K, Esclavo del Círculo de las Dóminas - III

K hace su primer servicio para la Señora: de camarero desnudo, y bailarín, en una fiesta de pijas.

Mi primer acto de obediencia fue depilarme, y además de modo integral. En mi gimnasio había una chica brasileña que se dedicaba profesionalmente a eso, quien siempre me estaba hablando de las ventajas del cuerpo depilado; a la siguiente vez que me lo mencionó le dije que aceptaba, pero a condición de que me quitase todo el vello. Primero receló un poco, y me explicó -de un modo tal vez poco elegante- que ella no hacía “finales felices”; pero yo la tranquilicé enseguida, ofreciéndome a ser su cobaya en una de las clases de depilación que también impartía. Me aceptó, y el día señalado acudí a su gabinete; para encontrarme a cinco o seis mujeres, de distintas edades y nacionalidades, que iban a recibir la clase. La brasileña, muy comprensiva, me ofreció depilarme gratis, vista tan gran concurrencia; como, en el fondo, ya me iba bien practicar un poco lo de estar desnudo frente a un grupo de mujeres, acepté, y comencé a desnudarme. Para mi sorpresa, todas se giraron; y no volvieron a mirarme hasta que, con una toalla pequeña cubriendo púdicamente mi sexo, estuve tumbado sobre la camilla. Eso sí, una vez que comenzaron la faena se fueron soltando, y para cuando me retiraron la toalla aquello fue un festival de manos; todas querían ser la que sujetara mi pene, mientras que la brasileña trabajaba alrededor de él. Y, una vez que estuve bien depilado, una docena de manos colaboraron a untarme, por todo el cuerpo, una especie de aceite refrescante, hidratante, o no sé qué otra cosa que me contaron.

El sobre llegó dos días después: al volver del trabajo, en mi buzón de la escalera cochambrosa donde yo había alquilado un mini piso, encontré los mil euros, una dirección, y la fecha del día siguiente, a las nueve horas. Allí estuve, como un clavo, tras casi una hora de viaje en mi pequeña moto; era un chalet enorme, con jardín, piscina y un preciosa vista al mar, en una urbanización por el Maresme llamada Roca Ferrera. Me recibió en la puerta una señora joven y muy elegante, que hablaba con el clásico tonillo de los pijos barceloneses; un poco azorada, me explicó que iban a celebrar la despedida de soltera de su hija, y que sería una fiesta de todo el día, solo de chicas. Mi trabajo era hacer de camarero, con los demás que irían llegando; así como, y bajó un poco más la voz, “Entretener a las chicas… Ya me entiende; pero que sea algo con clase, por supuesto. Esta será una fiesta de gente bien, así que nada vulgar. ¡Por favor, eso sí que no!” . Mientras me lo explicaba fuimos hacia la cocina; una vez allí, me hizo pasar a una habitación contigua, donde había un escritorio, una cama y una puerta que daba a la ducha. Sobre la mesa había varias pajaritas de caballero, de las que ya vienen enlazadas, y la mujer me dijo “Dúchese bien, que los quiero muy limpitos. Luego se pone usted la pajarita al cuello, y ya puede empezar a trabajar” . Tras lo que, enrojeciendo un poco y otra vez en voz muy baja, añadió “Nada más que la pajarita, por supuesto; toda hen party que se precie necesita sus stripper boys” .

Cuando, ya duchado y con mi pajarita como único atuendo, volví a salir a la cocina, la señora me miró apreciativamente; mi primer pensamiento fue que mucha casa, mucho dinero, mucha clase, pero seguro que su marido no estaba tan bien “equipado” como yo. Aunque poco pude entretenerme en eso, porque la cocinera, una mujer mayor, gorda y muy fea, ya me estaba llamando; pasé toda la mañana preparando las mesas junto a la piscina, ayudado por otros tres chicos -eran mucho más jóvenes que yo- “vestidos” de la misma guisa. Y bajo la atenta mirada de la dueña de la casa, que se había sentado en el porche de la piscina a vigilar nuestras idas y venidas; aunque, vista su reacción anterior, yo supuse que, simplemente, disfrutaba contemplándonos. A partir de las doce más o menos, comenzamos a recibir a las invitadas; si bien hasta entonces había logrado resistir sin sonrojarme demasiado, a partir de que aquello se llenó de chicas veinteañeras, a cuál de ellas más pija, no pude evitar ponerme colorado. Pues nunca había hecho algo así, por supuesto; lo menos serían una cincuentena de chicas, y la mayoría tenían unos cuerpos espectaculares, algo que se me hizo evidente una vez que se cambiaron a sus reducidísimos bikinis. Todas reían nerviosamente, y no paraban de mirarnos; mejor dicho, de mirar nuestros sexos, que con el ajetreo del trabajo se movían con toda libertad. Así pasamos muchas horas, pues aquello era, como luego explicó la madre pija a las “niñas”, una “fiesta-picnic”, informal; lo que, por otro lado, nos obligaba a los cuatro a ir todo el rato arriba y abajo con bandejas, mientras ellas charlaban, comían, bebían y se bañaban.

