Kido-4-

Taylor

A Kido le vinieron de perlas un par de mandarinas que se le habían caído a Agnes de la bolsa de la compra sin que ella se diera cuenta. Las pequeñas pelotitas de color naranja habían rodado hasta debajo de la mesa en un momento de distracción, cuando Taylor había dejado precipitadamente la bolsa para acercarse a Kido. El chico las rescató del suelo en cuanto las vio junto a una de las patas de la mesa, cuando ella ya se había marchado.

—Taylor se ha dejado unas mandarinas—comentó a Inti justo al terminar de comer, señalando las frutas que había colocado sobre la encimera.

Su hermano le había curado la herida—Kido por fin se había visto en el espejo: cinco puntos de sutura solamente, y no se veían nada mal--, había recogido la casa como un torbellino y había preparado la comida, sin dejarle a él participar en nada de esto, claro. En ese momento se afanaba en recoger la mesa, empeñado en hacerlo él solo, insistiendo en que su hermano se quedara sentado nuevamente sin mover un músculo como si fuera de cristal. Kido sabía que Inti no podía evitar hacer aquello, pero estaba comenzando a sentirse realmente agobiado.

—Ah. Iré a llevárselas luego…

Antes de que Inti pudiera decir una palabra más, Kido se levantó de la silla y cogió una bolsa de plástico.

—No, déjalo. Descansa un poco, iré yo.

—¿Qué…? No—Inti negó de inmediato con la cabeza—aún no han pasado veinticuatro horas…

Kido suspiró largamente: había Llegado el momento de dar el golpecito en la mesa. Como no se plantara en su sitio, le quedaba un resto de día muy jodido. Pero había que hacerlo con calma y algo de mano izquierda también... Inti no se merecía menos dada su eterna buena intención.

—Por amor de dios, sólo será hasta el ascensor y subir dos pisos… me vendrá bien moverme un poco.

Inti miró a su hermano, sujetando un plato lleno de jabón entre las manos. Comprendía a Kido, pero tenía miedo.

—Venga, Inti—continuó éste—sé que estás preocupado… pero no va a pasar nada, estoy bien, en serio.

—¿Seguro?

—Sí. Además me apetece visitar a Taylor. Hace tiempo que no voy a verla, tal vez tomemos un café.

Inti pareció relajarse. Imaginar a su hermano con Taylor le tranquilizó un poco.

—Vale—concedió—pero vas con ella, ¿verdad? No te vas a ir por ahí a hacer el cabra…

Kido negó vehemente.

—No, no, ¿dónde voy a ir? Pásate por ahí a comprobarlo—dijo mientras metía las mandarinas en la bolsa y se dirigía hacia la puerta—o llama por teléfono si no me crees…

—No, no. No hace falta, pero…

Kido pasó junto a su hermano para salir y le dio un golpecito juguetón en el brazo.

—Te preocupas demasiado, y te lo agradezco. Pero estaré bien, de verdad—le dijo— volveré pronto.

Inti suspiró, y le devolvió el golpe.

—Venga… pero si te encuentras mal, vuelve.

—Claro.

-

Minutos después, a las cuatro en punto de la tarde, Kido pulsaba—por fin-- el timbre de la puerta de Taylor. Inmediatamente escuchó pasos al otro lado que se detuvieron cuando ella atisbó por la mirilla, quizá extrañada de recibir visita a aquella ahora. A los pocos segundos oyó el ruido de la cadena metálica al ser retirada y la puerta se abrió ante él.

—Anda, ¡qué sorpresa!

La señorita Taylor sonrió a Kido con sincera alegría y le hizo un gesto para que pasara. Era de esas personas que cuando sonríen lo hacen no solo con la boca sino también con los ojos, iluminándose todo su rostro como un sol radiante. A Kido le encantaba verla sonreír. Desde algún punto en el salón le llegaron, nada más entrar, los acordes amortiguados de Dire Straits tocando aquella canción cuyo nombre nunca conseguía recordar…

*“And Harry doesn't mind

if he doesn't make the scene.

He's got a daytime job he's doing alright

He can play honky tonk just like anything”*

—Sé que acabamos de vernos, pero ya la echaba de menos—rió—Se dejó esto—añadió, dando un tímido paso hacia dentro de la vivienda y tendiéndole la bolsa con las mandarinas.

