K, Esclavo del Círculo de las Dóminas - X
Tras una pausa por vacaciones, continuo con las aventuras de K; aquí están sus primeras experiencias en la granja-escuela para esclavos.
“Este es un lugar muy curioso, ¿sabes? Mucha gente ha oído hablar del castillo OWK, pero esta granja se mantiene en la discreción más absoluta. Solo unas cuantas organizaciones europeas, como nuestro Círculo de Sometidos, tienen acceso a ella, y son precisamente las que la financian; así que es inútil buscarla en los foros de internet, y menos en los anuncios. Su propósito es muy simple: infligir a los esclavos que la visitan el máximo sufrimiento posible, para convertirlos en lo que deben de ser, animalillos sumisos y asustados. Ya verás que sus métodos son muy efectivos; sobre todo en tu caso, pues vas a pasar aquí un mes entero. Cuando lo pienso, ¡qué barbaridad!; la Señora se ha pasado un poco, nadie permanece aquí más de quince días. En fin, he venido por mera curiosidad: voy a pasar las vacaciones en las playas del Mar Negro, con una amiga; y he pensado que, antes de ir, seguiría un poco tus primeros días en el infierno. Y, luego, al final de tu estancia, volveré para comprobar el resultado, antes de regresar a Barcelona” .
Cuando Ángela dejó de hablar, fue sustituida por una mujer que llevaba un delantal de cuero; por su aspecto, debía ser la encargada de la herrería, y la verdad es que nunca en mi vida había visto a nadie del sexo femenino con una musculatura como la suya. Parecía, más que una herrera, una levantadora de pesas: espaldas anchísimas, brazos fornidos, de bíceps enormes, y un cuello como el de un toro, ancho y poderoso. Me miraba con fiereza, y mientras me quitaba los dos juegos de esposas que yo llevaba me habló en un inglés con fuerte acento: “Las reglas son realmente sencillas; no debes hablar sin antes haber recibido permiso, debes mantener siempre la mirada baja, sin mirarnos a la cara, y obedecerás al instante cualquier orden. ¿Está claro? Ahora te pondré tus cadenas” . Empezó por mi pene, colocando alrededor de la base de mi sexo un aro metálico; estaba claro que era el soporte de una jaula, y de inmediato me colocó una, bastante corta, que sujetó con un candado cuya llave no vi por ninguna parte. A continuación, tomó de un estante una sonda de metal bastante ancha, de interior hueco, forma algo curvada hacia abajo -como la jaula- y larga de unos diez centímetros; la untó toda ella con vaselina, y luego me dijo “Es muy importante que te quede bien colocada, pues lo más posible es que no te la quitemos en todo el mes. Así que estate muy quieto” . Me la introdujo en la uretra, pasándola por un hueco que había en el extremo de la jaula; yo noté perfectamente como iba avanzando por el conducto, hasta que alcanzó -supongo- el interior de mi próstata. Y, una vez introducida hasta el fondo, vi como la enroscaba en el principio de la jaula; apretándola luego con unas tenazas, para evitar que pudiese ser sacada sin herramientas.
Una vez sondado y enjaulado, la mujer me ordenó “Coge ese cubo del rincón y mea; quiero comprobar que funcione bien” . A punto estuve de sonreír, pues tenía unas ganas locas de orinar; pero me limité a obedecer, y una vez tuve el cubo justo bajo mi pene, lancé un potente -y perfectamente redondo- chorro de orina por el hueco de la sonda. Que se prolongó en el tiempo, y me produjo cierto sonrojo, al estar yo orinando en público, y de aquella forma tan extraña; algo que hizo reír a Ángela, quien me contemplaba con expresión divertida: “Joder, sí que tenías ganas. Por cierto, he de darte una noticia, buena y mala; la buena es que, aunque lleves un mes la sonda puesta, no hay peligro alguno de que sufras una infección. La mala, para ti, es como lo evitan: cada noche, antes de que os pongan a dormir, os inyectan un potente desinfectante. Directamente por el hueco de la sonda; creo que tiene un setenta por ciento de alcohol, o incluso algo más, así que ya puedes imaginar lo que escuece eso…” .
