba basaba en criterios generalmente considerados como tradicionales, y a un cierto carácter manejable y conformista que me había acompañado desde mi niñez, nunca antes hubiera pensado que sería capaz de llevar las riendas de una relación, y mucho menos como aquella. Pero por primera vez en mi vida, me sentía liberada y feliz, aquel hombre no me ataba en absoluto, y estaba dispuesto a someterse a cualquier capricho que yo le impusiese con tal de poder seguir venerando aquellos pies que tanta fascinación le producían.
Lo que si era cierto, es que aquella relación estaba influyendo en mi vida y en mi trabajo de una forma insospechada. Me pasaba la semana totalmente abstraída, con un humor de perros, sólo pensando en el momento de que llegara el viernes para desconectar mi móvil, y partir con rumbo a nuestra madriguera, para entregarnos durante dos días completos a la pasión de una vorágine de sensualidad sin límites; mi capacidad de concentración se había hecho nula; ya no soportaba las rutinarias e interminables reuniones de trabajo, y las pocas veces que por compromiso tenía que aceptar alguna cita, sentía un asco infinito, por aquellos hombres esperpénticos y bravucones, que cuales gallos de pelea se pavoneaban, ostentando coche, dinero y poder social, para conseguir el polvo rápido del que poder presumir con sus más íntimos, durante el reto de la semana siguiente.
Mis anhelos ahora eran otros; contaba los días e incluso las horas que inexorablemente aún debía de pasar hasta nuestro siguiente encuentro. Allí, reconfortada por la seguridad que me aportaba mi hogar, me arreglaba con el mayor mimo y esmero, esperando con ansia el momento en que él me descalzara, para poder experimentar una vez más sus caricias y masajes en mis pies, y por encima de todo sentir su lengua chupando y lamiendo cada centímetro aquella anatomía, después del estrés y del cansancio de toda una semana de arduo trabajo: ¡era una sensación extraordinariamente deliciosa!
El goce que me producía el verlo arrodillado y desnudo a mis pies, como un perro obediente, accediendo a todos mis deseos de la manera más servil que uno pudiera imaginar; era una sensación inigualable. A veces mientras me lamía los pies, me masturbaba hasta alcanzar el orgasmo, lentamente, sin prisas, para quedarme después adormecida en ese estado de embriaguez, en el que todas las emociones se producen a flor de piel, y son más placenteras y sensuales. ¡Y lo más maravilloso es que él no lo dejaba!, aunque yo hubiera llegado al clímax, seguía adorando mis pies, porque su placer residía precisamente en lo que estaba haciendo, en ver cumplida su fantasía y en verme a mí disfrutando de ella.
Lo que comenzó como un mero encoñamiento, se estaba convirtiendo en necesidad y dependencia por ambas partes, pues después de algún tiempo pasaba ya más fines de semana en mi casa que en la suya. Yo no sabía como podía repercutir nuestra relación en su ambiente familiar, pues por primera vez en su vida estaba siendo infiel a su mujer; una mujer, de la que por otra parte había reconocido seguir enamorado. Pero ese era el único tema prohibido entre nosotros. Era muy reacio a hablar de su mujer, por lo que a mí me costaba poder compartir con él mis temores y mis dudas en cuanto a nuestra relación. No me gustaba en absoluto ser el lado corto de aquel triangulo, y aunque sentía que no podía ni tenía derecho a pedir más, desde el primer momento desarrollé un instinto de propiedad sobre él, que se hacía cada vez más y más enfermizo. Tengo que reconocer que entonces y aún hoy después de los años, siempre he tenido miedo a perderle, y no me hacía ninguna gracia tener que compartirlo como amante. A veces me lo imaginaba lamiendo los pies de aquella preciosa mujer de la foto de su despacho, y acababa masturbándome como una loca. Luego me sentía traicionada, y me volvía vengativa y caprichosa, y lo "castigaba" durante horas, manteniéndolo desnudo y atado sobre la alfombra, mientras yo, descalza, jugueteaba acariciando apenas con mis pies desnudos, todo su cuerpo, privándole del placer de mimarlos y lamerlos. Jamás se disgustó por ello, incluso, cuando lo condenaba a marcharse a casa sin poder gozar de lo prohibido, y además sin dejarle llegar al orgasmo. Siempre acababa arrepintiéndome, y me maldecía por excitarlo, para que acabara desahogándose con su mujer, entonces me acercaba al día siguiente a su despacho, bajo algún pretexto de trabajo, con minifalda y zapatos de tacón, y allí delante de todos, pero sin que nadie lo advirtiera, continuaba con aquel juego de seducción y fetichismo, descalzándome con disimulo en público, y enseñándole mis pies, provocándolo y excitándolo en la distancia. Nunca nadie supo descifrar aquel código de señales, ni supo interpretar aquellos mensajes, salvo él; era mi manera de mantener siempre vivo su interés, hasta nuestro próximo encuentro. Siempre me reprendía por ello, pero en el fondo le encantaban aquellas pequeñas píldoras de afecto que le indicaban una y otra vez el camino de regreso a mí.
