La Amante descalza
Basado en un hecho real. Una mujer madura y divorciada, cambia radicalmente su forma de entender las sexualidad, a partir de una relacion fetichista.
Dedicado a esa otra maravillosa mujer que llevo dentro
No se exactamente cuando comencé a encoñarme, porque al principio fue eso, un encoñamiento; pero cuando entré aquella mañana por primera vez en su despacho me pareció el arquetipo de hombre con el que una mujer madura y sin ataduras como yo, no mantendría nunca una relación de más de una noche. Me había vestido para la ocasión, elegante pero discreta, con zapatos de tacón altos que realzaran mi estilizada figura; era evidente que quería causar buena impresión, sin embargo durante aquella primera entrevista no me sentí intimidada, y eso que yo sabía lo mucho que me jugaba en aquel despacho. Él podía ser la solución de mis problemas y lo cierto es que yo necesitaba aquel trabajo más que ellos mis servicios, o tal vez no fuera así. Me habían advertido que era un hombre extremadamente rígido y desconfiado, con un extraordinario mal carácter que explotaba sin motivo y sin razón, acostumbrado a mandar y tomar decisiones continuamente en su trabajo.
La primera impresión fue grata; me encontraba ante un hombre maduro cuya apariencia externa no revelaba su verdadera edad. Se diría que todo en él denotaba que estaba premeditado de antemano, no dejaba nada a la improvisación y desprendía seguridad en cada uno de sus actos Pero siempre me ha gustado complicarme la vida, y también mirar en el fondo de las personas, y pude percibir que hasta mí llegaban una y otra vez señales contradictorias. Estaba claro que detrás de aquella fachada, de aquella firmeza de carácter, se escondía una persona tremendamente vulnerable que estaba pidiendo ayuda a gritos. Desde el primer momento noté que me comía con la mirada, pero había algo que no cuadraba; no me miraba las tetas, o el culo, como casi todos los hombres, siempre tenía la mirada fija al suelo; y eso en un hombre acostumbrado a mirar a todo el mundo a los ojos, no era normal. Luego durante la comida, cuando las mujeres aprovechamos para descalzarnos por debajo de la mesa, sin que se nos vea, y aliviar así la pesadez de nuestros doloridos pies; pude sorprenderlo en más de una ocasión recogiendo la servilleta, en lo que yo entendí equivocadamente como un vano e infantil intento de verme las piernas.
Durante las pocas ocasiones en las que coincidimos, siempre por motivos de trabajo, mantenía una relación distante, casi prudente, pero siempre terminaba por hacer un comentario o un elogio a la "elegancia de mis zapatos", sin referirse jamás a mi perfume, vestido o joyas. Durante aquellos meses gasté casi más dinero del que ganaba con él, en peluquería, esteticien, o renovar mi ya de por sí extenso vestuario, siempre buscando la manera de impresionarle. Pero no había manera de ir más allá, siempre había entre nosotros una barrera impenetrable, que él jamás trasponía. Siempre correcto, siempre educado, siempre elegante, jamás una insinuación, jamás propasarse. Llegué a pensar que no tenía el más mínimo interés en mí, salvo el profesional, claro.
Supe algún tiempo después, que prácticamente éramos de la misma edad, aunque el parecía algo más joven; que era un hombre de familia, al que jamás se le había conocido el más mínimo desliz, con ninguna mujer; que no trasnochaba, bebía lo justo y viajaba poco, pero siempre en compañía de su esposa, que por lo que pude cotillear en las fotos que tenía de ella en su despacho era guapísima. ¿Qué era lo que fallaba?
Pronto me di cuenta de que no podía esperar el más mínimo acercamiento por su parte, que si me interesaba, debía ser yo la que lo provocara, aún arriesgando mi propio trabajo, pues dada su estricta educación y elevados principios morales, pudiera suceder que rechazara mi acercamiento y no deseara entonces continuar nuestra relación laboral.
Aún así, estaba decidida, clientes no me faltaban, y la atracción que me provocaba su falta de interés, se estaba volviendo enfermiza.
