La aldea gala

Nos situamos en el año 50 antes de C. Toda la Galia está ocupada por los romanos. ¿Toda?. ¡No!. Una aldea poblada por irreductibles galos resiste todavía y siempre al invasor, gracias a la valentía y tozudez de sus habitantes, aunque también merced a un secreto

  • ¡Por Tutatis, druida!. ¿Os habéis dado cuenta de que los romanos cada vez nos atacan con más frecuencia?.

  • Paciencia, mi pequeño Frontadornadix. Ya no pueden resistir mucho más, que día a día se les ve más flacos y desmejorados. ¡Déjales que vengan, incluso más de una vez en cada jornada, que en poco tiempo la victoria será nuestra!.

  • No, si dejarles, ya les dejamos. Pero es que mi esposa Absencedevirtudix

  • Tu esposa, pequeño guerrero, es el alma de nuestra fiera resistencia al invasor –interrumpe el druida.

Suena el cuerno de guerra del centinela desde lo alto de la empalizada, anunciando la inminencia de un nuevo ataque, pero todos los galos continúan con sus quehaceres, como si no lo hubieran escuchado.

Sentados alrededor de una manta, cuatro de ellos juegan a los dados:

  • XIII, que ganan a tus VII, Calzonacix.

  • Si al menos no tuviéramos que contar los puntos en números romanos, esto sería más llevadero

  • ¿Qué culpa tendrá nadie de que no se haya inventado aún la numeración árabe?.

Más allá, el herrero golpea con un mazo una lámina enrojecida, que dentro de poco se convertirá en la hoja de una espada. Otros dos hombres, con sus copas de hidromiel en la mano, se dedican a contemplarle.

  • Si esto sigue así, tendré que emigrar a Lugdunum –exclama el forjador con voz quejosa-. Los negocios van cada vez peor, ya nadie compra armas.

  • Pues a mí, la situación me parece infinitamente mejor que al principio –interviene el segundo-. Antes era un asco, todo lleno de sangre y vísceras. ¡Puaggghhh!.

  • ¡Claro, Mariposix!. A ti todo lo que suene a viril te hace fruncir la nariz.

  • Además, tú estás soltero, y no tienes derecho a opinar sobre este asunto –sentencia el herrero.

Cerca de la puerta abierta de la empalizada, dos galos más contemplan impávidos el avance de las legiones romanas:

  • Lo que más me jode, es que ya ni siquiera tratan de guardar al menos las apariencias. Mira, ni forman el testudo .

  • Pero, ¿cómo van a formarlo?. ¡Si la mayor parte de ellos dejan los escudos en su campamento!.

  • Tienes razón, es que saben el fin que les aguarda. Entonces, ¿a qué molestarse en cargar con tanto hierro?.

  • Pero, ¿dónde están nuestras huestes? –grita el centinela-. Esta vez, los romanos se están acercando más de lo que sería conveniente.

  • Vaya, ¡por fin! –responde uno de los jugadores. Ahí vienen

Son cuatro quienes portan el escudo sobre el que se yergue la imponente figura que conduce a las tropas galas a una nueva victoria sobre el Imperio Romano.

(Nota del narrador: ¿Eh?, pero si son… ¡Y no se ve arma alguna!. ¿Cómo pensarán combatir?).

El druida se acerca al grupo encargado de defender la libertad, igualdad y fraternidad de la aldea, provisto de la tópica hoz de oro y la consabida rama de muérdago.

  • Yo os saludo, mis valientes –proclama con voz tonante-. Id al fiero combate, que la victoria será nuestra una vez más.

  • ¡Claro!, la victoria será "nuestra" –susurra alguien de entre las aguerridas filas galas-. Pero él aquí, tan ricamente, mirando como le sacamos las castañas del fuego.

  • Tienes razón –le responde otro susurro-. Ahí le querría yo ver, encargándose de dos o tres romanos como cada quién

  • No podría, está muy flaco para eso –ríe una tercera voz.

La vanguardia de la resistencia gala se aproxima al signifer de la LXIX Legión, cuyo estandarte no parece muy erguido, sin duda anticipando lo que se le avecina.

(Nota del narrador: LXIX. ¡Joder con el numerito!).

El legado Ciruelis Claudio vacila, contemplando la majestuosa figura que se alza sobre las cabezas de los portadores, que le está haciendo gestos con el dedo índice doblado:

  • Ven, acércate Claudillo, que ya eres mío.

