La Agencia Milton
La agencia hispana contra el adulterio y el abandono
LA AGENCIA MILTON.
Existen más mundos que este; orbes habitados que pueden parecer idénticos, tierras que se mueven bajo los mismos cielos, las mismas estrellas, pero que, sin embargo, difieren de la nuestra en pequeños detalles, o bien, en grandes eventos.
En uno de estos mundos, una mera copia del nuestro, España no ha perdido ni un ápice de su hegemonía, tanto en Europa como en ultramar. A día de hoy, constituye un vasto imperio que abarca Alemania y los Países Bajos, el norte de África, varias islas del Mar de China y, por supuesto, la gran mayoría de las tierras de Sudamérica, las colonias de ultramar.
La potencia militar española, así como su fuerte economía marcan un referente en la actualidad mundial. A causa de esto, muchos de los diversos episodios trascendentales de nuestra historia, no han ocurrido jamás, o, por el contrario, han sido totalmente trastocados.
El motivo de esta pequeña introducción sirve para demostrar la importancia que tienen las leyes españolas, tanto en todo su territorio como en el extranjero.
Con la llegada al trono de Franco II, a finales del siglo XX, una fuerte moralidad invadió los estamentos sociales del Imperio Hispano.La Santa MadreIglesia, que siempre había participado en los asuntos imperiales, alcanzó un nuevo auge como respuesta al sentimiento no creyente que imperaba en el resto del mundo. En el Imperio,la Iglesiareforzó la fibra moral de la unidad familiar. El adulterio, desatender al esposo, no respetar al padre de familia, y la impudicia, en general, volvieron a tomar una importancia penal.La Iglesiaaprobó normas punitivas y estrictas para estas faltas sociales, que, con el apoyo y beneplácito de las fuerzas imperiales, permiten perseguir a los adúlteros y otros pecadores por todo el Imperio Hispano. Sin embargo, fuera de sus fronteras y colonias, estas normas seculares no tienen apenas valor y son, además, muy criticadas por los demás países. Sin embargo, el Vaticano respalda totalmente todas estas normas para con sus fieles.
La madre del emperador, en persona, creó un cuerpo de voluntarios civiles, de fuerte convicción moral, que se comprometió con un juramento: el cumplimiento de la doctrina Milton (nombre del teólogo que expuso la primera argumentación de la doctrina).
De esta forma, estos voluntarios civiles (dirigidos y financiados por sacerdotes locales) disponían de todo el apoyo de las fuerzas del orden, y contaban con plenos derechos jurídicos. Sin embargo, aunque no tiene fuerza legal fuera del Imperio,la Agencia Milton, denominación coloquial que acabó por ser aceptada, si mantiene colaboradores y agentes en el extranjero, autóctonos, que les ayudan a recuperar fugitivos bajo la manta.
Los detractores de tal doctrina aseguran que las actuaciones dela AgenciaMiltonson verdaderos secuestros y, por lo tanto, sus miembros deben ser arrestados. Los diferentes informes que blanden seguidores y detractores ponen de manifiesto que cuando una persona comete uno de los “delitos” estipulados, sea una mujer, un hombre o un adolescente, la agencia Milton dispone de uno o varios agentes para perseguirles, o reeducarles. Los castigos de la agencia son siempre ejemplares, para disuadir a otros delincuentes de este tipo de crimen. La familia no puede intervenir para pedir clemencia. Los adulterios o las fugas de casa son los pecados más abundantes y son castigados con abusos corporales (azotes y maltratos) y sexuales (violaciones y humillaciones), hasta que el/la pecadora aprende cual es su sitio y su futuro, pues el divorcio no es legal en España y las separaciones deben ser de mutuo acuerdo.
Día uno.
Carmen despertó y miró a su alrededor. El sol de mediodía entraba a raudales por el gran ventanal, iluminando cada rincón de la cabaña. Parpadeó, algo confusa por estar en un sitio desconocido. Con el recuerdo, llegó el nerviosismo y, luego, el temor. ¡Les habían atrapado!
Se dio cuenta que estaba esposada de una muñeca a un lateral de la cama y que estaba desnuda bajo las mantas. No recordaba gran cosa del día anterior, solo que Carlos y ella habían estado esquiando en la montaña. Aquel refugio estaba aislado, solitario, ideal para una escapada como la que vivían ellos. Nadie sabía que estaban allí, aún menos su marido, o la esposa de Carlos.
