La Amante descalza (3)

Inmaculada invita a su amante a una comida muy especial y éste encuentro la marcará para siempre

Dedicado a esa otra maravillosa mujer que llevo dentro

Me levanté temprano aquella mañana. La luz del sol entraba a raudales por la ventana, y lo primero que evoqué al desperezarme en la cama fue el excitante recuerdo de nuestros últimos encuentros. Me sentía tan nerviosa como en mi primera cita de adolescente. La expresión de mi rostro, había cambiado, experimentaba una alegría y animosidad, hacía tiempo olvidadas. Mientras conducía ensimismada hasta mi casa de Guadalajara pensé en el tiempo que hacía que no disfrutaba de aquellas sensaciones. Me sentía demasiado sola; aquella casa tan grande se me caía encima, y ese había sido uno de los motivos por el que la había cerrado y me había marchado a vivir y probar fortuna con mi trabajo en Madrid. Hacía ya un año que mi hija se había marchado ha estudiar a Londres, y hacía cinco, desde que había terminado la relación con mi pareja de toda la vida. Durante meses había pensado como ocupar mi tiempo libre una vez que me quedara sola; quería respirar un poco, necesitaba dedicarme un poco más a mi misma, no vivir tanto el día a día, y pensar que iba a hacer con mi vida, fuera de la rutina de la casa, el trabajo, y mi hija. Por eso lo primero que hice cuando ella se marchó, fue cerrar aquella casa y con lo poco que tenía ahorrado, y los contactos que algunos compañeros de profesión me prestaron, montar mi propio bufete en Madrid. En lo laboral, no me había ido mal del todo, pero en lo personal, seguía sin levantar cabeza. Después de un par de relaciones frustradas, volví a aparcar la cuestión sentimental, y a sumergirme en la monotonía del quehacer diario, sin más aspiraciones que las estrictamente laborales. Prácticamente había aprendido a obviar el sexo, y es que yo entendía el matrimonio por amor como una aspiración loable, no en vano me había casado muy enamorada y feliz, pero ahora, y después de tantos años en el dique seco, me producía una apatía enorme una relación puramente basada en lo sexual.

A pesar de que contaba ya con cuarenta y dos años, estaba muy bien conservada, y el hecho de ejercer una profesión independiente relacionada con los negocios, así como el de ser una mujer separada que vivía sola y a la que no se le conocía pareja estable, me había creado una cierta leyenda negra de mujer liberal y devora hombres, de la que yo disfrutaba sin merecerlo. Toda una ficción muy alejada de la realidad; que jamás tuve el más mínimo interés en desmentir, porque de alguna manera me aportaba la seguridad en mí misma de la que yo carecía. ¡Pobre de mí!; que siempre había sido tan tímida y poco imaginativa en mis relaciones afectivas.

Sin embargo algo había en aquel hombre que me atraía con verdadera adicción. Me hacía sentir curiosidad por lo prohibido y había suscitado una morbosidad casi malsana en nuestras citas. Me gustaba aquel juego provocador y fetichista; era una sensación extraña... diferente... pero disfrutaba de aquella sensación. No pude evitar sonreír mientras pensaba en lo que había planeado. Nunca antes se me habría ocurrido algo así, mi mente comenzaba a imaginar... y era como si lo estuviera viviendo de antemano. Desde el primer encuentro, aquella relación me estaba cambiando, necesitaba vivir algo nuevo, y me estaba dejando dominar por ella sin oponer resistencia.

La vivienda era un adosado, en una urbanización a las afueras de Guadalajara. Disfrutaba mucho de aquella ciudad provinciana y tranquila, alejada de la vida ruidosa y estresante de la capital. Aquella casa se había convertido algo así como en mi refugio. Me gustaba encerrarme en ella algunos fines de semana, en los que poco acostumbrada al bullicio de Madrid; el cansancio del trabajo y la soledad, hacían mella en mi estado de ánimo. Durante aquellos días de sosegado retiro, gozaba de la lectura, y me entretenía dando largos paseos por el campo, alargando en lo posible el momento del reencuentro con la actividad. Sin embargo, necesitaba sentirme ocupada, sumergirme de nuevo en la vorágine diaria para sentirme viva y no acordarme de la profunda soledad que me invadía.

Aún recuerdo con extraordinaria nitidez, la primera vez que visitó mi casa. Fue una mañana llena de inquietud e incertidumbre; deseaba ante todo impresionarlo, y por ello, no quise dejar nada al azar. Nerviosa deambulé por la casa supervisando el más mínimo detalle, pendiente del teléfono y contando los minutos que faltaban para que se produjera el encuentro.

