Justos y pecadores
Microrelato basado en un hecho real.
Justos y pecadores
(Microrelato del manuscrito de Ángeles, un niño de once años)
No me gustaba ir al cole. Los compas pensaban que ser el más fuerte es ser el más listo y yo no quería ser fuerte, pero no quería que me peguaran entre todos. Entregaba mis deberes bien hechos y a mis padres les gustaba más ver un 10 que enterarse de lo que estaba aprendiendo. Como a veces no hacía los exámenes bien porque no me daba la gana, me suspendían. Y mis padres me pegaban Solamente don Pedro y mi profe particular Ignacio sabían por qué hacía yo aquello.
Don Pedro era el cura que nos daba Religión y era muy amigo de mis padres, pero cuando hablaba yo con él, casi siempre me daba la razón.
Don Ignacio era un hombre mayor, de cuarenta y tres años, que me daba las clases pero jugaba conmigo. Me compraba caramelos de los que a mí me gustaban y si un día no quería estudiar, me contaba cosas muy bonitas.
Entonces se acercaba la Navidad y montó su árbol delante de la ventana. Le puso unas luces muy bonitas y era muy alto, así que para verlo todo mejor, me cogió en brazos y me enseñó la estrella que había arriba y un ciervo pequeño que parecía de verdad. Me dijo que lo había hecho con el ordenador y que luego lo había modelado en la máquina donde trabajaba. Luego, lo descolgó de allí y lo puso en mi mano. Tenía la piel suave como si fuera pelo y él me dijo que me lo llevara a casa. Lo puse en mi estantería y mi madre me preguntó de dónde había salido aquello, así que le dije que me lo había regalado don Ignacio.
El día siguiente que fui a dar clases con él, no quería yo estudiar y le pedí que me dejase sentarme en sus piernas. Me contó cosas muy divertidas y me preguntó que por qué ponía mis manos sobre una parte suya. Le dije que me gustaba ponerlas allí y él me dijo que eso no era la nariz ni la oreja ni el hombro. Pero me gustaba acariciarle allí, no en la nariz. No se enfadó, pero me dijo que eso no se podía hacer. Yo le dije que sabía que eso no se podía hacer, pero que no nos veía nadie y también le dije que si me dejaba verlo. Se levantó asustado, pero yo no había hecho nada malo. Quería tocarlo. Era muy bueno conmigo y no creía que tocarlo era nada malo. Yo lo quería. Cuando dio dos vueltas por la habitación me preguntó que por qué quería ver aquello y le dije que no quería conocer sólo las manos y la cara de mi profesor. Se puso muy nervioso y me dijo que estuviera un poco alejado de él. Entonces se bajó el chándal y pude verlo. Me gustó mucho, pero no me dejaba tocarlo. Luego me senté otra vez sobre sus piernas a oír lo que me contaba y puse mis manos allí encima. Estaba duro y eso se pone duro sólo cuando te gusta que te toquen. Mientras me contaba el cuento le fui acariciando suavemente y no dijo nada.
Me dio un besito antes de salir de su casa y me dijo que me esperaba al día siguiente, pero mi madre lo llamó y le dijo que me había buscado una señorita que venía a casa. Era mentira. Mentirosa. Me dejó sin profesor y sin Ignacio. Luego vinieron unos hombres y me preguntaron muchas cosas sobre Ignacio. Yo no dije nada, sólo les dije que me daba clases y que algunas veces me regalaba caramelos y me regaló un ciervo de su árbol.
Oí a mis padres decir que ese «hijo de puta» ya estaba donde tenía que estar y que no iba a salir de allí por lo menos en seis años. No podía esperar seis años para volver a ver y tocar a Ignacio. Me escapé de casa y preguntando me fui a la policía y le dije lo que me pasaba. Como no podía dejar de llorar y patalear, me llevaron a casa.
Cuando todos dormían, hice un plan. Iba a salvar a Ignacio. Cogí las dos garrafas que tenía papá en el balcón, eran de gasolina y las eché por el suelo de todo el piso. El mechero de la cocina no encendía la gasolina, así que quemé unos tubos de papel, los eché por allí y me fui a la calle con el abrigo sobre el pijama. Poco después miré atrás y vi el fuego salir por las ventanas. Corrí por la calle hasta la plaza y me fui luego corriendo hasta la casa de Ignacio con mi ciervo. Me senté en su puerta a esperarlo. Seis años no era mucho tiempo.
Por la mañana vino la policía y me bajaron a un autobús con dos monjitas. Me trajeron aquí y me preguntaron que si sabía lo que les había pasado a mis padres. Les dije que no y que no me importaba y me llamaron mentiroso y asesino. Entonces me di cuenta de que era mejor ser el más fuerte que el más listo.
Cuando salió Ignacio, fui a esperarlo. Ya tenía yo dieciséis años. Lo abracé y lo besé y llamaron a un taxi. Nos montamos en él y nos fuimos a su casa. Arreglé con él todo el piso y me puso un dormitorio para mí. Hoy soy feliz aunque no sea fuerte.