Antes de lo que pensaba, se me presentó la ocasión, fue un día de otoño lluvioso, en el que me llamó para concertar una cita para revisar unos contratos, que debía firmar al día siguiente. Dada la premura de la situación, y lo apretado de nuestras agendas, convinimos en que se quedaría un rato más en el despacho, y que yo acudiría a verle allí mismo. Nerviosa, ante la oportunidad que se me presentaba, pasé primero por mi casa para arreglarme, donde me maquillé con esmero, y en lugar de llevar una ropa cómoda, como sugería el día tan horrible que hacía, me puse una blusa y una falda amplia, de vuelo, medias con liguero, y los consabidos tacones negros, que tanto parecían gustarle.
Debido al intenso tráfico tuve que abandonar el taxi dos manzanas antes, por lo que llegué tarde a la cita, tiritando de frío y calada hasta los huesos. En el despacho ya no quedaba nadie y él estaba de humor de perros, por la espera. Tras unas escuetas y malhumoradas buenas tardes me ofreció una toalla para que me secara y un café caliente.
--Ponte cómoda y tómate tu tiempo-- me dijo, mientras yo me sentaba junto al radiador de la calefacción, con los contratos en la mano, en un vano intento de entrar en calor. Tenía la blusa empapada, adherida a mi cuerpo como si fuese una segunda piel; el cabello enmarañado y pegado sobre mi frente. En algún momento, al ver reflejada mi imagen sobre el cristal de la mesa, casi se me saltó una lágrima. Abatida por mi lamentable estado, y avergonzada por lo violento de la situación, por mi mente no pasaba otra idea, que terminar mi trabajo cuanto antes y marcharme lo más rápidamente posible a casa, para tomar una buena ducha caliente y ahogar las penas de mi fracaso, frente a un buen vaso de ginebra.
En medio de mis disculpas y su creciente irritación, aún otra desdicha habría de empeorar aún aquella enojosa situación. Mis medias y zapatos estaban calados, y a cada paso que yo daba, chapoteaba con ellos, encharcando con agua y barro aquella lujosa, y sin duda, carísima alfombra que tapizaba todo el suelo de la habitación, aunque él no parecía aún haberse dado cuenta de ello.
Incapaz de controlar mis nervios y concentrarme en el trabajo, me incorporé bruscamente y casi con un nudo en la garganta, le manifesté la imposibilidad de seguir con la reunión en aquellas condiciones, y que era mejor concertar otra cita para otro día. Alarmado ante la posibilidad de que yo me marchara, se tranquilizó y procuró calmarme a mí también, al tiempo que rebuscaba, en el armario del aseo, alguna prenda seca que ponerme. Al cabo de algunos minutos, volvió triunfante con un chándal, que utilizaba, según me explicó, para salir a correr en un parque cercano. --Mira, lo he traído limpio ésta mañana. Te estará grande, pero es mejor que nada. Mientras puedes poner tu ropa a secar en el cuarto de baño--
Ya a solas, frente al espejo, y con aquella horrible prenda en la mano, dudé entre mantener puesta mi ropa interior, o quedarme desnuda dentro de aquel infame saco. Total, ya daba lo mismo, el morbo de aquella cita, de haber existido en alguna ocasión, se había esfumado por completo; así que opté por quitarme las bragas y el empapado sujetador y por lo menos estar seca y a gusto el tiempo que aún me quedase por estar allí. No tenía ningún otro calzado que ponerme, y auque me daba algún reparo estar descalza en una cita de trabajo y más con una persona que no conocía, sabía que el despacho estaba totalmente enmoquetado, y que además no había otra solución. Así que salí de aquella manera, totalmente ruborizada y sintiéndome ridícula.
Él, no pudo reprimir una sonrisa al verme; sin embargo aquella sonrisa se heló en su rostro, cuando pudo percibir la desnudez de mis pies. En seguida pude percibir la tensión de sus facciones, pero ya no estaba irritado, sino más bien desorientado y confundido. De repente, ninguna de las observaciones que yo le hacía sobre los papeles que debíamos revisar, parecía tener interés para él. En aquellos momentos, yo no supe apreciar a que era debido aquel cambio de actitud, lo que si pude advertir fue un interés desmedido por prolongar aquella entrevista todo lo posible.