Por fin, tan puntual como siempre, apareció en la puerta de casa con un ramo de flores y una botella de vino para la comida. Me besó con cierta timidez, era evidente que no sabía como debía comportarse en aquella cita. Su actitud era más bien retraída, no estaba habituado a no tener el control, pero parecía no estar demasiado preocupado por ello. Aquella actitud, tan sumisa, junto a aquella forma de vestir tan distinta, tan desenfadada, le hacía parecer mucho más joven, y sobre todo más natural. Qué lejos quedaba ahora su habitual desenvoltura, y aquel talante enérgico; ahora, todas sus alarmas cotidianas parecían desconectadas.

Simplemente con verle, el morbo ya había empezado a surgir dentro de mí. Sin saberlo aquel hombre me estaba transformando en una viciosa; ¡lo deseaba!, y creo que por su cabeza pasaba la misma idea. Lo más fácil hubiera sido caer irracionalmente entre sus brazos, y dejar que sus manos acariciaran mis pechos, tan faltos de caricias; devorar aquella boca con mis labios, entremezclando mi saliva con la suya; y derretirme de placer, con cada beso, entregándome al placer de sentirme poseída por su cuerpo.

Llegado a aquel punto, me pareció percibir una vez mas el olor, aquel olor a hembra en celo, que solía liberar mis mas turbias pasiones, y no quise romper el encanto de aquel momento; controlé mis instintos y me obligué a mi misma a no seguir imaginando; ¡ya no tenía sentido!; dejé de aferrarme a aquella sensación y huí hacía la cocina, donde un intenso y agradable aroma a comida recién hecha, me indicaba que el almuerzo estaba en su punto.

Le enseñé la casa, y tomamos un aperitivo mientras hablábamos en el salón; nada hacía presagiar lo que vendría a continuación. El parecía estar tranquilo, mientras yo, inquieta, observaba con disimulo el reloj, y me removía inquieta en mi sillón, dilatando en lo posible el momento que ambos estábamos esperando... Por fin, con el corazón en un puño, y casi sin atreverme, le dije lo más convincentemente que pude y sin apartar la mirada de sus ojos:

--Sería conveniente que te desnudaras, antes de pasar al comedor

Aquella sugerencia pareció pillarle por sorpresa, me miró sin comprender, y sin embargo no me hizo preguntas: acató mi orden con premura; estaba excitado y desconcertado. Yo observaba con lascivia cada movimiento, cada gesto; era la primera vez que lo veía íntegramente desnudo, y no me defraudó en absoluto. Salvo con mi marido, nunca antes me había deleitado con la contemplación de un cuerpo desnudo, y durante algunos minutos me recreé en aquel espectáculo, la imagen era sencillamente deliciosa. Sabía que lo estaba observando con la mirada, mis ojos libidinosos estaban clavados en su desnudez. Esperé su reacción, poco a poco, su miembro comenzaba a sentir los efectos de su excitación, mientras él hacía esfuerzos denodados por disimular aquella erección que lo sonrojaba; debía sentirse ridículo allí en medio, esperando, sin saber que hacer. ¡Parecía tan fuera de lugar!

Se mantenía en silencio, tal vez por miedo o por pudor. Así, frágil, la vergüenza que experimentaba por su exposición, no hacía sino incrementar su belleza, no había duda de que se trataba era un hermoso ejemplar.

Una extraña mezcla de sensaciones totalmente antagónicas empezaban a agolparse en mí, ante aquel espectáculo. Mi sexo se removía inquieto, y un escalofrío de excitación me recorrió las entrañas, mientras yo evaluaba las posibilidades de aquel cuerpo tan sensual. Pero yo quería ir sin prisas, no precipitar las cosas, saborear cada momento y disfrutar del morbo que me producía aquella situación tan placentera.

Tal vez, él le hubiese querido que las cosas fueran más deprisa, pero a mí me gustaba atormentarlo con la espera; deseaba volver a ver ese brillo especial en su mirada, que denotaba esa lujuria contenida durante años.

Por fin me levanté, y dirigiéndome hacia donde se encontraba, lo miré a los ojos y le sonreí: --Voy a atarte las manos--, le dije. Se me aceleró el corazón y sentí como se me enrojecían las mejillas. Él no se atrevió a moverse de su sitio; mi nerviosismo era tal que apenas atinaba a anudar el pañuelo de seda con el que ligaba sus muñecas por su espalda. Luego lo llevé hacia la mesa del comedor y le obligué a arrodillarse ante ella. La mesa estaba primorosamente adornada, como si de un banquete se tratase, pero estaba dispuesta para un solo comensal.