Cada uno preparó una perfecta excusa para su ausencia. Ella en un retiro espiritual en Cataluña, él en un viaje de negocios en Berlín. La cabaña estaba en los Pirineos, en una hermosa ladera a la cual se llegaba con un olvidado sendero. Carlos se ocupó de llenar la despensa y cargar combustible y leña. Su nidito para seis días.
Trató de hacer un esfuerzo y definir más sus recuerdos. Había alguien en la cabaña cuando regresaron de esquiar. ¡Una persona no, dos! Había un hombre, tranquilamente sentado en el sofá, con las piernas cruzadas, encarando la puerta de la cabaña. Vestía una gruesa parka polar y guantes. Tenía una enorme pistola en la mano. Ellos se quedaron de muestra al entrar, con los esquís al hombro aún.
“¡Sorpresa!”, exclamó el hombre del sofá. Era joven, de unos treinta años, más o menos, y tenía una penetrante mirada azul. Tenía maneras joviales, casi descuidadas, pero aquella mirada desmentía sus intenciones.
― ¿Quién es usted? ¿Qué quiere? – preguntó Carlos, apretando los dientes.
― Oh, yo no soy importante. Lo importante es quienes son ustedes – dijo el hombre, sin variar su sonrisa. – Usted es Carlos Cabrera, ¿verdad? Y la señora es Carmen Pastrana, marquesa de Ubriel…
― ¿Cómo conoce nuestros nombres? – se asombró Carmen.
― La AgenciaMiltonsabe muchas cosas, para vuestra desgracia – dijo una voz detrás de ellos, sorprendiéndoles.
Intentaron girarse, pero antes de poder siquiera vislumbrar el rostro de quien tenían a la espalda, sintieron dos fuertes pinchazos en sus cuerpos, acompañados de un silbido neumático. Fue el último pensamiento coherente de Carmen antes de caer al suelo.
“Dardos tranquilizantes”.
Ahora, el miedo corroía las entrañas de Carmen, burbujeando por salir a través de sus lacrimales. Se tapó con las mantas hasta la barbilla.
¡La AgenciaMilton! ¡Estaban perdidos!
¿Cómo les habían descubierto? Ambos fueron muy cuidadosos en sus encuentros, tomando todas las precauciones. Ser adúlteros se había vuelto peligroso en el Imperio Español. Pero parecía que no había servido de nada.
Trató de pensar cómo se habían podido enterar. Llegó a la conclusión de que lo único lógico era que alguien les había traicionado. ¿Quién? Nadie sabía de su aventura, ni amigos, ni familiares. Repasó mentalmente los posibles chivatos, esta vez teniendo en cuenta todas las posibilidades. Solo quedaba el servicio.
Carmen estaba casi absolutamente segura de su confianza. Llevaban muchos años con la familia, pero con estos fanáticos, nadie podía estar seguro de nada. Tenía sed, sin duda por la droga inyectada, y necesitaba ir al baño. Llamó en voz alta y solo surgió un quejido de su garganta reseca. Carraspeó con fuerza y repitió la llamada. Al cabo de un minuto, la puerta se abrió y el hombre de los ojos azules apareció.
― Ah, señora marquesa… está usted despierta – la saludó, con perfecta educación.
― Por favor, necesito ir al baño.
― Por supuesto – dijo, acercándose a la cama y buscando la llave de las esposas en su bolsillo.
― ¿Podría pasarme una bata o algo así? – pidió la marquesa, una vez la muñeca libre.
― Lo siento. Nada de ropa – el tono del hombre seguía siendo suave y contenido, pero absolutamente firme.
Carmen se mordió el labio. Se sentía humillada y avergonzada, pero realmente se estaba orinando. Prefirió que la viera desnuda a que un chorro de orina bajara por sus muslos. Retiró las mantas y, con toda la dignidad posible, salió del dormitorio al pasillo, donde entró en el cuarto de baño. El hombre no le permitió cerrar la puerta, pero tuvo la consideración de no mirarla mientras se sentaba en el váter.
Se limpió y bebió agua directamente del grifo del lavabo.
― ¿Dónde está Carlos? – preguntó al hombre.
― El señor Cabrera ha sido requerido por su esposa. Salió de aquí temprano.
― ¿Cuándo me llevaran?
― Sin prisas, señora. Hay planes diferentes para usted.
― ¿Por qué?
― Por su título, naturalmente.
