K, Esclavo del Círculo de las Dóminas - V
K recibe otra asignación: participa en un concurso, donde ha de tratar de superar dolorosas pruebas.
Pasé la semana muy dolorido, untando varias veces al día -con la crema que me indicaron- las consecuencias de lo que aquella mujer había llamado un “ligero” castigo; y, sobre todo, preguntándome como serían los castigos duros, si ése había sido ligero. El jueves, puntualmente, me encontré en el buzón el sobre habitual; esta vez traía una dirección de Gavà, donde me citaban para el sábado por la tarde. Además, claro, de los mil euros habituales, que escondí con los primeros dentro del hueco del extractor del baño; juntos ya hacían un bulto considerable, pues el dinero siempre venía en billetes de cincuenta, y se me ocurrió que debería alquilar una caja de seguridad en el banco para poder guardarlos. Una idea que, pese al dolor que aún me provocaban las estrías de los latigazos, me hizo sonreír un poco; solo de imaginar la cara que pondría el director de mi oficina cuando un cliente como yo, con la cuenta corriente casi siempre cercana al descubierto, le pidiese una caja de seguridad. Seguro que, como mínimo, pensaría que yo me dedicaba al tráfico de drogas.
El sábado ya estaba un poco mejor, pero contemplar mi cuerpo en el espejo del baño me provocó escalofríos; aunque solo me dolían si las apretaba, las doce estrías se veían perfectamente marcadas sobre mi piel, en la que me estaba volviendo a crecer un poco el vello. Pensé que, para solucionar aquel problema de una manera definitiva, podría optar por la depilación láser; pero tendría que hacérmela en algún lugar donde no me conociesen de nada, pues no se me ocurría qué explicación podría darle a la brasileña, cuando viese mis cicatrices. Así que busqué por internet, y al final encontré un sitio en Mataró; lo bastante lejos de casa como para que no me conociesen de nada, y además con una ventaja añadida: se anunciaban como el sitio favorito de muchos/as profesionales del porno. Lo que me aseguraba pocas preguntas, pues estarían acostumbrados a casi todo; así que llamé, y reservé sesión para el siguiente viernes a última hora. Así me daba tiempo, pensé, de recuperarme un poco de lo que me fueran a hacer aquella misma tarde.
A la hora indicada aparqué mi moto frente a lo que parecía una nave industrial abandonada, a las afueras de Gavá; en un lateral había una pequeña puerta metálica, y cuando llamé la abrió una mujer joven, pequeñita -no haría más del metro cincuenta, y estaba muy delgada- y vestida con un pantalón de cuero negro, una blusa blanca y botas negras. Le dije que era K, y se apartó para dejarme pasar; el interior era enorme, y al fondo pude ver una especie de graderío, con cinco o seis filas asientos, mirando a un escenario que no pude ver, pues su pared de fondo me privaba la visión. La mujer me guio hasta una pequeña habitación lateral, y me señaló una silla contra la pared; diciendo al hacerlo “Aquí puedes dejar todas tus cosas. Cuando te hayas desnudado ven al escenario, y te explicaré de qué va el juego de hoy. Quítatelo todo, incluso los zapatos; tengo allí los grilletes, así que ya te los pondré yo misma” . Tardé poco en quitármelo todo, y cuando estuve desnudo fui hasta la escena; era un espacio vacío, de unos cinco por cinco metros, y en la pared colgaba un panel tapado por un trapo, bajo el cual había una mesa. La mujer, al verme llegar, me hizo señas de que me acercase a la mesa, sobre la cual había cuatro grilletes de cuero; mientras me los ponía en muñecas y tobillos, cerrándolos mediante una correa de seguridad, y comprobando la firmeza de la anilla que de cada uno sobresalía, se puso a explicarme de qué iba aquello.