Pronto comencé a sentirme mucho más relajada dentro de aquella incómoda situación. Los minutos pasaban y aunque los contratos estaban totalmente revisados, él parecía no tener prisa por concluir la cita. Estaba nervioso, me observaba con insistencia una y otra vez, sin que yo supiera el por qué, incluso me pareció advertir un destello de deseo en su habitual impávida mirada.
Aún desconcertada, por aquel cambio de actitud, dudaba sobre lo que podría pasar si era yo, la que tomaba ahora la iniciativa. Por un lado, me sentía cansada y sin argumentos, pues toda mi estrategia y mis instrumentos de seducción, yacían empapadas en el radiador del aseo, pero por otro sabía, que posiblemente no hubiese una segunda oportunidad.
--Bueno, con la facha que llevo no creo que puedas llevarme a cenar en ningún sitio, ¿qué te parece si pides alguna cosa por teléfono y me invitas a cenar aquí?, aún me queda un largo camino a casa, tengo toda la ropa mojada y me parece que es lo menos que puedes hacer por mí--, le dije mientras me desperezaba lánguidamente sobre la silla.
Creo que se sobresaltó algo, o se puso ligeramente colorado. No iba con su forma de ser que una mujer le propusiera una cita. Titubeó; miró su reloj por un momento; pero no se hizo de rogar, y murmurando una disculpa, salió de la habitación para llamar por teléfono a algún restaurante, y sin duda para avisar a su casa de que llegaría tarde. Yo aproveché para arrimarme al carrito de las bebidas y tras comprobar lo que tenía, opté por preparar un vermouth, porque el alcohol siempre suaviza las inhibiciones, y me senté en el sillón de las visitas con los pies sobre la mesa de cristal. Por primera vez, pisaba terreno desconocido, yo no quería presionarle, pero me hacía sentir un morbo infinito, todo el halo de misterio que le rodeaba. ¿Qué era lo que le había atraído de mí? ¿Qué era lo que le había hecho tan vulnerable, de repente? Eran incógnitas para las que yo no tenía solución, pero que a poco que él me lo permitiese, yo estaba dispuesta a obtener una respuesta.
Al cabo de algunos minutos, regresó, algo más dicharachero y simpático. Sin embargo, cuando observó que tenía los pies sobre la mesa, su actitud cambió de nuevo por completo. Claramente aturdido, deambulaba nervioso por todo el despacho, incapaz de mantenerse quieto. Al ver que no perdía de vista mis pies desnudos sobre la mesa, por un momento temí, que dentro de su estricta educación, considerara una falta de educación aquella postura, o tal vez que temiera que pudiera romperse el cristal
Yo quería avanzar, pero ante aquella conducta dudé de nuevo. Volví a sentirme inhibida, y recogí de nuevo los pies por debajo de la mesa mientras le decía: --Perdona, se que es una falta de respeto estirarme de ésta manera, si te ha incomodado, lo siento--. Me dirigió una emotiva mirada al tiempo que se acercaba y se sentaba frente a mí. En un momento dado, se agachó y ante mi sorpresa, recogió mis pies del suelo los volvió a colocar sobre la mesa, esta vez sobre un cojín. Hasta aquel momento, no habíamos tenido más contacto físico que los besos de cortesía que nos dimos dado cuando nos presentaron, y algún que otro roce por algún encuentro casual. Pero ésta vez era diferente, el contacto era deseado por él, y consentido por mi. Por eso, al ver que yo no me resistía, se sintió con libertad para proseguir, acariciado con dulzura mis pies para luego lentamente llevarlos, a su boca rozándolos nada más con sus labios. Cerré los ojos en ese momento, y me dejé llevar mientras prodigaba sus besos con deleite. Pronto comencé a sentir un hormigueo intenso, que desde la planta de los pies, ascendía hasta mis entrañas y endurecía mis pezones; me aferré con fuerza a aquella nueva sensación, y me acomodé sobre el sillón dispuesta a disfrutar todo lo posible del momento. Abrí los ojos, ahora si notaba el descaro y la excitación en su mirada... Había perdido toda su rigidez anterior y ya no sabía mantener las distancias, por un momento me sentí extraordinariamente poderosa. Arrodillado ante mí en el suelo ante mí lamía con codicia la planta de mis pies, mientras mis dedos acariciaban suavemente la humedad de mi sexo por debajo de mi chándal.
