K, Esclavo del Círculo de las Dóminas - VI
Continúan las pruebas del concurso: K es torturado con pinzas en sus pezones, y golpeado con la vara.
Me acerqué al panel temblando de miedo, pues si todas las pruebas eran del mismo estilo -y yo no tenía motivos para pensar lo contrario- aquello podía ser terrible; no paraba de recordar lo que la mujer me había dicho, sobre el pobre chico que tuvo que soportar casi docena y media de ellas. Así que, de los nervios, por poco se me cae la tarjeta al suelo; esta vez el texto parecía algo más corto y, cuando por fin me atreví a mirar, leí en voz alta lo que decía: “Soportar, con unas pinzas de mariposa, el peso que sea necesario para arrancar ambas de los pezones del sujeto” . Una vez que lo hube leído, la mujer aclaró a las del público como habían de apostar: “Las pinzas están unidas por una cadena, y las pesas, de un cuarto de kilo cada una, se irán colgando del centro de aquella. Recuerden que no basta con que una pinza se desprenda, han de hacerlo ambas; y que el esclavo ganará, y esta vez la totalidad de la recaudación, si ninguna de ustedes acierta con el número exacto de pesas que sean necesarias” . Algo que, al momento comprendí, iba a ser muy difícil que sucediera; pues, con cien apostadoras, raro sería que alguna no acertase.
De momento, sucedieron dos cosas: la maestra de ceremonias volvió a sujetarme las manos a la espalda, mientras las del público apostaban, y acto seguido colocó las pinzas en mis pezones. Lo hizo con toda la maldad de que fue capaz, pellizcándolos justo por su mitad, y no en la base; ya sin necesidad de cargarles ningún peso el dolor era tremendo, y me provocó los primeros gemidos; lo que la hizo reír primero, y luego comentarme: “Yo que tú echaría el torso un poco adelante, aunque así vayas a sentir más dolor. Lo digo para que evites que las pesas pudieran enredarse en las agujas de tu sexo, al caer; si te arrancan alguna de ellas, te aseguro que lo vas a pasar mucho peor. Pero bueno, ahora podrás chillar tanto como gustes; qué alivio, ¿no?” . Una vez que el patio de butacas se calmó un poco, lo que significaba que todas habían hecho ya sus apuestas, me hizo avanzar hasta el centro del escenario y colgó, del centro de la cadena que unía las dos pinzas que me estaban atormentando cada vez más, una de las pesas que habían dejado sobre la mesa.
El efecto, al menos para mí, fue inmediato: ya no solo por el aumento sustancial del dolor, sino porque tuve la sensación de que el arrancamiento de mis pezones era una cosa inminente. Siguiendo su consejo, adelanté un poco el torso, pues aquella cosa colgaba justo sobre mi sexo; al hacerlo aumenté mi sufrimiento, y un instante después la mujer me colgó una segunda pesa. Con lo que me arrancó un alarido de dolor que fue jaleado, con vítores, por el público. Yo nunca había llevado unas pinzas en mis pezones, y menos de aquel tipo; las llamadas japonesas o de mariposa, equipadas con un resorte que hace que, a mayor peso soportado, mayor sea la fuerza con la que aprietan. Y, sin duda, quien las diseñó era un sádico de la peor especie; para cuando la mujer colgó de la cadena la tercera pesa yo estaba gritando a pleno pulmón, y ya solo esperaba que mi inevitable mutilación fuese lo más rápida posible. Pero, para mi estupefacción, eso no se produjo; vino la cuarta pesa, luego la quinta y la sexta, y todo seguía en su sitio: lo único que les sucedió a mis pezones fue que se alargaron hasta, casi, una pulgada.