“Hoy estás de suerte; puedes ganar muchísimo dinero, ¿sabes? En este panel hay cincuenta cartones, y en cada uno de ellos una prueba escrita. Una vez que el público esté aquí, tu trabajo es muy simple: coges un cartón, el que quieras, y se lo muestras. Las mujeres apostarán, con esos mandos que ves sobre los asientos, sobre si serás capaz o no de completarla; las que ganen la apuesta, se llevan la recaudación de esa prueba. Con una sola excepción: si tú logras completarla con éxito, un diez por ciento del montante total será para ti. Tras la primera, seguiremos hasta que saques uno de los cartones en los que pone “Final de Partida”; a partir de ahí, tu puesto lo ocupará otro concursante. En total hay diez de esos cartones, así que lo normal sería que hicieses cinco pruebas; pero, a veces, los hay que se van sin llegar a hacer ninguna, o tras una o dos. Y hubo un chico, pobre, que sufrió dieciséis antes de poder dejarlo. Por cierto, no te hagas ilusiones: todas las pruebas están pensadas para que las termines; otra cosa es que lo hagas, o no, cumpliendo las condiciones que te pueden hacer vencedor en ellas. Hoy tú serás el primero; así que arrodíllate aquí, frente a la mesa y mirando al público. Así, exacto, con las piernas algo más separadas, que puedan ver bien tu sexo. Y ahora, espera aquí a que el graderío se llene” .
La chica se marchó, seguramente a recibir a otros “concursantes”, y yo me quedé allí arrodillado, con las manos sobre los muslos, bien separados, y viendo como aquel graderío se iba llenando de señoras; las había de todos los aspectos y edades, y en total serían un centenar, por lo menos. Charlaban entre ellas muy excitadas, todas a la vez; y para cuando, veinte minutos más tarde, todos los asientos estuvieron ocupados, el griterío era terrible. Entonces volvió a salir la mujer que me había recibido, y de un tirón destapó el tablero de la pared; mientras otras dos chicas apartaban a un lado la mesa que había debajo, la del pantalón de cuero se puso a mi lado, e hizo un ademán para que el público callase. Cuando lo logró, dijo “Buenas tardes, señoras; comienza el juego. Este es K, nuestro primer concursante; acto seguido elegirá el primer cartón, y les mostrará y leerá su contenido. A partir de ese momento, tienen ustedes cinco minutos para hacer sus apuestas” . Luego me hizo un gesto, y yo me levanté, me acerqué al tablero y elegí un cartón de por el medio; cuando lo tuve en mi mano, noté que ésta me temblaba un poco. Pero me sobrepuse, y le di la vuelta; aunque, a la hora de leerlo, se me quebró un poco la voz: “Clavar cincuenta agujas en sus genitales; sin que el sujeto pueda quejarse, durante el tormento, más que un par de veces” .
Mientras volvía el griterío, y las mujeres del público manipulaban los aparatos de apostar frenéticamente, la presentadora me dijo “Pon las manos atrás, voy a sujetártelas. Así te evito la tentación de usarlas para impedir lo que, de todas formas, vas a sufrir hasta el final. Pues, aunque pierdas antes de hora, seguiré clavándote las agujas hasta la última. Eso sí, como lo hagas muy pronto, te aseguro que te voy a machacar. Piensa que tanto puedo pincharte solo la piel, como atravesarte los cojones de lado a lado, o el capullo. Así que te aconsejo que te esfuerces al máximo…” . Yo estaba muy asustado, y cuando una de las ayudantes restregó mis partes con alcohol estuve a punto de gemir por primera vez; lo que habría sido por puro miedo, y no, claro, de dolor, pues la chica me acariciaba suavemente. Tanto, que pronto comprendí cuál era su objetivo: a la vez que desinfectaba la zona, ponerme tan tieso como pudiera. Y, pese a mis nervios, se salió bastante con la suya; para cuando terminó con su tarea yo estaba, cuando menos, semierecto.
Las primeras diez agujas, para mi sorpresa, pude superarlas sin que un solo ruido saliese de mi boca; a ello ayudó mucho que la mujer del pantalón de cuero me las clavase, todas, en el prepucio. Era muy doloroso, sí, pero lo pude soportar apretando los dientes; en realidad, lo que peor llevaba yo era estar allí de pie, desnudo frente a cien mujeres desconocidas, mientras que otra me iba clavando agujas en el sexo. Las siguientes diez agujas, que también fueron de las cortas, las concentró en el saco escrotal, y una de ellas a punto estuvo de hacer que cometiese mi primera falta; pues al colocarla debió de pinchar algún nervio, conducto o lo que fuese. Pero logré refrenarme; como lo pude hacer a lo largo de la siguiente decena, que colocó en la piel que recubría mi pene por la parte superior. Empleando las dos últimas para, como si estuviese cosiendo y con cuidado para no mover las que allí había colocado, sujetar la piel de mi prepucio atrás, dejándome completamente descapullado. Para cuando terminó, yo llevaba ya treinta agujas soportadas, y ni un solo gemido había escapado de mis labios.
