K, Esclavo del Círculo de las Dóminas - XIII

Mientras espera la llegada de más esclavos, K es sodomizado y azotado. Y, luego, presencia el terrible castigo a uno de los recién llegados, que ha osado levantar la mano contra una guardesa.

De inmediato, un escalofrío me recorrió todo el cuerpo; yo jamás había sentido la menor atracción por mi mismo sexo, y desde luego jamás había tenido una relación sexual con ningún hombre. Ni activa, ni pasiva; pero no era solo eso: lo peor eran las dimensiones de aquellos consoladores. Aunque cada una había elegido un modelo diferente, todos eran realmente enormes; el más reducido superaba, con mucho, el tamaño de mi propio miembro en erección, y había alguno que, sencillamente, era monstruoso. Mi compañero, sin embargo, parecía tener algo más de práctica en este terreno; pues, cuando las vio llegar y en un movimiento muy inteligente, se fue -a cuatro patas- hacia la que llevaba uno de los menos inmensos, quizás de veinticinco centímetros de largo por cuatro o cinco de ancho, y comenzó a chuparlo y lamerlo con gran energía. La guardesa que lo llevaba le dejó hacer, pero comprendió la jugada; a un gesto suyo, una de sus compañeras mejor “armadas” se arrodilló detrás del chico, y sin más preámbulo le introdujo el consolador hasta el fondo.

El pobre comenzó a gritar de dolor, y a contorsionarse; pero sin llegar a atreverse a apartar aquel monstruo de su interior. La mujer, con toda la maldad de que era capaz, bombeaba incansable, adentro y afuera; yo los contemplaba fascinado, hasta que algo duro, que trataba de superar mi ano, me sacó de mi ensimismamiento. Era, claro, el consolador de una de aquellas mujeres, que se había arrodillado detrás de mí y pugnaba por penetrarme; instintivamente cerré el esfínter, pero el comentario de ella me hizo cambiar de idea: “Así me gusta, que te resistas; es mucho más divertido para mí, aunque te haré más daño, eso seguro” . Las lágrimas acudieron a mis ojos cuando, profundamente humillado pero para evitarme males mayores, dejé de resistirme; al instante aquel enorme pedazo de plástico invadió mi recto, llegando -gracias al fiero empujón que la guardesa dio- hasta su fondo. Yo tuve la absurda, pero muy real, impresión de que, si ella seguía empujando un poco más, aquel monstruo acabaría saliendo por mi boca; y cuando empezó a bombear, atrás y adelante, la de que me iba a arrancar las tripas. Pero nada de eso sucedió; y, para cuando se cansó y salió de mi recto, otra esperaba para relevarla.

No sé cuántas horas pasé soportando aquel tormento, primero de cuatro patas en el suelo y luego, cuando se cansaron de estar en posturas incómodas, sentándome directamente sobre sus consoladores. Pues, cuando yo ya creía que nuestra ordalía había concluido, nos hicieron seguirlas hasta el porche de uno de los edificios, donde había varias sillas de plástico en las que ellas se sentaron; para, en tan cómoda postura, obligarnos a cabalgar sus enormes penes sintéticos. Mi compañero lloraba, y suplicaba clemencia, por supuesto sin éxito alguno; yo, menos optimista, ya ni lo intentaba, pero no podía evitar los frecuentes gemidos de dolor que se escapaban de mi boca. Que se hicieron auténticos alaridos cuando, por fin, se cansaron de penetrarnos; pues, antes de encerrarnos en la nave dormitorio, y además de inyectar en mi pene aquel desinfectante -y de untarlo en mis heridas- me llenaron también el recto con él. Por la brutalidad con la que me habían penetrado, seguro que habría allí más de una herida sangrante; así que cuando me acurruqué en la nave me dolía casi más el intestino que la uretra, o que mis heridas cutáneas.

Aunque me pareció un poco extraño, mi compañero y yo pasamos allí una semana larga como únicos esclavos de la granja; lo que nos garantizó ser objeto exclusivo de las “atenciones” de las guardesas durante todo ese tiempo. Casi completamos la zanja, pues dieciséis o dieciocho horas diarias cavando dan para mover bastante tierra, aunque sea solo entre dos; y, seguramente, mi ano alcanzó, gracias a las veladas de sexo anal, un nivel de dilatación incluso exagerado.

Pero con eso no tenían suficiente diversión: en días alternos, mientras que penetraban a uno de los dos, al otro lo azotaban; aunque los días en que fui yo el azotado no recibí las tres docenas de latigazos que hasta entonces eran mi ración habitual, sino solo dos, aquella mañana en que un camión de ganado se detuvo en la explanada central de la granja yo hubiese llorado de alegría. De no ser porque, además de muy agotado y dolorido, estaba casi deshidratado; sin duda con los orines de las guardesas, más lo que podía pillar del agua de las mangueras, no tenía suficiente líquido. Lo notaba en el trabajo diario, donde más de una vez había caído al suelo, extenuado; aunque de momento siempre logré levantarme al cabo de poco, sin duda estimulado por la lluvia de fustazos que en tales casos recibía, cada vez me resultaba más difícil incorporarme.

La llegada de aquel camión, llevando a diez hombres de edades entre los dieciocho y los cincuenta años -todos ellos igual de desnudos y asustados- a los que poco después cargaron de cadenas, además de enjaular sus penes, no sirvió más que para espaciar un poco los castigos que yo recibía; aunque tuvo otro efecto esperable: devolvernos al trabajo con el arado, para lo que ya éramos, otra vez, suficientes esclavos.

