K, Esclavo del Círculo de las Dóminas - VIII
Antes de ser enviado a una escuela para esclavos, K es marcado con un hierro al rojo vivo.
Aquella semana era la última de clases en el colegio, y para la siguiente teníamos exámenes; así que yo estaba cargadísimo de trabajo, y en el fondo agradecí que, el jueves, no apareciese ningún sobre en mi buzón. Aunque eso supusiera dejar de ingresar los mil euros acostumbrados. Pero aquella misma noche recibí un Whatsapp de la Señora, convocándome a su casa para el día siguiente por la tarde; contesté de inmediato, “Lo que usted mande, Señora” , y a las seis en punto llamaba al timbre de su mansión. Una vez más, frente a su puerta estaban aparcados diversos vehículos lujosos; y cuando -después, por supuesto, de desnudarme en la puerta, y de entregar mi ropa a la criada negra- alcancé el porche, allí estaba el mismo grupo de señoras que se congregó el día que Ángela me molió a latigazos. Ella incluida, evidentemente.
“K, te he hecho venir por dos razones. La primera, advertirte de que no hagas ningún plan para tu mes de vacaciones, pues lo pasarás en un lugar muy especial; Míster Campbell te comunicará las fechas el lunes próximo, una vez que haya planificado las actividades del mes de julio” . A mí, la verdad, ir a un sitio u otro me daba igual, y no tenía nada concreto planeado en firme; se me había ocurrido visitar unos días a un viejo amigo que ahora vivía en Madrid, pero aún no le había llamado. Así que, por mí, perfecto; aún más cuando la Señora, con una sonrisa de condescendencia, añadió “Como comprenderás, aunque vayas a estar a nuestra disposición todo el mes no te pagaremos mil euros diarios; no queremos que te malacostumbres. Pero lo hemos hablado en el Círculo, y hemos decidido que tu esfuerzo debe ser mejor premiado que las semanas normales, en que solo nos dedicas un día; así que te pagaremos el doble, dos mil por semana. Ya puedes agradecernos tanta generosidad: ponte de cuatro patas, y besa los zapatos de todas y cada una de nosotras” .
Mientras la obedecía, reprimiendo mis ganas de escupir en los zapatos de Ángela en vez de besarlos, pensé que, de generosas, nada de nada; si lo había entendido bien, me iban a tener a su disposición -demasiado sabía yo lo que eso significaba- todas las horas de todos los días, durante un mes. Así que poco me parecía; pero, por otro lado, bien cierto era que me pagaban porque ellas querían. Pues si yo sufría sus tormentos no era por el dinero, sino por la amenaza que aquel vídeo de la fiesta me suponía; en el mejor de los casos, despido e imposibilidad de encontrar otro trabajo. Y, en el peor de ellos, una larga estancia en la cárcel; además como delincuente sexual, abusador de menores, lo que me garantizaba una vida muy dura allí dentro. Cuando acabé la ronda de “besapiés”, me puse de nuevo en pie frente a ellas, y la Señora siguió explicándome mi futuro: “Vas a tener la inmensa suerte de asistir a la mejor escuela de esclavos de toda Europa, donde te convertirán en lo que has de ser para nosotras: un ser miserable, desprovisto de voluntad propia, y solo pendiente de satisfacer los deseos de tus amas. Pero, antes de mandarte allí, es necesario que te marquemos; habrá muchos otros esclavos, y no es cosa de que te pierdas” . Las otras le rieron la ocurrencia, y yo me quedé pensando qué nueva barbaridad pensaban hacerme.