—¡Oh! …¡gracias!—Taylor examinó por un segundo el contenido de la bolsa—Vaya, ni me había dado cuenta…

Cogió las mandarinas y se encaminó a la cocina, haciéndole a Kido una señal para que la siguiera, moviendo el culo al compás de la música.

—Justo ahora iba a hacerme un té…—le dijo—¿Te apetece uno?

—No se preocupe, no quiero molestarla.

—¡Oh, no!—exclamó ella—tú nunca molestas, no digas eso. Pasa, te prepararé un té.

Kido sonrió y la siguió hasta la cocina.

—Me encantaría… pero no debo…

Entró a la coqueta cocina de Taylor y observó cómo ella colocaba las frutas en un bol donde había más pelotitas naranjas.

—Ah, sí. Olvidaba que tienes que beber con moderación—la mujer le guiñó un ojo-- ¿qué tal un cafetito… descafeinado?

Kido asintió. En esas ocasiones se sentía como un jubilado. Evitar estimulantes, no pasarse con analgésicos gastrolesivos, abstenerse del alcohol...abstenerse de follar sería lo que faltaba.

—Eso sí puedo, muchas gracias.

Estaba empezando a odiar el jodido café descafeinado, pero qué remedio le quedaba. Seguro que el que le prepararía Taylor estaría bueno, se dijo esperanzado, no podía ser de otra forma viniendo de sus manos.

—¿Te duele mucho la ceja?—preguntó ella, colocando un par de tacitas blancas sobre la mesa bajo sus respectivos platos.

—Un poco, pero da igual.

—¿Has pensando en aprovechar y hacerte un piercing a juego con el de la otra?—Taylor levantó la vista sonriendo, señalando con la barbilla la barrita de acero que atravesaba la ceja derecha de Kido, coronada por una bolita del mismo material.

—Uf, menos mal que no me di ahí el golpe, hubiera sido un destrozo todavía peor.

Sí, y su hermano no se lo hubiera perdonado.

Aquel piercing casi le había costado la vida a Kido, en el sentido emocional de la palabra, cuando decidió hacérselo hacía dos años a espaldas de su madre y de Inti. Se había ido a un tugurio de mala muerte por cuenta propia, con todo planeado hasta el extremo, obviando la medicación que tomaba aunque sabía que con esa puta pastilla la práctica que iba a hacer estaba más que contraindicada. Aparte de sangrar no le pasó nada, pero su madre se tiró un día entero sin dirigirle la palabra y la bronca de Inti fue colosal (“¡Es absurdo!” había repetido sin cesar, a puro grito “¿Por qué haces siempre cosas absurdas? ¿No te das cuenta de que te puedes matar? ¡Egoísta!”). ¿Egoísta? Puede. Había priorizado su deseo, esa chorrada, frente a la preocupación de él y de su madre, sí. Pero lo de matarse por un piercing le resultaba a Kido difícil de creer: no conocía a nadie que hubiera muerto de esa forma, sangrando a chorro por un puntito tamaño cabeza de alfiler. Desesperado, había acudido a Silver pensando que, dada la consabida afición a las perforaciones de éste, le entendería mejor… pero “Melenas (el terror de las nenas)” también se lo había tomado mal; Kido se llevó otra charla sobre lo “absurdo” de jugar con la salud, y sobre el mal detalle de preocupar inútilmente a seres queridos, etc., etc.

Y lo mejor de todo esto era que sabía que, en caso de volver atrás, se volvería a hacer ese condenado piercing sin dudarlo. Y eso que casi disfrutó más planeando la jugada que por llevarlo puesto, pero ahí estaba el quid de la cuestión precisamente.