Así que era eso, eran mis pies lo que lo excitaba de aquella manera. Eso era lo que él quería; con mis pies lo había llevado al límite del deseo. Lo supe de forma intuitiva. Ahora era yo la que tenía el poder, con mis pies lo había excitado y era capaz de hacer con él lo que quisiera.
A través del pantalón, pude percibir la erección de su sexo, que pugnaba, por escapar de su encierro, reclamando una atención, que ninguno le habíamos dispensado hasta el momento. Estiré una de las piernas y puse mi pie encima, tanteándolo con los dedos, acariciándolo con la planta. En un movimiento rápido, desabrochó su cinturón y se bajó los pantalones y liberando por fin su miembro, puso el otro pié sobre él. El vaivén de mi mano dentro de mi vagina, se hacía cada vez más evidente, comencé a suspirar; notaba su polla rígida, caliente entre mis pies. Yo no quería mirar, acariciando su polla entre mis pies, estaba caliente como una perra, a punto de reventar. Y el orgasmo no se hizo esperar, a la primera sacudida su leche se vertió sobre mis pies, mientras yo me deshacía en un orgasmo agónico. Sus manos, aferradas con fuerza a mis tobillos, le sudaban, sus dedos crispados sobre mis pies casi me hacían daño y sin embargo su cuerpo entero temblaba, inmóvil e indeciso. De pronto, sin palabras, depositó mis pies sobre la alfombra, e inclinándose, comenzó a lamer los restos de su corrida, limpiando y tragando ávidamente el semen restante que se encontraba sobre mis pies. Yo, mientras, segura de mi misma, le sonreía mirándole y le dejaba hacer. Ahora había acabado todo, y se encontraba feliz haciendo lo que más le gustaba. Él también me miraba y sonreía, lo entendía, lo sabía. Entre nuestras miradas se estableció un brillo de complicidad, de ternura, mientras yo seguía ofreciéndole la desnudez de mis pies, para que saciase su apetito voraz, su ansia fetichista, que hasta aquel momento lo había consumido hasta casi la extenuación.
Aquella noche no ocurrió nada más. Cenamos en silencio, casi sin dirigirnos la palabra. No hacía falta hablar, nuestras miradas lo decían todo. Quiso acompañarme a casa en su coche, y mientras él ordenaba el despacho, pasé de nuevo al aseo para ver si mi ropa se había secado. Mirándome al espejo mientras me vestía, me dije: ¡No ha estado mal! ¡A penas si nos hemos tocado, y los dos nos hemos corrido! Es mejor que el sexo rápido que suelo conseguir a veces. Mientras pensaba en voz baja, deslicé mis dedos entre mis labios y los noté húmedos, mis pezones, aún sensibles, reaccionaban erectos ante la menor caricia; sentía aún una cierta tensión en mi vagina y me gustaba aquella sensación. Era evidente que aún estaba cachonda, pero yo sabía que no habría más, por lo menos aquella noche. Mi ropa esta aún demasiado húmeda para ponérmela, por lo que descarté entonces las bragas y el sujetador, y me cubrí exclusivamente con la gabardina. Sin embargo, antes de salir, una idea maligna se cruzó por mi imaginación: iría descalza; quería ver de nuevo esa expresión de su cara, cuando volviese a encontrarse frente a frente con ese codiciado objeto de su deseo y quería saber si la experiencia vivida minutos antes, había sido el producto de la locura y la excitación de un momento, o la búsqueda elaborada de un placer muy concreto.
