K, Esclavo del Círculo de las Dóminas - I

Un hombre es obligado a convertirse en el esclavo sexual de un grupo de señoras ricas y poderosas. Historia larga, que iré publicando por capítulos más o menos semanales.

La oficina estaba en uno de aquellos edificios del Ensanche barcelonés que, desde fuera, parecen anodinos; pero que, una vez entras, despliegan toda la elegancia, y la fascinación, con la que el Modernismo supo alegrar la vida de las clases adineradas a principios del siglo veinte. Ancha escalera de mármol, con las paredes decoradas a base de estuco y de mosaicos policromados; maderas nobles, metal dorado, pulido y bruñido, … Desde luego, aquello olía a dinero, pero yo no estaba allí por negocios; o tal vez sí, pero si existían no eran de mi incumbencia. Así que pregunté a la conserje, quien me dijo que subiera al piso Principal 1ª; la planta más noble de todas las del edificio, pensé, por eso la bautizaron así en su día. Junto a la puerta, enorme y de madera tallada, había una placa de latón donde se leía “Grupo de Empresas Ventura”; debajo de ella se veía el pequeño timbre, que toqué a la hora en punto. Cuando oí el chasquido del cerrojo, empujé aquella pesada puerta y entré al piso; a pocos metros me esperaba un mostrador de vidrio y metal tras el que, muy sonriente, me miraba una de las chicas más guapas que yo nunca hubiese visto.

Tendría unos veinticinco años, y una media melena rubia a la que, se notaba a simple vista, dedicaba mucho tiempo y esfuerzo; sus facciones me recordaron las de una actriz de Hollywood cuyo nombre no me vino entonces a la cabeza. Además, se había maquillado muy bien: lo justo para realzar su belleza, pero sin que se notase demasiado; igual que el perfume que llevaba, elegante pero discreto. Pero cuando le dije que yo era K dejó de sonreír, y apretó una clavija en el teléfono que tenía enfrente; luego puso el auricular en su oído, bajo la cuidada melena, y la oí decir “Ya está aquí. Sí, ahora mismo se lo traigo. Como usted ordenó, por supuesto” . Acto seguido, la recepcionista se levantó de su silla y rodeó el mostrador; al tenerla enfrente, observé que iba vestida de un modo tan cuidado como profesional: traje chaqueta de un color café con leche, con la falda justo hasta encima de las rodillas, blusa blanca de seda, desabrochada solo un par de botones, medias transparentes, y zapatos marrones de tacón. Que no era exagerado: quizás ocho centímetros, máximo diez; al colocarse justo frente a mí, llevando en sus manos una cesta de rejilla de plástico casi plana, observé que su cabeza me llegaba hasta los ojos. Así que, sin los tacones, calculé que la chica mediría un metro sesenta y cinco, más o menos; y, desde luego, incluso vestida así podía apreciar que tenía una figura espléndida.

Cuando sujeté aquella cesta, lo primero que hice fue mirar las esposas que relucían en su centro; la chica me dijo en tono muy seco, desabrido casi,  mientras las levantaba -y abría- con su delicada mano de cuidada manicura, “Desnúdate, y pon tus cosas en la cesta” . Aunque yo no me esperaba tener que hacerlo allí, sino una vez en el despacho, la obedecí de inmediato; cuando todas mis prendas estuvieron en la cesta, la chica la cogió y la puso sobre aquel mostrador. Luego se colocó a mi espalda, y me dijo “Las manos” ; cuando las junté atrás, enseguida noté el frío del metal en ambas muñecas, y escuché, por dos veces, el ruido que hacían los dos grilletes al cerrarse, aprisionando mis muñecas sin posibilidad de escapatoria. Pero la recepcionista aún no había terminado con los preparativos: me rodeó, para ponerse frente a mí; luego sujetó con sus dos manos mi pene, y comenzó a masturbarme vigorosamente. Lo que hizo mientras, como quien no quiere la cosa, decía en tono distendido “La Señora necesita que estés bien tieso, ¿sabes? Me parece que piensa castigarte con la vara, y precisamente ahí. No pongas esa cara; ¿Te pensabas que te hacía una paja para que te corrieses? Menudo imbécil” .