Pero entonces, como me susurró, iba a empezar lo serio. Cuando cogió de la mesa la aguja número treinta y uno, también corta, y la sacó de su funda estéril, yo estaba temblando otra vez; al ver que la apoyaba en la base de la corona del glande, por la parte de su cuello, temí lo peor. Y así fue: empujando con decisión, atravesó la corona de lado a lado, hasta que la aguja asomó por la parte superior del glande; y, al hacerlo, logró arrancarme mi primer gemido, pues la sensación fue terriblemente dolorosa. El público, entusiasmado, gritó “¡Uno!” , y yo me conjuré para soportar las siguientes nueve; que, tal como me temía, fueron todas a hacerle compañía, atravesando la corona. Para cuando las diez estuvieron allí colocadas, yo tenía los labios ensangrentados de tanto mordérmelos, y unas ganas terribles de chillar de desesperación; pero había logrado soportarlas sin hacer un solo ruido más. Y, a falta solo de otras diez, empezaba a pensar que quizás iba a lograr superar la prueba; pero enseguida comprendí que aquella mujer no iba a ponérmelo fácil.
Mi torturadora, por de pronto, alargó su mano hacia otro paquete de agujas, igual de finas pero al menos el doble de largas; al menos medirían ocho centímetros, y la primera de ellas fue, directamente, a atravesar mi pene en sentido horizontal, justo a un par de centímetros de su base. Aún hoy día me sorprende que no diese un grito bestial, pues la sensación fue tremendamente dolorosa; y, porqué no, brutalmente humillante. Pero logré aguantar, y lo mismo hice con las siguientes cinco agujas, que atravesaron mi miembro a intervalos de un centímetro, siempre paralelas a la primera. Aunque yo notaba como mi cuerpo chorreaba sudor, y tenía las uñas clavadas en las palmas de las manos con tanta fuerza que, casi, me dolían más que el pene. El público se mantenía en un silencio expectante, pues ya solo faltaban cuatro para el final, y yo aún tenía derecho a un desahogo verbal; pero la mujer del pantalón de cuero no me iba a dar cuartel, y cuando cogió la siguiente aguja noté que, con la otra mano, sujetaba uno de mis testículos. No me atreví a mirar, y aunque sabía lo que iba a suceder, no por ello el dolor me pilló menos desprevenido; cuando la aguja traspasó mi testículo sentí un dolor tan intenso que, al instante, comencé a suplicar que parase, que no podía resistirlo. Y a gritar a pleno pulmón, mientras trataba de no moverme demasiado; pues la mujer, con una sonrisa sádica, detuvo por un instante el avance de la aguja, y me dijo “Si no te estás quieto, te expones a que te desgarre el huevo. Porque yo voy a seguir empujando, hagas tú lo que hagas…” .
Cuando la aguja asomó por el otro lado del escroto, yo hubiese pagado con gusto los dos mil euros que tenía en casa para que dejase de torturarme; pero nadie me ofreció esa posibilidad, y si me retiraba del juego ya sabía lo que Ángela y sus amigas iban a hacerme. Así que me quedé quieto, sudoroso y jadeante, esperando la aguja que había de traspasar mi otro testículo; no tardó en llegar, y de nuevo me arrancó toda clase de gritos de desesperación, y de súplicas desgarradoras de clemencia. Como ya había perdido, y solo quedaban dos agujas, la mujer decidió ser comprensiva; y, en vez de seguir taladrando mis testículos las colocó atravesando, horizontalmente, mi glande. Esta vez ya no tenía que reprimir mis alaridos de dolor, así que aproveché para exteriorizar mi angustia por tanto sufrimiento, chillando como un poseso; una vez concluyó su labor, la mujer del pantalón de cuero soltó mis manos sujetas a la espalda, y me dijo “Coge otra tarjeta. Si la prueba lo requiere, te quitaré las agujas; en caso contrario, ya te las sacaré al final. Ya sé que duelen, y que es humillante estar así, pero al público le encanta verte cubierto de banderillas, como un toro a punto del sacrificio” .