  • Al menos, baja de ahí –gime el pobre legado -. La última vez me caí del escudo y casi me escoño.

  • ¡¡¡¡¡Desnuden armas!!!!! –grita quien lidera a las aguerridas fuerzas galas, mientras desciende de su elevada posición, sin duda compadeciéndose del desdichado Ciruelis.

(Nota del narrador: ¿Desnuden armas?. Pero si no llevaban ninguna… Ya veo. ¡Oh!. ¡Ah!. ¡No lo puedo creer!).

Efectivamente, una vez puesto pie a tierra, Bigsenix, la esposa del jefe de la aldea, ha levantado su sayo, mostrando sus armas de seducción masiva. ¡Y que armas!. Dos generosos pechos desnudos se yerguen cual afilados puñales amenazantes ante el rostro de Claudio. Dos muslos como las Columnas de Hércules se separan para atrapar entre ellos al infortunado. Y el tupido vello oscuro de su pubis se adelanta, buscando el cuerpo a cuerpo.

Las manos de la gala aferran la cota de malla del legionario, extrayéndola por su cabeza, sin que él pueda oponer resistencia alguna. La túnica de lino corre la misma suerte, dejando al descubierto la daga, que pende flojamente.

Bigsenix toma el acero del romano, cuyo rostro refleja la rendición más absoluta.

  • Mmmmm, veamos –exclama-. Tu arma no está afilada, pero tengo un remedio para ello.

Los dedos de la mujer se cierran en torno al puñal, deslizándose arriba y abajo por él. Poco a poco, la hoja se va templando, pero aún falta mucho hasta que esté dispuesta para la lid. La introduce en su boca, lamiéndola como si de un helado se tratara.

(Nota del narrador: Los helados italianos ya existían en aquella época, porque lo digo yo. ¿Pasa algo?).

Finalmente, la daga se convierte en una afilada espada, gracias a los esfuerzos de la líder gala. El romano es obligado a tenderse en el suelo. Su rostro muestra la rendición más absoluta mientras ella, despreciando el peligro, se ensarta en el arma, y comienza a cabalgarle vigorosamente. Sus grandes senos se bambolean a impulsos de sus acometidas.

A su alrededor, el combate se ha generalizado:

La sensual Jolievaginix, completamente desnuda, se dirige intrépidamente al encuentro de dos legionarios, que la esperan con los ojos desorbitados, probablemente de pavor.

Absencedevirtudix, haciendo honor a la confianza en ella depositada por el druida, se está encargando ella solita de cinco: dos de ellos, con sus armas atrapadas en los dos orificios inferiores de la mujer, aguantan como pueden sus embates. Otro más soporta estoicamente el ataque de sus labios, cerrados en torno a su acero, y las manos de la gala sujetan firmemente los atributos militares de los otros dos, que gimen ante el castigo infligido.

Sécuritésocialix ha formado una ordenada lista de espera. Mientras ella atiende a uno de los asaltantes, que está recibiendo un ejemplar castigo tendido entre sus piernas, diez más hacen fila, esperando pacientemente su turno. Algunos de los más veteranos leen la revista "Holus", mientras aguardan para entrar en combate.

Chaudeculix ha saltado sobre un centurión, aferrándose a él con brazos y piernas. Los ojos en blanco del romano y su rostro desencajado, son la mejor prueba de que está recibiendo su merecido. Incluso tiembla (seguramente de miedo) mientras la brava mujer pelea encarnizadamente, embistiéndole rítmicamente con su pelvis.

Ante la puerta de la empalizada, uno de los galos de antes escarba su dentadura con un mondadientes, mientras contempla la desigual batalla que se libra ante sus ojos:

  • ¿Tú crees que de esta los romanos se darán finalmente por vencidos? –pregunta al segundo.

  • No sé. Deben ser un poco masoquistas, porque vuelven una y otra vez.

Pero no todas las galas llevan la mejor parte de la pelea. Truncus Magnus, un milite de casi 2 m. de estatura, pecho como un barril de hidromiel, y brazos gruesos como menhires, ha derribado a Labiosardentix, la ha puesto en cuatro, y la acomete fieramente por detrás con su arma –cuyo tamaño hace honor a su nombre- mientras la sujeta por las caderas. En el último momento, la mujer introduce la mano entre sus propias piernas y aferra los testículos del romano, que exhala una especie de rugido, espaciando sus arremetidas con los ojos extraviados.

