La adopción

Un muchacho es adoptado por un hombre. Lee lo que pasa entre ambos y un par de modelos y su manager. Es una ficción recaliente que te recomiendo.

LA ADOPCIÓN

La infancia de cualquier niño huérfano o abandonado es difícil. Criarse en instituciones benéficas suele ser una experiencia poco grata. Tal es mi caso: desconozco mi origen, no sé quienes fueron mis padres ni por qué llegué aquí. Lo único que recuerdo desde mi edad primera es estar en el patio del orfanato, esperando que llegue un padre o una madre. Eso, hasta los diez años, cuando perdí toda esperanza de recibir algo de cariño paterno. Porque amigos sí que tenía bastantes; aunque a veces alguno de ellos era adoptado (o vendido ilegalmente) al extranjero y ya nada más sabía de él. Así, me convertí en un muchacho alegre cuando estaba en compañía, pero profundamente retraído cuando me encontraba solo. A pesar de eso, buscaba mis momentos solitarios para soñar con una casa propia, una habitación que no fuera comunitaria, tener cosas personales, una bicicleta, por ejemplo...

-¿Por qué esa cara tan triste?

Quien así se dirigía a mí era un hombre de unos treinta y cinco años, con algunas canas, con barba de candado y un rostro que hacía confiar en él. Jamás antes lo había visto, pero me cayó bien. Cuando me sonrió yo también sonreí.

-No sé, cosas, la vida... –respondí vagamente, mientras miraba el agujero de mi zapato.

-Ánimo, campeón –me dijo fuertemente mientras revolvía mis rojos cabellos con sus dedos grandes.

No lo sabía, pero mi historia cambiaría por esa conversación. Unos meses después, ya formalizados todos los trámites, fui entregado en tutela a ese hombre, momentáneamente, para ver una posible adopción. Al final, si todo salía bien, ambos decidiríamos ante un juez. No en vano, ya había cumplido catorce años.

Al principio echaba de menos a mis amigos. Como aún no comenzaba la escuela, no conocía a nadie. Pero, por lo menos, ahí tenía algunas de las cosas que siempre había soñado: una habitación, una bicicleta, un juego de video. A mi padre lo veía sólo en las tardes, cuando volvía cansado de su trabajo. Pasaba casi todo el día solo. Pero él, Gustavo, el hombre que deseaba adoptarme, me había prometido que la semana siguiente partiríamos de vacaciones a la costa. Eso a mí me ilusionaba porque nunca había visto el mar. Por eso, el día señalado, a primera hora ya había cargado el auto de Gustavo con maletas y enseres.

El mar fue una gran sorpresa para mí. No es lo mismo que cuando uno lo ve en fotografías o en la tele. Lo encontraba gigantesco, como el cielo. Aprendí a correr hacia él y capear las olas por debajo. También hice amigos en el condominio en que estaba y con ellos solía jugar pichangas hasta tarde. Gustavo, por mientras, me miraba desde el balcón y me llamaba a comer cuando todo estaba preparado. La verdad es que, rápidamente, fui adquiriendo por él un cariño inusitado. Ya parecía como si lo conociera de siempre; hablaba con él de cualquier tema y sabía que podía contar con él ante cualquier problema. Sólo una cosa faltaba en nuestra nueva relación de padre e hijo y era el contacto físico. Yo sabía que él sentía ganas de acariciarme mi cabello pelirrojo o darme un beso cuando salía a jugar, pero temía asustarme o provocar un rechazo. Así, decidí que yo iba a comenzar a acercarme a él.

Pienso que éste es el mejor momento para que lo describa a él y a mí mismo. Él tiene poco más de treinta años. Su cabello es rubio oscuro y medianamente largo, aunque algunos pelos se le han ido blanqueando. Tiene ojos grandes de color pardo, el mentón cuadrado, cejas delgadas y una manzana de Adán gigantesca que dan ganas de morder. Su pecho es amplio y musculoso, al igual que sus bíceps y piernas. Suele vestirse con poleras a rayas y pantalones de jeans bien apretados, por los que se insinúa un par de nalgas fuertes y prominentes que me atraen fuertemente. Cuando va a bañarse al mar, se le forma, en el zunga rojo que utiliza, un monte del que se deduce que está bien dotado; aunque cuando vuelve del baño éste ha disminuido bastante: problemas del agua helada, que le llaman. Cualquier persona que lo ve sabe que es atractivo y, como dije antes, inspira confianza y se sabe que nunca hará algo que te perjudique.

