K, Esclavo del Círculo de las Dóminas - VII
Terminado ya el concurso, K pasa un día entero al servicio de una mujer malvada, quien lo tortura usando electricidad
En toda la semana siguiente fui incapaz de sentarme; no solo eso, sino que tuve que ir al trabajo con un discreto y fino pañal. Pues, pese a la pomada que generosamente me apliqué varias veces al día, las heridas en mis nalgas tendían a sangrar con facilidad; y prefería no pensar en el rapapolvo que Míster Campbell me hubiese echado, si hubiese visto sangre en la parte trasera de mi pantalón. Pero de lo que no me libró mi estado doliente -no solo ahí, pues uno de mis atravesados testículos seguía muy afectado- fue de recibir, al siguiente jueves, otro de aquellos sobres color manila. Esta vez me citaban, a primera hora de la mañana del sábado, en una dirección de Matadepera; la víspera, y tal como tenía reservado, fui a aquel gabinete de Mataró, donde me hicieron la depilación láser sin hacer demasiadas preguntas. Aunque la chica que me atendió me dijo, muy socarrona, “Otra vez, mejor ven antes de que te calienten el culo, y no después” . Cuando, a la mañana siguiente, acudí en mi moto al lugar indicado, puntual como de costumbre, descubrí que era un finca inmensa, rodeada por un alto muro de obra que parecía extenderse por kilómetros. Una vez más, me abrió la puerta una criada de uniforme, perfectamente planchado; la única diferencia con la otra era que ésta, en vez de negra, era una chica del este de Europa, casi tan alta como yo y con aspecto de ser muy fuerte.
Cuando accedí al jardín me di cuenta de la inmensidad de aquello; por la parte interior el muro tenía un seto decorativo, de más de dos metros de alto, que lo tapaba; y que parecía extenderse hasta donde la visión alcanzaba, con algo de curvatura. La chica, que abrió de par en par la gran puerta peatonal, nos dejó pasar a mi moto y a mí; junto a la entrada había una pequeña caseta de portero, y me indicó que aparcase el scooter al lado. Tras lo que, indicando una mesa que había dentro de la caseta, me dijo con un acento que sonaba a ruso “Desnúdate, y deja tus cosas en la mesa” . Yo obedecí rápidamente, y una vez desnudo por completo dejé que ella me inspeccionara; básicamente, lo que quería comprobar era mi nivel de limpieza, y tras diversas manipulaciones le pareció satisfactorio. Me hizo levantar los brazos, abrirme de piernas, separar bien las nalgas con mis manos, …; finalmente, ella misma apartó mis genitales, a uno y a otro lado, para comprobar que yo no tuviese suciedad en la ingle. Y descapulló mi pene varias veces; olfateando con mucha atención toda la zona alrededor de mi sexo, en busca de olor a orines, o a sudor. Cuando acabó, se limitó a decir, mirando mi trasero lleno de estrías a medio cicatrizar, “Ya veo que has sido malo; aunque quien te castigó sin duda sabía lo que hacía. Ahora ven, te llevaré con la señora” .
Yo la seguí a través de aquel inmenso jardín, pasando a cierta distancia del enorme chalet que, suponía yo, sería la vivienda principal. Cruzamos junto a una pista de tenis, y un frontón, y finalmente llegamos a una piscina enorme, que parecía casi olímpica; en uno de sus extremos había un pequeño edificio, hacia el que nos dirigimos. Y, frente a él, una mujer completamente desnuda tomaba el sol, estirada boca abajo sobre una tumbona, y con un sombrero de paja cubriéndole la cabeza. Al acercarnos se incorporó, y pude ver que tendría cincuenta, todo lo más cincuenta y cinco años; pese a que la edad ya se notaba en sus facciones, tenía un cuerpo espléndido: sobre el metro sesenta de estatura, pechos grandes y firmes, que oscilaron tentadores y traviesos al levantarse ella, y unas piernas sin un gramo de grasa, ni asomo de celulitis. Un culo firme y redondo las remataba, y tenía un sexo hermosísimo y muy visible: completamente depilado, sus labios mayores se abrían graciosamente, dejando ver un clítoris mayor de lo normal, que asomaba descaradamente en lo alto de su vulva. La mujer, sin decir una palabra ni hacer una sola mueca, me miró a través de las gafas de sol que llevaba; luego se giró a la criada, y le dijo “Trae el aparato” .