Cuando tenía tres años, a Kido le diagnosticaron una estenosis aórtica congénita, una patología cardiaca heredada en la que una de las válvulas de su corazón tendía a estrecharse sin poder funcionar correctamente. Le operaron al poco tiempo, intervención que quedaría siempre gravada en su piel en forma de larga cicatriz vertical en mitad de su pecho, desde debajo del cuello hacia su ombligo. Kido era raro hasta por dentro: la estenosis no era la única “malformación” congénita que había adquirido, también le ocurría algo llamado “situs inversus”, que consistía por decirlo así en que Kido, por dentro, estaba al revés. Es decir, tenía el corazón cambiado de sitio, apuntando hacia la derecha—dextrocardia, le gustaba esa extraña palabra--, y algunos órganos internos como el hígado o el bazo en el lado contrario al correspondiente. Este hecho no revestía problemas realmente por sí mismo, pero era algo a tener en cuenta para no pegarse un susto si le hacían una radiografía, por ejemplo, y algo más que vigilar.

En la operación del corazón, como él era muy pequeño, no quisieron ponerle una válvula orgánica de tejido biológico; esas había que cambiarlas y volver a operar al cabo de cierto tiempo, estaban indicadas en personas de más edad. Le habían colocado en lugar de esto una prótesis metálica sustituyendo a la válvula enferma, lo que le suponía a Kido tener que tomar todos los días aquella pastilla del tamaño de un comprimido de sacarina durante el resto de su vida. La pastilla impedía que la sangre se coagulara en torno a la prótesis y se le formara un trombo, lo que podría llevar a Kido a la muerte. Pero claro, su efecto se notaba no sólo en la válvula sino a todos los niveles: Kido no podía ponerse en riesgo de ninguna manera, porque con cualquier corte, herida o hematoma sangraría mucho más de lo normal. Por no hablar de las hemorragias internas… tenía contraindicados justo los medicamentos que en ese momento mejor le vendrían: antiinflamatorios como el ibuprofeno, por ejemplo, por su efecto lesivo sobre la mucosa gástrica. En general, el consumo de antiinflamatorios y analgésicos lo tenía muy limitado, y le parecía tan cansino organizarse que prefería aguantar y no tomar nada.

La vida desde su operación había consistido para él en querer escapar de una jaula de plata constantemente. Quería vivir y comprendía que no debía arriesgarse; pero la existencia así, encerrado, no era vivir. Había deportes que no podía hacer, no podía tomar estimulantes por una posible bajada refleja de tensión arterial al subirle la frecuencia cardiaca, y si cogía un cuchillo para cortar una zanahoria, su hermano o su madre se lo quitaban de las manos alegando cualquier pretexto.

Hacía tiempo que le había hablado de todo eso a la señorita Taylor, y ella le había escuchado. Agnes le había entendido, y Kido había podido por un momento dejar de estar solo en aquella jaula a la que podía referirse sólo con palabras. En el fondo, la certeza de que realmente era un “egoísta” por querer vivir a toda costa le hacía sentirse culpable, y Taylor también le había ayudado en eso, quitándole de un plumazo gran cantidad de la carga que Kido llevaba sobre los hombros con solo una conversación. Kido todavía no sabía cómo ella había logrado hacer algo así. No hacia terapia con él… pero era psicóloga al fin y al cabo, y muy inteligente.

Taylor preparó la cafetera con el café descafeinado y retiró la tetera con agua hirviendo del fuego.

—Siéntate, Kid…--le indicó.

Kido no puso objeción. Le encantaba la cocina de Taylor, parecida a la de una bruja buena: ordenada, curiosa y limpia pero abarrotada de las cosas más extrañas. Olía bien allí, a algo dulce y calentito. Se acomodó sobre una de las sillas con asiento de mimbre que había cerca de la mesa.

—Gracias—le dijo—tenía ganas de respirar un poco. Mi hermano me estaba volviendo loco…

—Te tiene hasta el gorro, eh…—rio la señorita con desenfado, sentándose frente a él mientras se hacía el café. Vertió agua de la tetera en su taza y añadió el té para la infusión—se preocupa por ti, Kido. Tu hermano te quiere.

—Ya, ya lo sé—respondió él inmediatamente—si yo entiendo lo que siente… pero ya no aguantaba más, en serio.

Taylor miró a Kido con ternura y volvió a reír. Aquel chico extraño, adorable y diferente, no dejaba de sorprenderla. Había algo en él que a ella le hacía tener esperanza por encima de todos los demonios de la caja de Pandora. Había un brillo en sus ojos al que ella se agarraba, porque significaba una especie de atalaya en el oleaje, algo por lo que valía la pena seguir adelante, luchando por respirar. Esto Kido lo desconocía, por supuesto, aunque sí sabía que Agnes le quería mucho. Lo sabía porque ella se lo había dicho en alguna ocasión, su amiga inglesa no parecía tener problemas a la hora de comunicar ese tipo de cosas.

