Kilómetro 495

Un trailero cincuentón a mitad de la carretera. Una sensual y misteriosa jovencita. Uno con semanas sin sexo. La otra ganosa de tenerlo. Todo apuntaba a un encuentro.

Fue de caminó al norte del país cuando la conocí. Trabajaba como chofer para una empresa de mensajería. En aquella ocasión, transportaba mercancía hacia Tijuana. Llevaba ya varias horas sobre la carretera. Me había encontrado pocos vehículos circulando rumbo al mismo destino, por lo que pude meter el acelerador al máximo y ganar unos minutos de ventaja. Decidí usar parte de ese tiempo parando en una cafetería, situada al lado de un hotel de paso, al que en días de extremo cansancio, acostumbraba llegar.

Bajé del trailer y entré al pequeño, pero acogedor sitio. Lo primero que hice, como atraído por una fuerza externa e inexplicable, fue voltear hacia una de las mesas. Ahí estaba ella, sentada, tomando una taza de café. Era apenas una niña; diecisiete a lo máximo, calculé. Ni siquiera las perforaciones en sus cejas y nariz, o el maquillaje color negro, la hacían lucir mayor. Su corta cabellera, tan oscura como la pintura en sus labios y ojos, era el marco perfecto para su rostro de infantiles facciones. A primera vista podía aparentar ser una chica ruda, pero poniendo más atención, uno se daba cuenta de la inocencia que aún la rodeaba. Ese contraste fue lo que me atrajo tanto. En cuanto la miré supe, aunque suene estúpido, que estaba enamorado.

Ella se dio cuenta de que la observaba. Me clavó su mirada y no pude mantenerla. De inmediato, volteé mi cara hacia otro lado. Pedí un café y unas donas para llevar. Tenía bastante tiempo de sobra, pero no podía quedarme. Si lo hacía, era muy probable que perdiera la cabeza. No podría permitir que eso pasara. Ella era solo una niña; a mis más de cincuenta, podría ser hasta su abuelo. En cuanto le pagué a la cajera, salí apresuradamente del lugar.

Si no hubiera caminado con tanta prisa, y hubiera puesto más atención a lo que sucedía a mi alrededor, me habría dado cuenta que la chamaca ya no estaba en su mesa para cuando pagué. De haber sido así, la sorpresa de encontrarla recargada en mi trailer, no habría sido tan grande. Pero lo hice. No pude evitar tirar lo que llevaba, al observar no sólo su carita, sino el resto de su cuerpo, que también tenía esa mezcla entre inocencia y rudeza. Llevaba una falda a cuadros muy corta y de holanes, tipo colegiala. Una blusa escotada, calcetas y botas negras. Las prendas cubrían una anatomía, que a pesar de contar con unas curvas más o menos definidas, aún era la de una adolescente.

Me quedé inmóvil por un rato, admirándola. Era bellísima en verdad. Prendió un cigarrillo y comenzó a fumarlo como una experta, dibujando figuras con el humo. Era una chiquilla, pero su mirada y su actitud, por momentos me hacían pensar lo contrario. Mi mente empezó a imaginar mil y un cosas. Ante la falta de sexo en las últimas semanas, esas imágenes bastaron para excitarme. Para calmarme y no tener una erección, que sería imposible de ocultar debido a los pantalones que vestía, traté de iniciar una charla, pero la voz apenas me salía. Ella tiró el cigarro al suelo, lo pisó, me sonrió y dijo la primera frase.

-¿Para dónde vas guapo? - Preguntó, intentando disfrazar su voz de niña con un tono sensual.

-Voy a Tijuana, a entregar una mercancía. ¿Y tú? - Contesté, sin poder evitar mi nerviosismo.

-Que casualidad, yo también voy para allá. Me vas a dar un aventón, ¿verdad? - Dijo emocionada y ya con un pie en el escalón a la cabina.

-Si. - Fue lo que salió de mi boca, aún cuando lo que me decía mi cabeza, era que me negara.

Saqué las llaves y abrí la puerta. Ella subió primero, mostrándome sus diminutas bragas. Ver ese delgado trozo de tela perderse entre sus nalguitas, terminó de ponerme como piedra. Poco me faltó para tomarla por la cintura, y hundir mi rostro en ellas. Afortunadamente pude controlarme. No habría sido buena idea, hacerlo afuera de una cafetería. Subí también y me senté a su lado, detrás del volante. Encendí el trailer y continué mi camino, con una sensual jovencita como compañía.

Las rayas blancas que separan los carriles, pasaban a grandes velocidades, tan rápido como la desvestía en mi mente. Si quería que mi verga regresara a su estado de calma, lo más lógico era que pensara en otras cosas, pero simplemente no podía. La forma en que estaba sentada, tampoco me lo facilitaba. Tenía las piernas sobre el tablero, un tanto separadas. La falda, por el ángulo formado, se deslizaba un poco hacia su cintura, dejando buena parte de sus muslos a la vista. No eran las piernas impresionantes de una mujer espectacular, ni mucho menos, muy delgadas e inclusive con algunos moretones, pero para mí eran una tentación cada vez más difícil de resistir.