Yo, por mi parte, ya sabes que llamo la atención por tener un pelo del color del cobre. Soy de estatura mediana y cara algo redonda. Tengo una sonrisa seductora, según me han dicho, aunque nunca sea ese su objetivo. Como me gusta correr tras la pelota, me mantengo en buen estado físico. Tengo pecas graciosas en la cara y en todo el cuerpo. Me están saliendo vellos en las piernas más rojos aún que los de la cabeza. El resto de mi cuerpo es lampiño, exceptuando la zona púbica, que aunque de pendejos cortos, parece un semáforo en rojo. ¡Ah, si quieres llamarme por mi nombre, me llamo Pablo!

Ese día era domingo. Mi nuevo padre se había levantado más temprano y leía el diario frente a una taza de café. Aún no se había bañado ni afeitado y olía un poco a tabaco fino y whisky de la noche anterior. Yo, por mi parte, me había perfumado con su loción de hombre grande. Me planté frente a la mesa vestido solo con un calzoncillo roto que aún tenía del orfanato.

-¡Buenos días!

-Buenos días –me respondió levantando la vista y mirándome sonriente-. ¿Pero, Pablo, por qué estás vestido así? Acaso no tienes ropa interior nueva.

-Sí –le dije-, pero la verdad es que no me gusta. Estoy más cómodo así.

Y sin decir más, me senté sobre su rodilla y le di un beso en la mejilla.

-Mira –acotó-, aquí dice que una empresa realiza desfiles a domicilio. ¿No te gustaría renovar toda esa ropa vieja?

-Está bien, papá –le dije mientras me ponía de pie y lo besaba casi rozándole los labios.

Él, por primera vez, me respondió cariñosamente palmoteándome las nalgas.

Más tarde me avisó que no hiciera planes esa noche porque vendrían un par de modelos para que pudiera escoger la ropa que deseaba utilizar. Así que me quedé sin salir a pichanguear, solo con mi consola de juegos. Cuando sonó el timbre Gustavo, mi nuevo padre estaba en el baño, por lo que me pidió que abriera yo. Así fue como entraron por la puerta y por mis ojos dos muchachos un poco mayores que yo. Uno de ellos era de piel más oscura, ojos brillantes, nariz alta y respingada, cejas poco pobladas y cabello lacio y muy negro. Su nombre era Samuel. El otro, Armando, era un poco más bajo, pero de espaldas más anchas, rostro redondo, cabello castaño claro muy corto y cara de estar planeando siempre alguna travesura. Junto con ellos, Benito, el organizador del desfile, traía varias bolsas repletas de ropa. Él era como de otra época: patillas largas y ensortijadas, bigote espeso, pañuelo al cuello y un cintillo que apretaba su hermoso cabello largo. Tendría cuarenta años muy bien conservados.

-Muy bien –le dijo a Gustavo- pueden sentarse mientras los muchachos se preparan.

Ubicaron en el salón un biombo. Pero me llamó la atención que era ligeramente transparente. Aunque más me sorprendí cuando noté que Samuel pasaba su mano por el trasero de Armando mientras se vestían.