No necesitó demasiado esfuerzo, la verdad, para ponerme tieso como un poste; entre su olor, su belleza, y la excitación que aquella situación me producía, en muy pocos minutos me tuvo a punto. Entonces soltó mi miembro, se limpió las manos con una toallita húmeda que cogió de su mesa, y luego me dijo “¡Sígueme!” . La seguí, claro, de inmediato y a lo largo de interminables pasillos alfombrados; cruzando frente a muchas mesas en las que trabajaban otras mujeres vestidas de ejecutivas, quienes miraban asombradas a aquel hombre, desnudo, erecto y esposado, que pasaba por delante de ellas. Al final, llegamos frente a una puerta donde ponía “Dirección”; mi guía entró sin llamar, y yo la seguí adentro, bastante aliviado por dejar de exhibirme por los pasillos. Era un antedespacho; en el que solo había dos sillas y una mesa, tras la que se sentaba una señorita que parecía un calco de la que me había traído. Mi acompañante sonrió a su copia, y le dijo “Aquí te lo dejo” ; tras lo que dio media vuelta y se fue, dejándome de pie frente a la otra chica, que me contempló un buen rato de pies a cabeza.

“Ya está aquí. Sí, está bastante erecto. No, eso no lo sé; pero si quiere, antes de entrárselo lo verifico. Como usted diga” . Cuando colgó el teléfono, la chica me hizo señas de que me acercase a ella, por el lateral de la mesa; sin moverse de su silla, tan pronto como me tuvo a su lado cogió mi pene con sus dos manos, y empezó a masturbarme con auténtica furia. Tanta que, unos minutos después, el líquido preseminal comenzó a brotar de mi glande, y noté que estaba próximo a eyacular; cuando se lo advertí sonrió, y dejó de darle arreones a mi miembro. Pero no por eso lo soltó; se levantó y, tirando de él con una mano, llamó con la otra a la puerta del despacho principal. Al oír una voz desde el interior abrió, y entró tirando de mí de aquella forma; yo, como es natural, hacía ya un buen rato que estaba muy sonrojado, pero aquello acabó de incendiar mi cara. Aunque, por supuesto, a la chica le dio igual, pues siguió tirando de mi pene hasta que me llevó justo frente a la mesa de su jefa. Allí me soltó, por fin, y sin decir una palabra dio media vuelta y salió.

La mujer que me contemplaba desde detrás de una mesa de caoba -que parecía tener al menos cien años de antigüedad- era, más que delgada, enjuta; tendría entre sesenta y setenta años de edad, y vestía un traje chaqueta, como sus empleadas. No parecía muy alta, pero lo que más llamaba la atención de ella eran sus ojos: pequeños, oscuros, y con un brillo maligno, su mirada me produjo un escalofrío de puro miedo. Y, en cuanto empezó a hablar, comprendí que tenía motivos sobrados para temerla: “Voy a azotar tu sexo hasta hacerte sangre. Espero que soportarás los golpes como un hombre; pero, si no es así, mandaré que te amarren. Y luego, te doblaré el castigo” . A continuación abrió un cajón de la mesa, y sacó de él una vara de madera, corta y fina; mientras la hacía silbar en el aire me dijo: “Pon las manos en el borde de la mesa, separa las piernas, e inclina el torso hacia atrás. Después de cada golpe dejaré que te muevas un poco por la habitación; te ayudará a soportar el dolor. Pero cuando te lo diga deberás retomar la posición; agradecerme el azote, numerándolo, y pedirme el siguiente. Pararemos cuando yo quiera; no te voy a decir cuantos golpes recibirás, pues ni yo misma lo sé. ¡Ah! Puedes gritar cuanto quieras; las ventanas están insonorizadas, y a mis empleadas les encanta oíros” .