Otra manera de compensarle, por mis obsesivos cambios de humor era con una práctica muy morbosa, que me producía una enorme satisfacción y que a veces también me ha abocado a alguna situación un tanto comprometedora, y que consistía en fotografiar con una cámara digital, los pies de mis amigas, o de otras mujeres anónimas, en secreto, en el gimnasio, o cuando iba a una zapatería, mientras me probaba nuevos zapatos para mi ya extensa colección. También los pies ocasionales, en la calle, en una cafetería o restaurante, cuando las mujeres nos descalzamos por debajo de la mesa o jugueteamos con un zapato de tacón en la punta del pié, creyendo que nadie nos observa, eran cazados por la cámara que siempre llevaba en el bolso. A veces tuve que hacer verdaderos malabarismos, para conseguir aquella instantánea imposible, que sabía que él iba a disfrutar después, y que a mi me producía una excitación morbosa conseguir, sin que nadie se apercibiera de ello. Alguna vez fui sorprendida haciendo la foto, y he pasado por la humillación y la vergüenza de tener que dar explicaciones, pero eso es otra historia, y siempre, al fin y al cabo, se que ha merecido la pena.
Desde los primeros momentos de aquella relación, mis pies fueron para mí objeto de culto y dedicación. Empleaba mucho más tiempo en su cuidado y aseo que si otra parte de mi cuerpo se tratase, no en vano sabía que ellos eran el objeto de su codicia, y yo quería que siguieran siendo el centro de su atención. Él mismo contribuía con esmero, cuando yo se lo permitía, a aquella tarea de mantener apetecibles mis pies, lavándomelos a menudo con sales de baño, quitándome las durezas, administrándome parafina caliente para que estuvieran siempre suaves, y masajeándolos con olorosas cremas perfumadas y además pintándome las uñas con colores llamativos y provocadores. Así mismo fui creando una extensa colección de zapatos y sandalias de tacón, de distintas alturas, formas y colores, algunos de los cuales, solo me los he puesto para nuestras sesiones de sexo, ya que me es imposible caminar con ellos durante mucho tiempo.
Nuestros encuentros se hicieron cada vez más intensos, estableciéndose casi una atmósfera de ceremonia ritual, cada vez que nos encontrábamos en privado. Llegábamos siempre por separado, yo solía hacerlo primero, casi siempre los viernes por la tarde, después de terminar mi trabajo; él lo hacía después, el sábado a media mañana, cuando yo ya lo esperaba arreglada especialmente para él. Cuando se acercaba a mí, sus juguetones ojos verdes brillaban con la tenue luz que entraba por las ventanas, me estrechaba cálidamente entre sus brazos, y me besaba con dulzura posando sus suaves labios sobre los míos; me hacía sentir extraña y excitada desde el primer momento, solo con rozarme me abrasaba. Sabía lo que iba a hacer y lo esperaba con impaciencia: se desvestía en la entrada de la casa mientras yo sonreía con malicia; una vez desnudo se arrodillaba ante mí, a la espera de que yo le ordenara que debía hacer para ganarse el privilegio de consumar su pasión más anhelada: adorar mis pies. Entonces comenzaba una lenta y calculada tortura, con la que yo dilataba en el tiempo el momento el que ambos conseguíamos nuestro propósito; él, satisfacer su enfermiza perversión y yo acabar poseyendo y siendo poseída por aquel hombre. En aquella circunstancia, el juego podía dilatarse en una agonía malsana, durante todo el fin de semana, hasta el domingo, momento en el que yo decidía, si dábamos rienda suelta a nuestros instintos, o por el contrario, nos sometíamos a la penitencia de soportar tan desmedido afán durante la siguiente semana.
