K, Esclavo del Círculo de las Dóminas - IX

Una vez que le han curado la quemadura, K viaja a la escuela de esclavos, en Rumanía, donde pasará las vacaciones

El tratamiento, sin embargo, fue un éxito; tanto por la crema como por las visitas a la dermatóloga, muy útiles desde un punto de vista médico. Casi tanto como, para mí, resultaron desde el primer día humillantes y dolorosas; ya en cuanto telefoneé para pedir la primera cita, diciendo que era K y que les llamaba de parte de la Señora, el tono de la recepcionista cambió de amable, a muy seco. Tras consultar la agenda, para asegurarse de que yo fuese el último visitante de la jornada, me dio las indicaciones precisas para mi visita: debía desnudarme en el vestíbulo, frente a la puerta de la consulta, luego llamar al timbre y, una vez que me dejasen entrar, obedecer en todo, mantener mi vista baja y no decir una palabra. Insistió mucho en la primera instrucción: “Si al abrir la puerta no estás desnudo, no te dejaré entrar; y avisaré a tus amas, para que te castiguen como corresponda” . Como lo último que me apetecía era volver a ser castigado, cumplí a rajatabla la orden, dejando mi ropa apilada junto a la alfombrilla de la entrada; para encontrarme que, en el mismo momento en que iba a llamar al timbre, desnudo como el día que nací -bueno, con el pequeño apósito sobre mi quemadura como única prenda- la puerta de la consulta se abrió, y una señora muy elegante salió de ella.

Yo me quedé paralizado, y enrojecí hasta la raíz del cabello; pero ella, aunque sin duda se sorprendió, lo hizo menos de lo que yo esperaba. Me miró de arriba abajo, y le dijo a la recepcionista “Un esclavo, ¿verdad?” ; cuando la otra se lo confirmó, la mujer me cogió por ambos pezones, y comenzó a apretar hasta hacerme gritar, y dar saltos. Luego palpó mi sexo, y mis testículos; me hizo dar media vuelta, tras lo que resiguió, con una uña larga y pintada de rojo, las cicatrices de mi trasero; y, finalmente, me deseó suerte y se marchó. Yo entré a la consulta, y me topé con la cara de indignación de la recepcionista, que miraba su reloj mientras me decía “Has llegado antes de hora, imbécil. Te dije a las siete y cuarto” . Por supuesto era mentira, pero yo no discutí; mantuve la cabeza baja, y solo pedí disculpas mientras, siguiendo sus instrucciones, me quedaba de pie en un rincón de la sala de espera. La doctora no tardó más de cinco minutos en recibirme; era una mujer muy simpática, de cuarenta y algo años de edad y bastante guapa, que me trató como si no se hubiese dado cuenta de que yo estaba desnudo. Tras tumbarme en la camilla, destapó mi quemadura, la estudió, y me dijo “Muy bien, esto está perfecto. Seguro que tus amas me hicieron caso, y mojaron la quemadura con agua fría tan pronto como retiraron el hierro. Eso es lo esencial: impide que siga profundizando; y ayuda a que, una vez cicatrizada la herida, los bordes de la marca sean más nítidos, y se vea mejor, más bonita. Ahora aprieta los dientes, que voy a hacerte daño; y, sobre todo, quietas las manos” .

Tras esta terrible advertencia, y sin perder la sonrisa, vertió sobre mi vientre lacerado unos polvos blancos que, a los pocos segundos, me hicieron ver las estrellas; escocían una barbaridad, como si volviesen a quemarme el pubis, y no pude evitar gemir de desesperación. La doctora, seguramente para aliviar un poco mi dolor, se puso a masturbarme vigorosamente; al cabo de diez minutos la quemadura ya no escocía tanto, y yo estaba tieso como un poste, mientras el líquido preseminal rezumaba por la abertura de mi uretra. Ella, sin dejar de sonreír, me dijo “Es muy importante que aprendas a controlar tus eyaculaciones; un esclavo solo se corre si su Ama le da permiso. Si lo hace sin estar autorizado, puede recibir castigos terribles; no quisiera asustarte, pero algún esclavo incapaz de controlarse ha sufrido una amputación disciplinaria” . Lo que decía mientras daba fuertes arreones a mi pene, haciendo que cada vez me fuese más difícil controlarme; y eso que yo pensaba en toda clase de cosas asquerosas. Pero, al final, sus esfuerzos pudieron conmigo, y eyaculé copiosamente sobre la camilla; la doctora, sin dejar de sonreír, me dijo “Algún castigo habrás de tener por hacer esto, ¿no? En fin, no quiero ser cruel, así que bastará con que limpies bien todo lo que has ensuciado. Con tu lengua, por supuesto” .

