K, Esclavo del Círculo de las Dóminas - y XIV

Terminan las aventuras de K en Oprisor: es anillado, y por supuesto recibe otro castigo; esta vez, sin embargo, le espera una sorpresa final...

A la mañana siguiente, cuando formamos en el patio para ir a trabajar, el hombre seguía allí colgado, semiinconsciente. Y seguía igual cuando regresé de arar, aunque parecía que se había recuperado un poco; sin embargo, solo balbucía incoherencias, y observé que, justo debajo de su maltratado cuerpo, había un pequeño charco, seguramente de orina, y restos de una defecación. Algo que la jefa de las guardesas, cuando llegó el momento de la segunda tanda de azotes, no pasó por alto: “Nadie te ha dado permiso para aliviarte, asqueroso. Cuando acabe tu castigo deberás recoger todo lo que has ensuciado, con tus manos y tu lengua; de momento, y por tu insubordinación, voy a aumentar la segunda parte de tu condena: cada una de nosotras te dará, hoy, una docena y media de latigazos” . Para, acto seguido, comenzar a azotarlo con toda la rabia de que era capaz, que desde luego era mucha; en aquella ocasión al menos seis de los latigazos alcanzaron el sexo de aquel pobre hombre, y bastante de lleno. Pues en diversas ocasiones pude ver como su pene, y sus testículos, saltaban en todas direcciones como consecuencia del impacto.

Cuando, a la noche siguiente, recibió su tercera tanda de azotes, yo hubiese jurado que ya ni le importaba; pues, aparte de algún gemido ocasional, no parecía reaccionar de otro modo a los latigazos. Colgaba limpiamente de las esposas que sujetaban sus muñecas, que habían lacerado tremendamente la carne amoratada; y era difícil encontrar, en su desnudez, un solo centímetro cuadrado que el látigo no hubiera golpeado al menos en una ocasión. En esta ocasión pude verle de cerca; lo cierto era que su estado daba verdadero miedo, y aún le faltaban un buen montón de azotes. Me pareció oír, al pasar junto a él, que pedía agua, con un hilo de voz; pero era evidente que yo no podía hacer nada por él sin exponerme a un tremendo castigo. Así que hice como que no le oía, y ocupe mi lugar en la formación. Desde donde contemplé, horrorizado, la última parte de su castigo; cuando terminaron de pegarle, y soltaron la cadena que le había mantenido tres días colgado de aquel cable, el hombre cayó como un fardo sobre el charco de excrementos que había ido formando. Y allí se quedó, inmóvil, mientras nosotros desfilábamos hacia la entrada de la nave dormitorio; donde nos esperaba nuestro tormento de cada noche, en forma de inyección de desinfectante en la uretra.

Me desperté, a la mañana siguiente, gracias a la patada que me propinó una de las guardesas en el costado, y mi primera impresión fue que no sería capaz de ponerme en pie; aunque, si mis cuentas no fallaban, quedaban solo cuatro días para mi liberación, yo había llegado al límite de mi capacidad física, y empezaba a pensar si no sería mejor exponerme a ir a la cárcel que seguir con aquella vida. Pero un compañero me ayudó a incorporarme, e incluso a caminar hasta el trabajo; yendo hacia allí me dijo, en un susurro, “Cuesta de creer que alguien, como vosotros dos, pueda soportar un mes entero aquí; los demás estamos asombrados, de verdad. ¡Si vieras tu aspecto!; me da miedo mirarte, pues no paro de pensar en cómo voy a acabar yo también. Resiste, que ya falta poco; si lo consigues, nos darás a todos una alegría” . Y, cuando le miré con cara de sorpresa, continuó: “La jefa de las vigilantes nos lo explicó, por eso lo sabemos” .

De algún modo, saberme admirado por los otros me dio más fuerzas, y logré completar aquella jornada; aunque, seguramente, yo fui de todos los esclavos el que más azotes con la fusta recibió, pues era muy evidente que mi contribución al esfuerzo con el arado resultaba mínima. Lo peor, era que aún me quedaban tres días más; que se me hacían, más que muy cuesta arriba, casi imposibles de cumplir.