Menos de media hora después, la victoria se decanta claramente del lado de las mujeres de la aldea gala. La mayor parte de los legionarios yacen sobre el campo de batalla, rendidos y exhaustos. Los otrora orgullosos lábaros imperiales, penden ahora flojamente.

Finalmente, los romanos huyen en desbandada, arrastrando los pies, presa sin duda del desánimo. Muchos de ellos remolcan tras de sí sus ropas y arreos, sin fuerza siquiera para vestirse de nuevo. Las galas se burlan de ellos haciéndoles gestos de desafío con las manos en las ingles, mientras les muestran los instrumentos guerreros que les han derrotado.

Anochece en la aldea gala, y sus irreductibles defensores se aprestan a celebrar una nueva victoria. Sobre la mesa, los consabidos jabalíes asados despiden un rico aroma, y jarras y más jarras de hidromiel están dispuestas para refrescar la sed de las aguerridas galas, que han humillado de nuevo a las legiones romanas, incapaces de resistir ni dos asaltos.

  • Precisamente, acabo de componer una oda a nuestra feroz resistencia

  • No "odas", Liradeplomix, otra vez no, por Belenos

Ocho rostros iracundos miran al trovador. Dieciséis manos con los dedos engarfiados le sujetan por todas partes menos por una, que la lira protege por si acaso. Finalmente, el vate se encoge de hombros con gesto resignado, y extrae un lienzo blanco de su faltriquera:

  • Al menos, amordazadme con esto, que lleváis siempre los pañuelos hechos un asquito

Es noche cerrada. Los ahítos galos apuran el fondo de sus copas. Sobre las mesas, solo los esqueletos pelados de los jabalíes, dando fe de su voraz apetito.

Bigsenix, la esposa del jefe, se vuelve hacia el herrero, que se ha sentado a su lado:

  • Que digo yo de entrenar un poco, no vaya a ser que perdamos nuestra forma y mañana nos venzan los romanos –propone, mientras se quita la saya por la cabeza.

El herrero no se hace rogar, y se amorra a uno de los grandes pechos de la mujer, mientras esta le baja los calzones para desenfundar el arma del forjador.

Jolievaginix se despoja lentamente de su falda, mostrando a todos los atributos marciales de los que procede su nombre. Se acerca a Grandevergix, que comienza inmediatamente a "entrenarla" con entusiasmo, mientras la mujer ensaya sus característicos gemidos de combate.

Senectudix –cuya arma está mellada e inservible desde hace ya mucho tiempo- también aporta su granito de arena en la única forma que le es posible, todo sea por mantener a las bravas galas en buena forma: su lengua recorre arriba y abajo el artefacto castrense de Petitecoquillix, cuyas caderas se contonean para agradecer el adiestramiento.

Dos guerreras están tendidas costado con costado sobre una mesa, bien abiertas de piernas. Mientras sendos galos las acometen fieramente, una de ellas se vuelve a su compañera de pelea:

  • Donde esté un buen garrote galo, que se quiten las mariconadas de las armas romanas, nada que ver. ¿No opinas igual, querida?.

Desde lo alto de un árbol, el vate amordazado emite también estentóreos sonidos beligerantes:

  • ¡¡¡Yffooo dambién dferooooo endrenaaaar!!!.

Pero nadie le hace caso, como de costumbre.

Ya es noche cerrada, y todo el mundo se ha retirado a sus chozas. Una vez más, los irreductibles galos han derrotado completamente al enemigo. Mañana habrá un nuevo ataque, y otra vez, las armas de las mujeres de la Galia escarnecerán a los orgullosos romanos, que finalmente no tendrán más remedio que rendirse. Muy a su pesar. (¿O no?).

F I N

Toca pedir perdón. Ante todo, a Uderzo y Goscinny, que confío me disculpen desde donde quiera que se encuentren. Después, a los lectores y lectoras, que de seguro esperaban otra cosa de mí. También, a mis amig@s del Foro de Autores, confiando en que no me corran a patadas de allí.

En mi descargo, diré que hay veces que el cuerpo te pide otra cosa, que no todo va a ser intercambios. Aunque bien mirado

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A. V. - Junio de 2005