Una vez que dejé la camilla, y el suelo a su alrededor, limpios como una patena, la doctora me despidió, citándome para la semana siguiente; antes de irme, traté de que me diese un poco de agua, pues tenía la boca llena de polvo y suciedad. Pero ella, siempre sonriente, me dijo “Eso es parte de tu castigo; ya te lavarás la boca al llegar a tu casa. Y considérate afortunado, porque me acaban de regalar un látigo que ardo en deseos de probar: se llama sjambok, y viene de Sudáfrica” ; tras lo que me echó de su despacho con una palmada en el trasero. Yo salí, crucé la recepción con la cabeza baja, y abrí la puerta de la calle; al hacerlo me llevé una desagradable sorpresa, pues mi ropa ya no estaba allí. Me quedé sin saber bien qué hacer, con la puerta en la mano; la recepcionista, que intuyó lo sucedido, me dijo “A esta hora pasa la portera, a recoger la basura. Debe haber pensado que tu ropa lo era; no me extraña, por cierto, seguro que era una mierda. Baja a la portería, y pídesela; y date prisa, antes de que saque los cubos” . Yo iba a pedirle algo con lo que cubrirme, pero me lo pensé mejor; era obvio que aquella arpía no me iba a dar nada, así que cerré la puerta de la consulta y cogí el ascensor directamente a la planta baja. Afortunadamente no me crucé con nadie; era un edificio de oficinas, y a aquella hora ya estaban todas cerradas. Pero tampoco estaba ya la portera, y se veían dos grandes cubos de basura en la calle, frente al portal; así que no me quedó más remedio que salir a la calle desnudo, y hurgar en ellos hasta que encontré mi ropa. Dentro de todo, tuve bastante suerte; en los diez minutos largos que estuve buscando en los cubos solo pasó por allí una señora mayor, paseando a un perrito. Y no hizo más que mirarme con cara de asco, y decirme “¿No tiene usted un poco de decencia, hombre? ¡Es usted un cochino! ¡Sinvergüenza!” .

Aun hice dos visitas más a la dermatóloga antes de encontrarme, en mi buzón, un sobre manila mayor que los que recibía antes de ser marcado. No era un jueves, sino viernes, y hacía dos semanas exactas desde entonces; un tiempo en el que solo había recibido, el primer jueves, un sobre con mil euros, y nada más. Por otro lado, la quemadura ya se veía sonrosada, casi curada, y yo la llevaba al descubierto casi siempre. Sobre todo porque, al haber acabado ya los exámenes, pasaba poco tiempo en el colegio; y, en mi casa, tenía la orden estricta de mis amas de estar siempre desnudo. Al abrir el sobre, encontré un billete de avión a Bucarest, de ida y vuelta -la primera al día siguiente, y la vuelta un mes más tarde-, ocho mil euros en billetes de cincuenta y una nota, escrita con una elegante caligrafía femenina,  que decía: “Míster Campbell ya ha aprobado tus vacaciones, justo para estas fechas. No hace falta ni que le llames. Al llegar a Otopeni, en el vestíbulo de llegadas, te esperarán llevando un cartel con tu nombre, K; haz todo lo que te manden, como si fuese yo misma quien te lo ordena. Y no te lleves equipaje, no lo necesitarás” .

El vuelo fue largo, pero sin incidencias; yo pensaba que Rumanía estaba más cerca, y sin embargo tardamos más de tres horas en llegar. Cuando, sin detenerme en la recogida de maletas, salí al vestíbulo de llegadas, enseguida vi a la mujer que me estaba esperando. Unos cuarenta años, morena, con el pelo recogido en un moño muy tirante y una expresión de fastidio en la cara; iba vestida como si acabase de bajarse de su caballo -botas altas de cuero marrón, pantalón de montar blanco, blusa blanca y chaquetilla de cuero- y en la mano izquierda llevaba un cartel donde solo se leía una letra K mayúscula. Pero lo más sorprendente era lo que llevaba en la otra mano: un empujador eléctrico para el ganado, de un metro de largo y en cuyo extremo destacaban, malignos, los dos contactos entre los que circulaban las descargas. Yo me le acerqué, y le dije en inglés que era K; la mujer no dijo nada, pero hizo un gesto con la cabeza para que le siguiese, y echó a andar hacia el aparcamiento. Pasando junto a una papelera, en la que tiró el cartel que llevaba en la mano sin molestarse en arrugarlo, o en romperlo.