Cuando llegaba el momento de la despedida, ninguno de los dos quería volver a casa. Lo que estaba ocurriendo entre nosotros, nos estaba afectando a demasiado a ambos. Él así era muy feliz, pero yo me encontraba física y emocionalmente exhausta, porque mi mente no podía descansar. A menudo me despertaba excitada en medio de la noche por un cosquilleo delicioso, que comenzaba desde la planta de mis pies, y se transmitía por mi piel hasta mi sexo; desorientada, sin saber donde estaba, y si él estaba conmigo, lánguidamente lo buscaba con los ojos cerrados entre las sábanas, para la mayoría de las veces no encontrarlo, y la confusión, entonces se desvanecía de mi mente, para dar paso al mayor de los desengaños.
Durante la semana, mis sueños estaban llenos de imágenes del encuentro anterior. Imágenes de todas las cosas asquerosamente deliciosas que habíamos hecho. Imágenes de su deseo, de ese brillo tan especial en su mirada cuando lentamente descalzaba mis pies, sin dejar de besarlos y acariciarlos con ternura. Pero también imágenes de ella, de aquella mujer que legalmente me litigaba con ventaja su derecho a poseerlo. Un tortuoso pensamiento de propiedad me invadía y no podía quitármelo de la cabeza, un ansia de dominación irreprimible me hacía repetir en silencio una y otra vez su nombre, un sentimiento de angustia me corroía, y por fin una sensación de derrota me vencía.
Era cierto que él era mi amante, y juntos compartíamos una pasión muy nuestra e incomprensible para la mayoría, pero lo "nuestro" era solo un juego a ratos, sin posibilidad de futuro. Ya no estaba a tiempo de volverme atrás, estaba claro que yo deseaba más, ¿pero acaso estaba preparada para ello?
Poco a poco, fui captando pequeños e imperceptibles cambios en su comportamiento. Empezó por adelantar la hora de llegada de los sábados, hasta el punto de que en alguna ocasión, me sorprendía aún arreglándome o incluso en la cama. Lejos de disgustarse, él continuaba con el ritual, preparando el desayuno después de desnudarse, para llevármelo después hasta la cama, donde yo disfrutaba de café recién hecho, tostadas y zumo de naranja, mientras él lamía mis pies como un perrillo faldero. Después me preparaba un baño caliente de sales, e incluso me hacía la cama. Le gustaba ayudar en la cocina, y en alguna de las tareas domésticas, como tender la ropa y poner y quitar la mesa. A mí me divertían aquellas atenciones; pensaba que eran la parte de aquel juego, en la que trataba de complacerme, para que lo yo le permitiera gozar de mis pies el mayor tiempo posible, y le dejaba hacer sin preocuparme demasiado. Acostumbrada a la poca colaboración que había tenido de mi ex-marido, e incluso de mi hija, en todas las labores de casa, aquel exceso de amabilidad me incomodaba un poco, pero eso sí, agradecía su contribución y me fascinaban estas otras cualidades, que hacían que lo apreciara aún más como pareja.
Otro cambio importante en su actitud, fue que la discreción dejó de ser parte importante en nuestra relación. Parecía no importarle el que nos vieran juntos, saludaba efusivamente a los vecinos cuando se los encontraba en la calle, salíamos a pasear por el centro de la ciudad, como una pareja cualquiera de enamorados, deteniéndonos frente a los escaparates, saludando a los conocidos, y acudiendo juntos al cine o algún restaurante a comer o cenar.
Ni que decir tiene, que aquella forma de comportarnos en público, en aquella ciudad tan pequeña, en la que yo no era precisamente una desconocida, no pasó desapercibida entre familiares y amigos, y a mí alrededor, comenzaron a surgir rumores sobre el nuevo giro que había tomado mi vida. Durante aquella época, me sentí extraordinariamente bien, nunca pensé que aquel hombre llegara a ocupar un lugar tan profundo en mi corazón; tenía cuarenta y dos años, una existencia vacía, y la frustración de acumular tras de mi un fracaso tras otro, que me conducían siempre al mismo universo de soledad y al miedo a constatar como poco a poco se marchitaba una juventud desaprovechada, por culpa de una actitud mezcla de soberbia y desidia, que era incapaz de poder superar, para poder afrontar el resto de mi vida sin que fuera necesario recordarla a cada paso del camino.
Ahora, de repente, mi vida comenzaba a tener sentido, pero no quería engañarme, una vez más, me estaba dejando llevar; me sentía cada vez más magnetizada por aquella relación, aunque era perfectamente consciente de que estaba viviendo un sueño de fines de semana, para luego despertar lidiando día a día con el temor a perder lo conseguido y la ambición por llegar más allá.