Comprobado el funcionamiento de mi sonda, aquella mujer empezó a cargarme de cadenas. Primero me puso un collar de hierro, ancho y pesado, que cerró a presión y de cuya anilla frontal colgaba todo el resto de lo que me iba a poner; al hacerlo, pude notar el tremendo peso de todo aquel conjunto, al menos una docena de kilogramos. Del collar salía una cadena principal, con unos eslabones tan grandes que, dentro de un paquete de tabaco, difícilmente hubiesen cabido más un par; llegaba hasta la altura de mis rodillas, donde se bifurcaba en dos que se dirigían a los grilletes, igual de anchos y pesados que el collar, que la mujer cerró en cada uno de mis tobillos. Pero aún quedaban dos más; de la cadena descendente, a la altura de mi ombligo, salían otras dos horizontales, de un metro de largo cada una -más o menos- que terminaban en sendos grilletes para mis muñecas; una vez cerrados, la mujer comprobó que todos estuviesen bien sujetos y me dijo “En principio, tampoco te quitaremos las cadenas en toda la estancia; salvo, claro está, que debamos aplicarte algún castigo para cuya ejecución supongan un estorbo. Pero no suele suceder; y, como verás, están diseñadas para que puedas trabajar con ellas puestas, pues no te impiden andar deprisa, ni separar los brazos lo bastante como para usar el pico y la pala. De hecho, su principal función es humillaros; además, claro, del esfuerzo constante que os supone mover tanto peso muerto” .
Cuando aquella mujer, acompañada de Ángela, me sacó del edificio pude darme cuenta de lo incómodo que era llevar todo aquel montón de hierro; y eso que aún no había tenido que hacer otra cosa que caminar con ellos. Pero pronto iba a cambiar mi suerte, pues en el exterior me aguardaban otras dos mujeres, vestidas como la que me había traído del aeropuerto. Solo que estas no llevaban chaquetilla, y sí un sombrero ancho, para el sol; cada una traía, en una mano una fusta de doma: un mango recto, de cuero duro, de un metro de longitud, de cuyo extremo colgaba un cordel de la misma extensión. Ángela, a modo de despedida, me dijo “Ahora te llevarán al trabajo; aquí, cada día, tenéis que trabajar en el campo de sol a sol, ¿sabes? Eso os pone en forma, y os prepara para los tormentos que se os apliquen. En fin, no te entretengo más; que disfrutes tu estancia en la granja” . Dicho lo cual dio media vuelta y se fue, muy elegante en su vestido veraniego estampado; que era lo bastante corto como para permitirle lucir sus bien formadas pantorrillas, a las que se sujetaban las cintas de las sandalias de marca que aquel día se había puesto.
Mis pensamientos se vieron interrumpidos, de golpe, por el que sería el primer azote -con aquellas fustas de montar- de una inacabable lista; el cordel, lanzado a toda velocidad por el movimiento que una de las guardesas imprimió a su fusta, me cruzó la espalda en diagonal, y me arrancó un gemido de dolor. Para cuando iba a comenzar a andar, me llegó la réplica de su compañera: la misma sensación de tremendo escozor, pero esta vez en la parte posterior de mis muslos. El impacto de aquello era, sin duda, mucho menos doloroso que el del látigo con el que Ángela me había pegado, pero a los pocos instantes de haberlo recibido provocaba una intolerable sensación de escozor, a lo largo de la marca que dejaba: una línea roja, muy fina, como la señal de un arañazo, que ardía, literalmente, durante un buen rato. Por suerte, ya no me dieron más azotes; yo me puse a caminar, siguiendo a una de ellas y con su compañera detrás; iba con cuidado para no herir mis pies con las piedras, y las ramas, del camino, pues no estaba acostumbrado a caminar descalzo. Y, además, así obedecía la orden de mirar al suelo; caminamos durante una media hora, por pistas que cruzaban entre campos cultivados, hasta que llegamos a uno de gran extensión, que estaba siendo arado.