Carmen no pudo sacarle nada más. Se sentía muy aprensiva, tanto por la respuesta, como por estar allí, ante él, mostrándole su perfecto cuerpo desnudo. La hizo volver al dormitorio y la esposó de nuevo a la cama. Sintió hambre, ahora que su sed estaba calmada. Media hora más tarde, la puerta se abrió nuevamente. Un hombre entró, portando una bandeja. Supo que era un hombre por su gran tamaño y sus manos, grandes y algo velludas en el dorso, pero llevaba un mono de trabajo, azul oscuro, que tapaba todo su cuerpo. Además, lo más extraño era que llevaba una especie de máscara de papel y cartón, hecha con la fotografía de su marido.
― ¿Qué…? – intentó preguntar.
El enmascarado soltó la bandeja en la mesita auxiliar. Portaba un plato con un sándwich y patatas fritas. Un vaso con un refresco de cola y un yogurt completaban la bandeja. El hombre se llevó un dedo a la máscara, pidiendo silencio.
― Nada de preguntas, mujer – la voz era extraña. No era la del tipo de los ojos azules.
― Pero…
― ¡Nada de hablar!
Carmen recibió un severo cachete en la mejilla que la acalló rápidamente. El hombre se sentó en el filo de la cama, la aprisionó por el pelo, haciendo que mirara directamente el rostro impreso de su marido.
― Escuche atentamente, por su propio bien. Se ha dictado un proceso de reeducación contra usted. Voy a ponerle un grillete con una cadena más larga, con la que podrá usted cambiar de posición en la cama, sentarse, e incluso hacer sus necesidades en el cubo que dejaré a un lado.
― No…
― ¡Ssshh! No hablará a no ser que se le pida. No tiene derecho a hacerlo. Lo perdió cuando engañó a su marido.
Carmen temía que dijera eso. Había sido condenada por adúltera, por lo tanto, le habían quitado todos sus derechos. El hombre le quitó la esposa. Sacó de un bolsillo un tubo de crema y le aplicó, de forma muy delicada, una buena capa en la muñeca y el antebrazo derecho. El grillete era ancho, de resistente cuero. Se acoplaba perfectamente a la muñeca, por lo que no daba apenas juego para que pudiera resbalar su piel por el interior. La cadena era fina y resistente; medía al menos metro y medio y estaba recubierta de un tubo de goma para que no sonara cuando chocara con la estructura metálica de la cama.
El hombre se marchó unos instantes para regresar con un gran cubo metálico, parecido a una lata de pintura de veinticinco kilos. Tenía una tapa de madera que, en realidad, era un asiento con agujero.
El cubo de las necesidades, se dijo Carmen.
― Bien. Ahora tengo que darle cuatro azotes...
Carmen abrió mucho los ojos, mirando el gesto siempre ceñudo que mostraba su esposo en las fotos.
― Tengo que golpearla dos veces en cada glúteo antes de darle la bandeja. Si se niega, se resiste, o se mueve, me llevaré la bandeja hasta la noche, momento en el que volveré a ofrecerle los azotes y la bandeja. De usted depende.
― No tengo hambre – respondió ella, furiosa.
― Está bien.
El hombre se giró, tomó la bandeja. Dejó el vaso con el refresco en la mesita, y se marchó, cerrando la puerta. Carmen estalló en sollozos, sintiéndose impotente. Estuvo largo tiempo llorando y recriminándose. ¿Es que no tenía suficiente con su asunto con Chessy, o con las caricias de Irene, su masajista? ¿Por qué había tenido que aceptar el flirteo de Carlos? Su marido siempre fue muy claro con ella. Nada de otros hombres. Hacía la vista gorda con su amiga Chessy, ya que eran íntimas desde la universidad. También le pasaba por alto las atenciones de Irene o cuando se encaprichaba de una nueva doncella. Eran juegos entre chicas y no les daba importancia. Incluso, a veces, sabía que las espiaba.
Pero era intolerable con un amante masculino. De hecho, Carmen no tuvo necesidad de uno nunca. A pesar de la diferencia de edad, (ella tenía apenas treinta, él cincuenta y ocho) Alejandro, duodécimo marques de Ubriel, era perfectamente capaz de dejarla satisfecha y feliz. Carmen, de hecho, se había casado por amor. Sin embargo, no sabía que había pasado exactamente con Carlos.