Un día, por fin la caja de Pandora se abrió, y todo mi mundo se vino abajo sin remedio. Una noche, sin más, la sorpresa de una cita a deshora, en una fría cafetería de las afueras. Por primera vez la tensa espera impaciente; que intenté distraer con un pensamiento, cualquiera, con tal que no tuviera nada que ver con lo que estaba haciendo, hasta que una voz conocida me despertó bruscamente de mi ensimismamiento, se sentó a mi lado y quitándose unas gafas, que ocultaban una expresión sombría y preocupada; cruzamos las miradas sin hablar y mis sentidos se oscurecieron. Otra vez era el hombre difícil que había conocido al principio. El rostro sereno, la profundidad de sus ojos y sus ademanes pausados, daban a su porte una dignidad exagerada. Su cuerpo fornido parecía traspasar las proporciones del local. El suyo, no era un atractivo como el de esos hombres que hacen perder la cabeza a las mujeres, pero su sola presencia, ejercía una seducción que iba más allá de la mera atracción carnal.
--Necesito que desde el lunes, rescindas todo compromiso laboral que tengas con mi empresa, a partir de hoy no volveré a verte en un tiempo. Se lo importante que es para ti éste trabajo, pero siento que va a removerse la mierda y no quiero que te salpique. No se si estoy hablando de meses semanas o días. No puedo seguir viviendo dos vidas, voy a separarme de mi mujer, y quiero mantenerte alejada de todo esto. No te pido que lo entiendas, pero lo que tengo que hacer, lo voy a hacer a mi manera. Mi mujer es mala perdedora, y no me gustaría verte implicada en todo éste asunto. No quiero excusas de ningún tipo, no me serías de ninguna ayuda permaneciendo a mi lado. Cuando te vuelva a llamar, seré libre para tomar mis propias determinaciones, hoy por hoy, vivo en un chantaje permanente y ya no puedo más. Tampoco quiero pedirte que me esperes, eres libre de hacer con tu vida lo que te venga en gana, como lo has sido siempre; jamás te he preguntado ni exigido nada, por favor no me lo hagas más difícil.
Sentí como se me helaba la sangre. Noté en su cuerpo la crispación de ese tiempo denso, como de miedo, las manos apretadas, la respiración consciente. No se movió, no hizo gesto alguno, no había escape al edicto funesto que desplegaba ante mis ojos. Volví a sentir como la soledad me invadía y la angustia congestionaba mis ojos; pero no hubo lágrimas, tampoco quise pronunciar palabras aciagas sosteniendo su mirada, sencillamente, no podía. Me levanté pesadamente, un frío interior se había apoderado de mi cuerpo, entumeciendo mis músculos, dejando solo pesadumbre y la certeza de que no volvería a verle.
Volví en un taxi a casa, no tenía otro sitio a donde ir, ni tampoco tenía a nadie con quien desahogar mi corazón. Durante el trayecto, vinieron a mi cabeza imágenes de la última vez que me hice ilusiones, tan solo unas pocas horas antes, cuando entregado a mí en cuerpo y mente, retozábamos desnudos por la alfombra del salón; ahora unas pocas horas después, quería recordar y sin embargo, no era capaz de asimilar que esa había sido, quizás, la última vez.
Pensamientos sombríos nublaron mi alma, y me descubrí sintiendo odio y rencor, por aquel hombre, y también por mí misma. Dolía, era un dolor nunca antes sentido, como una hoguera hacia dentro, y era tanto el sufrimiento, tanta la desazón, que a mi alrededor todo se volvía furia. Con los ojos cerrados y los puños apretados, conteniendo unas lágrimas que no eran mías, entré en el portal y cerré la puerta tras de mí, descalzándome con rabia. Me desnudé una vez más, a oscuras, como había hecho otras veces, pero ésta vez no recogí los zapatos, ni la ropa. Subí desnuda la escalera, despechada, y en cada escalón el dolor de la derrota, golpeaba con saña mis entrañas. Ésta vez no alcancé el placer, pero si me regodeé en las miserias de mi propio sufrimiento. Al traspasar el umbral de casa, las fuerzas me faltaban y un sueño extraño me vencía; mañana me despertaré en un mundo sin magia y el sol brillará de nuevo, pero ya no disfrutaré "Sintiendo el placer a través de otros sentidos".