Una vez que oscureció, sin embargo, la cosa cambió bastante; pues, además de la barra de bebidas y del bufet, nos hicieron montar un escenario de baile. Las chicas, para entonces, ya iban todas bastante bebidas, y cada vez tenían menos inhibiciones; más de una, al acercarme a servirle alguna cosa, me había tocado el sexo, e incluso una morenita muy joven se puso, entre las risas de sus amigas, a sopesar mis testículos. Pero eso era un simple aperitivo, pues la cosa solo había hecho que empezar; la que parecía ser la novia -era la que dirigía los festejos- decidió que ya era hora de que los “boys” bailásemos, puso música disco y nos indicó que saliéramos a la pista. Uno tras otro y unos minutos cada uno, pues al parecer era como un concurso; pocas veces en mi vida me he sentido más humillado que mientras me contoneaba, desnudo salvo por mi pajarita, frente a aquellas cincuenta chicas que, muy excitadas, me gritaban ordinarieces. Desde luego, la petición de la señora de la casa, lo de no querer nada vulgar, no parecía ser respetada en absoluto; ni siquiera por ella misma, pues la vi allí con las demás, en la segunda fila, y gritando tanto o más que las “niñas”.

El siguiente baile fue un lento; salimos los cuatro a la vez, cambiando de pareja cada poco. La idea tuvo tanto éxito que, durante casi media hora, no pusieron otra clase de música; al menos bailé con dos docenas de chicas, sino más, aunque todas, más que bailar, se dedicaron a sobarme descaradamente. Al acabar, y pese a la vergüenza, yo estaba semierecto, y mis tres compañeros más o menos igual; lo que le dio otra idea a la novia: “Vamos a poner bien tiesos a los cuatro. Pero nada más que tiesos, ¡eh! La que se le vaya la mano, y me refiero precisamente a eso, paga prenda” . Todas se rieron, y se colocaron alrededor de aquel escenario; los cuatro hombres comenzamos a rodearlo, pasando justo frente a las chicas, para que cada una de ellas nos masturbase un poco. Bueno, un poco o un mucho, según a cada una le viniera en gana; en mi caso, al cabo de una docena de manos yo ya estaba como un poste, y hacia la mitad de mi recorrido empezaba a temer que no aguantaría hasta el final. Pero ellas debían de tener más experiencia de la que aparentaban, y se dieron cuenta; así que las que quedaban por masturbarme aflojaron un poco en sus manoseos, y lo logré. Lo conseguimos los cuatro, en realidad, pero al acabar nuestros cuatro penes rezumaban líquido preseminal; estaba muy claro que poco más podríamos resistir, así que la novia decidió aprovecharlo para hacer otro juego: nos pusieron uno al lado del otro, todos mirando hacia el centro del escenario, y cuatro de aquellas chicas se nos acercaron. Para, al grito de “¡La que llegue más lejos gana!” empezar a masturbarnos ferozmente; en pocos minutos, los cuatro habíamos eyaculado copiosamente, y las chicas se reían como locas.

Seguramente para que pudiésemos recuperarnos, la señora nos mandó entonces a recoger las mesas del bufet, y llevarlo todo a la cocina; tardaríamos media hora, más o menos, en completar la tarea, y para cuando acabamos, como no, las chicas ya tenían otro juego pensado. Primero, cuatro de ellas nos pusieron otra vez bien erectos; en mi caso, y para mi sorpresa, fue la señora de la casa en persona quien se ocupó de masturbarme. Y no solo con sus manos; seguramente, pensé, desde que me vio salir de la ducha que tenía ganas. Una vez los cuatro a punto, comenzó el concurso; esta vez las concursantes eran las chicas, y la prueba consistía en intentar tragar nuestros penes hasta el fondo de sus gargantas. Nos pusieron en orden de tamaños -yo era el tercero, pues uno de los chicos tenía un miembro fuera de lo común- y, una por una, fueron sentándose en las sillas que colocaron delante de nuestras vergas. La que lograba tragarse entero el primer pene, pasaba al segundo; si podía con él, al tercero, y así sucesivamente. Reconozco que no tuve demasiado trabajo: hasta mí “sólo” llegaron una docena de chicas, entre las cuales la señora de la casa, y al último hombre nada más que tres. Una de ellas la novia, la cual hizo una verdadera demostración de habilidad; seguramente hubiera podido con dos de nosotros a la vez, incluso con los dos mejor dotados.

A partir de ahí, la fiesta fue muy repetitiva: masturbaciones, felaciones, manoseos, … Incluso una chica, ya muy lanzada, se masturbó hasta correrse mientras chupaba el pene del chico más dotado. Y la idea pareció cundir, pues poco después ya eran varias las que aliviaban las tensiones acumuladas. Pero ninguna de ellas tuvo sexo con nosotros; en realidad, ni siquiera nos dejaron tocarlas. Supongo que aquellas pijas reservaban sus tesoros para, al menos, alguien con categoría de director general; y, desde luego, ninguno de los cuatro éramos otra cosa que pobres desgraciados, por más grandes que pudieran ser nuestros penes respectivos. Sobre las cuatro, o las cinco, de la madrugada las invitadas empezaron a desfilar, entre bostezos y lanzándose besos entre ellas; cuando, allá las seis, ya no quedó ninguna, la señora de la casa nos dijo que terminásemos de recoger, nos ducháramos -en eso insistió otra vez mucho- y nos fuéramos. Entre una cosa y otra, para cuando salí de allí ya amanecía; en mi scooter tardé un buen rato en llegar a casa, pero por suerte la fiesta había sido un sábado; con lo que pude pasar la mañana siguiente durmiendo como un tronco. Me despertó, a media tarde, el sonido de un mensaje de Whatsapp entrante; venía del teléfono de la Señora, y en él me citaban para una hora más tarde, en la misma dirección de la primera vez.