--No te muevas, vuelvo enseguida--

Subí a mi habitación y tomé una ducha, lentamente, dejando resbalar el agua caliente lánguidamente por mi cuerpo, y reprimiendo las ganas de acariciarme. Quería tranquilizarme, tenía el deseo a flor de piel, pero tenía todo el fin de semana por delante. Luego, me puse unas gotas de perfume, y me vestí con las ropas que había preparado para la ocasión: Un tanguita negro en su más mínima expresión, sobre él, una falda negra, corta pero sin exagerar; un top también negro, sin sujetador, que dejaba mis hombros al descubierto y unas sandalias de verano, con mucho tacón, que remataban el conjunto, dándome un aire sexy y más juvenil. No había dejado ningún detalle al azar, con tal de excitar su calenturienta mente fetichista, incluida la pulsera alrededor de mi tobillo, y el anillo en uno de los dedos de mis pies.

De vuelta al salón, me dispuse a servir la comida; él ni siquiera se volvió, seguía inmóvil, de rodillas, tal y como lo había dejado minutos antes, con la cabeza agachada y la mirada perdida sobre el suelo. De la cocina volví con una bandeja, en la que había dos fuentes, repletas de spaghetti a la boloñesa, aún humeantes. Una de ella, la que estaba destinada a mí, la deposité sobre la mesa; la otra, para su sorpresa la puse bajo la mesa, en el suelo, a los pies de la silla sobre la que me iba a sentar.

--¿Te gusta adorar los pies de una mujer?--le dije, tomándole de la barbilla y haciendo que me mirar fijamente a los ojos. Pues hoy comerás adorando los míos. Será una oportunidad única para ti, de satisfacerme y a la vez ver cumplidas tus fantasías, pero no debes comenzar hasta que yo te lo ordene.

Lo ayudé a tumbarse, cerca de la bandeja, sobre la alfombra, tal y como estaba, desnudo y con las manos atadas a la espalda. Yo me senté en la silla que estaba frente a él, puse uno de mis tacones ante su cara y lentamente fui desatando las tiras de cuero que lo tenían anudado a mi tobillo, hasta descalzar mi pié totalmente y depositarlo en el suelo a escasos centímetros de su boca. Repetí la operación con el otro zapato hasta quedar totalmente descalza. Mi perfume intenso embriagó el ambiente con su aroma inconfundible, y pude sentir como se estremecía, y como se le erizaba la piel, cuando en apenas un hálito, rocé con los dedos de mis pies sus labios y su cara. Escuché su respiración entrecortada, mezclarse con la mía, percibí como temblaba intentando contener su deseo, por abalanzarse sobre mis pies descalzos y lamerlos, en un vano intento de masturbarse, frotando su polla contra la alfombra del suelo. Miraba mis pies con los ojos desorbitados pero sin implorar piedad en momento alguno. Por un momento me quedé embobada mirando lascivamente aquel cuerpo, que ante mis pies descalzos se retorcía de deseo sobre el suelo, y que antes o después iba a ser mío. Me admiraba aquel sometimiento, aquella obediencia, que yo estaba dispuesta a aprovechar al máximo, porque había empezado a disfrutar de mi recién estrenado poder.

Por fin, sin previo aviso, introduje mis pies dentro del plato, entre los spaghetti, y comencé a revolverlos con la salsa. Un ardor infinito subió por entre mis piernas, al sentir mis pies descalzos, chapoteando entre aquella masa pringosa y cálida, que me hizo estremecer. Mi sexo se humedeció impaciente, sentí unas ganas irresistibles de tocarme y lo hice cuando le di la orden de empezar a comer. Se lanzó a la tarea babeando como un perro. Besó, lamió y chupo mis pies sin descanso saboreando la comida que le ofrecía con ellos como si fuera el más apetitoso de los manjares. Me encontraba en un estado de excitación continuo, experimentando las caricias de su legua sobre mis pies descalzos, sintiendo como chupaba todos y cada uno de mis deditos besándolos y lamiéndolos con desesperación. Recorrió la planta de mis pies con sus labios y llegó al extremo de introducir mis pies alternativamente en su boca. No quise llegar al orgasmo, ésta vez lo quería dentro de mí, por lo que me dispuse a comer lo más sosegadamente que pude mientras solo se oían los desesperados jadeos y gemidos de mi amante, que como un poseso, seguía lamiendo y besando pies con un fervor inusitado, recreándose en la infinita suerte de haber cumplido su más anhelada fantasía.

