K, Esclavo del Círculo de las Dóminas - XI

La vida de K en la granja-escuela: trabajo agotador, un montón de latigazos y, al final... ¡siempre aquel terrible desinfectante, hasta el fondo de la uretra!

Nos despertaron, a patadas, en cuanto se hizo de día, y nos sacaron al patio a formar; a aquella hora hacía algo de frío, pese a ser el mes de junio, y todos teníamos la piel de gallina. Es más, alguno incluso tiritaba. Al mirarme la piel, incluida la poca que podía ver de mi espalda, me llevé una gran sorpresa: las marcas de los azotes de la víspera prácticamente ya no se veían; solo algunas, ya borrosas, se insinuaban en mis muslos, quizás el lugar donde la piel se marca con más facilidad. Y, al mirar a mis compañeros, vi que en todos sucedía lo mismo. Comprendí entonces por qué usaban aquellas fustas con tanta generosidad: sus azotes nos provocaban un intenso dolor, y durante un buen rato un escozor terrible, pero las heridas que hacían eran superficiales; con lo que cada día podían atizarnos tanto como quisieran, en la confianza de que, al día siguiente, estaríamos listos -decir “frescos” sería, en nuestra situación, sin duda bastante exagerado- para seguir sufriendo bajo sus golpes.

El desayuno consistió, otra vez, en un cubo lleno de aquella sustancia, y cuando lo acabamos conectaron las mangueras; aunque el agua salía bastante fría, casi todos no pusimos bajo el chorro para poder orinar, pese a que al hacerlo aún nos escocía la uretra -nadie nos había llevado al baño, ni lo había donde dormíamos- y para poder beber. En mi caso con la esperanza añadida de que, caminando hacia el trabajo, ya entraría en calor; una esperanza que se vio hecha realidad minutos después, en cuanto sonó el silbato de una de las guardesas. Mientras íbamos hacia el campo, cargados con las piezas de los arados, y procurando no ser detectado, levanté un poco la vista; la imagen que ofrecíamos, quince hombres desnudos y cargados de cadenas, caminando en fila mientras las guardesas nos iban atizando con sus fustas, era realmente sorprendente. Aunque no tanto como lo que les habría sucedido a los dos hombres que, la noche anterior, nos habían traído la cena: estaban tres o cuatro sitios más adelante que yo, y pude ver perfectamente que los dos tenían el cuerpo literalmente cosido a latigazos. Unas marcas anchas y profundas, del estilo de las que Ángela me hizo en casa de la Señora; no las marcas finas de las fustas. Mientras los miraba, el hombre que me seguía me habló en inglés, con un susurro: “Cada día seleccionan a alguno, y lo muelen a latigazos; o cualquier otra tortura que se les ocurra. Si ya es difícil trabajar tan duro, día tras día, pobre de ti como te elijan para ser su diversión nocturna” .

No tuvo tiempo de decir nada más: una lluvia de azotes cayó sobre él; y sobre mí también, aunque yo no había dicho nada. Primero fue la guardesa que había oído hablar a mi compañero, pero pronto se acercaron unas cuantas más; para cuando pararon, al menos me habrían dado cincuenta azotes entre todas, y yo tenía todo el cuerpo ardiendo, literalmente, por el escozor de tanto fustazo. La que había oído la “conversación” -por llamarla de algún modo, pues yo no dije nada- nos dijo, muy seria, “Esta noche, tras la cena, os presentaréis a la jefa, para ser castigados” ; yo estuve a punto de quejarme, pero el sentido común me frenó: de haber hablado sin permiso, seguro que habría aumentado mi castigo. Así que volví a mi lugar en la fila, y una vez que llegamos al campo me puse a trabajar donde me indicaron, y en riguroso silencio; lo que, por supuesto, no me libró de recibir otro buen montón de fustazos, pues ellas nos pegaban por puro capricho. O, mejor dicho, por pura maldad.

Trabajar allí todo el día fue, desde luego, extenuante. No solo por el esfuerzo físico, y porque el sol, desde primera hora, nos quemaba la piel; además no nos dieron nada de comer, y tampoco de beber, hasta volver a la granja. Y allí no se hacían más pausas que las obligadas para intercambiar nuestras posiciones de trabajo, de forma que por cada dos horas de tirar del arado pasásemos una guiándolo; eran, siempre, tan breves como la guardesa tardase en volver a sacudirnos con su fusta. Muy poco, vamos; incluso cuando, en una de ellas, aproveché para defecar -ya no podía aguantarme más- me cayó una lluvia de azotes. Así que, cuando regresamos por fin a la granja al caer la tarde, yo estaba totalmente reventado; aunque algo me alivió el agua de las mangueras, y cuando me mandaron a por la olla de la cena -con el hombre que me había hablado en la fila- aproveché el camino de la cocina al patio para hacer como él: con la mano que no sujetaba el asa, coger tanta comida como podía, y llevármela a la boca.

Al acabar de cenar, después de la segunda rociada con las mangueras, una de las guardesas nos ordenó volver a coger el perol de la cena, y llevarlo a la cocina; pero, una vez que lo hicimos, no nos devolvió a la fila con los demás, sino que nos llevó, por unos pasillos interiores, hasta un salón donde un grupo de guardesas charlaba amigablemente. Nos situaron en el centro, y una mujer de mediana edad, alta y de expresión severa, nos dijo “Sabéis que hablar sin permiso es una falta terrible; así que deberéis ser castigados. Pero, antes de decidir vuestra pena, os ofrezco la posibilidad de hablar en vuestra defensa” . Mi compañero, un hombre mayor que yo y bastante más bajo, declinó la oferta, pero yo decidí aprovecharla: “Señora, ha habido una equivocación; yo no he dicho ni una sola palabra” . La mujer me miró muy enfadada, y me contestó: “Así que, además, eres un maldito chivato. Vaya asco. Iba a daros dos docenas de latigazos a cada uno, pero tu actitud merece mucha mayor sanción que su humildad: una docena para tu compañero, y las otras tres para ti. Cúmplase de inmediato el castigo” .