El primer golpe de vara, que acertó de lleno en la curvatura de la base de mi glande, me mandó directo al suelo, entre aullidos de dolor; por más frágil que pudiese parecer, aquella maldita mujer pegaba con auténtica saña. Sentí como si el golpe cortase mi pene por la mitad, y un terrible calambre recorrió todo mi cuerpo, desde el lugar del impacto hasta mi cerebro, tan pronto como lo hube recibido; el sufrimiento era intensísimo, casi imposible de soportar, y el hecho de tener las manos esposadas a la espalda me impedía, además, tratar de mitigarlo tocándome el miembro entumecido, así que yo solo podía frotarlo contra la alfombra del despacho. Y sin duda era inevitable restregarse: cuando, un minuto o dos después, aquella malvada mujer me dijo “Ponte en posición” , al incorporarme pude ver que, cruzando mi pene a lo ancho y bajo la base del glande, la vara había dibujado una estría profunda y amoratada. Que no paraba de enviar a mi cerebro pinchazos de dolor, y por supuesto no era más que la primera de una larga serie; tan pronto como, con la voz quebrada por mis sollozos, logré decir “Uno; gracias, Ama. Golpéeme otra vez, se lo suplico” la vara volvió a caer, inmisericorde, sobre mi pene. Esta vez algo más abajo, cruzando el glande por su mismo centro; para mi infortunio, el dolor fue incluso mayor que el que me provocó el primer golpe.

Solo gracias a que me obligó a contarlos, puedo decir cuántos golpes recibió mi sexo: exactamente treinta y uno. Pudieron ser muchos más, pero una llamada telefónica me salvó de prolongar aún más aquel insufrible tormento; tras el trigésimo primer trallazo, y cuando yo ya había perdido toda esperanza de que cesara algún día mi agonía -primero confiaba en que solo fuesen doce; luego, veinticuatro; más tarde treinta, …- sonó un teléfono móvil. La mujer, sin soltar la maldita vara, rebuscó en su bolso, lo sacó y contestó; durante los siguientes diez minutos, y mientras con la vara jugueteaba revolviendo mi amoratado miembro, haciéndome llorar de dolor, se dedicó a charlar con una amiga. Y, una vez que colgó, me miró con asco y solo me dijo “¡Vete!” . Sali de allí al instante, antes de que cambiase de idea y con las piernas temblorosas; aunque me costó un poco abrir la puerta, con las manos esposadas atrás, al final lo logré, y me planté frente a la secretaria. La cual, tras echar una mirada a mi sexo, comentó riendo “¡Joder, vaya manta de palos que te ha dado la jefa!” ; y, tras dudar un momento, decidió no volver a llevarme tirando de mi pene, seguramente para no mancharse la mano de sangre. Así que me hizo seña de que la siguiera, y yo la acompañé de vuelta a la entrada; esta vez, para mi vergüenza, parando en casi todas las mesas, pues todas las oficinistas querían ver el amasijo de carne amoratada en que su jefa había convertido mi miembro. Y alguna de ellas, más malvada, incluso se animó a tocarlo; una hasta quiso  descapullarlo, haciéndome aullar de dolor.

En la puerta me esperaba la recepcionista, pero no mi ropa; una vez que llegué, y tras remover un poco mi sexo con la punta de un lápiz, la chica solo me dijo “¡Date la vuelta!” . Cuando obedecí, me quitó las esposas, las guardó en un cajón y me soltó un seco “¡Lárgate!” ; yo, muy asustado ante la posibilidad de tener que regresar a casa desnudo, y con el pene en aquel lastimoso estado, le pregunté por mi ropa, y ella me contestó “La tiene la conserje, abajo. ¡Vete ya, imbécil, o la llamo para que la tire directamente a la caldera!” . Así que tuve que bajar desnudo, por la gran escalinata, hasta la entrada del edificio; allí, encima del mostrador de la conserje, estaba la cesta con todas mis cosas. La mujer, de mediana edad y aspecto ratonil, me miraba con cara de estupor, y sujetaba con fuerza la escoba que, enfundada en una vieja bata gris, estaba pasando por el vestíbulo; sin despegar sus ojos de mi sexo amoratado, solo atinó a decirme “¡Apúrese, hombre, que puede venir gente! Debería darle vergüenza…” , antes de desaparecer de allí mientras yo terminaba de vestirme.