Se calmó lo suficiente como para reflexionar sobre ello. Se enjugó la cara con la sábana. Carlos era el director de la fundación “Hagamos Juntos”, subvencionada en parte por el dinero de su marido. Había sustituido al anterior director, Pedro Esposito, fallecido tras una larga enfermedad. En seguida, había emprendido ideas mucho más dinámicas y participativas para la fundación, abarcando más campos de acción. A Carmen le fascinó el dinamismo de Carlos; parecía estar al tanto de todo, como un pequeño dios omnipotente. Carmen llegó a certeza de que, en realidad, Carlos la había desafiado, la había retado a engañar a su marido. Ahora que recapacitaba más profundamente, podía ver las sutiles manipulaciones de Carlos, sus pequeños empujones morales, las pequeñas tretas que usó para que ella cayera bajo su influencia. Carmen era de esas personas que siempre aceptaban desafíos, sobre todo por su orgullo.
¡Que tonta había sido!, se acusó ella misma, con un nuevo acceso de llanto. ¡Ahora tenía que pagarlo! ¡Solo esperaba que a Carlos le cayese también un castigo como el de ella!
Se quedó dormida, agotada por el llanto, y cuando despertó, unas horas más tarde, el hombre de los ojos azules estaba sentado sobre una silla, a los pies de la cama, mirándola fijamente. Se mantenía con las piernas cruzadas, las manos sobre una rodilla. Vestía pantalón de pana beige y un grueso jersey de cuello vuelto. No dijo ni una sola palabra.
Carmen se dio cuenta, entonces, que la ropa de la cama había sido retirada. Estaba desnuda ante el hombre. Intentó encogerse para taparse con las manos. Sus tobillos estaban atados a los pies de la cama, con las piernas ligeramente separadas. Se tapó el depilado sexo con las manos.
― Por favor… -- gimió. -- ¿Qué quiere?
― Intento ver si una marquesa es diferente de otra mujer.
― No… yo solo soy una… mujer normal.
El hombre se echó hacia delante, acodándose en su pierna.
― Retire las manos, por favor – pidió suavemente.
― Estoy desnuda…
― Todos estamos desnudos ante el Señor. Retire las manos.
Carmen tragó saliva y, lentamente, despegó sus manos del pubis. Las colocó a los lados de su cuerpo. El hombre volvió a echarse atrás en su silla y la contempló como si estuviera ante una obra de arte en un museo. Se llevó una mano a la boca, en actitud reflexiva, y ladeó un poco la cabeza. No pronunció una palabra más. Pasaron los minutos.
Carmen se sentía nerviosa bajo tal contemplación. No sabía a que era debido. En un principio creyó que el hombre tenía intenciones lascivas, pero no veía nada en sus ojos, o, por lo menos, no era capaz de distinguirlas. Luego, a medida que se tranquilizaba, creyó percibir curiosidad en las azules pupilas. Era como un estudio científico.
Sintió como sus pezones se endurecían, a su pesar. Notaba su rostro enrojecido por la vergüenza, pero también cómo se estaba excitando rápidamente. Aquella mirada fija la hizo temblar, lentamente, agitando su respiración. Pronto fue evidente que el hombre se había dado cuenta de sus pezones erguidos, de cómo su pecho subía y bajaba más aprisa, y giró la cabeza para no encontrarse con sus ojos.
― Míreme, por favor… -- el tono era casi suplicante.
Se sintió incapaz de negarse. El asomo de una tenue sonrisa flotaba en los labios del hombre, pero no era una sonrisa de suficiencia o de victoria, sino de agradecimiento. Carmen notó su vagina humedecerse. Estaba excitada sin que hubiera habido un solo roce, ni siquiera una mención a algo sensual. Solo una intensa mirada. Sintió un leve espasmo en su pubis, como resultado de su intención de unir los muslos, pero no podía por las ligaduras. Su sexo se estaba encharcando más a cada segundo que pasaba. Los pezones le dolían y la tentación de pellizcarlos era cada vez más fuerte.
Instintivamente, una de sus manos subió de su costado y acarició uno de sus mulos, levemente, en su parte exterior. Carmen vio el sutil cambio en la mirada del hombre, el movimiento apenas iniciado de una de sus cejas. No estaba segura pero podía intentarlo nuevamente. Colocó su otra mano sobre el bajo vientre, casi sobre el pubis. Allí estaba otra vez esa inquietud en el rostro masculino. Era una reacción a lo que podían hacer sus dedos.
Carmen adivinaba cual era la fantasía que rondaba la mente del hombre, pero, ¿sería capaz ella de realizarla? Se sentía bastante excitada, pero aún así… además, ¿qué ganaba ella con eso?