De vez en cuando, como de manera accidental, cuando el vehículo daba un pequeño brinco, rozaba su entrepierna. Ella miraba por la ventanilla, aparentando indiferencia ante la situación, pero estaba seguro que todo lo hacía para provocarme. El pensar que siendo apenas una niña, y a pesar de que yo no era más que un viejo sin suerte con las mujeres, me estuviera coqueteando con aquel grado de malicia, me calentaba mucho más. La polla me dolía bajo los pantalones. Necesitaba desahogarme de alguna manera.

Lentamente, intentando que no se fuera a dar cuenta y me lo impidiera, estiré mi brazo para tocar su pierna. Cuando la yema de mis dedos se encontraba a unos cuantos milímetros de su piel, levanté la mirada. Ella me estaba viendo y no me había percatado. Su gesto de niña buena, hizo que devolviera mi mano rápidamente. No dijo nada, ni un reclamo ni una aprobación. Me concentré de nuevo en el camino. Mi excitación no daba muestras de bajar.

Por un buen rato tuve la vista puesta en la carretera. Ninguna de las posiciones, que de seguro ella adoptaba, logró llamar mi atención. Aún así, mi miembro seguía duro. Era como si hubiera regresado a la adolescencia, a los días que te la pasas empalmado, sin razón aparente y contra tu voluntad. Podía mostrar indiferencia, pero el bulto bajo mi cintura me delataba. La muchachita cambió su estrategia de seducción. Me atacó por ese lado. Cuando menos lo esperaba, y haciéndome casi perder el control del volante, sentí su mano sobre mi paquete.

-¡Cálmate¡ No creo que quieras terminar al fondo de un barranco, al menos yo no - me dijo -. Será mejor que te relajes y disfrutes.

Le hice caso por dos razones: en primera, porque tenía la esperanza de que si no reaccionaba a sus caricias, se cansaría y dejaría todo por la paz y; en segunda, porque el contacto de su mano sobre mi pene, aún por encima de la tela, era muy satisfactorio. Apenas y me rozaba, pero yo me encontraba en la gloria. Recorría lentamente el tronco, de arriba a abajo y de regreso. Cuando llegaba a la punta, la presionaba ligeramente, haciéndome gemir. Lo hizo por casi media hora. El placer era bastante, pero la sutileza de las caricias, no era capaz de llevarme al orgasmo. Los huevos y la misma pija me dolían. Fue entonces cuando ya no pude controlarme. Me olvidé que era una puberta. Le pedí que me la sacara y se la metiera en la boca.

Obedeció de inmediato, feliz por mi nueva actitud, sabiéndose victoriosa de la batalla. Bajó el cierre y en un dos por tres, ya la había sacado y la tenía hasta la garganta. Subía y bajaba, abarcando cada centímetro de ella con sus delicados labios, moviendo su lengua con desesperación. Alcancé su trasero. Como el de cualquier chica a su edad, estaba muy suave. Cuando sintió que con el dedo índice presionaba su ano, me clavó los dientes en el glande, y yo las uñas en sus juveniles carnes. En verdad que me la mamaba muy bien, se veía que tenía experiencia en ello. Ese talento y el grado de excitación en el que estaba, no me dejaron durar mucho.

Mis testículos se pegaron a mi cuerpo. El cosquilleo en la punta de mi falo era cada vez más mayor. Me olvidé de su culo. Jalé su pelo, empujando su cabeza hacia abajo, para clavarle mi verga hasta el fondo y justo después, llenarla con siete chorros de semen. El clímax había sido intenso. Sin duda, mejor que acabar sobre la pared del baño, era hacerlo en la boca de una mujer, y más aún si era una adolescente como aquella. Para mi sorpresa, se tragó hasta la última gota, sin dar muestra de asco. Limpió los restos que quedaron en el capullo. Me dio un beso en la mejilla, y regresó a su lugar.

Creí que se permanecería quieta por al menos cinco minutos, pero empezó a desnudarse. Traté de persuadirla de lo contrario, argumentando que si una patrulla la veía así, me llevarían a la cárcel. De seguro notó que la verdadera razón por la que se lo pedía, era por el miedo que me daba lo que pudiera hacer, así que no me hizo caso. Primero fueron las botas, luego las calcetas, la blusa, la falda, el sostén y las bragas. Era preciosa, y la tenía para mí solo. No podía creer que la vida fuera tan buena.