Muy pronto salí de dudas, pues la criada negra trajo, a una señal de la Señora, dos objetos: un soplete portátil, con su bombona de gas, y un hierro de marcar; no muy largo, y con la empuñadura de madera. Yo empecé a temblar visiblemente, y cuando la Señora me mostró el dibujo que había al extremo de aquel hierro, me hinqué de rodillas en el suelo, y comencé a implorarle que no lo hiciera. Era un óvalo vertical, de cinco centímetros por tres más o menos, en cuyo interior había dos iniciales; una C y una D mayúsculas, colocadas de tal forma que el brazo inferior de la C, un poco más alta, entraba dentro de la parte superior de la D. “No seas bobo; cómo vamos a hacer caso de tus lloriqueos. Por una vez sé un hombre, y no te comportes como un niño miedoso; debería darte vergüenza, un espécimen grande y fuerte como tú. En fin, ahora ve con Teresa; ella te acompañará hasta el potro, y te sujetará en él. Que, con tantos temblores, serías capaz de arruinar la marca. Sabes, tu antecesor sí que era un hombre de verdad; fue capaz de calentar, él mismo, el hierro hasta ponerlo al rojo vivo. Y luego se tumbó sobre esta misma mesa, delante de todas, y nos rogó que se la aplicásemos; lo único que nos pidió fue que le amordazásemos, pues temía molestarnos con sus alaridos de dolor” .
Me costó toda mi fuerza de voluntad ponerme en pie y seguir a la criada, que esperaba en silencio allí a mi lado. Bueno, eso y la amenaza que Ángela, con una sonrisa cruel, volvió a recordarme el verdadero peligro: “Ya os dije que era mucho mejor que lo mandásemos a pudrirse en la cárcel; este tío es una auténtica mierda. Mi amiga Paloma os explicaría tantas cosas sobre él… Pero, vamos, hay una que no hace falta que os la explique nadie, porque ya la veis vosotras mismas: es un maldito cobarde. Si os parece bien, me voy a presentar la denuncia a la policía; reconozco que me encantó azotarle, pero verle condenado a un montón de años de cárcel puede resultar aún más divertido” . Cuando vi que cogía su bolso y se incorporaba para levantarse de su sillón, reaccioné; me lancé otra vez a besar sus zapatos, humillado ante ella, mientras le decía “¡Ángela, por favor, te lo suplico!; tortúrame tanto como quieras, soy tu esclavo; pero no me hagas eso. ¡Acepto recibir vuestra marca!” . Ella detuvo su movimiento hacia adelante, y se quedó muy quieta, dejando que lamiera sus zapatos; incluso me mostró las dos suelas, que yo dejé impolutas con mi lengua. Y, cuando ya no quedaba suciedad alguna por quitar de allí, me dijo “¡Pues ya sería hora! ¿No ves que estás haciendo esperar a Teresa? Aunque sea una criada, es una mujer; y, por ello, alguien infinitamente superior a un gusano como tú. ¡Venga, muévete!” .
Me incorporé, y fui con la criada hasta el garaje de la mansión; donde, frente a una de las puertas cocheras, habían instalado un potro como los de gimnasia, sobre el que Teresa me mandó tumbar boca arriba, con las piernas y los brazos siguiendo las patas del aparato. De una bolsa que tenía allí al lado, en el suelo, comenzó a sacar correas, y con ellas fue sujetando mis cuatro extremidades a las patas; cuando acabó, al menos había una docena de ellas en cada brazo o pierna, y yo estaba completamente inmovilizado. Pero esto, al parecer, no era suficiente, pues empezó a sacar unas correas mucho más largas; casi una docena más, con las que sujetó mi cuerpo al aparato, hasta que yo no pude mover nada más que la cabeza, las manos y los pies. Una vez me tuvo así se marchó, supuse que a avisar a las señoras; mientras esperaba su llegada un terrible pensamiento, que me provocó un escalofrió de horror, cruzó mi cabeza: por la postura en la que me había sujetado Teresa, la marca al fuego iría en algún lugar de la parte frontal de mi cuerpo. No, desde luego, en una nalga; el lugar donde, desde el principio y no sé por qué razón, yo había supuesto que me marcarían. Y lo peor era que, en aquella postura, la parte más visible y expuesta de mi desnudez era, sin duda, mi sexo…