La siguiente jornada fue distinta por completo; pero no porque nuestro trabajo cambiase, sino por el clima: por primera vez, desde que había llegado a la granja, diluviaba a cántaros, en uno de aquellos chaparrones de verano tan típicos del Mediterráneo. Al parecer, en Rumanía también los había, y quizás la única diferencia con los de casa fue que duró casi toda la mañana; pero al menos nos refrescó un poco. Aunque convirtió el campo en un barrizal, eso sí, en el que el surco del arado se volvía a llenar de fango al poco de abrirlo; así que las guardesas, para cuando a primera hora de la tarde dejó de llover, decidieron devolvernos a la granja.

Donde a mí, desde luego, me esperaba una sorpresa; tan pronto como llegamos una de las guardesas me sacó de la formación, y me llevó hasta uno de los edificios, uno que yo nunca había visitado. Eran las oficinas, o al menos eso parecía; pues había mesas de despacho, ordenadores, y muchos papeles por todas partes. Al fondo había una puerta donde ponía “Direcţie”, a la que llamó mi acompañante; cuando le contestaron abrió, y me hizo entrar de un empujón. Que casi me hace dar de bruces con Ángela; quien, sentada en una silla frente a la mesa de la jefa de vigilantes, estaba en animada charla con ella.

“¡Pero bueno, qué es esto! Parece que mis amigas rumanas han puesto en su sitio al machito orgulloso, ¿verdad? Acércate a esa pared, y podrás verte en el espejo; ahora eres, por fuera, la misma ruina humana que siempre has sido por dentro. Pura basura” . Yo la obedecí, y al principio me costó reconocer la imagen que me devolvía aquel espejo de cuerpo entero; por lo menos yo había perdido diez kilogramos, y mi cuerpo estaba cubierto de cicatrices, por los latigazos. Además de las pesadísimas cadenas, claro está, y de la jaula en mi pene; tanto ésta como mis grilletes se veían rodeados por un montón de carne tumefacta, lacerada por un mes de rozar con el metal. Mientras yo me miraba al espejo Ángela se levantó de su silla, y se me acercó; lo primero que pensé, al verla de pie, fue que parecía una diosa: estaba radiante, hermosísima, en su vestido veraniego corto hasta medio muslo. Que, además, dejaba ver la parte superior de sus generosos senos, pues se sostenía solo con unos tirantes muy finos, y era muy escotado.

Algo dentro de mí se rompió entonces, y no pude contener mi impulso de postrarme ante ella; me lancé al suelo, a besar sus zapatos, mientras le decía entre sollozos “Ama, soy tuyo; haz conmigo lo que quieras, seré tu esclavo para siempre” . Ángela me miró con una sonrisa sardónica, y apartó su pie de mis labios; cuando volvió a sentarse, me dijo “Eso será si yo quiero, imbécil; a ver si te crees que vas a elegir tú quien te atormenta” .

Como si yo no pudiera oírle, continuó con la conversación que debía de haber empezado poco antes; hablando en inglés, le dijo a la jefa “Lamento que eso vaya a alterar un poco sus planes, pero después del castigo final no sería posible que se marchase inmediatamente de aquí; estaría demasiado débil. Así que prefiero adelantar la ceremonia a hoy; luego, simplemente lo deja dos días tirado en el dormitorio, mientras sus ayudantes lo embadurnan de desinfectante cada poco. Y así, el día de su marcha estará en condiciones de hacerlo por su propio pie; solo faltaría que tuviéramos que cuidarlo…” . Las dos mujeres se rieron a la vez, y la jefa le dijo “Por mí no hay problema, está todo preparado. En cuanto llegue su invitada, nos ponemos a ello; además ha dejado de llover, con lo que será más fácil. Voy a mandar que lo preparen” .

Dicho lo cual tocó una campanilla, y entró la guardesa que me había traído allí; la jefa le dijo algo en rumano, y la otra me cogió de un brazo y me sacó del despacho. Fuimos de esta guisa hasta la herrería, donde la encargada me quitó las cadenas; es difícil de explicar la sensación de alegría que me invadió cuando, después de casi un mes, me quitaron todos aquellos hierros. Era como si, de pronto, me hubiesen crecido unas alas, de tan ligero que me sentía. Pero enseguida la superó la alegría aún mayor que me produjo verme libre de la jaula de pene; aunque lleno de escoriaciones en los lugares donde el aro se había hincado en la tierna carne de mi escroto, dejar de sufrir el permanente tormento que suponía el roce del metal en mis llagas era algo fantástico. Y no solo el roce allí, o en mi pene, sino también en las muñecas y los tobillos…

