K, Esclavo del Círculo de las Dóminas - II
K decide aceptar una oferta de trabajo que parece tentadora...
El camino que, aquella tarde de final de mayo, me llevó a ser azotado por la señora Ventura se había iniciado un año antes; para ser exactos, más o menos cuando salió la sentencia que resolvía definitivamente mi divorcio. Aunque ahora ya es, sin duda, demasiado tarde para reconocerlo, lo cierto es que no fue más que el último eslabón de una cadena de infortunios; el primero de ellos, casarme con Paloma, una mujer tan espectacular como insufrible. Y el penúltimo, encargarle mi defensa a Paco; un excelente amigo, sin duda, pero un desastre como abogado. Entre Paloma y su amiga Ángela, una abogada de colectivos feministas más lista que el hambre, le torearon tanto como quisieron; el resultado final fue que, sin hijos de por medio y después de algo más de seis años de matrimonio, ella se quedó el piso, el coche, y … más de la mitad de mi sueldo, si incluimos el pago de la hipoteca. Y eso sin críos, insisto; si llegamos a tener alguno, no quiero ni imaginarme lo que le hubiese pasado a mi precaria economía. Pues, aunque yo trabajaba como profesor en uno de los colegios ingleses más prestigiosos de Barcelona, raro era el mes en que cobraba más de dos mil quinientos euros netos; así que, a partir de que empecé a pagar la pensión compensatoria, me quedaban menos de mil, y no todos los meses. Mi mejor esperanza, según el bobo de Paco, radicaba en lo buena que Paloma seguía estando: “Ya verás como no tarda en pillar a un ricacho, y entonces ya no tendrás que seguir manteniéndola” . Como si ella fuera a ser tan tonta como para casarse con otro, y perder así el chollo...
Mientras el deseado -por mí, claro- enlace matrimonial no se celebrase, yo tenía que pagar la hipoteca de un piso del que ella me había echado, y darle además dinero para sus gastos de cada mes; era, según Paco, por no sé qué del tiempo que había dedicado al hogar común. Donde, curiosamente, en toda nuestra vida en común ella jamás me había hecho ni una miserable tortilla; y en el que, como no planchase yo mis camisas, aviado estaba. Pero, solo oyendo a Paco balbucear en el juicio, mientras que las otras dos le hacían a la juez los papeles de la víctima de un machito perverso, y de la solícita amiga que la defiende como una leona, era fácil imaginar como acabaría la cosa. En fin, el asunto ya no tenía remedio. Y, precisamente por eso, cuando un mes después recibí una breve llamada de Ángela me sorprendí mucho; solo me dijo que tenía un trabajo para mí que me podía interesar, y que fuese a verla al día siguiente. Mi primera intención fue no hacerle caso, pues sabía de sobra lo mal bicho que era; pero, cuando lo hablé con Paco, me confirmó que ya no podría hacerme más daño: “Una vez firme la sentencia, lo único que puede hacer es plantear una modificación de medidas. Si te menciona algo de eso, te levantas y te vas; ya la llamaría yo luego, y veríamos a ver” .
A la mañana siguiente, puntual como es mi costumbre, la visité en su despacho profesional; una oficina, en la izquierda del Ensanche, que compartía con otras dos colegas y una secretaria, y que estaba decorada con un ejemplar de cada uno de los posters feministas que se hayan editado desde los años sesenta hasta hoy. Por lo menos. La secretaria, vestida como una hippy de los tiempos de aquellos primeros posters, me hizo pasar donde Ángela; ella me indicó una silla frente a su escritorio, sin levantarse, y en cuanto me senté abrió el fuego: “Escúchame bien, y no digas nada hasta que yo termine de hablar. Los dos sabemos que estás muy justo de dinero; como dice Paloma, más seco que la mojama” . Mientras yo dedicaba un pensamiento homicida a la graciosa de mi ex, Ángela emitió una breve risita; y luego continuó hablando: “También sé por Paloma que, desde un punto de vista físico, estás bastante bien. No es que a mí me importe, pues los tíos más bien me dais asquito; pelo por todas partes, algunos músculos, y un pedazo de carne colgando, que os hace creeros yo qué sé qué. Pero, si fuese cierto lo que ella dice, conozco la forma de que le saques partido a tu cuerpo. Partido económico, me refiero” .