Salí del baño, con los tacones en la mano y el bolso en la otra. Él, sentado en el sillón, parecía absorto en sus pensamientos, me dirigió una mirada inquisitiva, pero no dijo nada. Minutos más tarde cuando caminaba semidesnuda y descalza por todos aquellos pasillos enmoquetados, vacíos e interminables, sentí como mi excitación iba creciendo. Disfrutaba del tacto de la gabardina aún húmeda sobre mi piel, y me deleitaba con el roce de mis tersos y suaves muslos al caminar sin ropa interior. Aún notaba la humedad de su saliva en mis pies, mezclada con la pringosidad de su semen; a cada paso sentía como se me ensuciaban los pies, manchándose con el polvo de la moqueta tantas veces pisoteada a lo largo del día. Me gustaba aquella mezcla de suciedad y transpiración que hacía a mi cuerpo reaccionar de forma tan desconocida para mí.
Él caminaba a mi lado, recorriendo aquellos pasillos casi de memoria, mientras no dejaba de observar mis pies con atención. Yo sabía que tenía un influjo casi mágico sobre él, y que disimulaba como podía su excitación. Al llegar al garaje, me pidió que lo esperara, y fue él solo en busca de su coche, para traerlo a escasos metros de la puerta del ascensor donde yo estaba. Los escasos minutos que tardó en volver me parecieron eternos. Deambulé nerviosa por el pasillo mientras esperaba, observando la imagen reflejada en los espejos del ascensor. Mis formas se traslucían a través de la ropa aún húmeda, que se pegaba a mi cuerpo y me hacía sentir terriblemente denuda.
¿Dónde habían quedado mis principios y mi educación de niña pija? Yo no era ya una jovencita, y sin embargo me estaba comportando como una cualquiera. Para mí, que mis experiencias sexuales habían sido de lo más tradicionales, aquella noche estaba propasando abiertamente mis límites. Me ruboricé por segunda vez en la noche, no obstante he de reconocer que era excitante, que pudiera ser vista por cualquier persona que subiera o bajara al parking. Era un sentimiento extraño y hasta ahora desconocido: el estar descalza, me hacía sentir aún más desnuda. Era la primera vez que sentía vergüenza por mostrarme descalza en público, es más en aquellos momentos, estaba considerando mis pies, como si se tratara de una parte íntima de mi cuerpo.
Cuando regresó, suspiré aliviada. Debió de notar mis nervios y el rubor de mis mejillas, porque me preguntó: --¿Te ocurre algo?--. Negué con la cabeza y él con un movimiento tan repentino como inesperado, me levantó del suelo y me llevó al coche en brazos.
--No quiero que manches tus lindos pies más de lo necesario--Me apreté contra su cuerpo sintiéndome mucho más tranquila, mientras me depositaba tiernamente en el asiento delantero de su coche. Cuando se sentó junto a mí, deslizó hacia atrás todo lo que pudo el asiento y me hizo poner los pies junto a la palanca de cambio del vehículo, para poder tenerlos a la vista durante todo el camino. Apenas si intercambiamos ninguna otra palabra, y tampoco hubo ningún otro contacto físico entre nosotros hasta que llegamos a mi apartamento. No quise que me acompañara hasta la puerta, yo sabía que era el momento de la despedida y no quería forzar más la situación. Tras un circunstancial beso de cortesía, recorrí, todavía descalza, entre los charcos, los escasos metros que me separaban del portal de mi casa, sin volver la vista atrás.