Sin embargo, con solo imaginarse abierta ante el hombre, tocándose íntimamente para él, gozando para él… ¡Dios! Estaba mojando la sábana sin querer. Tragaba saliva tratando de humedecer la reseca garganta. Ahora que había situado en su cabeza aquella imagen erótica, su cuerpo parecía haber tomado un curso natural. La tentación era cada vez más irresistible.
El meñique de su mano derecha no dejaba de acariciar, inconscientemente, su pubis. Notaba como, más abajo, sus labios mayores se abrían, dispuestos para tragar lo que fuese. Su clítoris latía, sordamente, deseoso de un buen roce. ¿Se atrevería a hacerlo?
Sin pretenderlo, su garganta emitió un gemido en el instante en que decidió llevar un dedo sobre su vagina. Una pequeña sonrisa contrajo los labios del hombre. Carmen paseó su dedo corazón sobre sus labios mayores, abriéndolos totalmente. Giró cuanto pudo sus piernas, aplanando sus caderas sobre la cama, entreabriendo sus muslos y consiguiendo más espacio para sus dedos. No estaba segura, pero no creía que su sexo hubiera estado tan caliente jamás. El flujo de su excitación se había convertido en un hilo constante.
Suavemente, desencapuchó su clítoris, pasando un dedo a cada lado y presionando. Nada más rozarlo, un fuerte escalofrío recorrió su baja espalda. Carmen no dejaba de mirar aquellos dos impactantes ojos azules, conciente de su autoridad. Con dos dedos, entreabrió los labios más íntimos, humedeciéndoles en sus propios jugos, para, posteriormente, impregnar su ardiente clítoris. Esta vez, fue algo más que un gemido lo que brotó de su boca.
“¿Qué me pasa? ¿Tan puta soy?”, se preguntó mientras no dejaba de pellizcarse suavemente el clítoris. Los ojos del hombre ya no la miraban al rostro, sino que estaban prendidos de la manipulación de sus dedos. Tenía la mirada más febril pero, por el momento, su rostro no indicaba nada más. ¿Quién sería? Sin embargo, estas preguntas desaparecieron de la mente conciente de Carmen, reemplazadas por una urgencia más primaria. El placer estaba subiendo por su cuerpo. El índice de su mano izquierda friccionaba sin miramiento su botoncito, mientras que introducía dos dedos de su mano derecha todo lo que podía.
Sus caderas se agitaron instintivamente, sus pechos se endurecieron. Ya lo sentía subir por su espina. Cerró los ojos y sonrió, abandonándose a la más sublime sensación de la vida. Procuró no emitir ruidos, pero, sinceramente, no estaba segura de haberlo conseguido. Jadeó, recuperándose del orgasmo, aún con los ojos cerrados.
Le estaban desatando los tobillos. Abrió los ojos. El hombre estaba inclinado sobre sus pies. Tras desatarla, la tapó con las ropas de la cama, sin que su expresión facial cambiase. Finalmente, aún inclinado sobre ella, apartó uno de los rizos de Carmen, que caía sobre su ojo.
― Realmente, eres la puta de Babilonia – le susurró antes de marcharse.
Pasó lo que quedaba de tarde evocando, una y otra vez, aquella situación. Lloraba de vergüenza y, minutos más tarde, frotaba sus muslos, excitada por el incesante sentimiento de lujuria que la embargaba alternativamente. Su estómago rugía, hambriento, y necesitaba evacuar urgentemente, pero se negaba a hacerlo en aquel cubo.
Al final, no le quedó más remedio. Se levantó de la cama. El tubo de goma de la cadena golpeó suavemente sobre una de sus caderas. Se sentó sobre la tapa de madera del cubo, e intentó hacer que coincidiera su vagina con el agujero. No lo consiguió a la primera y algo de orina salpicó tanto la tapa como su propia pelvis, pero dirigió finalmente el chorro al interior del cubo, donde produjo un sonido hueco contra el metal.
No tenía nada con que limpiarse, así que dejó que su vagina escurriera durante un minuto. A pesar de la nieve en el exterior, la cabaña estaba realmente caldeada. Seguramente, la chimenea estaría encendida en el salón y la calefacción funcionando en las demás habitaciones. Un nuevo retortijón cruzó las tripas de Carmen. Estaba famélica. No había comido nada fuerte desde el mediodía del día anterior.