Así que me ofrecía prostituirme, la muy bruja; sin duda aquello era la ofensa que faltaba, la cereza del pastel. Imaginé que me estarían grabando, y que Paloma se echaría luego unas risas viendo mi cara; así que me puse en pie y, sin decir palabra, me dirigí a la puerta de su despacho. Me frenó la voz de Ángela: “Si das la talla, y perdona por el chiste, son mil euros por cada día de trabajo; en B, por supuesto: ni Hacienda, ni Paloma, tendrían parte alguna en tus ganancias. Y, hasta donde yo sé, hay trabajo de sobras; si dedicas los sábados y domingos, son casi diez mil cada mes, y sin dejar tu curro” . Lo cierto era que algo dentro de mí me decía que desconfiara; pero aquel dinero, en mi situación, era maná llovido del cielo. Así que me giré, y le pregunté: “¿De qué se trata en concreto? Supongo que de follar con viejas chochas y forradas…” . Era lo que necesitaba Ángela para darse cuenta de que me había interesado; sin modificar un músculo de su cara, que seguía siendo de desprecio, me dijo “No te puedo dar detalles, pero creo que las clientas son unas damas mucho más imaginativas. Francamente, los hombres nunca dejaréis de sorprenderme; ¿de verdad te crees que alguien pagaría mil pavos por follar contigo? En fin, ya que te interesa te doy el teléfono; llama a este número, y allí te dirán. Y vete de una vez, que tengo visitas esperando” .
Salí de allí, con el papel que me había dado en la mano, y me senté en un banco de la calle, mirándolo sin ver. No tardé ni cinco segundos en sacar el móvil, y llamar al número; me contestó una voz de mujer, que solo dijo “¿Sí?” . Yo expliqué que la llamaba de parte de Ángela, y para el puesto de mil euros diarios; mi interlocutora no pareció alterarse, y solo dijo “Dentro de una hora aquí. Anote la dirección” antes de dármela y colgar. Al buscarla en mi móvil, vi que era un chalet en la parte alta, cerca del consulado de Estados Unidos; así que consumí la hora que me había concedido la voz al teléfono cruzando la ciudad, de punta a cabo. Y, cincuenta y cinco minutos después de colgar mi teléfono, llamaba al timbre de un chalet enorme, rodeado de muchos metros de jardín; parecía de los años setenta, y desde luego allí solo podía vivir alguien de muchísimo dinero. Una sirvienta negra, joven, guapa y vestida con delantal y cofia pulcramente planchados, me abrió la puerta de la calle; al decirle quien era -más o menos, pues solo le dije que venía de parte de Ángela, y que me esperaban- me hizo seguirla, rodeando la casa, hasta el porche que daba a la piscina. Donde, en uno de los cuatro butacones que había alrededor de una mesa baja, me esperaba sentada una señora.
Era una mujer de cincuenta y pico años, pero muy bien conservada; iba con el cabello recogido en un pequeño moño, y vestía con sobriedad, pero a la vez muy elegante: un vestido de seda verde, con motivos florales, zapatos de medio tacón y un largo collar de perlas, de tres o cuatro vueltas, a juego con sus pendientes. Me miró sin sonreír, con una expresión neutra, y sin ni siquiera saludarme dijo “Desnúdese por completo, y luego acérquese aquí” . Yo, como es lógico, me quedé inmóvil, sin saber bien qué hacer; ella, viendo mis dudas, continuó hablando: “A lo mejor ha habido una confusión, pero he de advertirle de que el trabajo que tal vez le ofrezcamos lo llevaría a cabo completamente desnudo; así que, si eso le incomoda, ha sido un placer. Teresa le acompañará a la salida” . Mientras, por el rabillo del ojo, veía como la criada se acercaba otra vez al porche, me di cuenta de que aquello era inevitable; nadie iba a pagarme tanto sin, primero, ver qué era lo que yo tenía que ofrecer. Así que solo dije “No, discúlpeme” y empecé a quitarme la ropa; como hacía calor yo no llevaba mucha, y tardé poco: camiseta, pantalón, zapatillas deportivas y, por último, los calzoncillos, fueron a parar sobre uno de los sillones. Y, una vez desnudo, me acerqué a la señora; eso sí, rojo como un tomate, y con las dos manos tapando mi sexo tanto como pude.