De hecho, la principal razón por la que dejaron de azotarme casi a diario, o de usarme como objeto sexual, fue la rebeldía de uno de los recién llegados; gracias a eso concentraron en él, al menos durante unos días, su sadismo, y nos dejaron a los demás un poco más tranquilos. Dentro de lo que cabía, claro; pues siguieron llevándonos a trabajar, y haciéndonos arar en el campo, bajo los constantes azotes de sus fustas, por más que ahora los repartíamos entre una docena de espaldas. Y no dejaron por eso de untarme el cuerpo con el maldito desinfectante, o de inyectármelo en la uretra. Pero, durante casi tres días, todas ellas concentraron su maldad en un solo esclavo.

La causa de tal ensañamiento la pude ver con mis propios ojos: uno de los recién llegados, un hombre de mi edad y estatura, con cuerpo de corredor de atletismo -delgado y no demasiado musculoso, pero todo fibra, sin un gramo de grasa- se cansó, de pronto, de recibir fustazos uno tras otro; era uno de los dos que atendían conmigo un arado, y por alguna razón no pudo más cuando nuestra guardesa, por enésima vez, descargó su fusta -sin razón aparente- sobre su espalda, mientras él tiraba del arado justo a mi izquierda. El hombre soltó el aparato, se giró a la guardesa y, sujetándole la mano que portaba la fusta con una de las suyas, se la quitó con la otra; para luego soltar a la mujer, que lo miraba asombrada, romper sobre su rodilla el mango de aquella fusta, arrancarle el cordón, y tirar al suelo los restos de su acto de rebeldía. Como es fácil imaginar, el castigo fue terrible; en pocos segundos las otras guardesas estaban sobre él, azotándole con saña, así que el hombre optó por dejarse caer al suelo, protegiendo su cuerpo como pudo con los brazos encadenados.

Lo peor para él llegó cuando, a última hora de la tarde, regresamos a la granja; pues la jefa había sido advertida, supongo que por teléfono, de lo que había sucedido, y estaba dispuesta a que jamás se repitiese algo así. Eso es lo que nos dijo, cuando nos tuvo reunidos en la explanada: “No puedo creer que uno de vosotros haya osado levantar su mano contra una de las mujeres que, sacrificando su valioso tiempo, se dedica a tratar de convertiros en hombres de provecho; en vez de los miserables gusanos inútiles que, sin nosotras, todos seríais. Por fortuna para él, me dicen mis compañeras que no la golpeó; de haber hecho eso, no habría más remedio que castrarle. Un animal que muerde la mano que le educa debe ser, de inmediato, neutralizado. Pero, como no fue tan osado, nos limitaremos a castigarle con el látigo; será amarrado aquí, en el centro de este patio, y recibirá durante tres días el castigo que sin duda merece: una docena de latigazos de parte de cada guardesa, y en cada una de las tres próximas noches. Sin comida ni agua, por supuesto. Cúmplase la pena; y que os sirva de ejemplo a los demás, para que comprendáis que jamás debéis rebelaros contras nosotras” .

Mientras hablaba, dos guardesas habían traído al condenado, que iba mascullando disculpas, y pidiendo clemencia. Observé que le habían quitado no solo sus cadenas, sino también la jaula del pene, pero pronto comprendí por qué razón; por supuesto totalmente desnudo, únicamente llevaba puestas unas esposas que unían sus manos por delante. Las dos guardesas le llevaron hasta el centro de la explanada, justo debajo de donde un cable metálico muy tenso la cruzaba, a tres metros de altura y sujeto a la pared de dos de los edificios que, uno frente a otro, la rodeaban. Tras pasar una cadena por encima del cable, lanzándola al aire, unieron sus dos extremos a las esposas, usando un candado, de forma que el hombre quedó colgando de ellas, con los brazos extendidos al cielo; una vez estuvo listo para su castigo, la jefa desplegó un largo látigo negro, de cuero trenzado y que llevaba enrollado en su cinturón. Y, tras dar un par de golpes al aire, provocando unos chasquidos ominosos, lo lanzó con todas sus fuerzas contra las nalgas de aquel pobre hombre.

El golpe lo lanzó hacia delante, hasta casi poner su cuerpo en un ángulo de cuarenta y cinco grados con la vertical; mientras él comenzaba a chillar de dolor, pude ver cómo, en sus nalgas y alrededor de su vientre, se formaba uno de aquellos surcos, profundos y enrojecidos, que yo ya tan bien conocía. El segundo azote cayó en la misma zona: esta vez, pude ver perfectamente como el látigo, después de pegar en su cadera, le cruzaba todo el pubis casi en horizontal. La jefa siguió golpeándole en la misma zona, sin duda buscando alcanzar sus genitales; por los tremendos aullidos que dio en esas ocasiones creo que, al menos, un par de veces logró darle de lleno, ya fuese en el pene o en sus testículos. Antes de concluir su docena y pasarle, empapada en sudor, el arma a una compañera.

Así fueron atizándole, una tras otra, hasta llegar a la última; para cuando terminaron, el hombre ya ni siquiera gritaba, y colgaba del cable gimiendo y llorando, con su cuerpo cubierto de unas viciosas estrías amoratadas. Mientras nos llevaban hacia la nave dormitorio, en cuya puerta pude ver a las dos guardesas que iban a inyectarnos aquel odiado desinfectante -y a frotárnoslo en las heridas, claro- recordé que aquello era solo el principio del castigo, que iba a durar tres días seguidos. Y, en aquel preciso momento, me di cuenta de que aquellas malvadas mujeres ya habían logrado someterme; pues sentí un miedo atroz a estar, algún día, en el lugar de aquel desgraciado.