No lo araban tractores, o animales de tiro, sino hombres; desnudos y encadenados como yo. Formaban equipos de tres esclavos, en los que dos de ellos tiraban del pesado aparato mientras que el otro, detrás, lo dirigía; a mí me llevaron a completar un equipo en el que solo había dos hombres tirando del arado, por lo que éste iba bastante desviado. En total, conté cinco grupos de tres esclavos, incluyéndome a mí; junto a cada grupo había una guardesa, que indicaba a los tres esclavos del equipo lo que tenían que hacer. Y que los cosía, literalmente, a fustazos; todas las vigilantes llevaban fustas iguales a las que habían usado en mi espalda, y mis muslos, las dos que me habían llevado hasta allí, y hacían un uso generosísimo de ellas. Así, la que me puso a dirigir el arado no paró de azotarnos, a los tres, desde mi llegada al grupo; para cuando nos ordenó intercambiar posiciones, lo menos me había golpeado una veintena de veces. Y cuando, al caer la tarde, una de las vigilantes hizo sonar un silbato, y todos comenzamos a desmontar los arados, para cargar las piezas a nuestras espaldas de vuelta a la granja, dudo que ninguno de los esclavos hubiese recibido menos de un centenar de azotes. Incluso yo, incorporado más tarde, me debía de acercar a esa cifra; y, en el camino de vuelta, aún coseché unos cuantos más, pues constantemente pretendían que fuésemos más rápido. O, sencillamente, nos pegaban porque sí.
Al llegar a la granja nos esperaban dos guardesas, que nos regaron a fondo con mangueras de agua a presión; lo cierto era que la ducha apetecía mucho, y además nos permitía beber agua. Cosa que, en las horas que había estado trabajando, nadie se había molestado en ofrecerme; así que yo estaba muerto de sed, e imaginaba como estarían los compañeros que llevaban allí desde la madrugada. Cuando cortaron los chorros, la guardesas seleccionaron a dos de los esclavos, y se los llevaron hacia otro edificio; mientras nosotros esperábamos allí en medio del patio, desnudos y empapados. No tardaron mucho en regresar, con un gran cubo lleno de una pasta humeante; era, como al instante comprendí, nuestra cena, pues todos se abalanzaron sobre el cubo, a coger con sus manos lo que pudieran. Yo hice lo mismo, y logré llenármelas de aquello; era como un puré de verduras, con algunos tropiezos de carne, y me lo comí con apetito, pues estaba cansado y muy hambriento. Al acabar, las guardesas volvieron a rociarnos con las mangueras, y cuando el agua terminó todos, menos los dos que habían traído el cubo, nos dirigimos hacia uno de los edificios, frente a cuya puerta nos alineamos; yo me limité a hacer como los demás esclavos.
Sucedió lo que Ángela me había advertido: dos guardesas, llevando una de ellas una jeringa y la otra un cuenco que olía a alcohol, fueron pasando por las filas, e inyectando aquel líquido en las sondas de nuestros penes. Viendo la cara de los ya inyectados, y sus contorsiones de dolor, me imaginé que no iba a ser agradable, pero nada me había preparado para lo que experimenté cuando llegó mi turno de ser inyectado; cuando la mujer de la jeringa la llenó con diez centímetros cúbicos de aquel mejunje, levantó la jaula de mi pene hacia el cielo y me los inyectó, directamente a las profundidades de mi vientre. Al momento sentí como si alguien hubiese encendido un fuego allí dentro; era un dolor parecido al de la corriente eléctrica, pero a diferencia de aquella no duraba sólo unos segundos, sino que permanecía allí. Para cuando las mujeres terminaron de inyectarnos a todos -y yo fui el quinto o sexto- mi vientre seguía ardiendo por dentro; las lágrimas caían por mis mejillas, y lo único que me impedía aullar de dolor era el miedo a un castigo aún mayor. Así que, cuando nos encerraron en el edificio donde íbamos a dormir -una nave completamente vacía, con solo algo de paja en el suelo- me acurruqué en un rincón, a solas con mi terrible dolor, y lloré amargamente; durante casi una hora no pude pensar en nada más que en aquel terrible escozor, y me pareció que los demás estaban, todos, en igual situación. De hecho, cuando por fin logré quedarme dormido aún podía oír, en la nave, algunos sollozos aislados.