La mujer hizo un gesto para que las apartase, y tan pronto como tuvo libre el acceso a mi pene lo sujetó con una mano, levantándolo, mientras con la otra sopesaba mis testículos. Yo cada vez estaba más avergonzado, pero era evidente que a ella no le importaba lo más mínimo; y cuando, sin previo aviso, comenzó a descapullarme una y otra vez, como si me masturbara, a punto estuve de salir corriendo. Pero me contuve; como seguí haciéndolo cuando la criada se acercó a la señora con un centímetro y una carpeta, le entregó esta última a su jefa, y comenzó a medirme. Absolutamente todo: desde la anchura de mis muslos, mi cintura o mi pecho, hasta la longitud y grosor de mi miembro en reposo; cuando acabó de trasladárselas a la señora, fue ésta la que habló: “Nos hacen falta también sus medidas en erección; póngase usted a punto, por favor” . Aun ahora me sorprende que, delante de las dos mujeres, yo lograse masturbarme hasta ponerme erecto; pero el caso es que lo hice, y una vez que hubo medido mi pene en todo su esplendor, la criada sacó de un bolsillo un pequeño bote, y me lo entregó. Esta vez no me hizo falta recibir instrucción alguna: continué dando arreones a mi miembro un minuto más, y luego eyaculé dentro de aquel recipiente.
Acto seguido fui sometido a un extenso interrogatorio, tanto cuestiones sobre mi salud como, sobre todo, muchas otras más íntimas; aunque ya llevaba allí un rato, permanecer desnudo frente a aquellas dos mujeres me seguía incomodando mucho. Y, sin duda, debía de notarse, porque yo seguía con mis mejillas muy encendidas. Al final, la mujer terminó el cuestionario, o se cansó de preguntarme; tras advertirme de que, antes de salir, Teresa me tomaría una muestra de sangre y otra de orina, además de anotar mi dirección, me dijo “Su cuerpo puede pasar; aunque a mí, personalmente, me gustan más jóvenes. Pero he de reconocer que tiene un buen miembro: largo, ancho y recto; eso es muy útil en este trabajo. Y está bastante musculado; con un poco de práctica, resistirá bien el castigo. Por cierto, aquí no usamos nombres, sino letras: usted será el esclavo K, y yo soy la Señora; cuando tenga un encargo que hacerle, encontrará en su buzón un sobre con el dinero, y con una dirección. Solo tiene que acudir allí el día y hora convenidos, decir que usted es K, y hacer todo lo que le ordenen. ¿Alguna pregunta?” .
Se me ocurrían un montón; y, además, tenía muchas ganas de decirle cuatro cosas sobre sus opiniones acerca de mi físico: pues a mis treinta y ocho años me conservaba de maravilla, sin un solo gramo de grasa. Mi esfuerzo me costaba; el único lujo que me permitía era la cuota del gimnasio, donde me machacaba en cuanto tenía algún rato libre. Y, respecto a mi pene, le hubiese contado que había sorprendido a más de un tío mirándomelo, en el vestuario; y eran tíos de los que yo sabía, a ciencia cierta, su condición de heterosexuales. Pero todas estas cosas palidecieron ante la mención al “castigo”; por supuesto, yo no tenía la menor intención de dejarme maltratar por alguna de aquellas locas. Como mucho, podía dejar que me humillasen, y así estuve a punto de decírselo a la mujer; pero al ir a hablar me di cuenta de que era más inteligente esperar a mi primer trabajo. Si la cosa no me gustaba, me marchaba y listos; y para entonces ya tendría mil euros en el bolsillo. Así que negué con la cabeza, y me fui hacia mi ropa; pero la señora me detuvo: “No, vístase cuando vaya a salir, justo frente a la puerta de la calle. Y, en el futuro, si ha de venir para algo desnúdese en cuanto acceda al jardín; mis esclavos van siempre desnudos. Por cierto, antes de asistir a su primer servicio depílese a fondo; con todo ese vello da usted más bien asco, la verdad” . Callé, saludé con la cabeza y me fui tras la criada, que ya se alejaba del porche llevando mi ropa.