K, Esclavo del Círculo de las Dóminas - IV
K es sometido a chantaje por sus amas, y convertido en esclavo de dolor; por su mal comportamiento, recibe de Ángela su primer castigo con el látigo
Al llegar a aquel chalet de la parte alta me sorprendió ver aparcados, frente a la puerta, media docena de vehículos, casi todos muy lujosos; pero, si quería conservar aquel lucrativo empleo, no me quedaba otra que obedecer a la misteriosa Señora. Así que llamé a la puerta y, tan pronto como la criada me la franqueó, me desnudé y le entregué mi ropa. Esta vez no me acompañó; señalando hacia la piscina, me dijo “Ya conoces el camino” y se marchó en dirección a la cocina, llevándose mis prendas con ella. Yo me dirigí hacia el porche, y antes de llegar ya escuché varias voces, en animada conversación; mi primera intención fue marcharme, pero estaba desnudo, y no tenía la llave de la puerta de la calle. Ni la de la moto, ya puestos; así que, ¿dónde podía ir yo en pelotas, y en aquel barrio de ricachos donde no había siquiera un simple bar? Así que me resigné, y seguí caminando hacia el grupo reunido en aquel porche; eran media docena de mujeres, incluyendo a la dueña de la casa, pero al acercarme más se me cayó el alma a los pies: una de ellas era Ángela, la abogada de mi ex mujer.
La idea de estar desnudo frente a mujeres desconocidas, con resultarme muy humillante, era algo sin importancia comparado con aquello: estarlo frente a mi Némesis, la mujer que me lo había quitado casi todo y que, ahora, además iba a poder burlarse de mí. Me detuve en seco, e hice ademán de dar media vuelta; pero la voz de la Señora me hizo seguir andando: “Ven aquí, K, quiero que conozcas a algunas de tus nuevas amas” . Yo me acerqué hasta estar a su altura, entre dos de las mujeres sentadas alrededor de aquella mesa baja; justo frente a mí estaba Ángela, y fue la primera en hablar: “Ya veo que eres justo lo que me imaginé, algunos músculos y un pedazo de carne colgando; por suerte, al menos ya sin vello corporal. Algo es algo. Para la cama ya te dije que no me interesas en absoluto, pero estoy segura de que disfrutaré una barbaridad azotándote. O con lo que se nos ocurra; en fin, pronto recibirás lo que merecéis los de tu especie” . Yo no entendía nada, y me limité a contestarle “Ni en tus sueños más salvajes. No voy a dejar que me pongas una mano encima ni por todo el dinero del mundo; de hecho, si estoy aquí delante de ti, desnudo, es solo por obedecer a la Señora” .
Cuando oyó que la citaba, la Señora empezó a hablarme, y otra vez de tú: “K, vamos a hacer un cambio en la planificación de tus servicios. A partir de hoy, además de las humillaciones recibirás dolor, mucho dolor; en realidad, tu función principal será la de sufrir toda clase de torturas. Pero no te preocupes, que seguirás recibiendo tus mil euros por sesión; y, cuando alguna vez estés demasiado deteriorado para poder asistir a la siguiente, cobrarás igual, aunque no vayas. Siempre tras la oportuna comprobación por parte de mi médico, si fuese necesaria; no soporto que me engañen” . Yo estaba hecho un lío; pues, por un lado, no quería perder aquella nueva, y pingüe, fuente de ingresos, pero por el otro no estaba dispuesto a que me hiciesen daño aquellas locas. Así que finalmente decidí que aquello no era para mí; con gran pesadumbre, pero muy decidido, les dije “Están ustedes peor de lo que yo creía, si de verdad piensan que voy a dejar que me torturen. Esto se ha acabado; le agradezco, señora, haberme proporcionado el trabajo que ayer hice, pero yo lo dejo. Que tengan ustedes un buen día”. Hice una dramática pausa, y añadí mirando a Ángela: “Lo del buen día no va por ti, zorra de mierda; si no fueses una mujer, te daría un guantazo que no olvidarías nunca jamás. Tenía que haberme dado cuenta de que, viniendo de ti, nada puede nunca ser bueno” . Y, acto seguido, me di la vuelta y empecé a caminar hacia la cocina.
Me detuvo un ruido que me resultó familiar; era la grabación de la fiesta de la víspera, en concreto del momento en que las chicas hicieron el concurso de tragar penes. Al girarme, vi que estaban proyectando las imágenes en la pared del porche; era justo el instante en que una chica de aspecto muy joven intentaba, sin éxito, tragarse entero el mío. “¿Sabías que es una alumna del colegio donde trabajas, y además que es menor de edad? Y no era la única; al menos media docena de las asistentes eran alumnas de allí. Supongo que te imaginas lo que le va a pasar a tu trabajo, cuando estas imágenes se hagan públicas; aunque lo de menos será tu despido, por supuesto. Si ahora no me falla la memoria, un abuso con penetración a menor de edad son de ocho a doce años de cárcel; eso por cada menor, claro. Y te aseguro que, con estas imágenes, el juicio iba a ser una mera formalidad” . La que había hablado era Ángela, por supuesto; me miraba con tal expresión de triunfo en la cara que, la verdad, logró asustarme mucho. Y, antes de que yo lograse decir nada, terminó de hundirme en la miseria: “Bueno, si te defiende aquel idiota de Paco, a lo mejor logra que te caigan unos cuantos años más; pero la pena básica es esa. Si quieres llámalo, para que te lo confirme; aunque, la verdad, que te puedas fiar de ese incapaz me asombra. Ya es bien cierto que los hombres sois seres inferiores…” .