Se me hacía difícil mirarlos, pero cuando lo logré me quedé estupefacto por su deformación; no era de extrañar, desde luego, que me doliesen de un modo cada vez más insoportable. Tanto, que me estaba volviendo literalmente loco; cuando la mujer colgó la séptima pesa a punto estuve de tirarme al suelo, para tratar de detener como fuese aquel sufrimiento brutal -aunque, sin duda, las consecuencias de hacer tal cosa ya me las podía imaginar-, pero no me dio tiempo a hacerlo. La pinza de mi pezón derecho se soltó antes, arrancándome un alarido animal; durante un par de segundos interminables toda la agonía se concentró en mi pezón izquierdo, pero luego la pinza que lo aprisionaba cedió también, y pronto un dolor aún más punzante invadió mis torturados pezones. Pues la sangre, al volver a circular por la carne hasta entonces salvajemente aprisionada, me provocó un dolor nuevo, pero igual de tremendo; que me arrancó nuevos gemidos, y consiguió que gruesas lágrimas corrieran por mis mejillas durante un buen rato.
Por supuesto, bastantes mujeres habían apostado por la séptima pesa, así que una vez más me quedé sin mi recompensa; cuando la presentadora me soltó las manos, y me indicó que cogiese otra tarjeta, a punto estuve de salir corriendo en vez de cogerla, aunque fuese totalmente desnudo y con mi sexo atravesado por cincuenta agujas. Incluso, de aceptar de buen grado todas las consecuencias que hacer tal cosa me supondría; pero logré contenerme a duras penas, y me resigné a tomar del panel la tercera tarjeta. El texto aún era más breve, pero no tanto como yo hubiera querido: “Cien golpes de vara en las nalgas, sin perder el sujeto la posición” . Una vez más, las mujeres del público se pusieron a hacer sus apuestas; en esta ocasión no les hizo falta aclaración alguna sobre el sentido de la apuesta, pues estaba claro: si aguantaba los cien, o no. Entre las dos ayudantes de la mujer del pantalón de cuero acercaron la mesa al centro del escenario; no era excesivamente alta ni profunda, y cuando me hicieron tumbar de medio cuerpo sobre ella, boca abajo y con las piernas bien abiertas, mis brazos alcanzaron a sujetar las patas de la parte posterior. Y la cabeza me quedó colgando fuera de la tabla; donde, por cierto, la rugosidad de la madera estaba torturando mis pezones, extraordinariamente sensibles tras la prueba anterior.
La anfitriona se acercó a mi cara, y me mostró el instrumento que iba a usar en mis posaderas: era una vara de madera clara, larga de algo más de un metro, y del grosor de uno de mis dedos, que producía un terrorífico silbido al simular ella los golpes en el aire. La mujer, mientras se dedicaba a asustarme con aquel ruido, me dijo “No importa si, tras cada impacto, te mueves un poco, o si pataleas. Y menos aún si gritas. Lo esencial es que no te apartes de la posición en la que estás; y, sobre todo, que bajo ningún concepto te lleves las manos al trasero. Si veo que estás desviado, te avisaré para que te recoloques correctamente; pero, si te tocas, te apartas, o si cierras las piernas, habrás perdido. Aunque, por supuesto, no por eso dejaré de atizarte; los cien varazos te los voy a dar igual, aunque para ello tenga que atarte a la mesa. Bueno, en este último caso te llevarás unos cuantos extra; si tengo que sujetarte, aunque sea tras el azote número noventa y nueve, empezaremos otra vez desde cero. ¿Me has entendido?” . Yo solo hice que sí con la cabeza, y ella se fue hacia mi parte posterior; un instante después, un tremendo golpe de vara dividía mis nalgas en horizontal, justo por su centro, arrancándome el primer alarido de dolor de lo que iba a ser una larga serie.
