K, Esclavo del Círculo de las Dóminas - XII
Todos los esclavos, menos K y otro, terminan su tiempo en el campamento; así que las guardesas tienen mucho más tiempo para ocuparse de él. Y, además, las ayudan las mujeres del pueblo próximo...
Mi vida continuó igual durante las siguientes dos semanas: trabajando de sol a sol, bajo los continuos fustazos de las guardesas -acabamos aquel enorme campo, y aún aramos otros dos, iguales o mayores-, comiendo mal, durmiendo tirados en el suelo, y recibiendo de vez en cuando otra tanda de latigazos. De hecho, más o menos cada cinco días; el día que cumplí quince como prisionero en aquella granja había recibido, la víspera, mi tercera sesión de látigo: otra vez tres docenas de latigazos, que vinieron a caer sobre las cicatrices a medio curar de los setenta y dos anteriores. Mi única suerte fue que, gracias a las constantes fricciones en mi espalda, en mis nalgas y en mis muslos, dadas con aquel irritante -el mismo que seguían introduciendo, noche tras noche, en mi uretra- no sufrí infección alguna; aunque, visto el terrible escozor que aquel líquido me producía, yo solo pensaba que no tener heridas infectadas era una suerte mucho tiempo después de que me lo aplicasen. Cuando la terrible sensación, similar a la de si frotasen sal en mis heridas, se calmaba un poco; y yo podía dejar de pegar saltos, y de rascarme contra las paredes.
Lo cierto era que, pese a mi buen estado físico inicial, quince días más tarde yo estaba al límite de mis fuerzas; el trabajo me agotaba, pues además de ser muy duro se sumaba a la mala alimentación, y a la escasa ingesta de líquidos. Aunque, por lo que respecta a esto último, uno de mis compañeros de arado me enseñó una solución, realmente bastante extrema: en una de las breves pausas para que cambiásemos nuestros sitios en el arado se arrodilló en el suelo, abrió la boca y se quedó esperando. La guardesa que nos vigilaba se le acercó y, tras hurgar un poco con su bota en los genitales aprisionados de aquel pobre hombre, le dijo “¿Hace calor, eh?” ; para, acto seguido, bajarse los pantalones y las bragas, y colocarse justo frente a su cara. Enseguida comprendí qué iba a hacer, y ella misma lo confirmó al decirle “No dejes perder ni una gota; como se te escape, nunca más te doy de beber” ; tras lo que empezó a orinar con un fuerte chorro, que mi compañero logró tragar entero, haciendo un gran esfuerzo por beber lo más deprisa que pudo. Reconozco que, después de verle actuar así, sentí una profunda sensación de asco, aunque solo me duró hasta que la sed empezó a torturarme otra vez; a partir de aquel día, yo fui uno más intentando obtener líquido de aquella forma, y en alguna ocasión lo obtuve. No en todas, claro; lo más común era que, cuando adoptaba la posición de beber, la guardesa me moliera a latigazos, mientras me decía “¡A trabajar, vago! Si quieres mi néctar, habrás de ganártelo trabajando más, y mejor, que los otros dos” .
A todo esto se sumaba otro sufrimiento, y cada vez más intolerable: el que me provocaba la jaula que encerraba mi pene. Pues llevaba quince días con ella colocada, y el aro que rodeaba mi escroto me estaba produciendo una importante laceración; algo lógico, si se tenía en cuenta que, durante muchas horas cada día, entre dieciséis y dieciocho, yo no paraba quieto. Obviamente, no me atreví a quejarme a nadie, por temor a más castigo; pero, al cabo de una semana de estar allí y cuando me iba a inyectar el desinfectante en la uretra, la guardesa que lo distribuía se dio cuenta del problema. Y decidió solucionarlo de la manera que más disfrutaban aquellas sádicas mujeres: friccionándome la zona lacerada diariamente, a la vez que la espalda, y con la misma sustancia que me inyectaban. Sin duda logró evitar que se me infectase, pero añadió aún más sufrimiento a mis noches; y a mis días, pues la carne herida por aquel aro de metal estaba, por la aplicación del irritante, mucho más sensible aún a su contacto. Con lo que me enviaba constantes pinchazos de dolor cuando me movía; y yo no paraba de hacerlo, ya fuese trabajando o simplemente andando.
Por todo ello, cuando la mañana del decimoquinto día las guardesas, en vez de llevarnos directamente a trabajar, nos formaron en el patio, albergué alguna mínima esperanza de que mi tormento hubiese terminado. Pero no era así, en absoluto, pues lo primero que hicieron fue separarme de la formación, junto con otro hombre; más bien un chico, pues se le veía muy joven: más alto que yo y muy delgado, tenía cara de estar sufriendo muchísimo, y su espalda era un amasijo de cicatrices del látigo. Algo que, de seguro, él también veía en mí, aunque al no haber ningún espejo allí, yo no podía comprobar mi aspecto. La jefa de las guardesas dirigió unas breves palabras a los otros esclavos, que pese a su lamentable estado tenían caras más alegres que mi compañero; lo único en lo que me fijé de su discurso fue una amenaza, y porque me afectaba de modo directo: “Si vuestras amas creen que necesitáis más disciplina, o les apetece castigaros más duro, la próxima vez os pasará como a estos dos: vendréis por un mes, en vez de por una o dos semanas. Os aseguro que no os gustará; muy pocos lo resisten” . Tras lo que les dijo que se fueran a la herrería, a quitarse sus cadenas; cuando ya iban a obedecer la orden, muy contentos, les añadió: “Las jaulas no os las quitaremos, por el momento; ya decidirán vuestras amas, cuando les mandemos la llave, qué quieren hacer con vuestros miserables colgajos” .