Cuando la rusa regresó del interior del edificio de la piscina, traía en sus manos lo que parecía una jaula para pene; aunque, al acercarse, pude ver que era un aparato más complejo. En primer lugar, justo sobre el aro que había de rodear la base de mis genitales estaba situada una pequeña caja negra, no mucho mayor que una de cerillas de cocina; en segundo lugar, de dicha caja salían dos cables, de los que uno terminaba en una pieza metálica del tamaño de un píldora farmacéutica, y el otro en una especie de consolador, con forma de as de picas. Y, en tercer lugar, en el extremo de la jaula para el pene estaba atornillada una sonda, larga de al menos quince o veinte centímetros. Mientras la señora colocaba el anillo de sujeción alrededor de la base de mis genitales, cerrándolo a presión, la criada untaba con vaselina la sonda y el consolador; una vez que la mujer encerró mi pene en la jaula, fijándola también en la base de la caja, tomó de la criada la sonda y la introdujo entera por mi uretra, hasta que pudo roscar su extremo en la punta del aparato. Era bastante ancha, y lo cierto es que me hizo bastante daño; pero al primer gemido de dolor que se escapó de mi boca, me miró con tal cara de indignación que, a partir de ahí, reprimí todos los demás que hubiese proferido.
Una vez colocada la sonda, introdujo a través de ella, hasta el fondo de mi uretra, aquella especie de píldora; yo noté como, superando el final del tubo, se anclaba firmemente en mi conducto, seguramente ya dentro de la próstata. Y, acto seguido, la mujer me dijo “Separa las piernas e inclínate hacia delante” ; tan pronto como la obedecí, introdujo en mi recto el consolador como un as de picas, que quedó sujeto firmemente a mi ano por el estrechamiento en su base. Ya con todo colocado en su lugar, la mujer decidió explicarme para qué me quería: “Ahora te darán una escalera, y unas tijeras de podar; tu primera tarea será recortar, hasta que queden perfectamente alineados, los setos que rodean el muro del jardín. Mientras los recortas, el aparato hará su trabajo; ni se te ocurra tratar de quitártelo, pues sonaría una alarma. Y te aseguro que el castigo sería mucho mayor de lo que nunca hubieses imaginado; además de que te lo volveríamos a poner, pero protegido por un cinturón metálico que te impediría acceder a él. Y en el programa más cruel de todos; de momento probarás el seis, y luego quizás intentemos alguno más intenso. Pero, si tratas de quitarte algo de lo que llevas puesto, pasarás directamente al máximo: el quince. Y por todo el día” .
Mientras hablaba, la mujer introdujo una pequeña llave en una ranura de la caja, y la giró en ambas direcciones; finalmente la sacó, y me indicó que me fuese con la criada. La cual me llevó a la parte trasera de aquella construcción anexa a la piscina, me entregó la escalera y las tijeras de podar, y luego me señaló el seto; diciéndome “Empieza ya” antes de irse hacia la casa principal. Yo, la verdad, estaba algo incómodo con aquel aparato, tanto por el consolador en mi trasero como, sobre todo, por la profunda sonda; pero la cosa era tolerable, y me dirigí al lugar del seto más próximo a donde estábamos, desplegué la escalera, me subí, y empecé a recortarlo. En eso estaba cuando, de pronto, un terrible calambre en mi bajo vientre me derribó al suelo, entre convulsiones de dolor; la sensación era terrible, peor que el más fuerte de los retortijones. Era como si alguien estuviese estrujando mis órganos internos, con todas sus fuerzas, y duró unos cuantos segundos. Cuando el calambre se detuvo al fin, yo estaba bañado en sudor, jadeando en el suelo como si me faltase el aire; tardé unos minutos en recuperar el resuello, pero finalmente reuní fuerzas suficientes para volver a encaramarme a la escalera.
Cinco minutos después, llegó la segunda descarga. Esta vez nació en mi ano, y terminó en la base de mis genitales; aunque quizás no fue tan intensa como la primera, duró muchísimo más, y aunque no me tiró al suelo sí hizo que me doblase sobre mi vientre, bien sujeto a la escalera. Y que, cuando por fin terminó, gritase mi dolor a los cuatro vientos, pues la sensación era realmente horrorosa. Pero el tormento no había hecho más que empezar; durante las siguientes horas, y de un modo por completo aleatorio, aquel aparato infernal se dedicó a freír a calambrazos mi sexo, mi ano y mi bajo vientre, mientras yo recortaba el seto. Muerto de miedo, pues aunque sabía que, indefectiblemente, recibiría una nueva descarga, nunca podía prever cuándo, dónde o con qué intensidad; a veces pasaban diez, o quince, minutos sin ninguna, y en otras ocasiones la siguiente me pillaba en el suelo, retorciéndome todavía de dolor por los efectos de la anterior. A veces, el calambre duraba un par de segundos, y otras medio minuto; y también variaba su intensidad, pero solo entre muy fuertes y, sencillamente, insoportables.
