Kilómetros
Cuento corto para aquellos que aman a distancia.
Miraba las nubes por debajo de mí, las luces, la ciudad, los edificios tan pequeños como puntos suspensivos que se dejaban llevar a través de las líneas invisibles de las carreteras, invisibles para mí.
Nunca antes me había subido en un avión, pero ahí estaba, sentada en la clase turista porque el dinero no me daba para más. Con un bolso de mano aferrado a mí y una botella de agua medio vacía que apretaba inconsciente.
El cielo se oscureció y los botones de luces se fueron haciendo cada vez más grandes, hasta que pude ver con claridad las líneas de asfalto negro, las miles de hectáreas de color verde y concreto. El avión aterrizó con un chirrido seco que me puso los pelos de punta y mi corazón empezó a latir con fuerza.
Anunciaron la salida de los pasajeros y a medida que iba caminando por el estrecho pasillo mi cabeza empezaba a dar vueltas.
– ¿Estás bien? – preguntó una aeromoza, levantando mi barbilla con su mano.
Mi mente decía que no, pero mi boca escupió un sonido afirmativo, así que me dejé llevar de forma automática hacia las escaleras. El aire fresco me hizo sentir un poco mejor, pero aún seguía nerviosa. Temblaba desde los dedos de los pies hasta la hebra más fina de cabello y cuando el estruendo del aeropuerto me golpeó el rostro, solo veía siluetas y colores que no significaban nada para mí.
De reojo me di cuenta que mi cabello estaba hecho un desastre por la humedad, así que saqué un gorro y me lo puse sin ver.
Mis ojos se fueron inmediatamente hacia un cartel que decía Alexa rodeado de corazones y sonreí incrédula. El cartel era una broma entre nosotras, muchas veces le dije que no necesitaría de uno para poder ubicarla en un sitio lleno de gente, porque ella era inconfundible, al menos para mí.
La había visto tantas veces en fotografías y video llamadas que me sabía su rostro de memoria, pero cuando la vi el alma se me salió del cuerpo. Era preciosa, era el triple de preciosa. Estaba sonriéndome y yo, sin poder tener control de mi cuerpo, dejé que mis piernas aceleraran el paso hacia ella y la abracé tan fuerte que creí que nos estábamos fundiendo, como los metales a altas temperaturas.
Vio mi gorro y sonrió de nuevo, negando con la cabeza, porque sabía que mis rulos eran tan rebeldes como yo y me dio un beso en la frente que me calentó el corazón.
La seguí hasta el estacionamiento, en ningún momento soltó mi mano, pero cuando lo hizo para poder subirse al auto sentí vacío el corazón. Sin embargo, una vez adentro se empujó sobre mí y me besó durante tanto tiempo, que al despegarnos me dejó un cosquilleo agradable en los labios.
No pude dejar de mirarla mientras encendía el auto, se abrochaba el cinturón y miraba por los retrovisores, aún llevaba la calcomanía de Antonietta sobre su pecho izquierdo, porque apenas salía del trabajo. Sus gestos eran preciosos y cuando me sorprendía solo sonreía y volvía la vista a la carretera.
Apenas cruzamos la puerta principal me tomó de la cintura cargándome y solo pude responderle con mis piernas rodeándola. Apoyó mi espalda en contra de la pared y volvió a besarme, reanudando el cosquilleo en mi boca. Su respiración estaba caliente y chocaba en mi rostro que lo estaba aún más. Con su cuerpo hacía presión sobre el mío, desatando miles de emociones que lograban debilitarme.
Con ambos brazos rodeó mi espalda y me llevó hasta su habitación, que olía al mismo perfume que llevaba ella. Caímos sobre la cama y se separó solo para correr la cortina de la ventana.
– Déjalo, ven – ni yo reconocía mi propia voz.
Sentía los labios y la lengua dulce, mis manos halaban su blusa y se escabullían en su abdomen, su espalda y luego sus muslos, para empujarla y que cayera con su peso sobre mí.
– Alexa – gimió en mi oído y luego me siguió besando, lenta y tortuosamente, mientras con sus manos se sostenía a ambos lados de mí.
Tocó, besó y mordió cada uno de los lugares que, durante varias madrugadas había relatado que haría, susurró todas esas palabras que había soñado que diría y entregó su mundo en mis manos para que la amara y la amé.
Y yo no le prohibí nada, la dejé hacer, a su gusto y a mi placer.
– ¿Cuándo volveré a verte? – me preguntó jugando con sus dedos en mi cabello.
– Cuando menos lo esperes – le respondí.
Cuando estaba en la fila, con el boleto de ida en una mano y una chaqueta en la otra, entendí que hogar es cualquier sitio donde esté lo que te haga feliz, donde imagines tu descanso, donde sepas que estás en total paz y tranquilidad. Mi hogar se quedaba en ese lugar, mientras yo caminaba de vuelta al avión, mirando de vez en cuando hacia atrás, volviendo a dejar que los kilómetros se interpusieran entre nosotras.
– Voy a ir a verte – leí en sus labios como una promesa, sellada con dos sonrisas y dos corazones arrugados.
Fin.
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