Comenzamos con ropa deportiva. Yo iba anotando en una libretita aquello que más me gustaba. Aunque, en realidad, más que la ropa me gustaba lo que estaba adentro. De los buzos pasamos a las camisetas y shorts, que fueron excitándome cada vez más. Decidí que nos saltaríamos la ropa formal por no estar de acuerdo con mi personalidad. De los trajes de baño, escogí los más seductores y ceñidos al cuerpo. Pero lo mejor llegó cuando apareció la ropa interior. Armando llevaba un slip pequeño de color verde y le pregunté a mi padre que cómo me vería con él. Gustavo me dijo que sin duda estaría muy bien; pero que podíamos salir de dudas. Con un gesto, Benito detuvo al modelo y le arrancó la prenda para pasármela a mí. Y ahí quedó el modelo, vestido sólo con una camiseta breve y negra. Verle su grueso falo provocó en mí la reacción esperable. El manager, mientras, olfateaba el slip antes de entregármelo. Yo quedé congelado, sin saber qué hacer, con la prenda en la mano. Pero Benito y Gustavo se me acercaron y, levantando mis piernas, me arrancaron el pantalón que llevaba, poniéndome el slip verde. Por segunda vez sentí la mano de mi padre en mis nalgas, pero esta vez se quedó allí, como percatándose de que estaba bien puesto.

-Lo ves –me dijo-, se te ve muy bien.

-Estoy de acuerdo –intervino Benito posando su manaza sobre mi paquete-; marca muy bien el contorno.

Ya no entendía mucho, pero había decidido dejarme hacer. Por eso, cuando sentí los labios de Armando sobre mi cuello, alargué mi mano hacia atrás y cogí ese miembro que recién me había dejado embobado. Gustavo, mientras tanto, viendo que no había reparos, me besó en los labios e introdujo su lengua hasta muy adentro, jugueteando con la mía. Samuel, de quien ya me había olvidado, se introdujo entre mis piernas, bajándome con la ayuda de Benito el calzoncillo recién puesto, y mordisqueando mis cojones. Mi ropa voló hecha jirones para que Benito pudiera devorar mis tetillas. Mi padre cambiaba ahora de sitio y me mordía las orejas mientras me hablaba con voz cadenciosa y caliente.

-Te gusta, mi niño lindo, mi putito querido.

Y yo sólo asentía y viajaba entre nubes de deseo. Mi pija se levantaba enorme, como nunca la había sentido, y palpitaba al ritmo acelerado de mi corazón. De pronto, todos estaban desnudos y yo masticaba el enorme pico de mi padre adoptivo, echado sobre el sofá, mientras cada parte de mi cuerpo era tocada por distintas manos y bocas. Sentía cómo me lamían los dedos del pie izquierdo y la punta de una lengua abriendo mi virginal culo. Pensé que me iba cortado cuando una mano me agarró con fuerza los testículos provocando un gran dolor.

-No aún –me dijo Benito-, tienes que durar algunas horas más.

Y diciendo esto ciñó mis huevos con una argolla metálica. El dolor provocó que perdiera algo de vitalidad que recuperé con las distintas lamidas.

-Te prohíbo eyacular ahora –me dijo mi padre adoptivo y supe que le obedecería siempre.

Así siguió la orgía como por veinte minutos más. Hasta que Gustavo me tomó de la mano y me levantó del sofá. Los tres varones pronto reocuparon el sitio y pude ver cómo Benito se la metía a Samuel, que a su vez se la chupaba a Armando.

En brazos, mi padre me llevó al dormitorio, que estaba iluminado tenuemente. Ahí me di cuenta de que todo estaba planeado. Me tendió sobre la cama y se ubicó a horcajadas sobre mí, abriendo su culo para envolver mi gran palo. Gemíamos como locos él y yo. Él saltaba sobre mi gran mástil y pellizcaba mis tetillas.

-Hijo mío –me dijo-, ahora ya te puedes ir cortado.

Y diciéndome esto, eyaculé en su interior como si fuera un gran río.

Mi padre no salió de mí mientras me besaba y me decía lo mucho que me quería. Yo también ya lo adoraba y respetaba cada vez más.

Cuando salimos de la habitación, los tres hombres que habíamos dejado allí comenzaban a vestirse. En realidad, lo supe después, Armando y Samuel eran prostitutos caros administrados por Benito.

-Fue un placer trabajar para usted –dijo el administrador de putos a mi papá-; espero que nos vuelva a contratar.

-De eso estén seguros –intervine yo- en pocos días más es mi cumpleaños.

Manda tus mensajes a abejorrocaliente@yahoo.com