Mi cabeza funcionaba a todo gas; primero, porque yo no había visto a nadie grabando vídeo en la fiesta. Pero estaba claro, por las imágenes, que alguien lo había hecho. Segundo, porque lo que Ángela me estaba contando sobre supuestas menores me parecía imposible, ya que a mí todas me habían parecido veinteañeras; como máximo, alguna de ellas podría tener dieciocho o diecinueve, pero nunca menos. Aunque, claro, hoy en día quién sabe; pues las chicas maduran muy deprisa, y las hay muy jóvenes que ya saben latín, por así decirlo. Pero, en tercer lugar, lo peor era que, aunque fuese una mentira, yo no me podía arriesgar en ningún caso a que el vídeo llegase a manos de Míster Campbell; aquel inglés estirado no solo me despediría, sino que se aseguraría de que yo nunca más encontrase un empleo. De nada en absoluto; ni fregando platos. Y, seguro, me demandaría por un millón de motivos; sobre todo, por el daño a la imagen del colegio. Algo que yo ya le había visto hacer varias veces; la última, con un compañero que criticó los métodos pedagógicos del centro. De un modo muy profesional, científico, y durante un simposio técnico; aun y así, el inglés lo despidió, y le demandó por un millón de euros. La demanda aún estaba en trámite, pero la amenaza era evidente; y en mi caso, había una sola cosa en la que estaba totalmente de acuerdo con Ángela: si me defendía Paco, seguro que la demanda prosperaba.
Así que, al final, tiré la toalla; mirando a la Señora con cara de tristeza, me limité a decirle “Estoy a sus órdenes para lo que me mande, sea lo que sea” . La mujer me sonrió, por primera vez desde que la conocí dos días antes, y me contestó “Será muy duro, sí, eso ya lo sé. Vas a sufrir mucho más de lo que ahora mismo puedes imaginarte, eso te lo aseguro. Pero tal vez te acabes acostumbrando, ya lo verás; igual te conviertes en masoquista. Y míralo desde el punto de vista positivo: como cada fin de semana tendrás alguna clienta que precise de tus servicios, te aseguras cuatro mil euros limpios al mes, mínimo; ya te hemos dicho que, si te hacemos demasiado daño, cobrarás igual aquel día no trabajado. Y, cuando lleguen las vacaciones escolares, podremos cargar tu agenda un poco más; ya lo decidiremos. Además, te voy a dar una buena noticia: una de nosotras pertenece al patronato de tu colegio; así que, si alguna vez te necesitamos en día lectivo, Míster Campbell será sin duda comprensivo. O si estás tan dolorido que no puedes trabajar. Puede que él sea muy duro con el personal; pero, con la gente que hace donaciones al colegio, te aseguro que es un manso corderillo” .
La voz de Ángela me recordó, una vez más, la condición de esclavo que acababa de adquirir; y de aceptar, aunque fuese obligado. “Antes de dar por acabada esta reunión informal, tenemos un asunto que atender. Este gusano, este miserable, este desgraciado, ha osado llamarme zorra de mierda. A mí, una de sus amas. Exijo que se le castigue como merece; así aprenderá a tratar con respeto a sus dueñas. Si os parece bien, de inmediato; y yo misma me ocuparé de aplicar el castigo. ¿Doce latigazos os parece bastante?” . Entre las mujeres allí reunidas circularon murmullos de aprobación, y la Señora me dijo “Ve a la cocina, y dile a Teresa que te entregue el látigo de piel de buey y unas esposas; luego regresa aquí. Tiene razón Ángela; no podemos consentir que nos insultes, eres un esclavo, y nos debes no solo respeto, sino sumisión. Así que recibirás un castigo merecido; lo soportarás, darás las gracias por haberlo recibido, y desde luego no cobrarás nada por soportarlo. La próxima vez serás más respetuoso, eso seguro. Ahora ve” .