Momentos más tarde, me dispuse a saborear aquel postre durante tanto tiempo ambicionado, estaba dispuesto a follármelo allí mismo, en el suelo, rebozándonos sobre los restos de spaghetti que aquí y allá aparecían esparcidos sobre la alfombra. Aun temblaba levemente por la excitación, cuando hambrienta de sexo, le ayudé a incorporarse para descubrir lo evidente: de su polla, ya laxa, goteaban los retos de una extensa e inevitable corrida, que habían dejado sobre el tapiz una mancha acusadora e inconfundible. Él avergonzado, agachó la cabeza; era evidente su pesadumbre por no haberse podido contener, su dignidad había quedado mancillada. Yo lo miré con cariño y comprensión, era plenamente consciente de lo que estaba sintiendo, y besé dulcemente sus labios mientras le sonreía. El escenario había quedado dispuesto y un pacto sin palabras se estableció entre nosotros, quedando claro quien tenía el poder de decidir en aquella relación: aquello no debía de volver a ocurrir; a partir de aquel momento él se correría sólo y cuando yo así lo dispusiera. Una mirada de complicidad se cruzó entre nosotros; estaba claro que él estaba disfrutando de aquel juego mucho más que yo.

Sin embargo, en lo que a mí se refería, aquello no había terminado, sino que más bien no había hecho más que empezar. Sin soltar la ligadura de sus manos, me metí en la boca aquella polla, todavía fláccida, que aún conservaba el sabor de los restos de semen vertido, que corría aún fresco por toda su anatomía. Ciertamente estaba pringoso, pero lo lamí y lustré con mi lengua absorbiendo con mi boca la mayor cantidad que pude, para acto seguido, introducir mi lengua en su boca dejando que probara el sabor de aquella polución. Me arranqué de golpe el top, liberando mis tetas, y empapando mis manos en los restos de su corrida que quedaban sobre la alfombra, embadurné mis ya duros pezones, ávidos de su boca, esperando que me los comiera. Su polla no tardó en volver a estar dispuesta y yo no tuve más que subirme a horcajadas sobre su cuerpo para insertarme con toda facilidad aquella herramienta de golpe. El tener inutilizadas sus manos, dificultaba sus movimientos, pero en lo que a mi concernía, él no tenía que hacer nada más, aquello era exclusivamente cuestión mía, sólo deseaba saciarme, satisfacer mis apetitos de hembra, como un animal. Aferrada a sus caderas, trataba de mantener su miembro insultantemente duro aprisionado dentro de mí, me pareció más ardiente y más vivo de lo que podía recordar, y comencé a moverme lentamente sobre su verga, sintiendo un escalofrío en cada vaivén. Me vi reflejada en el cristal aparador y no me reconocía; me ponía cachonda verme follar y eso animó mi ímpetu; la escena me excitaba cada vez más. Siempre había sido muy silenciosa para el sexo, y sin embargo ahora no paraba de jadear.

Mientras subía y bajaba sobre el voluminoso rabo, sabía que de un momento a otro iba a correrme... no quería aguantarme, sabía que estaba a punto de explotar, de acabar. Mis pezones me dolían, y mi vientre estaba en llamas. Él tampoco tardaría en correrse; de hecho se estaba corriendo dentro de mí..., sentí sus espasmos al eyacular y como una copiosa corrida resbalaba por mi coño. Prolongué ese momento lo más que pude hasta que sentí que iba a explotar. Me daba igual que me oyeran los vecinos, yo también me estaba corriendo y jamás me había oído gritar así. Mordí sus labios, sus pezones, acaricié su pecho, no podía dejar quietas las manos ni por un segundo, su cuerpo era mío y yo quería que continuara siéndolo.

Me tumbé agotada junto a él, necesitaba una ducha inmediatamente, pero me sentía de maravilla, solo de recordarlo se me endurecían de nuevo los pezones. Me levanté para dirigirme hacia el cuarto de baño, donde dejé que el agua recorriera todo mi cuerpo, mientras gruñía como una perra en celo, cada vez que la esponja jabonosa se deslizaba por mi pubis, o resbalaba entre mis senos. Un sopor infinito me invadía, y el cuerpo solo me pedía cama, pero de otra calidad. Al salir del baño, en dirección al dormitorio, fresca y húmeda, un escalofrío recorrió mi espalda al ver su cuerpo sobre la alfombra, aún atado y sin moverse. No le dediqué ni una palabra, ni un gesto; nada que le indicase que debía hacer a partir de ese momento. Luché por desprenderme de la imagen de aquel cuerpo desnudo, envuelto en sensualidad; estaba cansada. Destapé la cama y me acosté, envolviéndome entre la cálida y dulce caricia de la sábana, que olía a limpio, sintiéndome gratificada. Ahora el tiempo no importaba, solo quería descansar.