A media tarde yo no llevaba recortado ni la mitad del seto, pues los calambrazos interrumpían cada poco mi labor; y en todo el día no me habían dado nada de comer o de beber, así que estaba derrengado. Pues, además del sufrimiento que el aparato me imponía, todo el rato tuve que trabajar bajo un sol inclemente; y bajo la mirada de la señora, que -siempre desnuda- dedicó las horas a tomar el sol, bañarse en la piscina, leer, telefonear, y comer en un pequeño porche junto a la tumbona, donde la criada le sirvió algo que no pude ver, pero que sin duda era exquisito. Pues el olor de la bandeja que le llevó llegaba hasta mí, y me hacía salivar de hambre; aunque, claro, cada vez que la corriente volvía a taladrar mi vientre, o mi sexo, me olvidaba de todo lo que no fuese mi tormento. Cuando el sol comenzaba ya a descender, a la mujer se le ocurrió una nueva forma de atormentarme; hizo que la criada trajese hasta la piscina una mesa de masaje, y una vez la tuvo instalada me llamó a su lado, y me dijo “Ahora vamos a probar el ocho, mientras me das un masaje” . Yo la miré aterrorizado, pues si el seis me había hecho sufrir así, qué debía suponer el ocho; pero ella, claro, no me hizo ni caso: acercó la llave a la caja, manipuló algo, y luego se tumbó boca abajo sobre la tabla de masaje.
Cuando unté mis manos en el aceite de un cuenco que la criada había depositado allí mismo, sobre la mesa del porche, noté que me temblaban; era de miedo, sin duda, y cuando empecé a darle masaje en las piernas, y luego en los glúteos, ella debió de notarlo, pues me dijo “Aprieta más; se supone que eres un hombre, si quisiera un masaje suave me bastaría con la criada” . Yo me esforcé por obedecerla, pero cuando estaba amasando con fuerza sus nalgas me llegó la primera descarga del nivel ocho; fueron cinco segundos de salvaje intensidad, concentrados en mi próstata, que me tiraron al suelo envuelto en el mayor dolor que nunca hubiese sentido en mi vida. Mientras me sacudía entre convulsiones histéricas, oí que la mujer me decía “¿A dónde vas, imbécil? Si vuelves a interrumpir el masaje, subiremos al nivel diez; ven, y trabaja más a fondo mis glúteos” . Me levanté como pude, llorando y suplicándole piedad, pero no llegué a poner mis manos en su trasero; una nueva descarga, esta vez en el aro que rodeaba la base de mis genitales, me volvió a dejar sin resuello. Y, por supuesto, me tiró de nuevo al suelo, chillando y pataleando; cuando por fin logré incorporarme, la mujer acercó sus manos a la caja, y yo me temí lo peor. Pero no era así; con un bufido de disgusto, me dijo “Voy a desconectar esto un rato; ya veo que, si no lo paro, me quedo sin masaje. Vaya mierda de tío estás hecho; suerte del consolador, porque sin él, en cuanto pruebes el nivel diez te lo harás todo encima” .
Tenía muchísima razón, aunque en aquel momento yo estuviese loco de alegría por haberme librado, aunque fuese por un poco, del tormento. Así que le di un masaje con todas mis fuerzas, por detrás y por delante; cuando se dio la vuelta, y me tocó masajear a fondo sus grandes y duros pechos, sus muslos, y la zona alrededor de su sexo, llegué a excitarme bastante. Pero, al acabar, me mandó de vuelta al seto; no sin antes, por supuesto, poner el aparato en el nivel diez. Para cuando, una vez que ya había oscurecido, la criada vino a por mí, llevando una botella de agua, yo estaba ovillado en el suelo, llorando como un niño y roto del dolor. Así que, cuando apagó el aparato, me lo quitó todo y me ofreció de beber, me sentí realmente feliz; aunque estaba tan cansado, y sobre todo tan dolorido, que tuvo que ayudarme a llegar hasta la caseta, y también a vestirme de nuevo. Y, una vez ya en la calle, tuve que caminar un rato llevando mi moto al lado, pues no me veía aún capaz de montarme en ella y circular.