Cuando las seis o siete mujeres llegaron hasta donde yo las esperaba, muerto de miedo, la que lo llevaba prendió el soplete con un encendedor de oro; luego lo reguló a su potencia máxima, haciendo que emitiese un silbido, y una llama azul, que me provocaron auténtico terror. Entonces, Ángela acercó el hierro de marcar, que llevaba en su mano, hasta poner el extremo bajo aquel chorro de gas incandescente; en poco más de un minuto, la mitad delantera del hierro tenía un color rojo intensísimo. Entonces, la Señora se me acercó, con un trapo en la mano, y me dijo “Abre la boca; no quiero que nos molestes con tus gritos. Y menos aún, que vayas a molestar a los vecinos” . Yo obedecí al instante, y ella me llenó la boca con aquella tela; hecho lo cual, hizo un gesto a Ángela. Esta siguió, durante unos segundos que se me hicieron interminables, dando vueltas al hierro bajo la llama; pero, finalmente, lo retiró del fuego. Y, acercándose hasta ponerse justo enfrente de mi sexo, apoyó con cuidado la marca al rojo vivo sobre mi piel; unos centímetros más arriba del nacimiento del pene, justo en el centro de mi pubis.
No hace falta explicar el dolor brutal que produce una quemadura, pues todos nos hemos quemado alguna vez, al tocar alguna cosa candente. Por ejemplo, al tocar con las manos desnudas una fuente recién sacada del horno; pero, con ser muy dolorosos, son contactos instantáneos: a nadie se le ocurre acercar una fuente recién sacada del horno a su ingle, y apoyarla allí durante un rato. A partir de medio segundo, incluso quizás menos, el dolor se hace tan insoportable que la víctima haría cualquier cosa por escapar al contacto con la fuente de su sufrimiento; y, si la quemadura se hace más profunda, el dolor excede todo lo imaginable, pues no es ya que los nervios se contraigan. Es que, literalmente, se queman también, pues su terminación no está tan lejana de la epidermis. Así que es muy fácil comprender lo que sentí durante los interminables cinco segundos que Ángela, con una sonrisa de puro sadismo, mantuvo el hierro en contacto con mi vientre; el horror en estado puro. Que no concluyó, obviamente, cuando lo retiró con el mismo cuidado con el que me lo había aplicado, y alguien me echó agua fresca en la quemadura; aunque hacer eso redujo, una mínima fracción, mi terrible sufrimiento.
En aquel instante, claro, yo no podía hacerme estas reflexiones, pues solo luchaba -por supuesto infructuosamente- por librarme de aquel monstruo que me estaba perforando la ingle; y lo hacía por la única vía que mi situación me permitía: tensar todos mis nervios y tendones, tratando de romper aquellas correas al precio que fuera. Incluso si, para hacerlo, tenía que romperme algo. Mientras tanto gritaba, de modo aún más infructuoso por causa del trapo, con toda la fuerza de que yo era capaz; todo mi cuerpo se cubrió de sudor, y me quedé jadeando, desnudo y espatarrado, en el potro, mientras Teresa soltaba las correas que me sujetaban. Cuando terminó, un buen rato después, yo ya era capaz de al menos entender lo que se me decía; y por eso escuché a la Señora cuando me dijo “La semana que viene no tendrás asignación alguna, para que te recuperes bien. Y no sufras, que te pagaremos igual. Ahora Teresa te dará una crema especial para quemaduras; es muy importante que no se te infecte, así que mantenla tapada con un apósito, y úntala a menudo. También te dará la dirección de mi dermatóloga, para que te la vigile; puedes ir con toda tranquilidad, es miembro de nuestro Círculo de las Dóminas” . Lo último que pensé, antes de perder el conocimiento, fue que eso era lo que significaban las dos iniciales que, por el resto de mis días, aquellas sádicas me habían obligado a llevar en mi pubis.