—Me pone barreras para todo--continuó, refiriéndose a Inti—yo sé que es porque quiere protegerme… pero me exige que las acate, y no puedo ni protestar. A veces me trata como si fuera idiota.

La señorita asintió. Le entendía perfectamente.

—Tú le quieres, ¿verdad?—preguntó, tras permanecer unos segundos pensativa.

—¡Claro!—Kido soltó la respuesta que le venía a la mente—Más que a nadie en este mundo. Pero no soporto que me trate así…

Taylor sonrió de nuevo y dejó la cafetera humeante junto a Kido, encima de un pequeño círculo acolchado de cuadritos rojo y blanco. Olía maravillosamente.

—Bueno, dentro de poco se tranquilizará al ver que estás bien, ya lo veras… Oye— añadió, como si de pronto recordara algo—echo de menos tus magdalenas, ¿sabes?—le lanzó a Kido una sonrisa apretada, cómplice—y tu arroz con leche, y tu bizcocho…

Kido rio. La elaboración de postres caseros era su afición oculta, inconfesable. La compartía sólo con Inti y con la señorita Taylor, desde que ésta probó las citadas magdalenas de limón.

—Ah, sí… quedarían estupendas ahora, con mi café y su té—respondió—la próxima vez que haga le traeré, se lo prometo…

Ella juntó las manos exagerando un gesto de emoción máxima.

—¡Oh, por favor, sí!...

Kido se sirvió azúcar en el café—mucho, le gustaba muy dulce—y se detuvo a observarla.

Agnes Taylor era una mujer joven, muy guapa, uno se preguntaba cómo era posible que siguiera soltera. Nunca la había visto con ningún amigo tampoco. Sólo sabía de ella lo que ella había querido mostrarle detrás de los muros de su casa. Nunca habían salido a tomar algo ni a dar un paseo por la calle. Kido sólo conocía ese pequeño reducto de su mundo, donde nacía su mundo en realidad. Eso era genial, significaba conocer a una persona directamente… pero no tenía ni idea de cómo era ella en sociedad, y había muchas cosas sobre su vida que no sabía ni pensaba que fuera adecuado preguntar. La soltería de Taylor era una de esas cosas que había asumido como una eterna incógnita.

—Tenía ganas de verla, señorita—le dijo—no piense que he venido sólo para huir de mi hermano…

Ella ladeó la cabeza y le apretó la mano.

—Yo también tenía ganas de verte, Kid. Cuando esta mañana me encontré a Inti en el portal y me explicó lo que te había pasado, me preocupé mucho. Mucho…—añadió, sujetando la mano de él entre las suyas—me alegro de que hayas venido, y me alegro de que estés mejor.

Kido enrojeció ligeramente.

—Estoy mucho mejor, gracias. Pero, en realidad… necesitaba contarle algo.

No veía el momento de introducir el tema que le perturbaba, y quería desviar la cuestión de su salud de una vez por todas.

—Ah, ¿sí?

La señorita soltó la mano de Kido para coger su taza de té y dar un sorbito.

—Sí.

—¿Qué es?—inquirió, dejando la taza suavemente sobre el plato.

Al ver que Kido vacilaba, con los ojos fijos en la superficie de su taza de café, le animó a hablar. Vaya, se había puesto muy serio de repente.

—¿Qué es, Kid? ¿Qué te pasa?

El aludido dio unas vueltas más con la cucharilla dentro de su café.

—¿Es algo referente a Inti? ¿Os habéis peleado?

—No, no, qué va…--Kido meneó la cabeza, con la mirada aún en el contenido de su taza—no tiene nada que ver con Inti. Es…

--Ahá…

—Es… sobre una persona. Creo que… no sé si… me gusta.

Le costó mucho decir aquello. Tenía la sensación de que las palabras se le atascaban en la boca, de necesitar un sacacorchos para poder expresarse.

—Oh, vaya, eso es bueno, ¿no?

Taylor le miraba sonriendo desde el otro lado de la mesa.