Cuando la criada me entregó, en la cocina, el látigo y las esposas, noté que mis piernas flaqueaban. No por estas últimas, sino por el primero: largo de casi dos metros, y bastante pesado, la sola idea de que Ángela fuese a golpear mi cuerpo desnudo con aquella bestia me provocaba escalofríos. Pero obedecí la orden, y regresé con ambos objetos al porche; una vez lo alcancé Ángela se levantó, me dijo “Ven” y, rodeando la piscina, se dirigió hasta un enorme árbol, una de cuyas ramas, bastante gruesa, se extendía en horizontal a unos dos metros del suelo. Llegados los dos debajo, me dijo “Sujeta una manilla a una de tus muñecas; luego estira los brazos al cielo, pasa la otra por encima de la rama, y ciérrala en tu otra muñeca” . Me costó un poco, pues la postura era muy incómoda; pero al final, y poniéndome de puntillas, logré hacer lo que me había ordenado, gracias a que la cadena de las esposas era mucho más larga de lo normal. Con lo que quedé colgando de la rama, con el cuerpo completamente en tensión y de puntillas, sin poder apoyar en el suelo más que uno de mis dos talones; ella se me acercó y agarró con una mano mis testículos, apretándolos con gran fuerza. Yo me puse a chillar de dolor, y ella aprovechó para, sacando lo que parecía una servilleta de su bolsillo, metérmela en la boca; una vez amordazado, me dijo “No sabes cuánto tiempo he esperado a que llegara este momento. Espero que, la próxima vez que te castigue, Paloma pueda asistir; quien sabe, incluso puede que se anime a azotarte un rato” . Luego se apartó de mí un par de metros, desenrolló el látigo y, tras hacer un par de ensayos al aire, lo lanzó, a toda velocidad, contra mi cuerpo desnudo.
El latigazo golpeó, en primer lugar y de lleno, mi nalga izquierda; luego continuó su recorrido rodeando mi cadera, cruzando por el pubis -justo sobre el nacimiento del pene- y terminando en el inicio de mi muslo derecho. Donde la punta del arma, lanzada a toda velocidad, descargó toda su furia destructora. Yo, la verdad, ya me esperaba que aquello iba a ser muy doloroso; aunque lo único que sabía sobre la flagelación era lo que había visto en las películas, en ellas dejaban muy claro que los que eran azotados sufrían, y mucho. Pero la realidad superó mis peores expectativas. El golpe en la nalga me lanzó hacia delante con fuerza; lo sentí como un martillazo, seco y potente, y vino seguido al poco de un lacerante escozor en la raíz del pene, así como de otro tremendo impacto en mi muslo. Mientras mi cuerpo se convulsionaba, colgado de aquella rama, y yo chillaba a pleno pulmón dentro de mi mordaza -poco ruido debí de hacer, sin embargo- comencé a notar que el escozor de mi pubis se extendía a todos los lugares que había visitado el látigo; hasta hacerse tan intenso, tan absolutamente insoportable, que parecía que me hubiesen frotado sal en la herida. Porque eso era lo que, al mirar, vi cruzando mi bajo vientre: una herida enrojecida, profunda y alargada, que me mandaba terribles pinchazos de dolor y, en algunos puntos, dejaba asomar pequeñas gotas de sangre.
El segundo trallazo llegó un minuto más tarde, cuando mis frenéticos movimientos empezaban a calmarse; esta vez cruzó mi espalda, de modo casi horizontal, y la punta del arma terminó alcanzando mi tetilla izquierda. He de decir que el dolor fue bastante mayor que con el primero, pues el golpe en la espalda alcanzó, lógicamente, un sector de mi cuerpo desnudo con mucha menos carne que la nalga; pero, además, el impacto final de la punta sobre mi tetilla fue tan brutal, que creí que la había arrancado. Por suerte, al mirar vi que seguía en su sitio, aunque muy enrojecida; enseguida llegó el escozor como de sal al surco trazado por el latigazo, y yo comencé de nuevo a dar tirones de mis esposas, mientras pataleaba como un poseso. Ángela, que de seguro no era la primera vez que azotaba a un hombre, aprovechó mis movimientos frenéticos para lanzar el látigo por tercera vez, pero de abajo a arriba y tratando de colar el flagelo entre mis piernas; tuvo éxito, vaya si lo tuvo, porque de pronto noté en mis testículos un terrible dolor, como si algo me los aplastase. No era eso, sino el impacto del látigo; que, tras enroscarse en mi muslo, había cruzado, en su diabólico recorrido, justo a través de mi sexo, para terminar golpeando en el centro del pubis.
Yo hacía rato que me había quedado sin voz, y casi sin lágrimas; nunca en mi vida había sufrido tanto, y aquella pesadilla, además, no parecía que fuese a terminar nunca. Pues los latigazos siguieron cayendo, inmisericordes: otros dos más en mi espalda, dos de lleno en las nalgas, otro entre las piernas, y los cuatro finales directamente sobre mi pecho, mi vientre, y la parte frontal de mis muslos. Para cuando Ángela, sudorosa por el esfuerzo, tiró el látigo al suelo y me quitó la mordaza, recordé lo que la Señora me había ordenado, y le dije con un hilo de voz “Gracias, Ama” . Ella no me contestó: se limitó a subir a una corta escalera que Teresa le acercó, y a soltar una de mis esposas; yo caí al suelo como un fardo, gimiendo de dolor y marcado con doce estrías anchas y profundas, ya casi más violáceas que rojas. Solo recuerdo que, cuando las mujeres se levantaron de sus sillones y se fueron, una de ellas tiró un pequeño papel al suelo, al pasar a mi lado; yo lo miré, mientras la oía decir: “Es una pomada fantástica, ya verás qué bien te va para curar las heridas más deprisa. Acuérdate que este ligero castigo no cuenta como trabajo; lo has recibido por tu mal comportamiento. Así que, para el sábado que viene, has de estar a punto para lo que te toque” .