De nuevo bajo las mantas, pensó en su situación. No en lo que esos hombres pudieran hacerle, sino en lo que su esposo podía reclamarle. Alejandra estaba en todo su derecho de repudiarla. Obtendría, ipso facto, la nulidad de su matrimonio, tanto eclesiástica como civil y Carmen se quedaría sin nada. ¡No podía ser! Se mordió el labio con desesperación. Era todo cuanto tenía, todo por lo que había luchado, cuanto anhelaba. Desde que entró en la adolescencia y fue presentada en sociedad, Carmen tomó el camino que la llevaría a una buena boda y a una vida acomodada. Sus estudios, sus afinidades, sus amistades, todo ello estaba supeditado hacia ese fin, el cual acabó alcanzando al conocer a Alejandro.
No es que Carmen fuera una aventurera, una buscavidas, no, nada de eso. Ella tenía “pedigrí” también. Procedía de una afamada familia catalana, de grandes recursos industriales, por lo que poseía su propia fortuna. Pero, aunque rica, su familia carecía de título, y eso era lo que más le apetecía a Carmen. Alejandro vino a colmarlo todo. Era apuesto, carismático, y extremadamente galante. Era un amante refinado y un compañero culto y ameno, y, sobre todo, era marques. Demasiadas cualidades para que Carmen no se enamorara de él…
La puerta se abrió, interrumpiendo sus pensamientos. El enmascarado regresaba con la misma bandeja. Carmen sintió un fuerte pellizco en el vientre y no supo si era miedo o hambre.
― Le he traído un poco de sopa caliente y un bien pedazo de tortilla de patatas. ¿Acepta los azotes? – preguntó, mostrándole el contenido de la bandeja.
Carmen asintió sin palabras, el labio inferior aquejado de un fuerte temblor.
― Perfecto – contestó el hombre, dejando la bandeja sobre la mesita. – Gírese y aparte la ropa de la cama.
Carmen apartó las mantas y se tumbó de bruces, exponiendo sus temblorosas nalgas. El enmascarado se acercó y palpó los glúteos con una mano, como si fuese un profesional, mientras que con la otra mano, sacaba una corta fusta de la cinturilla posterior del pantalón.
― Tiene que contar los golpes en voz alto. Si no lo hace, ese golpe no servirá y seguiré golpeando hasta que usted lo haga, ¿ha entendido?
― Si… si.
― Dos en cada nalga…
El primero cayó sin ningún tipo de advertencia, arrancando un corto grito de la mujer. Estuvo a punto de olvidarse de enunciarlo en voz alta. Finalmente lo dijo con un quejido, justo antes de que cayera el segundo golpe en la nalga contraria.
― Uno… ¡Dos! – dijo en seguida.
Las lágrimas cayeron por sus mejillas, incontenibles. Creía que no le quedaban más lágrimas después de todo lo que había llorado durante el día. El tercer golpe, esta vez sobre piel caliente, fue aún más duro. El hombre golpeaba sin piedad, con gran fuerza.
― ¡Tres! – gritó, a su pesar.
Notó los dedos del hombre masajeando el glúteo herido, quizás asegurándose de que la piel no se hubiera desprendido. Involuntariamente, Carmen tensó con miedo las nalgas, endureciéndolas.
― Así será peor – dijo el hombre en un susurro.
Con un sollozo, Carmen relajó los músculos y, en ese mismo momento, el cuarto azote cayó, con un seco chasquido.
― Cuatro – contó ella, con el rostro enterrado en la almohada, dejándose llevar por el llanto.
Al cabo de unos segundos, notó como el hombre untaba una fresca pomada sobre los fustazos, masajeando toda la zona dolorida con los dedos. Olía a lavanda. Las nalgas le escocían fuertemente, pero el dolor se calmaba. El enmascarado se marchó sin más.
Carmen se calmó en los minutos siguientes. Tanto las lágrimas como el picor remitieron y se levantó, tirando de la mesita auxiliar hacia la cama. Sentada y con la espalda apoyada contra la almohada, Carmen devoró la tortilla y disfrutó bebiéndose la sopa en el tazón, como una niña buena, pues no disponía de ningún cubierto. Agitó el yogurt sin quitarle la tapa hasta convertirlo en una pasta licuada y se lo bebió de dos sorbos.
Se levantó, retiró la mesita con la bandeja, y volvió a orinar. Deseó tener un cepillo de dientes. Suspiró y se metió de nuevo bajo las mantas. Nunca había estado tanto tiempo desnuda, ni dormido de aquella manera, pero no tardó ni un minuto en quedarse dormida, extenuada.