—No lo sé…

—¿Por qué no vamos al salón y me lo cuentas?—Sin esperar respuesta de Kido, cogió su taza y su plato y se levantó.—Creo que esto merece ser hablado en un sitio mejor que la cocina. Los sillones son mucho más cómodos…--le dijo—puedes tomar el café allí.

Kido asintió, y aprovecho la transición de una habitación a otra para pensar cómo empezar a hablarle a Taylor sobre Ballesta. Pensar en él no le ayudó en absoluto, y recordar la paja que se había hecho en la ducha a su salud menos aún. Sintió el familiar acceso de vergüenza repentina al evocar todo aquello y se encogió levemente sobre sí mismo mientras caminaba.

Se sentaron en el sofá que ocupaba casi por entero el pequeño saloncito de Taylor, flanqueado por dos pequeños sillones tapizados a juego en sencillo color blanco.

—¿No sabes si es bueno que te guste?—inquirió Taylor.

—La verdad es que dudo mucho que sea bueno…

La señorita sonrió triunfante.

—Era una pregunta con trampa—le espetó—si crees eso, es que efectivamente te gusta.

Kido enrojeció violentamente.

—Es cierto…

—Pero, ¿por qué no sería bueno? ¿Qué es lo que es tan grave?

El chico guardó silencio unos instantes. Se sentía terriblemente incómodo, pero aun así era mil veces mejor sacar aquello—y tenía que sacarlo—en compañía de Taylor que a lado de cualquier otro ser humano.

—¿Ella lo sabe?—murmuró la señorita, aproximándose un poco más a Kido.

—No, ella no. Él—respondió este y respiró hondo—es un hombre. Y no sé si lo sabe… a veces creo que sí.

—Ajá—Taylor asintió—Un hombre. Entiendo, Kid. Pero sigo sin comprender qué hay de malo en eso…

Kido suspiró largamente, dejando sobre la mesa la taza medio vacía.

—No lo sé--musitó—es que… yo…

—¿Nunca te habías sentido atraído por un hombre antes?

Kido negó con la cabeza.

—No. Al menos no de este modo.

La señorita asintió.

—¿Y por chicas?

—Por chicas, sí… creo que sí…--reflexionó Kido—pero ahora… no lo sé.

Ella soltó una risita como un cascabel.

—¿No lo sabes?

—No. Es que, verá…—el chico trataba de explicarse, Taylor podía ver el enorme esfuerzo que estaba haciendo para buscar las palabras adecuadas—todo lo que he sentido antes es pequeño en comparación con lo que siento hacia esta persona—dijo de un tirón.

Ella se puso seria y asintió de nuevo.

—Entiendo…

—He estado con alguna chica, sí—continuó él—y me ha gustado… o eso creía, pero ahora… ya no sé qué pensar.

—Estás hecho un lío.

—Sí…

La señorita se levantó del sillón y se acercó a un aparador que había pegado a la pared. Abrió un pequeño armario y sacó una cajita de carey del tamaño de esas que se utilizan en joyería para guardar pequeños abalorios, y volvió a sentarse junto a Kido en el sofá.

—Si Inti me ve hacer esto me mata—le dijo, mirándole de soslayo—pero creo que con una cosa así… esto te vendrá bien.

Abrió la cajita y ante el pasmo de Kido sacó una especie de piedra resinosa color marrón.

—¿Chocolate?—Kido abrió mucho los ojos y contuvo la risa—Señorita, no sabía que fumara usted…

—Oh, claro que fumo—respondió ella riendo—aunque no demasiado, el tabaco lo tengo escondido… pero de vez en cuando me viene bien uno de estos.

—La entiendo, créame. Tiene que decirme de donde lo saca.

—¡Eso nunca!—respondió ella, divertida—te invito y nada más, que bastante es eso ya. ¿Te apetece?

¿Apetecerle? Por favor…

—¡Claro!

—Bien…

La señorita se mostró a los pocos segundos como una verdadera experta, quemando la china y liando un hermoso canuto con maestría.

—Oh, se lo curra tanto que parece un cigarro normal…

—¿verdad?—preguntó ella, examinando su obra—Bueno, voy a encenderlo, tú sígueme contando. ¿Cuál es el problema de todo esto?