Empecé a patalear tras la primera docena, aproximadamente; no puedo saberlo con exactitud porque la mujer no contaba en voz alta, y yo estaba muy ocupado, con aquella pesadilla de dolor, como para llevar la cuenta. Los golpes me recordaban, cada vez, la sensación de mi primer latigazo, pero mucho más profunda; era como si la vara se incrustase en mis nalgas hasta llegar al hueso, y el escozor posterior era igual de terrible, sino más, que con el látigo. Pero ahora el sufrimiento era mucho peor, porque a diferencia de entonces yo tenía las manos libres; así que lo único que podía impedir que las llevase a la zona lacerada, para tratar de aliviar el dolor, era mi propia fuerza de voluntad. Y he de decir que necesité de toda la que tenía, y más; sobre todo cuando los azotes, con toda la mala intención, buscaban la base de mis nalgas, justo en el punto donde se inicia el muslo o, incluso, un poco más abajo. Pues aquella maldita mujer se había dado cuenta de que, en la postura en la que yo estaba, espatarrado e inclinado hacia delante, los golpes ahí alcanzaban un poco mis testículos; no demasiado, pero lo suficiente como para hacerme ver cada vez las estrellas. Y no solo por el golpe en sí; sobre todo, por las dos agujas que seguían atravesándolos, y las diez que cosían, literalmente, mi escroto. A las que, en más de una ocasión, la vara agitaba violentamente; o directamente golpeaba, hincándolas más aún.
No sé cómo, pero logré resistir hasta que se detuvo; eso sí, chillando y pataleando sin parar, y teniendo que recolocarme, siguiendo sus instrucciones, media docena de veces. Cuando los golpes dejaron de caer sobre mis nalgas, mis testículos y mis muslos, me invadió una extraña sensación de felicidad; la mujer debió de notarlo en mi cara, porque puso una sonrisa cruel y me dijo “Ya veo que lo estás pasando muy bien; solo espero que los otros cincuenta te gusten lo mismo. Aunque suelen doler más, sabes, pues los recibirás sobre las heridas que ya tienes en el culo” . Ni que decir tiene que mi alegría se esfumó en el acto; y, con ella, también mis esperanzas de superar la prueba, pues estaba seguro de que no aguantaría otros cincuenta. Y así fue: lloré, gemí, grité y pataleé durante los siguientes treinta varazos, más o menos, pero al final uno me mandó al suelo, entre convulsiones de dolor y con mis manos tratando, infructuosamente, de aliviar un poco el terrible dolor en mis testículos. Pues uno de los varazos, dado sin duda con toda la intención, alcanzó solo la base de uno de mis muslos; la mujer, para darlo, seguramente debió de apartarse un poco, pero el caso es que logró que la punta de la vara, en vez de golpear el otro muslo, lo hiciera en el hueco entre ambos. Es decir, en mis testículos; o, más exactamente, en el punto donde la aguja que atravesaba el derecho se hundía en mi escroto.
Creo que me desmayé, porque lo siguiente que recuerdo es a una de las ayudantes haciéndome olfatear algo que olía muy fuerte. Con su ayuda logré ponerme otra vez en pie, entre los abucheos de la concurrencia; cuando me tumbé otra vez sobre aquella mesa, la anfitriona me dijo “Lástima, porque ya solo te faltaban dieciocho varazos. En fin, veo que lo más seguro es, siempre, apostar contra ti; supongo que con el tiempo irás cogiendo más fortaleza. Pero vamos a acabar primero con este castigo, y luego iremos a por el siguiente; si quieres te hago atar, pero ya sabes lo que eso significaría…” . Yo me limité a asentir con la cabeza, y a adoptar otra vez la posición; pero antes de que ella reanudase el castigo le dije, con voz lastimera, “Por favor, Ama, no me pegue más en los testículos; se lo ruego” . Como es fácil suponer, ella trató de colocar los dieciocho que faltaban precisamente allí; no se salió con la suya más que con tres golpes, pero fueron suficientes para tirarme, otras tantas veces, al suelo. Y para que, humillándome aún más, me lanzase en cada ocasión a besar sus botas, suplicándole clemencia con lágrimas en los ojos; algo que, por supuesto, no conseguí. Pero debí de conmover a los dioses, pues cuando tuve que sacar la siguiente tarjeta me tocó premio: una gran sonrisa iluminó mi cara cuando leí “Final de Partida”. De hecho, seguía sonriendo mientras una de las ayudantes retiraba las agujas de mi sexo; e incluso cuando, terminada la labor, desinfectó las heridas que sangraban con alcohol.