Poco duró, sin embargo, mi felicidad, pues la misma guardesa me llevó hasta el centro del patio, donde habían instalado un potro muy parecido al que usó la Señora para marcarme en el pubis. Entre la que me llevaba, y otra que estaba allí esperándonos, me sujetaron con multitud de correas; pronto quedé tumbado boca arriba y con las piernas y brazos abiertos, siguiendo las patas del aparato. Una vez que acabaron, fueron a buscar a mis compañeros, a los que situaron junto a mí, en fila; poco después llegó una guardesa con bata blanca, y un carrito con varios instrumentos que no pude ver bien. Y, finalmente, Ángela y la jefa; la primera, mientras jugueteaba con mi pene, me dijo “Lo primero, voy a ponerte piercings; dos barras horizontales en tus pezones, y una mayor cruzando el glande: lo que llaman un Ampallang. Pero, como mereces que te haga sufrir, te los harán de un modo muy doloroso: sin anestesia, y con agujas calentadas al rojo vivo. Eso sí, es el método más seguro: el acero incandescente cauteriza la herida al instante; así que dame las gracias, porque no hará falta ponerte el desinfectante que ya conoces” . Aunque muerto de miedo, le contesté “Gracias, Ama” ; pero ella se rio, y me dijo “De verdad que eres imbécil, era solo una frase retórica” .

Cuando la primera aguja al rojo atravesó mi pezón izquierdo, me di cuenta de que nunca había sentido un dolor así; pues la quemadura de mi pubis duró cinco segundos, pero aquello se extendió por bastante más tiempo. Mientras la mujer me perforaba el pezón, luego metía la punta de aquella barra que iba a ponerme en el hueco de la aguja, que seguía quemando literalmente el interior de mi tetilla, y sacaba la aguja otra vez, substituyéndola por el fino aro de metal, no paré de gritar a pleno pulmón; tanto, que antes de taladrar mi otro pezón la jefa decidió llenarme la boca con un trapo. El dolor, claro, fue igual de intenso, pero con la segunda aguja no hice tanto ruido; aunque, y pese a que no podía mover más que mi cabeza, para cuando mis dos pezones estuvieron perforados y decorados estaba cubierto de sudor, y a punto de desmayarme.

Pero aún me faltaba lo peor: mientras veía como la mujer calentaba otra aguja aún mayor que las dos primeras, usando un soplete portátil, no paré de suplicar clemencia; pero, como cabía suponer, aquel trapo acalló mis súplicas. Por lo que, poco después, una terrible quemadura atravesó mi glande en sentido horizontal, unos milímetros por encima de la uretra; duró lo bastante como para hacer que, esta vez sí, perdiese el conocimiento.

Cuando lo recuperé, mis pezones y mi glande seguían, literalmente, ardiendo de dolor, pero yo ya no estaba en el potro; me habían esposado, y luego colgado de aquel cable que cruzaba en horizontal el patio. Con lo que, pronto, el dolor de las quemaduras se vio superado por el de mis muñecas, ya muy castigadas por los grilletes de hierro, y que ahora soportaban todo el peso de mi cuerpo; así que apoyé los pies en el suelo, y me incorporé como pude. Al verlo, la jefa me dijo “Ahora serás azotado. Sin límite de golpes: cuando tus torturadoras se cansen de pegarte, entonces habrá acabado tu castigo. Y, por supuesto, si te desmayas te devolveremos el sentido, para que puedas seguir sufriendo; me dice la doctora que inyectarte desinfectante en la uretra es, también, un método ideal para "revivirte". Por cierto, te he quitado el trapo de la boca para que puedas saludarlas, pero si haces demasiado ruido te lo vuelvo a poner. Antes que aguantar tus gritos, prefiero que te ahogues...” .

Mientras hablaba, vi por el rabillo del ojo como dos mujeres, armadas con sendos látigos negros como el que habían usado para azotar a aquel pobre compañero durante tres días, venían hacia mí. Una de las dos era Ángela, sin duda; y a la otra, aunque no le veía la cara, la reconocí por la voz, cuando me dijo “Así que ahora eres K, el esclavo; voy a disfrutar de esto, te lo aseguro” . Era Paloma, mi ex mujer, y su voz delataba el odio que hacia mí sentía; yo solo atiné a contestarle “Haga conmigo lo que quiera, Ama” antes de que ella, con toda la fuerza -y sobre todo la rabia- de que era capaz, me cortase la respiración con su primer latigazo.