Al cerrar la puerta del portal tras de mí, una infinita sensación de vacío me invadió. Apoyada sobre aquella puerta, me llamé mil veces imbécil, por no haberlo invitado a subir, e incluso dudé en dar marcha atrás y salir a buscarlo. El agua resbalaba por mis piernas hasta mis pies, mojados y fríos, y la humedad de la noche me hacía tiritar. Nunca me había sentido así de sucia, por dentro y por fuera. Me había gustado, había sido distinto, pero ahora necesitaba más. Una excitante inquietud se había apoderado de mi cuerpo, y había provocado una extraña sensación de deseo que presentía que ya nunca me abandonaría. Estaba loca por llegar a casa, tomar un baño caliente y masturbarme sin prisas, deleitándome con cada movimiento, mientras recordaba su imagen, arrodillado, lamiendo sobre mis pies el producto de aquel orgasmo. Reconozco que lo fácil habría sido subir y hacerlo, pero algo me retenía aún allí; una puerta invisible, que se había abierto para mí aquella noche, y que daba entrada un universo de sensaciones desconocidas hasta entonces. Sentí que tendría que aprender a franquear aquel espacio por mí misma, y que posiblemente no iba a ser fácil; todo aquello chocaba con mi educación, con mis costumbres y con mi forma tradicional de entender el sexo. Unos instantes después la luz automática se desconectó y el portal quedó sumergido en la más profunda de las tinieblas; cerré los ojos por un momento, y me sentí sola y vacía. Cansada entonces del sufrimiento de la imaginación me llegó ese pensamiento contra el que no ejercí ninguna fuerza para oponerme, y lentamente y a oscuras, desabotoné cada uno de los botones de mi impermeable hasta que mis tetas se agitaron libremente entre mis manos. Me estremecí temblorosa, excitada; y tras unos segundos, que se hicieron eternos, desabroché el cinturón y dejé que se deslizara hasta el suelo.
Así desnuda, me entregué completamente a aquellas caricias, con la imagen de aquel hombre a mis pies, lamiéndome toda, y el recuerdo de los momentos vividos mientras le esperaba descalza y semidesnuda en el parking de aquella oficina. La excitación invadía mi ser, la posibilidad de poder ser sorprendida en cualquier momento desnuda y masturbándome por cualquier vecino que entrara o saliera del edificio y me hacía sentirme provocadora, y solo quería sentirme poseída.
De repente, sin duda debido al frío y la humedad, la presión de mi vejiga me hizo salir de mi letargo. El portal continuaba en silencio, y la quietud de aquellas horas me hacía sentirme segura, el resto era oscuridad. Me temblaba el pulso, y apenas podía creerme lo que me estaba pasando, di unos vacilantes pasos hacia adelante advirtiendo como la orina bajaba entre mis muslos y comenzaba a gotear en el suelo. Estaba a punto de llegar al orgasmo, pero pude contenerlo. Pronto, aquellas primeras gotas se transformaron en una cálida corriente que resbalaba entre mis piernas y encharcaba el suelo. Caí de rodillas en medio de un espasmo, presa del delirio más absoluto. El contacto con mi propia meada en el suelo, fue demasiado, cerré los ojos y me dejé llevar por unas sensaciones que me hundían cada vez más en la alucinación que estaba viviendo, sin importarme que alguien pudiera oír los audibles jadeos que surgían de mi boca. Irrealidad
El chasquido de la luz al encenderse, y el murmullo de unas voces en el rellano de la escalera, me hicieron volver de repente a la realidad. Cuando vi el ascensor bajando hacia el portal no me podía creer que aquello me estuviera ocurriendo a mí. Con el corazón en encogido, apenas si tuve tiempo de reaccionar para recoger mi bolso, levantarme y correr desnuda, abandonado el resto de mis pertenencias, hasta esconderme hecha un ovillo, bajo el hueco de la escalera, en el espacio destinado a los contenedores de basuras. Me sentí atrapada, humillada; en un momento imaginé una y mil excusas que pudieran justificar tal situación, incluso lloré de rabia y de impotencia. Por fin, el ascensor se paró en el portal justo en el momento en el que se apagaba la luz de nuevo. La oscuridad momentánea me hizo sentirme algo más segura, pero mi corazón latía a mil, mientras yo seguía encogida, conteniendo la respiración y mirando la puerta del ascensor. De él salió una pareja joven, a la que afortunadamente me pareció no conocer; sin duda había venido de visita, puesto que enseguida me di cuenta que ignoraban donde se ubicaban las llaves de la luz. Tras algunos fallidos intentos, el hombre optó por encender un mechero, y dada la poca distancia que había hasta la puerta de salida optó por recorrer el camino en penumbra hasta abrir la puerta, dejando que fuese la luz de la calle la que iluminase la salida a la mujer, que entre risas, pasó sin advertir mi ropa abandonada en el suelo. Cuando se volvió a cerrar la puerta, respiré aliviada, pero aún seguía agitada y con miedo; dejé pasar aún algunos segundos y por fin me levanté dispuesta a recoger mi ropa y a subir a casa. Descalza y todavía desnuda, al volver a pisar los restos de mi meada en el suelo, un escalofrío que recorrió toda mi espalda, me hizo revivir algunos de los instantes pasados. No salía de mi asombro, pasé la mano por mi vagina y volví a sentir un inmenso placer, no sabía que era lo que me pasaba aquella noche, me encontraba en un delirio continuo, nunca me habría imaginado estar disfrutando de una situación como aquella; pero la visión de aquel hombre, totalmente entregado, lamiendo mis pies, brotaba una y otra vez en mi mente haciendo que me sintiera cada vez más excitada, llevándome a realizar fantasías que debían de estar sumergidas en lo más profundo de mi, y de las que yo jamás había sido consciente.