Sus pechos se parecían más a los de un hombre gordo, que a los de una mujer, pero aun así me parecieron perfectos. Sus pezoncitos estaban duros; los pellizcaba y gritaba de placer. Vientre plano y cintura diminuta. Y su coñito, que delicia, sin un solo vello, tal vez porque se los quitaba, o quizá porque aún no salían. Se le veía ya un poco húmedo. Era evidente que gozaba de la situación, tanto, o más que yo. Lo rozó ligeramente y dio un pequeño saltó. No podía permanecer como simple espectador. La jalé hacia mí y le metí dos dedos de un sólo golpe. Le dolió, lo supe, pero ella no hizo nada para demostrarlo. Por el contrario, tomó mi brazo y lo empujó hacia ella con fuerza. Me rogó que la masturbara.

No me hice del rogar. Comencé un violento mete y saca que en poco tiempo, la habían convertido en una fuente inagotable de eróticos fluidos y sonidos. Mi polla había recuperado la dureza que perdió, al eyacular en su boca. La apretó con su temblorosa mano y comenzó a masturbarme también. Nuestras maniobras parecían coordinadas. Ella bajaba y subía por mi falo, rodeándolo con sus dedos; yo metía los míos en su conchita. Los dos nos movíamos, dándonos instantes de plena satisfacción, pero ella dejó de hacerlo cuando tomé su hinchado clítoris. Se retorcía, casi escapando de mis caricias. No faltaba mucho para que se viniera, pero no quería hacerlo de esa forma.

-Por favor, penétrame. Necesito tu verga. La quiero dentro, destrózame con ella. - Me suplicaba.

Esas palabras en la boca de una niña, resultaban mucho más excitantes de lo que eran. Saqué mis dedos de su vagina y le señalé mis piernas. Se acomodó sobre mí. Para estar más cómodos y no terminar, como había dicho ella antes, en el fondo de un barranco, le pedí que esperara un poco, hasta que estacionara el trailer a la orilla del camino. Ella se negó, quería ser follada sin detenernos. No podía decir que no a ninguna de sus peticiones, así que sólo disminuí la velocidad. Agarró mi miembro por la base y colocó la punta a la entrada de su cuevita. Se sentó sobre él, hasta que lo tuvo todo adentro.

Lo mojados que estábamos los dos, facilitó que así lo hiciera. Nada más de sentir la calidez y lo estrecho de su gruta, podría haber muerto con gustoso. Se cerraba sobre mi pija de una manera exquisita. Comenzó a auto follarse con ella, sin contemplaciones y sí con muchas ganas. Ese tramo del camino era mucho más empedrado; los brincos que daba el trailer se sumaban a los de ella, y aumentaban el placer que ambos sentíamos. Sus pequeños senos se apretaban contra mi pecho. Sus suspiros soplaban en mi oído. Mi piel se erizaba. No aguantaría demasiado.

Ella tampoco resistió mucho. Había un gran bache, que provocó que mi verga saliera por completo de su cuerpo, para después volverla a ensartar hasta el tope. Con tan terrible estocada, el frágil cuerpo de la chamaquita se convulsionó en un orgasmo, que debió haber sido, tan fuerte como sus gritos. Mis huevos empezaron a bombear semen hacia el exterior, pude sentirlo. Lo retuve lo más que pude y finalmente exploté como nunca, inundando su cuevita con abundantes chorros de leche caliente. Busqué su boca. Por un momento cerré los ojos. La tomé de la nuca y sentí mi mano mojada. Abrí los ojos y mi mano estaba manchada de sangre. Estaba a punto de preguntarle porque sangraba, pero otra jovencita me lo impidió. Estaba parada a mitad del camino. Había perdido de vista el camino, por tan sólo unos segundos, pero bastó ese tiempo para que ella apareciera, y estuviera a punto de impactarla.

Todo a mí alrededor desapareció. Pisé el freno y torcí el volante para no arrollarla, pero la distancia entre ambos cuerpos era muy corta. Antes de que el trailer se detuviera, escuché el golpe. Se me bajó la sangre hasta los pies. La había matado, pensé, por andar de caliente y no concentrarme en conducir bien. Cuando recuperé la calma y el vehículo ya no se movía, bajé corriendo para verificar si mis sospechas eran ciertas, para corroborar si la había atropellado y acabado con su vida. Ni siquiera tuve tiempo de subir el cierre. Mi pene, ya flácido, se balanceaba como un péndulo con cada paso que daba.

Miré hacia todos lados, debajo de las llantas; pregunté a gritos sí se encontraba bien, pero nada. No había rastro de la muchachilla. Regresé a la cabina, para pedirle a mi joven amante me ayudara a buscar. Ella también se había marchado. De pronto, recordé que ya no estaba cuando traté de evitar el impacto. De manera misteriosa, se había esfumado, pero no me di cuenta por la adrenalina del momento. Miré hacia un lado del camino y un destello llamó mi atención. Caminé hasta el lugar donde provenía.

El brillo era provocado por una cadena de oro, con un dije del rostro de Cristo. La misma cadena y el mismo dije que, minutos antes colgaban de mi cuello y, ahora estaban sobre una cruz. A un lado de ésta, estaba un letrero que anunciaba el kilómetro 495; y al pie de la misma, había una placa que decía: "Miranda Torres López. 1990-2005".