—Pues la verdad, señorita…--retomó Kido—es que ahora no sé… si yo sería capaz de estar… físicamente con un hombre.

—Pues eso es lo mismo que con una mujer, Kid.

Kido rió. No, de ninguna manera. Para nada era lo mismo.

—No, claro que no—respondió—aunque ahora que lo pienso, ya no sé ni siquiera si sería capaz de estar con una mujer…—dejó escapar una risita. Pocas veces en su vida se había visto tan desorientado.

—Bueno… me refiero a que… con mujeres has disfrutado, físicamente—trató de explicarse Taylor, tras darle una profunda calada al porro--¿no?

Kido pensó durante unos segundos. Había estado con chicas, sí, pero aquella palabra—“disfrutar”—no parecía estar muy seguro de poder aplicarla.

—Sí, supongo que sí—contestó finalmente—no sé… lo he pasado bien…

La señorita sonrió y le pasó el canuto.

—Venga, fuma. Creo que te hace falta.

—No sabe cómo se lo agradezco.

Kido cogió el peta y le dio una buena calada. Se moría de ganas. Oh, qué bien. Aquella mierda tenía que tener un efecto placebo en su mente, porque al momento de aspirarla se sintió más relajado.

—Bueno, yo creo que no debes preocuparte—le dijo Taylor—al menos por este hombre. Cuando te llegue la oportunidad de cruzar el “puente”, sabrás si te apetece algo físico con él o no.

Kido sacudió la cabeza a su pesar.

—No, no me entiende. No sé si podría llegar a hacerlo, pero, en realidad… ya me apetece.

Oh, claro que le apetecía. Se había masturbado pensando en los labios del profesor sobre su cuerpo, por dios.

—¡Estupendo!—exclamó Taylor—asumo que a él también… no creo que gustándote a ti sea un hombre tonto.

Le guiñó el ojo, dando a entender lo que le había dicho tantas veces: que Kido era para ella absolutamente adorable, una especie de caramelo de fresa envuelto para regalo. Puag.

El chico se movió un poco sobre el sofá, los halagos velados le incomodaban, no sabía qué hacer con ellos. Y de ningún modo quería aventurar lo que pensaba o sentía Ballesta; al fin y al cabo el profesor sólo le había invitado a un evento, por mucho que Kido se empeñara en pensar que había algo detrás de la oscuridad de sus ojos.

—Pues no lo sé—replicó, sin querer mirar a Taylor—no sé si le gusto o no. Él es... raro.

—¿Raro?

—Sí—asintió Kido. La palabra le iba al Loco como anillo al dedo.

—¿Por qué es raro?

—Es muy difícil saber lo que piensa—Kido trató de resumir las múltiples manías del profesor—parece siempre enfadado, y mira extraño, se queda de pronto ahí clavándote los ojos como si quisiera atravesarte… y tiene un…--frunció el ceño tratando de dar con el concepto que pensaba-- un punto triste en la mirada.

—Vaya—Taylor cogió el porro de las manos de Kido y fumó largamente--¿Siempre triste y enfadado?

—Sí. Le dan como ataques en los que se pone a tirar cosas. Le lanza objetos a la gente y cosas así.

—Oh, ¿en serio? No se parece a ti, entonces.

Kido negó con la cabeza. La verdad que tal y como lo describía estaba dando una imagen de Ballesta como un pequeño monstruo, y tampoco quería eso, pero no sabía qué otra cosa decir decir. Aquella descripción se ajustaba a la verdad, simplemente. Ballesta era así, se mostraba así, no había forma de atenuarlo.

—No, no se parece a mí. Bueno, no lo sé, la verdad. No sé nada--resopló—Usted, como psicóloga, ¿qué opina de él? Quiero decir… esos ataques… ¿qué tipo de persona cree que es?

La señorita soltó una carcajada y le pasó el porro.

—No sé qué tipo de persona es, Kido—respondió—no le conozco. Lo único que puedo pensar de lo que me cuentas es que parece estresado. Si está enfadado y sus ojos tienen tristeza quizá sienta en este momento algún dolor. Lo que cuentas me da más pistas de su estado emocional que de su forma de ser.