Necesitaba más, quería correrme hasta quedarme exhausta, parecía como si quisiera quedarme allí, ser sorprendida desnuda y sucia, masturbándome sin medida, con aquel olor a hembra en celo que emanaba de todos y cada uno de los poros de mi piel; nunca había necesitado una polla como en aquellos momentos.
Durante unos instantes que me parecieron eternos, dudé sobre lo que quería hacer. Por mi cabeza pasaba la imprudente idea de calmar allí mismo, escondida en el hueco de la escalera, ese deseo incontenible que me ponía los nervios de punta, o subir a casa y terminar en la intimidad lo que había empezado. Pero ésta vez se impuso la cordura, las cosas habían llegado demasiado lejos, y tenía que contenerme ante de que la situación se me escapase totalmente de las manos.
Temblando, por el frío y la excitación recogí mi ropa toda húmeda, sucia y arrugada. Era una cruel ironía: ¡Que desastre -- pensé --, tanto arreglarme para nada! Me dirigí aún desnuda y a oscuras hacia el ascensor, no sabía el tiempo que llevaba allí, en el portal, pero lo cierto era que aunque deseaba estar cuanto entre la protección de las paredes de mi casa, no hacía otra cosa que demorar inconsciente, o deliberadamente; ya no lo sé, aquel momento. Ya delante de la puerta vacilé durante un instante más; sólo eran cuatro pisos, y me daba un morbo infinito, subirlos a pie, desnuda por la escalera. Sabía que mañana me avergonzaría por ello, pero quería saber hasta dónde podía llegar. Peldaño a peldaño, fui ascendiendo a oscuras, literalmente pegada a las paredes, allí donde la oscuridad era más profunda. El silencio era absoluto, tan solo el crujido de los escalones de madera al ser pisados, eran capaces de quebrar la quietud de la noche. En algún momento me detuve presa del pánico, cuando algún sonido imaginario me sobresaltaba, haciéndome presagiar que sería descubierta, pero lo cierto es que pude llegar hasta la puerta de mi casa sin contratiempo alguno.
Ya dentro de mi casa, fue cuando me asaltó una extraña ansiedad; me liberé sin miramientos de todo el estorbo que llevaba y apoyándome sobre la puerta cerrada, cerré los ojos y resbalé hasta el suelo y pensé en voz alta: ¿Pero que coño estoy haciendo?
Pasé la noche sin dormir, revolcándome entre las sábanas. Ni siquiera me duché, no quería quitarme aquel olor de mi cuerpo. Había estado demasiado tiempo negándome a mi misma, siempre intentado convencerme de que el sexo no era lo más importante, pero lo de aquella noche no había sido sexo, como habitualmente yo lo había considerado. El haber sentido asentido la experiencia de poseer a un hombre sumiso, adorando , quizás me quede corta, idolatrando mis pies de aquella manera, había hecho que toda mi sexualidad contenida me había explotado de repente, ahora ya no podía pensar en una satisfacción sexual plena si no era de una manera morbosa y transgresora. Entonces no sabía como definirlo, pero había probado aquella golosina y me había gustado. Mientras esperaba una segunda oportunidad la única solución, era seguir soñando despierta.