Entre dos de las guardesas trajeron una especie de caballete, sobre el que tumbaron a mi compañero; luego lo sujetaron con correas, le taparon los ojos, y durante la siguiente hora se dedicaron a atormentarlo: le tocaban el trasero con el látigo, para que creyese que ya venía el golpe, luego lo hacían chascar en el aire, produciendo un silbido que helaba la sangre, … Y, cuando más desprevenido estaba, le arreaban un latigazo bestial, que le hacía aullar de dolor. Y que le dejaba, en la espalda, en las nalgas o en los muslos, una marca terrorífica, más ancha y profunda incluso que las que me dibujó el látigo de Ángela. Pero, finalmente, mi compañero recibió el duodécimo latigazo; dos de las guardesas le soltaron, lo levantaron y se lo llevaron de allí, tras lo que me hicieron señal de que ocupase su lugar. Obedecí de inmediato, pues no era cosa de aumentar su enfado conmigo; una vez que estuve bien sujeto, la que me había condenado se me acercó y me vendó los ojos. Tras lo que comenzó el mismo tormento que mi compañero había sufrido: toques, golpes al aire, …

Hasta que llegó el primer latigazo, que cruzó mi espalda por la mitad y me dejó sin aire en los pulmones. Aquel látigo era, incluso, más pesado que el que usó Ángela en casa de la Señora; aunque yo no podía ver la marca del golpe que acababa de recibir, tenía la sensación de que me habían cortado la espalda por la mitad, y no precisamente con una espada demasiado afilada. Enseguida llegó aquella intolerable sensación de escozor, que yo tan bien conocía, mientras me agitaba en mis ligaduras, tratando en vano de escapar a aquel instrumento de tortura; mis gritos debieron de ser tan tremendos que, poco después, noté como unas manos metían un trapo sucio en mi boca, y lo sujetaban con cinta adhesiva. Mientras la voz de la que parecía ser la jefa me decía, al oído “Además de chivato, debes ser maricón. Al primer golpecito, y ya chillas como una niña pequeña. Vaya mierda de hombre; pero ya te enderezaré yo, ya. Odio las nenazas con todas mis fuerzas” .

El segundo tardó una eternidad, y para cuando lo recibí del primero ya me acordaba menos. Esta vez aterrizó sobre mis nalgas, y pareció también dividirlas por su mitad; tan pronto como dejé de agitarme convulsivamente, el tercero alcanzó el inicio de mis muslos, más doloroso que el segundo si cabía. Pero los peores fueron, sin duda, los que recibió mi espalda; pues es una zona con poca carne, y sin embargo con muchas terminaciones nerviosas. Algo que mis torturadoras sin duda sabían de sobras, pues más de la mitad de los latigazos me los dieron allí. Yo gritaba como un loco dentro de mi mordaza, y me agitaba histéricamente, pero las correas resistieron; al menos necesitaron un par de horas, sino más, para completar mis treinta y seis azotes. Yo, desde luego, fui incapaz de contarlos; solo sé que, de pronto, alguien me quitó aquella venda de los ojos, y el trapo de la boca, mientras dos guardesas aflojaban mis ligaduras. Y que, una vez aflojadas, me dijeron que me pusiera en pie; yo lo intenté, pero no fui capaz: trastabillé, y no caí al suelo porque una de las dos me sujetó por un brazo.

La jefa ordenó que me diesen la vuelta, para poder apreciar mejor el trabajo que habían hecho en mi parte posterior; antes de mandarme de vuelta a la nave donde dormíamos, solo me dijo “Yo que tú, hoy dormiría boca abajo; aunque ahora te desinfectaremos a fondo, aún y así la paja podría infectar las heridas” . Al instante, una guardesa cumplió con la amenaza, pues comenzó a frotar mi espalda, mi trasero y mis muslos con una sustancia que, si no era la misma que me habían metido el día antes en la uretra, se le parecía mucho. Pues olía igual, y escocía una barbaridad: otra vez me puse a aullar de dolor, y a agitarme como un loco; para gran disgusto de la jefa, quien me amenazó con regresar al potro, a por más latigazos. Pero yo no podía estarme quieto, pues me ardía la espalda; así que acabó por ordenar que se me llevasen de allí. Las dos guardesas me sacaron, a rastras, de aquel salón, y me llevaron por los pasillos hasta la cocina; por su puerta salimos, y atravesando el patio fuimos hasta la nave dormitorio.

Yo, aunque muy dolorido por los brutales latigazos -de los que podía ver el terrible resultado en el lateral de mis nalgas y de mis muslos-, así como por su posterior fricción con el desinfectante, trataba de consolarme pensando en una cosa positiva: a diferencia de la noche anterior, no me habían inyectado aquella sustancia en la uretra. Pero, simplemente, me precipitaba al pensarlo: cuando una de las guardesas abrió la puerta de la nave, y la otra me empujó para que entrase, me di de bruces con una tercera mujer. La cual exhibía una sonrisa sádica, y llevaba en su mano derecha una jeringa llena, de la que salía aquel odioso olor; al verme, se limitó a decir “Ahora estate quieto” mientras, con la otra mano, levantaba hacia el cielo la jaula que aprisionaba mi pene. En el que, acto seguido, procedió a introducir aquel dolorosísimo irritante, a través de la sonda que invadía mi uretra. Cuando me tumbé en el suelo, por supuesto boca abajo, me hubiese sido difícil decidir que me dolía más, si los latigazos o el interior de mi vientre.