Kido reflexionó unos instantes. Nunca lo había visto de ese modo, al menos de forma consciente. Quizá la conducta de Ballesta no era un rasgo de su personalidad, sino un síntoma de que algo no iba bien en él. Algo le dolía, tal vez. Quizá el profesor era apasionado y expansivo, y liberaba energía de aquel modo, con su afilada ironía, o lanzando cosas. Expresarlo así formaba parte de su naturaleza, indudablemente, pero no el hecho de hacerlo por sistema.

Si eso era así, si era cierto… ¿Qué coño le pasaba al profesor?

No era una oscura forma sin nombre lo que había en sus ojos, comprendió Kido: era dolor. Recordó la mirada habitual de Ballesta, siempre desviada a menos que le enfilase a uno, como perdida a propósito, eternamente decepcionada. Inmediatamente lo distinguió, lo supo.

—Tiene razón…--le dijo a Taylor. Nunca podría agradecerle suficiente a aquella mujer su capacidad de dar en el blanco—Pensaba que él era un hombre enfadado y triste, pero tal vez sólo lo está.

—Sí—murmuró ella.

—Creo que tengo que venir a verla más a menudo, señorita…

Lo único malo de las visitas a Taylor era que, aunque ella apenas pronunciaba palabra, le dejaban agotado. Estaba muy a gusto y no quería marcharse, pero le dio un bajón físico notable después de vislumbrar aquel nuevo punto de vista. Reclinó la espalda sobre el respaldo del sofá y respiró profundamente, cerrando por un momento los ojos.

Dejó que el efecto sedante del porro aquietara su marea interior y tomó aire de nuevo, exhalando después poco a poco.

—Ven cuantas veces quieras…--murmuró ella. Se había acercado más a él, y parecía a punto de abrazarle.

Kido sonrió y volvió a cerrar los ojos. Taylor solía abrazarle a menudo, era cariñosa con él como una niña con un oso de peluche. Un oso huesudo de metro setenta y pico, pero a ella eso no parecía importarle. Estaban bien los abrazos de Agnes, a Kido le gustaban.

En efecto, tal como él pensaba, Taylor apagó la chusta del porro en un cenicero y le rodeó con los brazos.

—Mi dulce Kid…--murmuró, estrechándole contra sí.

A Kido le resultó un poco violento el hecho de que su cabeza había ido a apoyarse justo en el escote de Agnes, pero se sentía tan a gusto y relajado, tan cálido entre aquellos brazos que no se retiró. La piel de ella desprendía una fragancia suave a perfume de magnolia.

--Quizá tengas la suerte de ser capaz de sentir pasión por hombres tanto como por mujeres…--aventuró ella entonces—es una inmensa suerte.

Kido respiró profundamente contra el pecho de Taylor.

—No lo sé…

—Quizá yo pueda... ayudarte en eso…

Lo que pasó a continuación le hizo a Kido dar un bote que por poco llega al techo. No supo cómo, en cuestión de segundos la mano de la señorita se colocó entre sus piernas, directamente, presionando con decisión y buscándole la polla, al tiempo que sentía sus labios húmedos cerrándose en su frente.

—¡Eh! ¿Qué hace?

Se levantó y apartó bruscamente a Agnes de su cuerpo, yendo a caer ésta de culo sobre el sofá. Ella levantó la mirada hacia él, de pronto sus ojos estaban aterrados.

—Lo… lo siento, Kido…

—¿Qué hace?—repitió él, sin ser capaz de articular algo distinto. No podía creerse lo que acababa de pasar. El mundo se había vuelto loco de repente, joder.

—Perdóname, por favor, lo siento…

Necesitaba salir de allí como fuera. Kido esquivó las manos extendidas de la mujer, se dio la vuelta y se dirigió a la puerta tan rápido como pudo sin echar a correr.

Abandonó la casa de su vecina como alma que lleva el diablo, terriblemente mareado. Tuvo que sujetarse a las paredes del habitáculo del ascensor para no caerse en lo que duró su descenso al tercer piso. Acertó de milagro con la llave en la puerta y pasó de largo sin saludar, rumbo directo hacia su habitación para cerrar de un portazo y tirarse sobre la cama.

¿Qué demonios le pasaba a la gente?

(Continuará)