Una vez que aquellos trece hombres, aunque algo menos contentos que un minuto antes, desfilaron hacia la herrería, la jefa se volvió a nosotros dos y nos dijo: “Aún pasarán unos días hasta que llegue otro grupo de esclavos; así que, mientras tanto, solo os tendremos a vosotros dos para servirnos. Y para entretenernos, claro; la buena noticia es que, hasta que no llegue un tercero, se ha acabado arar: iríais demasiado lentos, y desviados. Pero aquí el trabajo no falta nunca; mis compañeras os llevarán, ahora mismo, a continuar la obra del canal de riego” . Tras lo que hizo un gesto y los dos, escoltados por seis de las guardesas, emprendimos la marcha; tardamos al menos una hora, caminando descalzos, desnudos y encadenados bajo aquel sol inclemente, en alcanzar el canal, y por el camino recibimos muchos más fustazos que nunca. Aunque muy dolorido, comprendí que era de esperar; pues eran seis fustas para solo dos esclavos, en lugar de los quince que hasta entonces ellas habían martirizado. La única buena noticia, pensé, era que sería más fácil obtener líquido; pues las guardesas nunca desperdiciaban su orina, y allí solo estaríamos nosotros dos para recogerla en nuestras bocas.
En eso no me equivoqué, en absoluto; pero con lo que no contaba era con la extremada dureza de nuestro nuevo trabajo, mucho peor que el arado. Pues, mientras arábamos, una de cada tres horas era de relativo descanso: la que nos tocaba pasar guiando el aparato, mientras los otros dos compañeros tiraban de él. Pero aquí, al llegar, nos dieron una pesada pala a cada uno, y pasamos el día entero excavando en la zanja, sin más descansos que cuando alguna de las guardesas quería orinar; y, después de muchas horas tirando fuera del canal paladas y más paladas de tierra, luego tuvimos que trasladarla a un montón próximo, por el método de llevarla con las mismas palas. Pues ni siquiera se dignaron dejarnos una carretilla; con lo que dedicamos las últimas horas del día a hacer un montón de caminos, de la zanja al montón de tierra, cargando cada vez la poca que cabía en nuestras palas.
Aquella labor tenía, además, una humillación añadida: como el canal de riego que estábamos construyendo discurría cerca de un pueblo, nunca nos faltó el público. Principalmente eran mujeres, vestidas de aldeanas y de todas las edades, que venían a disfrutar del espectáculo que suponían aquellos dos hombres desnudos, cargados de cadenas y de cicatrices de latigazos, que trabajaban allí como esclavos. Imagino que estarían pensando en sus maridos en aquella situación… Pero no tengo ni idea de qué debían comentar sobre nosotros, pues las visitantes hablaban, todas, en rumano; aunque es un idioma latino, muy parecido al español -como se puede comprobar leyéndolo- hablado resulta incomprensible. Al menos para mí, y sobre todo con la rapidez con que aquellas mujeres lo hablaban; lo que más decían, cuando nos señalaban, era algo como “sclavi pedepsiti” , que sin duda hacía referencia a nuestra condición de esclavos. Y se reían muchísimo cada vez que una de las guardesas decidía hacer sus necesidades; se ponían todas alrededor y, mientras tragábamos la orina de nuestra ama, hacían comentarios jocosos. Aunque ninguna de ellas se animó a orinar en nosotros, por fortuna; supongo que, por pudor -iban tapadas de pies a cabeza-, no querían enseñarnos sus sexos.
Aunque con el paso de las horas se fueron envalentonando; primero fue una chica joven la que, tras hablar con una guardesa, cogió la fusta de su mano y se acercó a dar un azote a mi compañero. Todas las demás se rieron mucho, al ver el gesto de dolor del chico, y pronto estaban pidiendo que les dejasen usar la fusta también a ellas; a mí al menos me pegaron dos docenas de mujeres, y por más que traté de disimular el dolor que me producían -para tratar de que no se animasen a insistir- no logré que dejaran de probarlo. Tanto disfrutaban que, al cabo de un rato, una que se había marchado poco antes regresó llevando en sus manos un látigo muy pesado, sin duda pensado para la dura piel de los bueyes; cuando la vi llegar me asusté, pero afortunadamente las guardesas le dijeron que no podía emplearlo contra nosotros, y se volvió por donde había venido, muy enfurruñada. Sin duda, con unos pocos golpes de aquel monstruo nos hubiese arrancado toda la piel de la espalda; pero, como solo estábamos nosotros dos, seguro que las guardesas preferían ser ellas quienes nos despellejaran.
Aquella primera noche, sin embargo, no nos azotaron; al regresar del trabajo, completamente exhaustos, nos regaron a fondo, y luego nos dieron un par de enemas a cada uno, allí mismo en el patio. La sensación de humillación fue, para mí, quizás la mayor que había sentido desde que llegué a la granja: a cuatro patas en el suelo, rodeados de las guardesas y usando una bolsa como las de los goteros de hospital, pero mucho más grande, primero llenaron mis intestinos con una solución de agua tibia y algún producto químico. Bueno, los míos y los de mi compañero, a quien le sometieron al mismo tratamiento justo a mi lado; ni él ni yo tardamos mucho en empezar a sufrir retortijones, y al poco soltábamos todo lo que nos habían metido, junto con las heces que teníamos en nuestras tripas. Pero eso no les pareció suficiente a nuestras torturadoras, pues repitieron la operación una segunda vez; solo entonces les parecimos lo bastante limpios, y nos mandaron a comer el engrudo habitual junto a la cocina. Tras lo que volvieron a regarnos con la manguera, para limpiarnos bien; mientras dos de ellas lo hacían, las demás fueron saliendo del edificio principal, donde habrían cenado. Y pude ver que cada una llevaba, sujeto a su pubis por unas correas y sobre el pantalón de montar, un enorme consolador.