Una vez que salimos, anduvimos unos minutos por entre los vehículos allí aparcados, hasta llegar frente a una furgoneta pequeña, sin ventanas; hacía un calor tremendo, peor que el que había dejado en Barcelona, que a mí me sorprendió: sería por las películas de Drácula, pero siempre había pensado que Rumanía era un país muy frio. Sin duda, estaba equivocado. A la mujer, por supuesto, mis pensamientos no le interesaban lo más mínimo; al llegar frente al portón trasero de la furgoneta, y antes de abrirlo, sacó de su chaquetilla dos juegos de esposas y me dijo “Desnúdate” . Un poco azorado, porque por allí circulaba mucha gente, obedecí la orden; una vez que estuve desnudo, y con mi ropa bien doblada y apilada en el suelo, justo a mi lado -me la hizo repasar un montón de veces hasta que estuvo a su gusto, con los zapatos justo debajo de la pila- me indicó que me diese la vuelta, y esposó mis manos atrás. A continuación, y con unas esposas más grandes y separadas -habría al menos medio metro de cadena entre ellas- me engrilletó los tobillos; y entonces, solo entonces, abrió el portón. Yo estaba cada vez más nervioso; pues, desde que me quité la última prenda hasta aquel momento, habrían pasado una veintena larga de personas por nuestro lado. Pero la gente, aunque nos miraba con curiosidad, no nos decía nada; supongo que el aspecto de mi amazona, con el empujador en la mano, era lo bastante intimidatorio como para que optasen por callar, y seguir su camino.

Al abrir la furgoneta, vi que en su caja había una jaula de perro, de un tamaño suficiente como para que yo la ocupase; ella abrió la puerta de la jaula, y me hizo seña de que entrase. Cuando lo logré -esposado atrás no era tan fácil- la mujer volvió a cerrar la puerta de la jaula, y a asegurarla con el mismo candado que había retirado al abrirla; pero, en vez de cerrar el portón de la furgoneta, hizo algo que yo no me esperaba: introdujo el empujador por entre los barrotes de la jaula, pasándolo entre mis piernas, lo apoyó contra mi sexo, y me soltó una tremenda descarga eléctrica. Yo, de inmediato, empecé a aullar de dolor, y a agitarme dentro de mi estrecha jaula como un poseso; la mujer, sin apartar el empujador de mi zona genital, le dio de nuevo al interruptor de descarga. Y luego otra vez, y otra más, y otra… Yo no entendía porqué me hacía aquello, y le suplicaba que parase ya; me estaba haciendo mucho daño con los barrotes, que se me clavaban con mis movimientos descontrolados, y tenía el pene, y los testículos, realmente doloridos. Pero ella no paraba; yo temía que mis gritos de dolor atraerían a alguien -puestos a lo peor, la policía-, y procuraba bajar la voz, pero era realmente difícil. Al final, logré soportar una de las descargas sin gritar; eso era, justo, lo que ella esperaba para dejar de atormentarme, pues retiró el empujador y cerró el portón. Para, poco después, subirse al asiento del conductor y arrancar el vehículo.

Circulamos durante muchas horas; por mi postura, yo no podía ver más que el cielo a través del parabrisas delantero, y alguna vez la parte superior de un edificio. Sobre todo, cuando cruzábamos alguna población grande. En todo caso, cuando la furgoneta por fin se detuvo yo no tenía ni la menor idea de donde estábamos; una vez que abrió portón y jaula, y me indicó que saliese, pude ver que nos rodeaban los edificios de lo que parecía ser una granja. Desde luego nada próspera, pues todos se veían medio en ruinas, como si estuviesen abandonados. En cualquier dirección hacia la que mirase, solo veía campos de cultivo, o algún bosque; y, muy a lo lejos, unas montañas. Yo tenía muchas ganas de orinar, pero la mujer me apoyó el empujador en las costillas, y de inmediato capté el mensaje: empecé a andar, tan deprisa como mis tobillos esposados me lo permitían, y seguido por ella fui hasta uno de aquellos edificios, cuya puerta me abrió. Al entrar, vi que estábamos en una especie de herrería; pero no tuve tiempo de fijarme en lo que me rodeaba, pues enseguida sonó a mi espalda una voz muy familiar, que me decía en español “Bienvenido a Oprisor, K” . Y, al girarme, comprobé que quien había hablado era Ángela.